jueves, 26 de enero de 2017

"Corona de barro" Yolanda Martínez

           

La noche estaba siendo tranquila a pesar de la lluvia que caía. Era molesto pasar la vigilia mojado de pies a cabeza y con frío, pensaba Evangelos, pero los entrenaban para soportar las adversidades del clima, duros guerreros que batallaban por el rey de Macedonia, y esa agua era una insignificante molestia en comparación con una nevada. El río crecía a pasos agigantados bajo sus pies, pero no había nada que temer: desembocaba en el inmenso mar.

Su compañero de guardia estaba al otro lado de la puerta, tiritando. Era muy joven, apenas habría cumplido los veinte, pero se mantenía firme y dispuesto a aguantar.

Evangelos miró al frente al oír un ruido por encima de la lluvia.

—¿Has oído eso, Dray? —le preguntó al joven.

Su compañero desvió la mirada hacia él y negó con la cabeza. El labio inferior le temblaba.

Pero Evangelos siguió escuchando, cerró los ojos e intentó apartar el sonido incesante del aguacero. El ruido se hizo cada vez más intenso, algo se acercaba. Las pisadas rebotaban contra el suelo, veloces.

—¡Un caballo! —dijo en el instante en que el animal trotaba sobre las tablas del puente de madera.

—¿Quién va? —se adelantó Dray desenvainando la espada.

Evangelos no se quedó atrás y avanzó unos pasos justo cuando el cuadrúpedo era detenido por su jinete, que saltó al entablado.

—Tengo que ver al rey de inmediato —exigió una voz de mujer que agarraba un bulto envuelto sobre el brazo.

Dray levantó la espada con manos temblorosas, se notaba que no estaba acostumbrado al peso del arma.

Evangelos fue a preguntar quién era ella cuando la mujer, en un veloz y atrevido movimiento, apartó la espada con la mano y se la llevó a la espalda.

El guardia más experimentado advirtió lo que ocurriría segundos antes de poder evitarlo.

La mujer cayó al suelo. Su rostro mostraba la sorpresa del momento, y Dray abría los ojos y apretaba los dientes como si fuera incapaz de concebir que hubiera herido a una persona. Evangelos le pidió que se retirase hacia atrás.

—¡Pensé que iba a sacar un cuchillo! —tartamudeó Dray al ver que la mujer simplemente cerraba el puño libre con fuerza. Aún sujetaba aquel bulto que no parecía querer soltar.

Evangelos fue a agacharse cuando un anillo vino rodando hasta sus pies. Lo recogió y lo examinó.

—¿La estrella argéada?

Dray se acercó casi con timidez. Incluso él sabía qué significaba ese símbolo.

—No puede ser —dijo al observar el sol con los dieciséis rayos que lo caracterizaban—. ¿Quién se atreve a forjar una imitación del anillo del rey?

Evangelos le dio la vuelta, buscando la firma del orfebre.

—Es auténtico —corroboró su compañero—. Lleva la marca de Aleko Phileas.

El joven guardia se tambaleó y devolvió la mirada a la mujer como si supiera que lo iban a crucificar por lo que había hecho.

El más veterano se sintió responsable y se acercó a la moribunda que perdía sangre sin poder evitarlo; apenas daba muestras de seguir con vida. Evangelos fue a arrebatarle el bulto que sujetaba y la mujer se removió, intentado protegerlo, cuando se oyó un llanto. Algo se movió bajo el envoltorio de tela, el hombre se impuso a las protestas de la desconocida y le arrebató al bebé que empezaba a berrear.

La mente de Evangelos trabajaba a marchas forzadas.

«Que aparezca una mujer en plena noche, con un bebé en brazos y que exija ver al rey portando su anillo, no es una buena señal».

La puerta de entrada al castillo se abrió con estrepito. En el umbral, recortado por las antorchas que iluminaban el patio interior, había un hombre con túnica: el anciano filósofo invitado por el rey. Era imposible no reconocerlo, pensó Evangelos, que se puso en pie.

—Señor —se inclinó en una reverencia.

El anciano se adelantó unos pasos y solo con echar un vistazo entendió la situación. Lo había visualizado en las estrellas esa misma noche, era por eso que se hallaba despierto a esas horas tan intempestivas, pero hasta que no había oído el llanto en la entrada del castillo, no había creído demasiado en aquel mensaje oculto que pocos podían leer. Después de todo, no era la primera vez que se equivocaba, pero con más satisfacción que temor, cogió al niño en brazos.

—¿Sabéis quién era ella? —preguntó.

El guardia negó.

—Solo dijo que quería ver al rey, pero hubo un momento en que pensamos que sacaría un cuchillo y…

—Entiendo —dijo Aristóteles, mirando con pena el cuerpo sin vida de la madre del bebé que no dejaba de llorar a pleno pulmón.

—La mujer llevaba esto. —Evangelos le dio el anillo.

Aristóteles ya no tuvo ninguna duda sobre sus observaciones astrales; la ruleta del destino había empezado a girar.

—Llevad a la mujer a mis aposentos con la mayor discreción —les pidió a los guardias—. Yo me encargaré del niño.

Evangelos y Dray asintieron.

El anciano entró en el patio del castillo, dio un rodeo, evitando la entrada principal y, entró por la puerta que accedía a la cocina; a esas horas estaría vacía. Recorrió los pasillos en la absoluta oscuridad, alzando los pies donde recordaba que había deformaciones en la piedra, y llegó al dormitorio. Se acercó a la lumbre, dejó al bebé sobre la alfombra y lo despojó de la manta empapada que le envolvía. El niño dejó de llorar al instante, abrió los ojos y miró al anciano con fascinación. Aristóteles pudo confirmar todavía con más vehemencia que los astros no habían engañado a sus cansados sentidos: la nariz, los ojos, el mentón… era el elegido. Pero eso significaba problemas.

—Tendrás que ocultarte hasta que llegue el momento —le susurró. El niño rio como si supiera de qué hablaba—. Pero ahora tendrás que perdonarme.

Aristóteles miró el anillo de oro forjado por el mejor orfebre de todos los tiempos. Acercó el emblema al fuego y, cuando creyó que estaba lo suficientemente caliente, levantó el brazo izquierdo del niño e imprimió allí el único símbolo que delataría su procedencia.

El crío berreó como si le hubieran clavado mil cuchillos encendidos.

El anciano corrió a por el ungüento que calmaba el dolor de las quemaduras y se lo aplicó, le vendó el pecho y los cubrió con otra manta. Antes de que los guardias aparecieran con el cuerpo de la mujer, el niño había dejado de llorar.

Cuando Aristóteles volvió a quedarse a solas, reconoció el estado de la madre, pero apenas reaccionaba. Había perdido muchísima sangre y no le quedaba mucho para pisar el reino de los cielos. Rezó una plegaria por ella. Pero no había tiempo que perder.

Cogió un cesto de mimbre grande, donde depositó al bebé, se cubrió la cabeza con la capucha de la túnica y salió de la habitación. Recorrió los pasillos en silencio hasta llegar a la cocina donde preparó un fardo con comida, se dirigió hacia las caballerizas, ensilló a su caballo y salió al galope cuando los guardias le abrieron la puerta. Por suerte para ambos, la lluvia había cesado, y aunque el anciano ya no presumía de fortaleza para cabalgar durante horas, pero tenía que alejar a ese crío de la corte. Más tarde le contaría al rey lo sucedido.

Solo había una persona de fiar a quien le confiaría la vida del pequeño, alguien que había cuidado de otras personas hasta que sufrió aquella desgracia.

Aristóteles arreó al caballo, alentado por llegar cuanto antes a la cabaña que conocía a la perfección. Era uno de los pocos que sabía dónde se ocultaba aquella mujer que había hecho tanto por los demás cuando los demás no habían hecho nada por ella. El egoísmo del hombre era una aberración, en su humilde opinión.

Los primeros rayos del sol ya despuntaban cuando visualizó el camino. Había cruzado el bosque, recorrido un par de pueblos y se había adentrado en la montaña que los aldeanos temían. Era inevitable que las leyendas recorrieran las regiones, y se decía que estaba embrujada. «Meras supersticiones».

Poco después, detuvo al caballo delante de una gruta. Ató las riendas del animal a una roca grande y descendió por el empedrado resbaladizo, agarrándose con la mano libre a la pared rocosa. Anduvo varios pasos más hasta apreciar el verde que surgía de entre las rocas; casi había llegado. Pisó el suelo de tierra y admiró la mitad de la casa construida dentro de la montaña: un páramo oculto a la vista de todos.

—Teresa, ¿estás aquí? —gritó. A la mujer no le gustaban los extraños, pero él no lo era, aunque hacía meses que no la visitaba.

La sombra inquieta del interior se volvió hacia la puerta. Reconocía aquella voz, pero nunca antes le había notado aquel tono de urgencia. Aquel anciano era el único que se había preocupado por llevarle comida y medicinas de vez en cuando, aunque ella sabía cuidarse sola. Se acercó a la ventana y le observó a través de la cortina. Del brazo le colgaba un fardo y un cesto que parecía contener algo vivo en el interior. No dejaba de moverse.

—Por favor, Teresa, necesito que salgas.

La mujer se quedó tensa. Había angustia en la mirada de Aristóteles, pero también cansancio y pesar. Meditó si debía salir o por el contrario dejar que se fuera pensando que ella no estaba dentro, pero un gorgorito que salió de la cesta la atrajo hacia la puerta y abrió.

Aristóteles, que no pretendía asustarla, dejó el fardo y el cesto en el suelo, y le explicó con brevedad lo que sucedía.

—Quédate con el niño, Teresa. Cuídalo, aliméntalo para que se haga fuerte hasta que llegue el día en que el mundo conocerá su existencia. Os alimentaré a los dos, traeré medicinas y ropa. Solo tendrás que ocuparte de él.

Teresa dejó el refugio y se acercó al niño, ocultando el rostro bajo la capucha. Llevaba años sin dejarse ver, desde que la habían echado de la aldea, apartándola de la sociedad por su desagradable aspecto. Se acuclilló frente al cesto. El niño no dejaba de mover las manos, ignorante de lo que ocurría a su alrededor. Sonreía sin pensar en el destino que le aguardaba si sobrevivía. Sin pensar, cargó con él y el fardo y se dirigió hacia la casa.

—Muchas gracias, Teresa. El cielo te recompensará por esto.

Pero la mujer ya había cerrado la puerta y no escuchaba. Dejó al bebé frente al fuego y apartó la manta que lo abrigaba. Se asombró al ver el vendaje que le cubría el pecho y lo despojó de él. La marca recién hecha brillaba roja, no estaba hinchada ni infectada. Aunque llevaba años sin socializar, sabía lo que significaba.

«El hijo del rey Alejandro Magno».

Aun se quedó más estupefacta por aquel descubrimiento.

«Nunca pensé que me seleccionaran».

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