sábado, 21 de enero de 2017

"Desorden" Merche Maldonado

Alex tiene una manía que le hace  perder el norte: su obsesión por el orden. Siempre quiere tenerlo todo bien organizado y planeado. Cuando lo conocí en una presentación literaria me sorprendió su porte elegante. Con traje y corbata se parecía más a un vendedor de enciclopedias que a un escritor. Soy asidua a la librería que regenta mi amiga Carmen, además de ser una lectora empedernida, y nunca había visto a un escritor tan minucioso. Sus libros estaban perfectamente alineados, y si se movían un poco cuando alguien compraba uno, de inmediato enderezaba el montón. Por supuesto, me impresionó. Desde entonces, estamos juntos. Hoy he conocido a su madre y me ha contado una historia muy peculiar.

Desde pequeño ha sido un niño muy disciplinado y un poco raro (son palabras de su madre). Es bastante presumido y le gusta ir siempre bien vestido. En ocasiones combina el color verde de sus ojos con las muchas corbatas que colecciona. Su cabello castaño lo lleva bien peinado y engomado. Remata el look con unos zapatos relucientes.

Es el único hijo de Jimena: ama de casa y viuda de un militar desde hace unos meses. Desde siempre había protegido y cuidado a su hijo, quizás demasiado.
Cuando Alex decidió emanciparse hace un año, sus padres le compraron el piso contiguo al suyo, y siempre han estado pendientes de él en todo momento. Su padre se lo pagó con agrado. A pesar de ser muy estricto, su hijo era su debilidad.
Según contaba Jimena, se tronchaba de la risa cuando Alex le explicaba que los objetos desordenados le hablaban. Le decían que debían estar organizados por colores, tamaños, incluso por materiales similares.

Por supuesto, lo decía en broma, porque es imposible que los objetos ordenen, tan siquiera pueden emitir sonidos. Aunque era indudable que tenía un problema. Su madre lo sabía y, por su vigésimo noveno cumpleaños, le regaló un galán de noche.

Le ilusionó tanto el regalo que, con impaciencia, esa misma noche, instaló el mueble en su alcoba y colocó con esmero la ropa. Lo miraba con satisfacción; era un buen regalo. Jimena había acertado en su elección.

Al día siguiente descubrió algo extraño: todas las prendas colocadas en el galán de noche estaban del revés.

El pantalón, camisa, chaqueta y corbata, aparte de arrugadas, estaban en otro orden.
Cuando se lo explicó a su madre, ella se rio tanto que casi se hace pis encima. Me estarás gastando una broma, le decía. Pero no, era en serio, y además, estaba muy asustado.

Cuando llegó la segunda noche, Alex colgó las prendas con esmero, ajustándolas bien para colocarlas en su sitio; después, se acostó. Al día siguiente, nada más abrir los ojos, comprobó el galán de noche. Para su sorpresa, todas las piezas de ropa estaban cambiadas, además de arrugadas.

Primero pensó en un duende que se quería divertir a su costa, pero luego lo descartó. No tenía ocho años para creer en hadas.

Después se acordó de la copia de la llave de su vivienda que tiene su madre. ¿Habrá sido ella?

Imposible pasar un día más sin saber quién desordenaba el galán de noche.
Acomodó unas almohadas, haciendo un bulto en su cama, y las arropó para parecer su cuerpo dormido. De inmediato escondió el mueble, se desnudó y se puso encima las prendas, sin abrochárselas. Imitando ser él mismo el galán de noche, se sentó en una silla.

Aburrido de esperar, se desesperó y se acostó; pero el ruido de unas llaves intentando abrir la cerradura de la puerta principal, lo alertaron.
Después, alguien entraba con sigilo en la alcoba y, a tientas, agarraba la chaqueta y la camisa juntas, estirando con saña para darles la vuelta. Su sorpresa fue tan grande como la de su madre. Si no la hubiera sujetado Alex, se habría caído de espaldas.

Abriendo la luz se descubrió el pastel. A su madre le dio un ataque de risa que, en esta ocasión, sí se hizo pis.

Descubierto el enigma, la madre, después de ir a su casa para cambiarse de muda, le explicó la lección.

Se había vuelto insoportable su manía de ordenar todo, y debía hacer algo.
Hacía poco que Alex me había conocido y estaba muy ilusionado (al menos eso espero), y su madre no quería que me espantara, como a todos los demás.
Después de la charla, Alex decidió guardar el galán de noche en el armario. Tenía que meditar lo sucedido.

Pasó mala noche, por supuesto. Cuando despertó se aseguró de que el mueble permaneciera guardado. No quería más sustos. Había recapacitado y decidió no ser tan obsesivo. Su madre tenía toda la razón: si seguía con la misma actitud siempre estaría solo y no quería perder a la persona que le había devuelto la ilusión. Hacía unos meses que salíamos juntos y se resistía a llevarme a su casa por miedo a que descubriera su obsesión. Claro que su madre se encargó de ponerme al día.

Tenía que cambiar.

Fue el final del principio.

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