¿Ya es hora? ¡No puede
ser! me dije desperezándome. Me froté los ojos con los puños tras estirarme
con un sonoro bostezo. Ya sé que la imagen no es muy regia, pero es que ese
sambenito —y los nombres, el origen, el número y las ofrendas— nos lo colgaron
más tarde, por conveniencias ajenas. Eso nos encumbró a la fama, cierto. Durante
varios siglos fuimos los reyes, los auténticos reyes. Hasta que las
multinacionales, una multinacional en realidad, ¡maldita sea su estampa!, cogió
otra tradición, la adaptó a su manera —y, sobre todo, al color de su logo— y se
inventó al gordo de los renos, dejándonos a todos helados. Pero eso es lo que
tiene el capitalismo salvaje. ¿Funciona, no? Pues entonces, ya está bien.
Bueno, que me voy del tema. Allí estaba yo, con la peste a animales
y a paje mal duchado, como de costumbre, cuando sonó la alarma. Se suponía que
era la de “Vete preparando que hay que llevar el oro al portal, que ha nacido
el niño Jesús y todo eso”. Ya me imaginaba la sucia mano de algún niño
manoseándome en el belén, haciendo avanzar despacito mi dromedario —porque es
un dromedario, sí. ¡UNA joroba! ¡El bicho tiene UNA joroba! Si tuviese dos,
sería camello; pero tiene una. Repetid conmigo: dos, camello; una, dromedario.
¡Y me importa un bledo lo del paquetito de tabaco! ¿Vale?—. Pues eso. Que ya
estaba disponiéndome a realizar mis abluciones cuando noté que la cosa no iba
bien. No se escuchaban los ruidos de los dromedarios, las riñas de los chavales
ni los quejidos de Baltasar —Gaspar siempre ha sido muy discreto—. Ni siquiera
estaban encendidos los ordenadores —sí, nos hemos modernizado y aceptamos
cartas por correo electrónico, que hay que ahorrar papel. Por lo de los bosques
y todo eso—. Así que abrí un poco los ojos para mirar con disimulo... y como
platos cuando vi al Espíritu de la Navidad plantado delante de mí, todo
trajeado en negro, con una de esas carteras que parecen dos solapas cogidas por
una cremallera apoyada en su antebrazo izquierdo y en el pecho, donde hubiera
tenido que estar el corazón, y con esa mirada de inspector de hacienda que
tanto acojona.
—Buenos días—. Al menos, educado, pensé—. ¿Es usted la
figurita de belén conocida como ahhh... —leyó por encima de la montura negra de
pasta un expediente plagado de sellos oficiales que había sacado del portafolio—
su Majestad, Rey Mago de Oriente, Melchor?
—El mismo, buenos días. ¿Con quien tenemos el gusto...?
—dejé caer utilizando, aunque sin muchas esperanzas, el plural mayestático.
—En virtud de lo dispuesto en el artículo... —A pesar de lo
que pudiera desprenderse de mi oficio, soy incapaz de recordar toda la
parafernalia legislativa, lo reconozco— debe acompañarme a visitar las
Navidades futuras.
—¡Alto ahí! —Recurrí a toda la dignidad posible, y dada mi
condición, ya os digo que es mucha—. Tú debes de ser el Fantasma de las
Navidades futuras, ¿no? ¿Serías tan amable de hacernos saber qué demonios
tenemos nos que ver con el tal Scrooge o, en su defecto, a quién debemos semejante
veleidad dickensiana?
—Contra este procedimiento —continuó hablando al mismo
tiempo que yo le preguntaba, sin dignarse escucharme y, menos aún, responder—
no cabe recurso de acuerdo a lo dispuesto en —más jerga de leguleyos—. Lo que
se le comunica de forma efectiva y fehaciente, siendo exigible, y exigiéndose, su
inmediato cumplimiento. Caso de negarse u ofrecer resistencia se requerirá —en
consonancia con bla, bla, bla— la presencia de los agentes de la autoridad para
llevar a efecto el presente auto. Supongo que no será necesario llegar a dicho
extremo... —Nos mira inquisidor y, ante nuestro silencio, da por otorgado. Nos
alegra que parezca aliviado—. De acuerdo.
—¿Podríamos hacer una llamada? Tenemos el examen cerrado
para el permiso de conducción de motocicleta y, si este año tampoco vamos a
poder acudir, querríamos anularlo para no perder convocatoria —preguntamos con
timidez.
—Dos minutos.
Apenas habíamos colgado cuando una niebla espesa surgió del
suelo y todo comenzó a girar. El interior de la caja a nuestro alrededor se
deformó, se estiró, se encogió, se desvaneció, perdió y recuperó sus colores a
una velocidad endiablada. Cuando superamos las arcadas provocadas por un salto
en el tiempo sin el pertinente “Delorean”, máquina o artefacto similar, no pudimos
sino reconocer las ventajas de nuestra nueva circunstancia. Allí estábamos el
secretario judicial de marras y esta majestad, intangibles, invisibles,
inaudibles, insípidos e inodoros —sí, eso también— y con plena libertad de
movimiento. Por buscarle defectillos, que los tiene, les recordaremos que, de
los cinco sentidos, solo dos funcionan; con lo que la comida, por ejemplo,
pierde bastante. Pero son menudencias que puedes compensar con una visita al
vestuario de la mansión Play... ¡Esto...bien! Pues eso. Que nos y el fantasmita
nos aparecimos en el futuro para que nos pudiésemos tener una idea fehaciente
de en qué se iban a convertir, de seguir a este paso, las Navidades.
Antes de que continuemos explicándoles lo que nos enseñó y
cómo nos cambió —¡qué pesado es esto de llamarnos en primera del plural a
nosotros mismos! Pero, si nos ponemos realmente dignos, debemos hacerlo para
todos, que otra postura podría ser tachada de discriminatoria e, incluso, de
prevaricación— hemos de reconocer que en el presente, allá por el siglo
veintiuno, ya intuíamos por dónde podían ir los tiros. Y que nos, como sabio de
oriente y persona culta ya en el pasado, estamos de vuelta de muchas cosas,
contamos con una cabeza muy bien amueblada y con un dominio de las artes
adivinatorias que resultarían la envidia, de conocerlas siquiera, de
telepredicadores, líneas astrológicas de pago, veedores diversos y echadores de
cartas, huesos, runas y demás parafernalia. Dicho queda, para su mejor
entendimiento de lo que a continuación hemos de relatarles. ¡A ello, Melchor!
Guiado por el estirado funcionario recorrimos varias calles céntricas
de una típica ciudad. El momento temporal era obvio: luces adornando las anchas
avenidas, abetos con bolas, muñecos de nieve hechos de poliespán, renos de
nariz enrojecida y una serie de obesos chorizos con borla blanca —papanoeles escaladores
de muros— que se infiltraban por las ventanas sin que nadie se alarmase. Ni
siquiera cuando se les podía ver, de forma simultánea y en plena efervescencia
de vitalidad, rodeados de lascivas elfas minifalderas, pervertidoras de
infantes y adultos, súcubos incitadores del consumismo y otras perversiones de
lo más extremo. Ríete de lo de los panes y los peces. ¡Esto sí era
multiplicarse!
La estulticia generalizada había obligado a los regidores
locales, incluso, a ordenar los sentidos de circulación de los viandantes y a
colocar agentes uniformados para organizar las colas de culto al orondo
norteño. Algo a lo que intentamos oponernos, simbólicamente claro, dada nuestra
condición insustancial, en un alarde de real libertinaje, bajo la admonitoria
mirada de nuestro estirado cicerone. Mientras flotábamos no pudimos menos que observar
en derredor, que percatarnos de la urgencia de los ciudadanos por hacerse, a
cualquier precio, con el más novedoso juguete, dispositivo, invento o modismo;
que enseguida desechaban espoleados por el anuncio del modelo, versión o
novedad inmediatamente posterior.
—¿Has visto dónde les ha llevado la fiebre por el oro?
¡Será cabrito!,
pensamos para nos. Porque no hemos de olvidar que nuestro presente para el
niño-Dios era el preciado metal, no como símbolo de su poder terreno, sino de
Rey en los Cielos. Pero este tipo estaba mezclando el culo con las témporas. Y
si él podía permitirse esos lujos, no íbamos a ser nos quienes rehuyésemos el
combate dialéctico. Ni los ardides. Aun los más bajos e innobles.
—Y por eso esta ciudad huele tan bien, ¿no? Por culpa del
incienso y de la mirra que ofrendan Gaspar y Baltasar, ¿no? Claro. —dejé explícito
el sarcasmo alargando la a.
—Eso es una falacia...
—Donde las dan, las toman —le interrumpo—. ¡Venga ya,
hombre! Que eso no se sostiene por ningún lado.
¡Lo hemos callado! ¡Y
a la primera! El silencio se tornó incómodo. Y, aunque nos daba la
impresión de que su condescendencia para con nos era manifiesta, nos hicimos el
sueco y simulamos disfrutar de tan pírrica victoria. Continuamos hasta enfrentarnos
a un rascacielos, de seguro icónico dados su forma y emplazamiento. Ascendimos
sin reflejarnos en las ventanas —inquietante y vampírico—hasta dar con una
planta en la que se celebra la tradicional fiesta de empresa. ¿Recuerdan el
Nakatomi plaza? Pues si lo adornan a lo “Nymphomaniac” y lo rematan con toques
de “El sentido de la vida” —Prokófiev incluido—, tendrán una panorámica
bastante completa del desmadre de aquellos ejecutivos que mezclaban vicios y
negocios sin el más mínimo pudor, recato o miramiento. Y, por cierto, tras la
fiesta, al desolado escenario solo le faltaba un John McClane y su característico
“yipi ka yei...”.
Asqueados, nos dimos distancia de la bacanal aquella y nos
perdimos, tras cruzar de nuevo el ordenado desfile, que nos recordó una cadena
de producción de maniquíes propia del cine de Fritz Lang; pues las personas se
trasladaban impasibles, impertérritas ante la necesidad de quienes hurgaban en
la basura imperante en las calles aledañas, de quienes se peleaban por unos
despojos recién comprados en la frenética carrera por estar a la última. El
salto fue brutal, porque no había término medio: ricos y asalariados con
posibles frente a pobres, pobres de solemnidad, pobres de los de matarse por un
trozo de comida a medio pudrir. Nunca una calle marcó tanto la diferencia:
orden, luz, opulencia y, al otro lado de la línea, caos, oscuridad, escasez. Empachados
de realidad, nos disparamos hacia el cielo nocturno para alejarnos de aquello. Lo
que observamos nos llenó de pena. Círculos concéntricos alternos: el centro de
negocios, el estrecho anillo de los fantasmas, los barrios residenciales y la
nada interurbana atravesada por venas de oro. Nos llenó de pena porque fuimos
conscientes de que los que estaban encerrados eran los miserables, que veían,
delante y detrás de ellos, protegidos por muros invisibles, unos mundos a los
que jamás podrían acceder, salvo a hurtadillas. Esto sí era de Dickens, y no el
leguleyo animado que me habían enviado, que, por su parte, no tuvo más opción
que seguirnos.
—¿Has visto dónde les ha llevado la fiebre por el oro? —nos repitió
el muy canalla cuando logró alcanzarnos.
Y esta vez nos callamos. No por aquiescencia, no. Nos
callamos porque no nos salía la voz, porque algo nos oprimía la garganta y —os
recuerdo nuestro intangible estado— no se trataba del habitual hueso de pollo asesino.
Mas, para evitar el predecible e inmerecido henchimiento del puñetero fantasma
—fantasma en los tres sentidos: esencial, sustancial y literario—, le lanzamos
una mirada de esas que exigen un silencio, de profesor viejo a alumno novel.
Una que reconoce de inmediato, una que, como la suya, tanto acojona.
—Cuando te recuperes, seguimos... —Mantenemos la visual
descrita para hacerle consciente de lo inadecuado de su atrevimiento, y,
también, para ganar unos segundos que nos permitan recuperar la compostura—,
Majestad —trató de arreglarlo. Tan solo asentimos.
Continuamos. El paseo por la zona residencial lo hicimos
ambos mudos. Aquí, salvo el, tras haber cruzado ese anillo oscuro, insultante derroche
que de normal hubiésemos definido como “de celebración”, el ambiente podría calificarse
como intemporal, al menos respecto de nuestro presente. Comida en exceso y de
calidad, vajillas de cumpleaños, cristalerías y cuberterías de boda, decoraciones
excesivas más o menos desafortunadas, niños pedigüeños, adolescentes
insatisfechos, jóvenes exhibicionistas y adultos defendiendo su estatus. ¡Y el
maldito árbol, con sus malditos paquetitos y sus malditas bolas, y los malditos
calcetines para el tal Noel del demonio —ni siquiera Nicolás—en las repisas de
chimeneas o estanterías! ¡Todo en orden!
¿Todo? ¡No! Un pequeño detalle, con irreductible tesón, martilleaba
nuestra consciencia, a medias anestesiada por la normalidad imperante. ¿Qué es? ¿Qué falta?¿Qué coño falta?¡Venga,
venga, venga! Nada. ¡Puto alzhéimer! Seguimos de casa en casa, espectadores
aburridos de un monotemático plano secuencia que repite escenario "ad
nauseam": similares parejas con niños similares, en similares salones de
ambientación similar. Todo muy estándar, muy correcto, muy de manual. ¡Vomitivo!
—¿Dónde están los abuelos? —le espetamos a bocajarro cuando conseguimos
derrotar al pérfido alemán.
—Sígueme —nos respondió con una languidez que nos arañó el
alma. Tanto, que no tuvimos valor para afearle el tuteo.
Algo le pasaba, algo fuera del prurito profesional que le
llevaba a mantener esa imagen hierática de profesional intachable. Nos sorprendió
e intrigó. Su tono y actitud nos indicaban
que estábamos ante el verdadero propósito de todo este despliegue bilocativo y,
al tiempo, que nuestro oscuro chupatintas sí tenía un corazón. Vale que igual
no estaba en dónde debía, que no lo usaba de continuo, que era de esos de quita
y pon o que solo le estaba permitido fuera del trabajo. ¡Pero, contra todo pronóstico,
sí tenía uno! De todo hay, ¿verdad pequeño?, en tu viña.
El camino hasta la periferia se nos hizo interminable.
Demasiado... ¿uniforme? Casas iguales, vallas iguales, calles iguales,
paseadores iguales de perros iguales. Todo resultaba anodino, carente de
chispa, profundamente... artificioso. Sí, ese era el término preciso. En sus
dos acepciones. ¡Y manda carajo que lo dijéramos nos, cabeza de una de las
casas reales más antigua y, con toda seguridad, entre las tres más longevas! Nos
gustamos a nosotros mismos repitiéndonoslo: artificioso, artificioso, artificioso.
La única ventaja que tuvo el tedioso paseo fue que nos permitió reflexionar
sobre lo que habíamos observado, que puso en marcha un mecanismo que, a la
postre, se demostraría imparable.
Todo se inició con un frenazo. Apenas habíamos llegado a una
plazoleta con un agonizante e irrisorio espacio ajardinado y una evidente
desidia crónica, que empezó ya en la mesa del arquitecto, cuando el chirrido
del neumático contra el asfalto nos hizo dar un respingo. En el mismo instante
sucedieron todas estas cosas: un vehículo familiar se detuvo, el copiloto
comprobó que nadie les observaba —recordad: "intangibles, invisibles,
inaudibles, insípidos e inodoros"—, del asiento trasero bajó una persona
adulta —al menos de edad— que arrastraba a un anciano, el copiloto y el adulto
recuperaron sus asientos y una nueva dosis de goma quemada inundó nuestra
pituitaria en una arrancada digna de campeonato de fórmula uno. Y los tres,
alucinados, contemplamos la fuga, propia de una película de atracadores. Aun no
habíamos asumido nuestro asombro cuando escuchamos un nuevo frenazo: dos
hombres agarran al viejo y lo meten en una furgoneta, una puerta lateral que se
cierra y una nueva salida derrochando rueda. Los dos tipos de blanco bien
podrían colocarse como instructores en cualquier campamento de servicios
secretos de élite. Nuestro pasmo se hacía aún más difícil de aceptar, dado su
exponencial crecimiento, sumando la inmovilidad a nuestra retahíla de atributos,
cuando, apenas un minuto después, se sucedieron de nuevo ambas escenas.
Cambiando de copiloto, seudoadulto, hombres de blanco y víctima inocente, claro
está.
Avanzamos sin rumbo por aquel extrarradio, todavía
intentando asimilar lo visto, cuando al llegar a otra plazoleta se repitió
idéntica situación. Y en la siguiente, y en la otra... Por fin, una vez nuestra
mente fue capaz de reaccionar, nos subimos a una de esos vehículos acompañando
a una abuela que, ésta sí, —¡olé por
ella!— la había emprendido a golpes de bolso contra los secuestradores. El
trayecto se prolongó un rato. Dejamos atrás la zona urbana y, tras un tramo de
carretera en medio de la nada y atravesar un bosque por vías secundarias,
llegamos a un alto muro rematado por alambre de espino y concertinas. Guardias
uniformados en la puerta acompañados de perros, torres de vigilancia con focos
y un despliegue de medidas tecnológicas que hacían pensar en renovados Auschwitz,
Alcatraz, Guantánamo o cualquiera de los recintos en que la humanidad ha venido
empeñándose, con notable grado de éxito por cierto, en demostrar la poca
humanidad —permítasenos el juego semántico— que posee. De no saber que aquello
era un asilo, me hubiese asustado. Mas debía ser un asilo de máxima seguridad,
para viejecitos muy peligrosos. A pesar de nuestra incorporeidad, no cabíamos
en nosotros mismos. Empeoró al adentrarnos en las instalaciones y descubrir no los
típicos salones con mesas de formica y partidas de cartas, dominó o parchís,
con la tele de fondo casi sin volumen, no. Lo que vimos fueron hileras enfrentadas
de butacas con sus ocupantes atados y unos goteros automáticos que los
mantenían sedados y babeantes. Androides repasaban los monitores sin descanso;
fila de ida, fila de vuelta. Pasillos y pasillos, pisos y pisos, pabellones y
pabellones. De haber tenido sustancia, se nos habría caído el alma a los pies.
—Hemos de regresar. Has visto cuanto debías y nuestro tiempo
aquí se agota.
Cuando el reloj dio las doce, como cenicientas en el baile, nos
y nuestro guía nos fuimos desvaneciendo, solo que con unas sirenas de alarma ululando
como música de fondo.
* * *
* *
Me despierto de nuevo en la caja rotulada como
"Figuritas del belén" con la alarma de "Arriba, vamos camastrón,
deprisa, que nos tenemos que ir para Belén y se va a liar parda en el
baño", y, como si fuese un chaval de veinte años, salto de mi hueco del
corcho blanco y corro hasta las duchas. ¡Primero, menos mal! Cuando salgo miro
altivo a la fila que se ha acumulado, con esa sonrisilla de "Igual me he
pasado un pelín con el agua caliente —odio los termos eléctricos— chicos, ya lo
siento" y me dirijo a mi aposento. Allí me dispongo, a falta de servicio
disponible —¡Cuánta razón tenías,
Manrique!—, a prepararme el equipaje. Estoy con el acondicionador de
cabello cuando me salta el otro aviso anual en el móvil: "Hoy es la noche".
Miro hacia afuera por el pequeño agujero que he logrado hacer en el muro
protector de mi prisión y, en efecto, la estrella brilla en el cielo: momento
de salir para que nos coloquen en el diorama navideño. Compruebo el móvil y la
imagen que me devuelve el calendario de Google no deja lugar a dudas.
Así que desdeño los terciopelos, el plural mayestático —ahora
que no tenemos que marcar las diferencias de clase— y la púrpura, y me calzo
los pantalones de cuero, la camisa de leñador a cuadros y el chaleco del club.
A la que no renuncio es a la corona, que los republicanos están a la que salta,
y me la pongo, tras recogerme la melena en una coleta al estilo samurái, sobre
el pañuelo negro con calaveritas blancas que gané el año pasado en la barraca
de tiro con escopeta neumática y sobre el que tanto destacan los rubíes y las esmeraldas...
¿Ehhh... bien? ¡Céntrate, Melchor,
céntrate! ¡Qué tenemos tajo! Tras el momento Miyagi —con bastante más pelo,
eso sí— compruebo que el mensaje ha llegado a la lista completa. ¡Bien! Antes de que las manos infantiles
o maternas —por lo común son las mamis— se apropien de mí real figurita,
realizo mi magia.
Estoy en un garaje. Me coloco el casco, acciono el mando a
distancia y arranco mi Heritage. Regodeándome
en el petardeo, uno su rugido al de las burras de mis camaradas moteros. ¡Siempre he querido hacer esto! ¡Cómo me
gusta ser motero! Poco a poco nuestro número aumenta. Sí. Es hoy.
Recorremos las calles como una jauría, como una manada de lobos rabiosos que
nunca han tenido mucho que perder. En cada esquina, en cada cruce se nos suman
nuevos grupos, guerreros heterogéneos con solo el chaleco como uniforme. En
seguida se incorpora Thomas, al frente de los "Maze runners". Y Peter,
con sus Niños perdidos. Al llegar a
los bosques somos cientos. ¡Esos malditos
pequeñajos!, sonrío para mí. No podía imaginarme, cuando recorrí los
orfanatos eligiendo a los primeros "hijos", que lo hiciesen tan bien.
Conforme crecían reclutaron más y más muchachos, formaron nuevas filiales,
surgieron nuevos clubs, siempre guiados por un objetivo común. Ese que asumen ellos,
los que nunca escucharon un cuento antes de dormirse, los que jamás recibieron
un beso de buenas noches o un cachete cariñoso, los que de los suyos no conservan,
siquiera, el apellido.
Guardias y perros
retroceden asustados cuando nos ven llegar. Alguno, algo más valiente, intenta
entorpecer nuestro avance; pero somos muchos y estamos decididos. Los canes,
mucho más sensatos, detectan enseguida que la magia nos ayuda. A los humanos,
algo más animosos, los detiene la lluvia de bolas de nieve con que les obsequia
el de los renos, en solitaria superioridad aérea. No puedo menos que
agradecerle su colaboración. Parece que, por más que competencia directa, no es
mala gente. La batalla dura poco y nuestra victoria es aplastante. ¡Los abuelos
ya son nuestros! Aunque las máquinas no suponen obstáculo alguno, el estado de los
pacientes nos hace temer por el éxito final.
Cuando pongo al corriente de mi plan a mis dos colegas, no
faltan las críticas. Sé que no va a ser fácil devolver a cada abuelo a su
familia, ni que estas los acepten de buen grado. Pero cuando les explico mi as
en la manga sonríen satisfechos y se afanan, manos a la obra. Queda poco tiempo
para hacer los cambios. ¡Solo tenemos esta! Va a ser una noche de reyes muy
especial. O atípica, cuando menos. Al día siguiente, cuando amanezca, cada
hogar tendrá a su abuelo en la sala, con su tazón de café con leche y sus
bizcochos, con sus batallitas preparadas y con la paciencia necesaria para soportar
a los nietos más hiperactivos. Cuentos e historias desgranadas al calor de la
lumbre, en torno a la mesa, antes de dormir, esos van a ser todos los regalos. Bueno.
Eso y carbón para los que se han portado mal, que las normas han de cumplirse. Ya
sabemos que no es lo que se nos ha pedido, que puede que nos inunden a
reclamaciones.... ¿Y qué? ¿Nos vais a contar lo que hace falta en Navidad? ¿A
nosotros, a los Reyes Magos de Oriente? ¡Vamos, hombre! Además, el Espíritu de
las Navidades y, no menos importante, su ejército de burócratas y abogados,
está de nuestra parte.
¡Ah! Solo por si os derrota el mencionado alemán. Ahí
afuera, reunidos en torno a un roscón del tamaño de una rueda de Harley y unas
cajas de licor, siempre vigilantes, permanecen mis muchachos, mis hijos
adoptivos, los "Sons of Monarchy". Por si se os ocurriera volver a
las andadas, "capisci?" ¿Sí? Entonces, feliz Navidad.