Penny
se estaba preparando para la noche de Halloween. Adoraba esa fecha porque era
el único día que tenía rienda suelta para salir a la calle sin que lo mirasen
de forma extraña, aunque también había algunos que se apartaban por prudencia. Su
tarjeta de presentación era rostro blanquecino y una mirada escalofriante que
intimidaba.
En los últimos años se hablaba mucho
de payasos que atemorizaban a personas en los sitios más inverosímiles, y era
por eso que había tenido que dejar de actuar de manera libre. El disfraz que
utilizaba era divertido: traje plateado con botones naranjas y tirantes,
gorguera, nariz de plástico roja y guantes blancos para ocultar sus manos
teñidas de sangre. A lo lejos, solía gustar a los niños; de cerca, los amedrantaba.
En la sociedad se había creado
cierta psicosis alrededor de estos personajes y eso había producido en él un
efecto devastador, odiando a todo el mundo. Con ello, su perfil psicológico se
había endurecido.
Antes de salir de su guarida
subterránea, repasó la pintura de los labios; cardó, de manera exagerada, el
pelo rojizo, e infló cinco globos de distintos colores. Estaba preparado para
atacar.
Después de caminar durante más de
cuarenta minutos, por fin llegó a una de las calles que daba al cementerio. Sabía
que ese lugar estaría abarrotado de gente y ese aliciente le producía, si cabe,
más morbo.
Una vez allí, nadie se había
asustado ante su presencia, ni siquiera los más viejos. Había muchas brujas con
sus escobas, mujeres que se habían convertido en la Niña del exorcista, esqueletos, vampiros, vampiresas y Dráculas; disfraces de El Joker, Frankenstein, Freddy, y
cientos de muertos vivientes.
-¡Truco o trato! –susurró un hombre vestido de Drácula. En una bolsa llevaba los
típicos huesos de santo, un postre hecho de mazapán.
Pennywise lo miró durante largos
segundos. ¿Acaso ese mediocre no sabía
quién era él?, se preguntó en silencio.
-¡Bonita noche para morir, gilipollas! –respondió,
haciendo explotar el globo de color amarillo delante de la cara del
chupasangre, al que se le había apagado la sonrisa bobalicona que tenía en el
rostro.
El aludido, se dio la vuelta y
regresó con el grupo de amigos. Estaba claro que no todo el mundo había ido
allí para divertirse. Algunos, como el payaso aquel, iban para fastidiar el
buen rollo, pensó, molesto.
Penny siguió divagando entre aquella
multitud de disfraces y caretas. Le quedaban solo cuatro de los cinco globos
que había traído. Su idea era asesinar al mismo número de personas que globos
había llevado. Siguió seleccionando a sus víctimas. Después del famoso Drácula, había elegido a alguien
disfrazado de esqueleto. El disfraz le sentaba mal, pues, según su criterio, la
persona que había debajo de aquel traje estaba demasiado gorda para lucirlo
como era debido. Le entregó el globo azul. Siguió avanzando hasta encontrarse
con una chica que iba disfrazada de Niña
del exorcista. ¿Por qué a ella? Sencillamente porque había puesto carmín en
exceso en los labios. La joven recibió el globo morado. A pocos metros de
ellos, escuchó los gritos de un grupo de mujeres y hombres. Parecía que se
estaban divirtiendo, contando chistes y bebiendo alcohol. De entre ellos
destacaba el disfraz de Freddy. Odiaba
la competencia, por lo tanto era candidato a morir esa noche. Sin mediar
palabra le regaló el globo de color verde. Solo quedaba uno: el rojo. ¿Para
quién sería? Caminó y observó a todos los presentes. No valía cualquiera. Tenía
que ser alguien especial, algún individuo que llamase la atención y, según
Penny, que mereciese una muerta cruel y dolorosa. En una esquina, sentado sobre
unas losas de piedra envejecidas, contempló a una persona que estaba sola. Se
trataba de un joven que, a simple vista, no tendría más de dieciocho años. Iba
disfrazado de Frankenstein, con una
máscara muy fea, y vestía harapos. ¿Qué fue lo que le llamó la atención? Ese
personaje, que había sido creado por la escritora Mary Shelley para su novela,
era alto, muy alto, y ese chaval no llegaría a los 170 centímetros. Se acercó a
él y le entregó el globo que le quedaba.
-¡Ahora comienza la fiesta de verdad! –habló, con su voz
ronca y estentórea.
Observó el reloj de bolsillo que
siempre llevaba oculto bajo el traje y volvió sobre sus pasos. Debía ir
localizando a cada uno de los elegidos para acabar con sus vidas. Ese, había
sido el propósito para la noche de los muertos. Ni uno más, ni uno menos.
Sus habilidades como asesino
habitualmente eran imperceptibles ante los ojos de las víctimas, y menos
todavía ante las demás personas que los rodeaban. Era rápido y eficiente.
Las tres y media de la madrugada.
Era la hora.
A escasos metros de él se encontraba el primero que había
elegido. Ese, al verlo de nuevo, se burló de él.
-Parece que has perdido los globos que te quedaban –se
jactó. Su risa enervó al payaso.
Penny se acercó a él por detrás y le
susurró al oído:
-¿Recuerdas lo que te dije antes?
El hombre elevó los hombros en señal
de indiferencia, algo que molestó sobremanera a Penny. Sacó una daga de “8” en
acero inoxidable y la clavó, sin compasión, en la zona renal del hombre.
-Te dije que esta era una bonita noche para morir, ¡gilipollas!
–murmuró a su oído.
Arrancó el arma del interior del
cuerpo del chico y se alejó de la zona, buscando a su siguiente víctima. Lo bueno
de ser un asesino en serie era que, tan pronto comenzabas, no podías parar.
Enseguida localizó el globo azul. Se
situó tras el disfraz de esqueleto y clavó la daga con todas sus fuerzas. Se
sentía poderoso. El joven quiso hablar pero el dolor se lo impidió. En segundos
estaría tirado sobre el suelo, esperando la muerte. Tras ellos, empezaba a
escucharse el revuelo de la gente. Debía actuar con rapidez o lo cogerían.
Salió corriendo hasta encontrarse con la Niña
del exorcista. Observó a los que había alrededor. ¿Qué le pasaba a la gente
que estaba tan contenta? Sin pensarlo demasiado procedió de la misma manera que
con las dos víctimas anteriores. Un impacto letal que acabaría con su vida. Su
rostro mostraba satisfacción pese al maquillaje terrorífico. Le quedaban solo
dos. El siguiente sería Freddy. Lo
identificó bastante rápido porque tenía el típico sombrero ajado y un guante
con cuchillas.
-Eres feo, muy feo y malo, y por eso mereces morir –susurró
tras la espalda del disfrazado, mientras hundía la daga en su cuerpo. De su
boca salieron onomatopeyas casi indescriptibles.
Solo le faltaba el pequeño Frankenstein. ¿Dónde se había metido?
Estuvo más de media hora intentando localizarlo. En la zona se había creado un
ambiente pavoroso. La gente corría de un lado hacia el otro. Muchos gritaban e
intentaban localizar a sus amigos y familiares. Gritos y llantos con los que
Penny disfrutaba.
El monstruito aquel no aparecía, era
como si la tierra se lo hubiera tragado. El cementerio estaba a pocos metros.
¿Se acercaría hasta allí? Sí, seguro que sí, pensó mientras abría con fuerza el
portal de hierro fundido. Había cuatro pasillos iluminados con lámparas solares.
Recorrió el primero sin hallazgo alguno.
-¡No servirá de nada que te escondas! –gritó, dejando
escapar una sonrisa sardónica.
Ni rastro del chaval. En el segundo
pasillo tropezó con una gran cantidad de ramos de flores y coronas que había
esparcidas por el suelo frente a un nicho que todavía no tenía lápida. Giró
para adentrarse en el tercero que estaba totalmente vacío. Solo quedaba uno y
su intuición le decía que el pequeño Frankenstein
estaba oculto allí.
Al final del último pasillo había una caseta. Allí era
donde el enterrador guardaba los útiles para dar sepultura a los cuerpos sin
vida y también los que se usaban para el mantenimiento del lugar. En la entrada
había una escalera de dieciséis peldaños hecha por un herrero.
Puso la mano en el pomo de la puerta
y aspiró aire con profundidad. Por fin iba a acabar el trabajo que se había
encomendado para esa noche.
-Es inútil que te escondas. Esta noche vas a morir,
chavalín, y yo tendré el gusto de verlo, sentirlo y hacerlo posible –comentó de
manera cáustica.
La puerta se abrió y, allí,
escondido debajo de una mesa de madera desvencijada, estaba el pequeño monstruo
muerto de miedo. Penny, con el pie izquierdo, cerró la puerta y lo miró
fijamente.
-Ya te lo he dicho antes : no vale de nada esconderse. Yo
siempre te encontraré y te ofreceré a la muerte. No tienes escapatoria
–argumentó, acercándose cada vez más al joven con el cuchillo en mano–. ¡Sal de
ahí abajo ahora mismo! –ordenó con un bramido.
El pequeño Frankenstein, cuyas manos temblaban como hojas en plena tempestad, hizo
un impulso para salir de debajo de la mesa y, tras él, aparecieron dos gatos
negros. Los mininos fijaron su mirada en el aterrador payaso y comenzaron a
maullar. Penny solamente tenía miedo a una cosa, y, esa cosa, eran los gatos.
Retrocedió varios metros sin darse la vuelta y con la daga en la mano derecha.
Los animales seguían con sus maullidos, intimidando al temible payaso. Éste no
dijo ni una palabra. Llegó a la puerta, que antes había cerrado por si al
pequeño monstruito se le ocurría escaparse, y huyó del lugar tan rápido como
pudo. Esa noche, el insignificante Frankenstein,
había conseguido salvar su vida, gracias a aquellos gatos que espantaron al
asesino en serie que había causado pánico entre la gente.
Muchas gracias por publicar mi relato
ResponderEliminarGracias a ti por escribirlo :)
EliminarBuenísimo,mi gran amiga. Felicidades👏👏👏👏👏
ResponderEliminarMuchas gracias!!
EliminarMuy bueno el relato Sandra, aunque el final lo encontré flojo (me hubiera gustado oler la sangre) Uahahahahahahahahaha!
ResponderEliminarJajajaja, me ha costado, Frank. Ojalá pudiese pero no es mi estilo. Besos
EliminarFelicidades. Besos.
ResponderEliminarGracias, preciosa
Eliminar¡Olé! Me ha gustado ver tu faceta criminal...¡buen trabajo!
ResponderEliminarHa costado lo suyo, jajajaja. Si es que no sé escribir terror. Besitos, reina y gracias por comentar
EliminarQue miedo! ��
ResponderEliminarUn poquito, Jossy. Besos
EliminarMuy terrorífico. Gracias, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarMuy bueno, Sandra, leído con retraso. Pero muy bueno.
ResponderEliminarQue buena descripción de los momentos vividos por el payaso. Me enganchó desde el principio. Sigue así. Me gusta cómo escribes.
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