Desde
el balcón, Rosa contempla el valle, que desde su puerta se abre para abrazar
una tierra agradecida, a tanta dicha, a pesar de todas las desdichas
acumuladas. Una guerra, traiciones, muertos, desamores, ambiciones, venganzas, podredumbre;
tantas, enterradas en esas tierras, bendecidas por el agua del desierto, que
transita a su alrededor. Tierras de cultivo, donde los cerezos florecen en
primavera, para dar la bienvenida al sol del Sur. Manzanos, ciruelos, higueras,
hortalizas, verduras y el trigo, germen de la Humanidad. El oro verde de olivos
centenarios, y la belleza del almendro, endulzando lo amargo de la vida. Sí
todo ello a los pies de Rosa, tierras, regalo de los dioses, para acallar los
murmullos de vecinos chismosos, y rumores inciertos. Tierra, empobrecida por
balas y bombas, y no, enriquecida por el abono del rebaño muerto en la
contienda.
Rosa
acaricia la fresca brisa del alba, con una sonrisa que ilumina su tez blanca,
como la cal que blanquea su casa. Labios rosados, por los besos de quien la
ama, con la obsesión del perdedor. Rubor en sus mejillas, por los halagos de la
primavera, ensalzando su belleza. Y esos ojos almendrados, ocultando el llanto
de sentirse atrapada, en un valle que da la espalda a un mundo que avanza a
toda prisa. Ella, Rosa, contempla con un deje de tristeza en su mirada, como
Manuel, el amor de toda su vida, prepara la mula con los aperos de los
cántaros. En ellos, como la mujer exultando su lozanía, recoge el agua de la
fuente del pueblo. Esa agua fresca y cristalina, como su vida; vida de trabajo
y pocas satisfacciones, mas, las suficientes para saciar la sed que su boca
necesita. «Qué buen mozo, es mi Manuel», se repite Rosa en un suspiro de mujer
enamorada. No sin ello, reconoce esa niebla de pobreza que brota del suelo de
piedra, que es su hogar, y empaña esas
paredes de arcilla, guardadoras del frío invierno, para refrescar los días de verano.
Acaricia
su vientre Rosa, protegiendo la semilla que de él crece, alegrando el rostro de
quien cobija tanto color y suaves fragancias de vida. Palpa con nostalgia esas
entrañas que engendran el producto de un amor, entre tanta miseria. Aún puede
otear en el horizonte, la torre de la iglesia destrozada por las bombas de la
guerra. Ya no redoblan las campanas a misa de 11, pues perecen en el suelo.
Cruel
guerra, fratricida de seres que sólo querían la paz en sus casas. ¡Maldita,
guerra! se dice, Rosa, nacida de falsas ideologías, separando a los hermanos,
por colmar los logros de indeseables hombres con ansías de poder. ¡Maldita
guerra! que divide un pueblo en dos bandos, tirando piedras sobre sus cabezas.
¡Maldita guerra! que condena a la ignorancia a los librepensadores. ¡Maldita
guerra! grita en silencio Rosa, para no despertar a las gallinas.
¡Pita,
pita, gallinita! canta Rosa, en suave melodía, detrás de las aves que corretean
por el corralillo. Gallinas que alimentan días de huevo duro y pan aún más
negro. «¡Maldita guerra! que nos robó el pan y nos dio el hambre» rechina en la
cabeza de Rosa, mientras alenta a los pájaros sin vuelo, con las sobras de
granos de maíz. Ese, que en harina intenta ser alimento de las gachas de un
pueblo.
¡Maldita
guerra! piensa Rosa, recordando a sus muertos en el campo de batalla; su padre,
guardia de asalto, su hermano un incauto en busca de la salvación, sus tíos,
Pedro y Rafael enfrentados por las armas, tantos…No desea olvidar, esa mujer,
que en lamentos se culpa por no saltar al campo de batalla, liderando como una
marsellesa, la libertad.
Rosa
no olvida, en su memoria se registran,
fotografías en blanco y negro, de los ahorcados, de los fusilados, de
los condenados. En ella, se acumula la
sangre derramada por los luchadores de la libertad, más, de aquellos que
perdieron la razón en la sinrazón del crimen y el castigo. Rosa no apila la ira
ni la rabia, en su corazón, tan solo, el dolor de tanta maldad, de la
impotencia de no saldar la deuda con la bondad.
Rosa
recibe al día, fresco y soleado de primavera, con la melancolía del tiempo que no entiende de muertos y
guerras, ni de hambre ni miseria. Ni siquiera de zapatos desgastados por los
exiliados, camino de la paz. Mas aún, de los prisioneros de guerra que comen la
porquería de otros.
Y
es que Rosa, no puede relegar al olvido, la tortura y el daño de caramelos
envenenados por la venganza. No puede apartar de su memoria, los nombres
bordados, en las sábanas deshilachadas del ajuar de las prometidas. Amigas
viudas, antes de casarse. Ni del luto guardado por las mujeres aferradas a
nichos sin muerto.
¡Maldita
guerra!, ¡maldita guerra! se dice Rosa mientras cierra la puerta de su balcón,
vislumbrando el perdón sin despecho al causante de tanta herida. Y es que Rosa
no desea echar más sal a la cicatriz, que lentamente empieza a curar.
Siempre ellas, las que quedan en casa, las que terminan sufriendo el "honor" de los que luchan. ¡Maldita guerra!
ResponderEliminarLa cruda realidad, sufrimiento y miseria. ¡Maldita guerra! Enhorabuena, Dolors, siempre me conmueven tus escritos. Un abrazo.
ResponderEliminarDolors, es increíble me ha llegado tu relato, he sentido el dolor de Rosa. Felicidades chiquilla!!
ResponderEliminarOh... Siempre me emocionan tus letras, Dolors. Haces nuestros los sentimientos que describes. Felicidades
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