¿Puedo ayudarle en algo? La
pregunta queda en el aire y apenas le presto atención, aunque un automático No, muchas gracias escapa de mis labios.
La respuesta habitual y educada hacia una habitual y educada becaria de galería
de arte. Estándar, sí. Porque suele ser una mujer joven, con un toque de la
moderna tribu intelectual de turno, la que se dirige a los escasos visitantes
con la mal disimulada esperanza de una hipotética venta. ¡Ilusa! Pero a mí no me importa. No tengo ni tiempo ni ganas de
observarla, de estudiarla, de incorporar su imagen a mi elenco. De estas ya
tengo bastantes. De hecho, tengo casi para un museo. Claro que... ¡Hay tan
pocas que den la talla! A priori, parece un ejercicio frustrante e imposible de
culminar con el mínimo imprescindible de satisfacción. Aunque sé que no es
necesario, lo medito unos segundos preciosos y, en efecto, la descarto.
Creo que a ella tampoco le importa. Se ha dirigido a mí porque es su
trabajo, si bien lo ha hecho con la exigible amabilidad del impecable cumplidor:
no se ha preocupado en ocultar la fría profesionalidad que le ha permitido
calificarme como un simple mirón y sin, posiblemente, la capacidad económica ni,
seguramente, el cultivado gusto imprescindible para que merezca la pena siquiera
intentarlo. Casi puedo oír su pensamiento: ¡Otro
que viene a pasar el rato! Con mi aspecto, tampoco puedo reprochárselo. Ya aprenderá. O no. Al fin y a la postre ¿Qué
más da? ¿Qué más me da?
Todo empezó con la búsqueda, ¿verdad?
Estoy seguro de que ha asomado a mi rostro esa sonrisa torcida de anciano
satisfecho, de carcamal que se relame disfrutando de su pasado, como aquellos abuelos
que dan vueltas en su boca a un hueso de aceituna, que parecen paladear en una
interminable carrera hacia la ranciedad absoluta. Por fortuna, no es mi caso.
Mi reto está ahí para impedirme involucionar, embrutecerme. No se trata tanto de
lograr un objetivo, sino del proceso en sí mismo. De insistir, de calibrar, de seleccionar
unos candidatos y compararlos —con la dificultad añadida de seguir la pista de
piezas tan esquivas, más cuanto menos valiosas para el común de los mortales—,
de decidir con la necesaria velocidad antes de que desaparezcan y la elección
se torne irrevocable. Un estrés intelectual que, para mí, resulta de lo más apetecible.
¡Mierda! Ya me he puesto
melancólico. ¡Otra vez! Veinte años y no aprendo, ¡joder! Vale, vale, vale. Contrólate.
Despacio. Inspira sintiendo el aire recorrer tus fosas nasales y descender por
la garganta hasta llenar del todo tus pulmones. Una respiración lenta y plena,
que dilate por completo tu pecho e hinche tu vientre. Aguanta unos segundos
y... ¡Ya! Expira. Déjalo ir. Despacio. Sé consciente de su viaje hacia tu boca,
de su pugna por salir bajo la presión de los abdominales y el diafragma. ¡Ya lo tienes!
—No, gracias, estoy bien —le digo a la solícita becaria que me observa
aterrada, no sé si por la posibilidad de tener que asistirme ante lo que parece
un ataque, o por un hipotético atentado a la integridad del creativo santuario
del que se ha erigido, por un pírrico sueldo y muchas etéreas opciones
promocionales, en vestal guardiana. Mi brazo se extiende en su dirección en un
vano intento de frenar su avance, puesto que ella ya lo ha hecho, reluctante
ante un posible contacto físico, lo cual me alivia sobremanera—. Ya estoy bien,
gracias —repito. Que no se acerque, ¡por
Dios!, que no se acerque a mí—. No pasa nada. Ya estoy bien, ya estoy bien.
Ella vuelve tras la protección de su mesa claramente aliviada, mientras
yo recupero la conciencia nítida de cuanto me rodea. En la decimoquinta pared descubro
una tela especialmente atractiva y me sumerjo en la delicada estructura de
formas y colores que debe desentrañarme el misterio que su autor dejó plasmado
y que, como un reto, como una insinuación, se nos ofrece para que, si somos lo
suficientemente sensibles, cultos o ladinos, podamos reconstruir el edificio
teórico en el que se sustentó el artista. Y, en el proceso, aportarle retazos
de nuestras vivencias, nuestros gustos o fobias. La riqueza de los medios y la
complejidad del proceso me indicarán la calidad de la obra. Desde luego que es completamente subjetivo.
Es arte, al fin y al cabo ¿no? Media hora más tarde me dirijo al libro de visitas
y, todavía impresionado, escribo un breve comentario, que firmo, y lo dejo
entre las hojas. Ahora puede que todo cambie. Si lo hace, espero que para bien.
Ha pasado un mes largo y, no sin miedo, me dirijo de nuevo a la galería.
No me interesa demasiado lo que se expone y me sorprendería muchísimo que
despertara en mí cualquier emoción más gozosa que un sosegado tedio. ¡Ojalá! Mi
interés es otro. Sí, ya sé que dije que
no merecía la pena, pero quizá... Remoloneo en la puerta y me doy cuenta de
que, aunque me lo niegue, estoy intrigado. ¿Lo
habrá leído? Y, de ser así, ¿habrá significado algo? Viejo chocho —me recrimino—. Ni
sabe quién eres, ni le interesa. Mis especulaciones son vanas. Cuando entro
apenas levanta la mirada sobre la montura de unas gruesas gafas de pasta que,
por la distorsión que provoca en su rostro el borde de las lentes, necesita. Un
neutro Buenas tardes resuena en las
vacías salas en respuesta a mi saludo, aunque la tensión repentina de varios
músculos y la velocidad con la que busca el móvil me revelan que hay más, que
pasan más cosas. Me paseo ante unas paredes que, en mi opinión, podrían haber
quedado desnudas sin demasiada pérdida. Salgo deprisa y veo que ella,
fastidiada, todavía habla por teléfono.
Este juego se mantiene, con escasas variantes y sólo una veraniega pausa,
hasta el retorno de los fríos. Para entonces ella ya me acepta como un asiduo y
yo, que he ido descubriendo su cuerpo conforme ella se lo regalaba al
equinoccio y perdiéndolo de nuevo según se lo escatimaba al solsticio, conozco
todos sus secretos. Así que mi plan maestro está casi concluido... Solo falta ella. Ya lo he hablado con
los responsables, con aquellos cuyas voces tienen peso, aunque nunca hayan
logrado crear nada que realmente merezca la pena. Pero está montado así y, en
los tiempos que corren, no queda otra que resignarse. Yo ya he pasado por eso
y, gracias a los dioses, superé el momento y su cálida y lujuriosa oferta, me
mantuve firme y logré, frente a todo pronóstico, sobrevivir sin caer en el
delirio, sin sucumbir a la orgía de fama y poder que su gerente ofrece con la
intención de devorarte, de consumirte aprisa, de vampirizarte y, una vez
saciado, pasar a una nueva víctima dejándote vacío. No. A mí no me pillaron.
Casi; pero, afortunadamente, no.
La muestra ha sido ¡cómo no!
otro éxito absoluto. Así lo corroboran todos los escritos y reportajes
publicados y emitidos durante las tres semanas que lleva abierta al público. Contribuye
que nadie conozca la identidad del artista. Cada enero de año par una sala
recibe la propuesta anónima y las condiciones en que todo debe llevarse a cabo.
El secreto es imperativo, hasta el punto de que se proporciona información
falsa para que pueda ofrecer un calendario sin huecos. A primeros de diciembre
de ese año se descubre para el mundo el lugar en el que se inaugurará a los
pocos días la “exposición fantasma”, como ya se han etiquetado, ¡bastarda necesidad de nombres vacuos!
que se traduce en notoriedad, repercusión y éxito absolutos.
Cada una de las catorce paredes alberga una pieza única de gran formato,
con una imagen independiente. Desde que entras en la galería, que se ha
organizado en un recorrido dirigido que te obliga a enfrentar cada cuadro como
un solitario regalo, como un descubrimiento carente de significado, exento de
representatividad y, no obstante, pleno de sensaciones, de insinuaciones, de
pistas, te envuelve una atmósfera de misterio, de truculento montaje. Cada uno
de los catorce lienzos transmite una emoción, más intensa conforme avanzas, un
concepto que te obliga a reflexionar y predispone tu ánimo para el siguiente escalón.
Hasta llegar al decimoquinto muro. Allí se reúnen, a menor formato, catorce
réplicas exactas de los cuadros que ya has visto, pero con un nuevo orden, de
modo que conforman una imagen, ahora sí, completa. El visitante es transportado
a otro nivel de consciencia, recibe un impacto visual de tal calibre que no
puede sino reconocer su inocencia. Da igual que lo sepas, que estés en el
secreto. La fuerza de las imágenes es tal que no puedes evitar el asombro, la
sorpresa, la admiración por cómo el pintor ha sabido manipularte hasta
conseguir un estado de ánimo que te desarma ante lo que tiene que decir, ante
el verdadero argumento, para el que te ha preparado en los catorce pasos
anteriores, como si de un laico "vía crucis" se tratase. Y allí
campea un retrato. Una mujer perfecta, con el rostro velado, se ofrece desnuda,
adornada tan solo por una mancha bajo la clavícula izquierda. Cambia ante cada
par de ojos. Para unos, una Lilith sugestiva y tentadora; para otros, una María
virginal e inocente. Sensualidad o pureza, carne o espíritu; súcubo o querubín.
Pocos llegan a darse cuenta de que esa maravillosa criatura, inalcanzable en su
feérica e inhumana perfección, es tan sólo un espejo que nos devuelve la mirada
con la que osamos mancillarla.
Es la clave de bóveda que todos desean y que, sin embargo, tiene dueño
desde que fue concebido. Alguien recibió instrucciones para reclamarlo y, de no
hacerlo, debe ser incinerado ante un notario. Así que la tensión electrifica el
ambiente de la ya vacía y cerrada sala de exposiciones. Tres personas
contemplan el cuadro: el director, un letrado y la becaria que, contra todo
pronóstico, ha sobrevivido en el puesto a pesar de la tiránica veleidad de su
jefe. Faltan pocos minutos para la hora indicada en las exactas instrucciones
recibidas a principios de ese año. El nerviosismo aumenta y el intento de
conversación para refrenarlo es cortado de cuajo por la dura mirada del
notario. Observan cómo de la tela se desprende un fino polvo revelando el secreto
de la diosa, cómo la mancha en el pecho parece recomponerse para formar unas
frágiles alas. De la mano de la desmayada becaria se desprende la arrugada hoja
cuidadosamente arrancada de un libro de visitas. Sobre su seno perfecto, Campanilla
se bate en retirada.
Muy bien, Héctor
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarMe ha gustado mucho tu forma de narrar. Es una historia llena de sorpresas. Enhorabuena. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminar¡Siempre tan amable! Muchas gracias.
EliminarUna historia diferente, con una narración detallada y sorprendente. Enhorabuena, Héctor
ResponderEliminarUn placer sentir que os llama la atención. Gracias
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