Un lánguido rayo hiere su pupila antes de intentar esconderse, juguetón,
tras la desequilibrada torre de una iglesia cercana. Poco después, los
edificios se creerán muy altos por taparle, si bien será el sol quien se oculte
tras ellos en su huída diaria ante la pertinaz noche. Pero ahora es Laura la
que se siente acosada, la que camina por la ribera solitaria, ensimismada,
ajena al mundo. Se abraza el largo cuello cerrando la amplísima solapa,
mientras estira los puños de la gruesa chaqueta de canalé con la que se abriga.
Es una prenda pesada y le viene larga. Si se sintiese atrevida podría usarla
como minifalda. Se sonríe pensando en la cara de sus compañeros de instituto si
la combinase con las mosqueteras negras de fieltro. Sin sacar las manos de dentro
de los puños estira un poco más el elástico y ajusta la prenda por debajo de la
línea de sus glúteos. Sin ser voluptuosa, está buena... y, aunque lo sabe,
trata de mantenerlo a raya. Con todo, se permite un pequeño paso de baile que
convierte la cadencia de sus caderas en una provocativa insinuación a nadie,
pues si algo tiene claro es que está sola, completamente sola.
Aprovecha el gesto de cerrar de nuevo la solapa para extraer el móvil del
bolsillo trasero de su vaquero y cortar la enésima llamada de la tarde, aunque
lo ha silenciado, y poner de nuevo desde el principio la interrumpida canción.
Ha seleccionado la lista Hecha una mierda
y ahora le toca el turno al “Chasing Cars”
de Snow patrol. Una gota resbala por su mejilla mientras llora para si las tres
palabras que elude el vocalista y se arrebuja aún más en la cálida prenda. Si
alguien sacase una instantánea de este invernal atardecer con jovencita, sin
duda, acabaría en Twitter, de fondo para alguna frase de Coelho o algo así. Esas
tan cursis, la de las lágrimas que no dejan ver las estrellas, por ejemplo, que
hace unos meses llenaban su TL y que ahora aborrece por infantiles. Pero...
¡todo va tan deprisa cuando se tiene su edad!
La balaustrada, a su izquierda, se abre en un ancho y aberrante puente con
seis carriles para vehículos y, aunque no viene nadie, espera, con los tobillos
cruzados provocando un delicado contrapposto,
a que el muñequito pase de la quietud al movimiento, para imitarle. Mientras,
tararea la dolorosa madurez de Taylor Swift al descubrir que I’m not a princess, this ain´t a fairy tail y suplica que,
como ella, logre sobreponerse y tener ganas de enfrentarse al mundo enorme que
hay ahí afuera por descubrir. Sabe que necesita tiempo, que debe drenar su pena
antes de ser capaz de encarar de nuevo la vida y que, mejor o peor, lo hará. En
cierto modo, cuando le puede la rabia, le gustaría dejarse ir, renunciar y
permitir que todo se fuese al cuerno, deslizarse por la gran cloaca en que, de un
plumazo, se ha transformado su vida. Verde. Cruza a pasos blandos, en una
especie de danza que sólo tiene sentido al son del “Back to Black” con el que
la densa voz de Amy Winehouse la sitúa entre el desgarro de la pérdida y la
seductora promesa de un artificial olvido. Por fortuna, sabe que nunca elegiría
ese camino, por más que, ahora mismo, se ve muy, pero que muy tentada. Ese es
un precio que no está dispuesta a pagar en ningún caso, ¡así reviente! por una
anhelada huída de la jodida realidad que la cerca; que la rodea; que la acosa ávida
e implacable; que espera el momento de soltarle otro puñetero zarpazo.
Es lo lógico
cuando se tienen diecisiete años se repite como un mantra, nada importa en verdad, aunque todo parece trascendental,
se insiste. Hasta ahí bien. Una crece y poco a poco se va dando cuenta de que
aquellos dramas no son sino leves obstáculos que tan solo se nos antojan
insalvables por nuestro pequeño tamaño, escasas fuerzas y exceso de inocencia.
Luego maduras un poco y vuelves la mirada con condescendencia, tan indulgente
como esperas poder volverla dentro de unos años y te recuerdes un fresco anochecer
de diciembre dando este melancólico paseo. Mas sabe que no será así, que no podrá
ser así, que esta vez es distinto. No porque haya madurado y sus problemas sean
ya de otra envergadura, ni siquiera porque sea especial, la protagonista del capítulo
de la serie que narra su vida. Es que las cosas van por libre y, cuando toca, toca.
Tiene amigas a las que se les acaba el mundo porque las ha dejado un chico, un
crío, como ellas mismas, que habrán olvidado en cuanto escojan al próximo “amor
verdadero”. O porque han suspendido siete —¡A
buenas horas te preocupas!— y ya no les parece tan gracioso que se niegue a
hacer pellas. No es su caso. La tarjeta de presentación de la vida adulta ha sido
terrible, dura, cruel, tremenda, desmedida.
Se para justo en la linde de la luz con que se resalta la embocadura de un
nuevo viaducto, más antiguo y estrecho, que dos leones de sustancia romana y
aroma egipcio, inspiración antigua y factura reciente, vigilan desde sus
pilonos. Susurra sarcástica Ex auctoritati
Augusti, a modo de conjuro pagano, mientras le da la espalda a las dos concatedrales
—una de ellas también basílica, nada menos— que se yerguen dominantes, altivas,
distantes, opresoras. Y es que no busca consuelo o resignación. Lo que necesita
es fuerza para afrontar lo ocurrido, aceptarlo como un hecho irreversible, como
una realidad que, por más que lo desee, no puede ser deshecha. Y, para eso,
mejor el sólido Augusto que un espiritual Jesús al que, todo es posible, le
llegará su turno. Pero aún no, todavía no. Y bajo el influjo de ese conjuro,
con la impronta de la impía invocación, nota resonar sus pasos, firmes contra
el pavimento, hasta asomarse al pretil de San Lázaro, desde el que le grita al
mundo, al alimón con Christina Perri, que I’m
only human, I’m only human, just a little human, mientras el río discurre
bajo sus pies, calmado pero sin duda poderoso, como la potencia de la naturaleza
que es.
Abre la chaqueta y saca una rosa blanca que aún
conserva la tibieza de su cuerpo. Tras acariciarla levemente con los labios, la
deposita sobre el murete. Despliega un ajado folio de color crema en el que hay
varios párrafos escritos a mano con una letra minúscula y muy apretada. Laura
aprovecha la pobre farola que señala el centro del recorrido para releerla una
vez más, recordando letra a letra las partes en que los sucesivos llantos han
acabado por transformar las palabras en manchones azules. Cuando termina,
arruga de nuevo el papel, cierra los ojos y, levantando la cara al cielo
nocturno, se repite las frases finales que sólo la primera vez pudo enfrentar y
que, sin embargo, martillean cada día en su cabeza. Las lágrimas corren ya sin
freno por sus mejillas mientras su pecho sucumbe convulso a un dolor que no por
lejano, es menor. Laura llora en silencio mientras niega con la cabeza. Seca
sus ojos y mira hacia la imponente iglesia en busca de unas respuestas que ya
sabe no obtendrá allí. Nota la rabia crecer en su interior, tiemblan su cuello
y su cabeza, sus puños se cierran mientras tensa los músculos de sus brazos y
hombros hasta que el dolor estalla en un grito infinito que perdura más allá
del sonido. Se deja caer sobre el poyete y se sumerge en la pena, en la
soledad, en el abandono. Y llora. Llora hasta que le duele el esternón, hasta
que nota arenilla en los ojos, hasta que el sabor metálico de la sangre inunda
su boca, hasta que las lágrimas dejan por sí mismas de brotar, hasta que se
siente pequeña y vacía, un minúsculo punto de menguante luz en medio de la más intensa
y ominosa negrura. Sabe que ahora es el momento, que ahora se decidirá si es o
no capaz de cumplir ese último encargo, ese último ruego.
Recoge el papel en el bolsillo y la flor retorna al
calor de su pecho. Saca una toallita húmeda y una anticuada polvera, que mira
con veneración y que resulta incongruente en sus manos, y trata de recomponer
su rostro. No lo logra del todo, pero poco más puede hacerse dadas las
circunstancias. Tampoco es que importe lo más mínimo. Deshace el recorrido y
retorna a la ribera. Cruza la ancha avenida y renuncia a acceder al templo por
las puertas de ese lado. No. Irá por una de las que dan a la plaza, por la que
siempre ha usado. Mientras avanza nota como la invade despacio una serena paz
al tiempo que Passenger le recuerda que sólo lo que se pierde se echa de menos.
Accede a la plaza por la en comparación estrecha calle lateral y sigue
avanzando, dejando la enrejada entrada aún a su espalda. Sigue andando hasta
llegar la calle enfrentada y que desemboca alineada con el centro del templo,
donde un relieve muestra al mundo una imagen de lo que el interior guarda.
Respira hondo y se gira. Imprime a su paso la fuerza de un soldado en el desfile,
temerosa de renunciar si flaquea, y accede al interior, mientras el Bendita y alabada truena desde los
altavoces en las torres.
Lo primero que nota es el olor, esa mezcla de sudor
rancio, maderas viejas, incienso, humo y cera de cirio que inunda la pituitaria
con la rotundidad de un bofetón. Después el susurro de las ancianas, a medias
oración a medias hechizo, reunidas en torno a la capilla principal donde una
pequeña Virgen con niño se pierde entre la, para ella, excesiva, irreverente y ostentosa
decoración. El brillo del oro, la suntuosidad del frío mármol veneciano y el
noble brocado del manto compiten con los caravaggiescos claroscuros de obvia
teatralidad y la cautivadora sencillez de la talla medieval. Sabe que aún tiene
tiempo y se esconde entre las sombras, tratando de alcanzar un lugar cercano al
altar y que aún resulta íntimo al encontrarse semioculto entre dos columnas
demasiado próximas que impiden de manera parcial la vista de la imagen. No
logra escapar de las miradas de las viejas brujas quienes, sin dejar de
murmurar sus rezos, la interrogan y la juzgan; pero ella las ignora como una mártir
que desoye las injurias prodigadas desde las gradas mientras se prepara para aceptar
el sacrificio.
—No —le dice por lo bajo—. A mí no se me ha perdido
nada aquí adentro. Eran sus creencias... y las respeto. Por eso la acompañé año
tras año a traerte flores, por eso vine sola el último y por eso atesoro la
sonrisa con la que me agradeció el vídeo que le hice. Era su devoción, su fe,
su ancla; no la mía. Ojalá pudiese pedirte ayuda, consuelo, apoyo, fuerza. Ojalá
pudiese aceptar a ciegas vuestras respuestas. Todo sería mucho más sencillo.
Pero no. No puedo hacerlo sin sentirme absolutamente hipócrita. Aún así, debo
darte algo, una última ofrenda en su nombre —deja la flor sobre el ancho
pasamanos que protege la imagen—. Por si significa algo —dice en alto. Da media
vuelta y sin mirar siquiera a las indignadas feligresas, se dirige a la salida.
Han quedado a las ocho y cuarto de la tarde. Aunque
sabe que ha llegado con tiempo, mira otra vez el reloj: y doce. A estas alturas
de invierno ya es de noche. Ella le ha pedido tiempo a solas y él, a
regañadientes, ha accedido. Le preocupa que pueda cometer alguna tontería... O
que pudiera ocurrir cualquier cosa. ¡Qué
sé yo! Al fin y al cabo tiene que estar muy afectada. Tras lo que ha
sufrido este año... Y catorce... ¿Dónde
está? Tendría que aparecer en cualquier momento... Se gira y, de pronto, el
dolor en el pecho parece atravesarle. Siente como se le hiela la sangre en las
venas y todo a su alrededor se nubla. Tiene que agarrarse a una farola para
mantener el equilibrio. Avanza hacia él caminando sinuosa, cabizbaja, la vista
hacia al suelo, con aquella larga chaqueta de punto y esa boina que compraron
en el viaje de estudios a Roma, en una tiendita oscura en cuyo probador se
dieron el primer beso. Sabe que no es ella, por supuesto. Pero, por un momento,
ha vuelto a los años de facultad y la ha visto como entonces, yendo hacia él,
distraída, absorta en sus pensamientos, ajena al mundo. ¡Tan hermosa!
¡Por supuesto que sabe que no es ella! Trata de
recomponerse, de enmascarar la presencia constante de la amargura. Pero... Cómo
superarlo cuando de continuo ve en su hija los mismos gestos, las mismas expresiones,
la misma forma de mirar: cuando intuye en ella los detalles que tanto añora y
por los que cada noche gime en silencio. Cómo no sentirse culpable si sabe que
le necesita, que también está rota por la pena, que también ha perdido la mitad
de su mundo. Y, sin embargo, aunque la adora con locura, aunque permanece
siempre a su lado, aunque trata de ser la roca fuerte en que pueda asirse, aunque
sólo por ella logra reunir el coraje para seguir adelante día tras día, aborrece
el modo en que se la recuerda, en que la hace omnipresente. Y se culpa a sí
mismo sabiendo que no hay nada que pueda hacer por evitarlo, que ella no es
consciente. Se repite, sobre todo, que también la quiere por lo mucho que se
parece a su madre, que siempre ha sido así y que sólo ahora, en la ausencia, eso
le provoca un sufrimiento insoportable y que debe desterrarlo.
Se abrazan nada más verse y se sonríen. Ambos evitan,
cómplices, preguntar por los estragos de sus rostros. Ella camina en silencio,
recostada en el hombro de su padre y rodeándole el brazo con los suyos,
absorbiendo su entereza, su seguridad, el cálido amor que emana. Él, como
siempre, se divide. Y, mientras trata de hacer planes que pueda compartir con
su hija durante la ya muy cercana Navidad, mientras trata de recomponer las destrozadas
vidas de ambos, en un rincón oscuro, maldito para siempre, su alma solloza en
silencio recordando otros paseos, otros planes, otros sueños.
Es un regalo precioso, tierno. Me ha gustado mucho la forma de narrar y el sentimiento expuesto. Enhorabuena, Héctor. Un saludo.
ResponderEliminarSentimiento y ternura, Bravo Héctor!
ResponderEliminarMuchas gracias... La verdad que fue difícil escribir lgo sereno.
EliminarGracias Merche...
ResponderEliminarConmovedor y lleno de sentimiento, Héctor.
ResponderEliminarMuchas gracias.
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