La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación, al pie de la puerta del vagón, sin bajarse siquiera de él; después las puertas se cerraron y quedó asomada a la ventana con mirada suplicante. Ayer había sucedido lo mismo, la misma mujer, con el mismo atuendo, el mismo bolso y esos ojos que se perdían en la oscuridad del túnel con mirada angustiada.
Iba a aquella estación abandonada cuando le apetecía estar solo, se llevaba uno de sus libros, su cuaderno, y se dejaba llevar por la imaginación y su necesidad de soledad. El recinto estaba abandonado y prohibida la entrada, aunque en realidad no hacía falta tal prohibición, pues se había corrido la voz de que estaba embrujado, y ya nadie lo frecuentaba. Lo cierto es que había trenes que de vez en cuando atravesaban sus raíles. Nadie les daba paso, nadie sabía hacia dónde iban o de dónde venían. Se había acostumbrado a verles pasar, como si de fantasmas se tratara, en su extraño ir y venir, envueltos en un singular resplandor. Siempre había luz aunque el suministro eléctrico se cortara hacía años. Las lámparas estaban rotas pero una lánguida luminiscencia las rodeaba, y envolvía el lugar en un ambiente sobrenatural y mágico que no le daba miedo; al contrario, calmaba su deseo de huir de la realidad cotidiana, y le hacía sentir como en casa. Es posible que en su fuero interno albergara el deseo de protagonizar algún hecho inexplicable de los que decían que allí se producían, sin embargo él jamás había asistido a nada extraño.
Cuando presenció la escena por vez primera, recién levantada la vista de entre las hojas del libro que estaba leyendo, no le dio mayor importancia: un tren más de los que de vez en cuando, atravesaban las tinieblas sin razón alguna; pero ahora se daba cuenta de que nunca antes ningún vagón había abierto sus puertas, ninguna persona había aparecido en ellos y por supuesto, nada había sido arrojado de ellos. Cuando fue consciente de eso, de que efectivamente, algo insólito se había producido, se levantó y se encaminó hacia donde parecía haber caído el bolso. Cuando llegó allí no había nada. Se quedó extrañado: juraría haberlo visto caer. Quizás sus ojos le habían engañado. No, lo que no podía olvidar era el rostro, aún en la distancia denotaba tristeza y abatimiento. Aquello había ocurrido, estaba seguro de ello. Volvería mañana, a la misma hora y quizás el fenómeno se repitiera. Miró ansioso el reloj: eran las ocho y veinticinco. Calculaba que la hora exacta en la que ocurrió todo seria las ocho. Allí estaría al día siguiente.
Trató de volver a la rutina habitual pero una extraña inquietud le impedía concentrarse en lo que hacía. Las horas pasaban desesperadamente lentas. Estaba impaciente por volver, sabía que le resultaría difícil conciliar el sueño aquella noche. Cuando llegó a casa trató de tranquilizarse, cenó, se hizo una infusión y, tras ver un rato la tele, se fue a la cama. La tila hizo efecto y pudo dormir hasta las seis y media en que sonó el despertador. Desayunó un buen café, se duchó y vistió y se encaminó hacia la vieja estación.
Era temprano aún pero ya había luz. Le gustaba esa sensación de abandonar la ciudad cuando empezaba a despertar; estaba impaciente por ver asomar el gran edificio de la estación que había quedado desplazado en el crecimiento de la urbe.
Entró por donde lo hacía siempre y se colocó en el segundo andén, en un banco lateral en el que la pintura se había desprendido. Abrió su libro con la intención de esperar leyendo pero no podía centrarse en las palabras, estaba nervioso por lo que suponía iba a presenciar. La brisa, que se colaba por las continuas rendijas de las ruinas y que se había convertido en su compañera de lectura, pareció detenerse de pronto. El silencio se hizo denso, y las luces vibraron durante un segundo, al mismo tiempo en que un vagón de tren se acercaba aminorando la velocidad hasta pararse un poco más allá de donde él estaba, y abrir sus puertas, entre las cuales apareció un brazo femenino con una manga de cuero negro que dejaría caer un bolso oscuro; de inmediato, y provocando una ráfaga de aire, las compuertas volvieron a cerrarse. A la vista en el cristal, el pálido rostro de una mujer desesperada que una vez más volvía a perderse en la oscuridad. Corrió hasta el bolso y esta vez sí pudo verlo. Estaba allí. Se acercó y lo recogió.
Fue con él a uno de sus sitios preferidos: el gran patio, cubierto con una cúpula de cristales de colores, muchos de los cuales estaban rotos. Los efectos lumínicos a aquella hora y al atardecer eran espectaculares. En el centro crecía un enorme sauce llorón, ahora muy descuidado; a su alrededor brotaban todo tipo de arbustos y flores silvestres que dotaban al conjunto de esa belleza bucólica que tienen las construcciones abandonadas. Allí residía también, una familia de gatos a los que les llevaba comida y bebida y que siempre le salían al encuentro. Esta vez no les prestó mucha atención; sentía una gran curiosidad por lo que ocultaba aquel bolso, por saber a quién pertenecía y conocer por fin el nombre de aquella persona.
Dentro encontró una pequeña libreta con lo que parecían notas, o versos quizás. Una sonrisa surcó su rostro al pensar en esa mujer como una escritora que se hubiera desorientado en una de sus historias hasta llegar a formar parte de ellas. El maullido de uno de los gatitos le sacó de aquella dulce ensoñación. Le dio una golosina y volvió a los objetos: un bolígrafo, una barra de labios, un pequeño frasquito de colonia, unas llaves y la cartera. La sostuvo en sus manos durante unos cuantos minutos, con la duda de abrirla y desentrañar su identidad, o dejarla cerrada como si fueran las páginas de un libro que no quieres acabar; y es que empezaba a gustarle más la imagen que se estaba haciendo de ella solo con la observación de aquellos objetos, que mudos hablaban más que unos simples datos de registro. Dentro estaba su DNI: Santos Vallejo, Helena . Española. Si aquella dirección era correcta a lo mejor podía devolverla él mismo el bolso y conocerla; averiguar qué hacía allí, atrapada en aquel vagón de tren. Pronto se dio cuenta de que eso no iba a poder ser, pues la ciudad que se mencionaba en el carnet no le resultaba conocida. ¿Y si venía de otro mundo? Allí todo era posible. Echó un vistazo alrededor, su mirada se encontró con aquel mundo fantasmal y envolvente bañado en una luz multicolor.
Tenía un día más para pensar qué hacer. Reparó entonces en el papel que había quedado en el fondo del bolso con una anotación: "En la Estación Central a las ocho a.m. vestida con el traje de cuero negro y con el libro en la mano". Acudía a una cita. ¿Habría llegado? No había visto ningún libro. Le llevaría encima. El resto del tiempo lo pasó escribiendo en su cuaderno todo lo que le había ocurrido hasta ahora. Anotó las horas, la luz, la impresión que le produjo la contemplación de aquel rostro desencajado y que deseaba conocer. ¡Eso es lo que haría! Se subiría en el tren y hablaría con ella.
El paso del tiempo era un lastre del que no podía deshacerse. No tenía hambre, no tenía sueño. Su mente solo la ocupaba aquella mujer; entender qué hacía allí día tras día, qué extraña causa la retenía en aquel vagón, cuál era su historia y si él podía ayudar a restaurarla, porque empezaba a pensar que estaba atrapada en un bucle temporal. Él mismo se sentía inmerso en un sueño aunque no podía imaginar cuál era su lugar en él.
No pudo esperar a que sonara la alarma, el Sol aún no había salido cuando emprendió el camino hacia la estación. Era una noche oscura con un cielo cubierto de negras nubes que barruntaban tormenta. Olía a humedad en el ambiente. Le gustaba la lluvia, y le gustaban esas grandes tormentas que de pronto iluminaban el cielo con aquel tono sobrenatural.
Se instaló en el mismo banco y tras comprobar la hora comenzó a anotar los distintos acontecimientos que podían suceder; un par de trenes a gran velocidad y en sentidos diferentes pasaron delante de él. Ninguno se paró y en ninguno había nada, ni nadie.
A las ocho menos cinco, se puso de pie, justo delante del lugar donde el vagón abría sus puertas con la esperanza de ser lo suficientemente rápido para subirse. Vio sus titilantes luces en la lejanía del túnel. El tren disminuyó su velocidad hasta pararse y abrir las compuertas. A la vez que él subía, ella arrojaba el bolso pero en vez de asomarse a la ventana, se encontró frente a él. Se quedaron quietos, sin saber qué decir. La sacudida del tren al ponerse en marcha les sacó de su ensimismamiento y se agarraron a la misma barra de sujeción. Con la otra mano, la mujer sujetaba un libro de aspecto antiguo contra su pecho. Llevaba un caro traje de cuero negro que acentuaba su estilizada figura y la palidez de su rostro, que serio y sorprendido, me interrogaba en silencio.
-Hola, me llamo David y me gustaría ayudarla.
-Hola, encantada, David. Soy Helena y no sé qué hago aquí, ni cómo puede ayudarme. Se me ocurrió lo de tirar el bolso por si alguien podía verlo. No sé qué es lo que ha ocurrido. Iba a un encuentro importante y me vi envuelta en… ¿Cómo explicarle? Llevo tres días repitiendo la misma sucesión de cosas. No he llegado a mi cita. Era importante.
-Creo que se ha visto atrapada en un bucle temporal.
-¿Cómo? Eso no es posible.
-¿Le parece si nos sentamos y me cuenta con detenimiento todo lo ocurrido, a ver si soy capaz de entenderlo, y tratamos de solucionarlo entre los dos? Seguro que hay una razón.
-Sí, claro, me parece bien.
Soltaron la barra y se dirigieron al vagón más cercano en el que buscaron asiento. El tren iba a una velocidad muy alta. No se apreciaba nada desde las ventanillas, y parecía estar vacío. La miré y la sonreí para darla confianza.
-Cuénteme, Helena, por favor.
Respondió a mi gesto con otra sonrisa mostrando una cara algo más relajada y con un poco de color.
-No sé qué decir.
Y le tendió el libro que llevaba. Se trataba de un volumen muy antiguo escrito en latín que contenía lo que parecían recetas mágicas, extraños símbolos relacionados con la hechicería y la alquimia.
-Hace poco mi padre adquirió un grimorio que se creía desaparecido. Este libro durante el siglo XVII se convirtió en un manual imprescindible para magos, alquimistas, hechiceros, o incluso filósofos, pero pronto fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos; aquellos que lo tuvieran en su poder eran perseguidos por la Inquisición, por ello se dejó de publicar y de vender, y la mayor parte de los ejemplares fueron destruidos o quemados, por lo que se considera desaparecido. Su valor es incalculable y se convirtió en la pieza de mayor importancia de la colección de mi padre. El martes pasado mi padre desapareció sin ninguna explicación, a las pocas horas llamaron a la puerta, y me hicieron entrega de un paquete en el que había un traje de cuero y una foto de mi padre con el periódico del día. Y unas instrucciones en las que se me exigían la entrega del libro mencionado, y que ahora usted tiene entre las manos, a cambio de ver de nuevo a mi padre. Con una advertencia clara y firme de no avisar a la policía. Debía personarme en la Estación de Atocha en el extremo derecho del jardín tropical, vestida con el traje incluido en el paquete, y dejar allí un bolso con el libro; en cuanto lo recogieran, tendría una llamada de mi padre diciéndome dónde se encontraba.
Las palabras salieron de su boca de sopetón, como si la quemaran. Se quedó callada. Los dos dejamos la mirada suspendida en el libro que rodeado de nuestro silencio pareció erigirse en el protagonista de nuestros pensamientos.
-Comprendo. Usted acudía a tan importante cita. Pero, ¿qué es lo que ocurrió? Debemos repasar cada una de las cosas que hizo hasta el momento en que se vio envuelta en la repetición.
-No llego a bajar del tren. Cada vez que se abren las puertas y hago el intento de bajar, una fuerte corriente de aire me arrastra al interior.
-¿Notó algo que se saliera de lo habitual? Cualquier cosa, por nimia que parezca puede ser importante.
-No recuerdo nada especial. Entré en el tren. El trayecto es corto y estaba nerviosa, así que me quedé de pie… Abrí el bolso… Sí… Entonces noté la presencia de un extraño personaje cubierto con una capucha, que pasaba de un vagón a otro. Vio el bolso, el libro, y murmuró algo…
-¿Recuerda cuales fueron sus palabras?
-¡Reconoció el libro! ¡Dijo el nombre del libro en latín y un escalofrío me recorrió por dentro! ¿Puede ser eso?
- Sí, podría ser.
La cogió de la mano y la llevó hasta donde la había encontrado al subir al tren. La devolvió el libro, que despedía un extraño brillo dorado de entre sus hojas, la miró y después de sonreírla de nuevo, pronunció el nombre del libro: "Albanum Maleficarum" y un vórtice de aire le envolvió y le sacó del tren en el momento en que éste se paraba y las puertas se abrían. Cayó en la vieja estación. Ya no vio el rostro de la mujer en el cristal. Eran de nuevo las ocho de la mañana, todo estaba envuelto en aquella fantasmagórica luz que caracterizaba el lugar. El corazón le palpitaba a mil por hora y tenía la extraña sensación de haber despertado de un sueño extraordinario.
martes, 30 de mayo de 2017
sábado, 27 de mayo de 2017
¿Por qué? (Yazmina. Grupo B)
Todos dicen que estoy enfermo, que necesito
ayuda, pero yo no pienso así. Me siento bien, no necesito esto… No quiero que
me encierren como la otra vez; debo ser libre. ¿Por qué no me creen?
No lo entienden. Soy
diferente, soy especial, distinto al resto. Mi destino está escrito, lo sé. Vine
para hacer cosas grandes. Todos me juzgan cuando digo que debo salvar el mundo
y eso me llena de rabia y tristeza, pues no hallo consuelo. Estoy solo, al
igual que lo estuvieron otros como yo.
Menos mal que te
tengo. Cada día me recuerdas cuál es mi verdadero deber; para lo que fui creado.
Cuando digo que me guías nadie me cree, pero yo sí, porque eres mi ángel de la
guarda: me acompañas, me consuelas y me indicas el camino, eres parte de mí.
–Cariño, debes ir
con el enfermero –me dice entre lágrimas.
–No –grito.
No pienso repetir
lo de la otra vez, no quiero negar quién soy. Mi destino es mi sufrir y ese me
hace sentirme vivo. Estoy enamorado de mi dolor. Por eso debo ser fuerte, pero
qué difícil es cuando los demás no dejan de decirte que es lo correcto. Cuando
no creen en ti, ni en tu misión. Ellos no se dan cuenta para lo que realmente
viniste a este mundo.
Mi madre humana me
mira llorando. Su pena me mata, y no quiero verla sufrir, no puedo permitirlo.
No quiero ir y que ocurra lo de la otra vez, pero presenciar su llanto me
destroza y bloquea, provocando que dos enfermeros me arrastren hacia ese abismo
que conozco.
Usando su fuerza me
consiguen recluir en una cama, atándome sin poder moverme. Soy un prisionero
nuevamente. Nadie quiere oírme a pesar de que intento contarles quién soy. Veo
que tengo una oportunidad con uno de los enfermeros. Me mira con atención e
intento razonar con él, pero mi dicha se acaba cuando el otro le dice esas
palabras que repiten de mí: «está loco, se cree con poderes o algo así».
“Loco”, otra vez
esa palabra que me taladra y rompe el corazón. Soy un incomprendido, un paria,
un desolado… Nadie me entiende ni me escucha. Estoy empezando a sentir la
soledad del héroe mientras mi auténtico yo se desquebraja.
El pánico se apodera
de mí. Aún recuerdo lo de la otra vez. Me hicieron creer que la voz no era
real, y al final tuve que mentirles a todos y hacerles creer lo que ellos
querían escuchar. No obstante, sé quién es esa voz: mi familia extraterrestre.
Ellos me dejaron aquí para salvar a los humanos.
No pertenezco a
este mundo, es evidente. ¿Acaso no se dan cuenta de que puedo salvarlos a todos?
Me siento triste, con ganas de llorar. Para todos soy un despojo humano.
Las sombras, de un
pasado muy reciente en aquel sanatorio, me van cubriendo. Las veo cómo quieren
apoderarse de mí. Son las huellas de mis enemigos que quieren anularme. Van
caminando por las paredes, acercándose a mi cama. Me revuelvo pero no consigo
liberarme. Entonces, ellas poco a poco me sumergen en la desilusión, hasta que
resurge la voz de mi familia alienígena.
Me revuelvo e intento
zafarme de mis ataduras; no consigo que mis poderes se manifiesten para
ayudarme. En vista de que no consigo liberarme, grito, pero lo único que logro
es que los dos enfermeros huyan de mí.
–¡Socorro! ¡Ayuda!
Allí estoy, solo, en una habitación, sin nada;
estéril, sin vida ni emoción, donde lo único que encuentro en mi soledad, una
soledad que me acompaña hasta que llega un médico que acaba con todo.
Un pinchazo y las
sombras se hacen conmigo. No puedo moverme, soy un cuerpo inerte sumergido en
un mundo vacio y frío. Ahora no soy yo, ni nadie, un simple despojo de lo que
fui. Lo único que me queda es suplicarle a la voz que me ayude, sin embargo, él
tampoco esta. Me siento solo en aquella habitación, bañándome entre clandestinidad
de la oscuridad. A pesar de eso, distingo voces: mi madre y un hombre.
–Le he puesto un
relajante muscular muy fuerte. De todas maneras, empezaremos a tratarlo con
litio desde que tengamos los resultados de las pruebas. ¿Sabe si ha estado en
contacto con cómics o algo de superhéroes esta vez?
–No creo –Oigo su
llanto–. Cada vez que pienso que pudo morir al intentar saltar desde el
edificio…
–Esto no es culpa
suya. Su hijo tiene un Trastorno Bipolar agravado con esquizofrenia. Pensábamos
que lo tenía controlado, pero esta recaída no es nada buena.
–Ayúdele, doctor.
Quiero gritar, pero
no puedo, mi cuerpo no me responde. No quiero estar aquí. Nadie me quiere ayudar,
y me siento triste. No me queda nada, todos me han abandonado. Mi cuerpo está indiferente,
pero mi mente sigue viva, aunque sin la voz. Ahora estoy solo en una cama a la
espera del litio para morir en vida.
Mi pasado me está
abrazando nuevamente, asfixiando cualquier rastro de mí. Ojalá hubiera
escapado, pero mi madre… Su dolor me trastorna. No puedo… La oigo lejos pero la
siento cerca. Creo poder abrigar una lágrima suya en mi rostros, además de un
tierno beso, que sabe a soledad y me hace tiritar de frio.
–Cariño, perdóname,
yo te quiero, pero… –Noto que se rompe su voz.
No puedo soportarlo.
No quiero su lástima, ni su perdón. Me lo advirtió mi verdadera familia: los sentimientos humanos te harán débil.
Así fue, por eso estoy preso.
***
–Hola, cariño –Una
extraña mujer se acerca a mí
–¿Quién eres? ¿Quién
soy? –Sin saber el motivo, ella rompe a llorar.
–Perdóname, mi
amor, pero no puedo perderte. Te quiero tanto que necesito tenerte conmigo.
Necesito luchar por ti, ya que tú no eres consciente de la realidad.
–No sé quién eres
–me asusta al intentar tocarme. Me aparto y la miro sin saber qué quiere.
–No te alejes de
mí, soy mamá.
–No –La aparto. Tengo
miedo.
Veo algo y me quedó
observándolo detenidamente. Parece mi mano. La muevo y gira. Sonrió ante mi
descubrimiento, no sabía que podía hacer eso. Sigo prestando atención y veo cómo
la luz pasa a través de ella.
–Cariño, estoy aquí
–Está muy sedado
–La chica de las pastillas se acerca y yo la abrazo. Sé quién es ella–. No debe
tenérselo en cuenta.
–No, espere –suplica–,
no se lo lleve aún. Raúl, hijo, escúchame, por favor. Soy mamá. Mira, esta
carta me la escribiste antes de caer enfermo –Se limpia las lágrimas con la
manga de su rebeca–. «Mamá, ayúdame, creo que me estoy volviéndome
loco… No lo sé. Escucho una voz que me dice que soy de otro planeta. Eso no es
cierto, ¿ verdad? Noto que me fallan las fuerzas y a veces no sé quien soy en
realidad. Debes hacer todo lo posible para que no haga nada raro ni haga daño a
alguna persona. ¡Por favor, perdóname y si es necesario déjame ir!»
No sé lo que dice, ¿quién es? Tengo miedo.
Me abrazo a la
enfermera, y cuando llego a mi cuarto me siento mejor. Ahora estoy más tranquilo.
Al estar solo, saco de debajo del colchón un cuaderno, y ahí escribo siempre lo
mismo.
“Soy del planeta
Zolta, no soy humano. Mi misión es salvar a la humanidad. Nadie debe saberlo”.
viernes, 26 de mayo de 2017
Francesco (la leyenda) (Leticia. Grupo A)
A un anciano se le cayó la
dentadura y nadie intervino para ayudarle, pues todos estaban pendientes de la
alarma que no paraba de sonar.
La instancia estaba a oscuras
y tuvo que ir palpando el suelo hasta lograr encontrarla. Tenía tanto miedo que
le temblaban las manos. Con todo el cuidado del que fue capaz la recogió y
comprobó que no se había roto ninguna pieza. Suspiró aliviado, pues si se le
rompía solo podría comer líquidos. La comida escaseaba y poder llevarse a la
boca algún alimento era prácticamente un privilegio; si tuviera que alimentarse
solo de cosas pastosas la pesadilla sería aún mayor.
El anciano limpió la
dentadura con el jersey, se la colocó y volvió a la realidad. La alarma no
paraba de sonar y todos los habitantes del pueblo, a excepción de Francesco,
estaban resguardados en la iglesia. Francesco había sido el último en llegar y
era el más joven. Nadie sabía nada sobre él, pero poco les importaba. Él se
encargaba de mantener a salvo a los nueve ancianos que quedaban en el poblado,
y de buscar la comida. Las normas eran claras: al sonido de la sirena debían
acudir a esconderse en la iglesia y no salir hasta que esta parara de sonar.
Debían evitar que el pueblo pareciese habitado.
El tiempo se les hacía
eterno cuando tenían que permanecer encerrados y sin hacer ruido. Se mantenían
en silencio a la espera y con el temor en el cuerpo de lo que pudiera suceder.
Cabía esperar que ellos pasaran de largo pensando que ya nadie habitaba el
lugar, y rezaban para ello agradeciendo haber sobrevivido un día más.
Mientras permanecían sumidos
en sus propios pensamientos un crujido los alertó. Uno de los ancianos hipó y
en el resto los músculos se tensaron hasta que la voz sonó alta y clara: “Soy
yo, Francesco”.
Todos se relajaron y se
levantaron para avanzar en su búsqueda. Algo de claridad entró por la puerta y
vieron andar al joven Francesco con el rostro y su larga melena manchados de
sangre. A pesar de lo macabro del aspecto, la mirada felina de color turquesa
le daba un aspecto angelical. Y eso era para ellos: un ángel que los
custodiaba. Muchos años habían pasado luchando, intentando sobrevivir. A lo
largo de su vida habían visto morir a sus mujeres y a sus hijos. No había
futuro para ellos: la muerte les esperaba impaciente; sin embargo, un día
apareció él y se ofreció a mantenerlos a salvo si le dejaban permanecer en una
de las casas del pueblo, con una única condición: nunca le harían preguntas
sobre su vida.
Todos los hombres estuvieron
de acuerdo, eran muy mayores y conscientes de que no podrían sobrevivir mucho
sin ayuda. No podían salir a buscar comida y aunque habían sido grandes
luchadores, ya no eran capaces de mantener una pelea cuerpo a cuerpo. Francesco
les dio seguridad desde el primer momento y con el paso de los días no tardaron
en sentirlo como a un hijo. Y así fue como se unió a ellos.
Se reunieron a cenar en una
de las casas. Francesco no los acompañó, estaba agotado de la lucha. Se retiró
a su hogar y, gastando la mínima cantidad de agua de la que fue capaz, eliminó
de su piel los restos de sangre. Cayó exhausto en la cama y en menos de un
minuto se quedó dormido. Las noches de Francesco no eran tranquilas. La muerte
y destrucción inundaban los sueños cada vez que cerraba los ojos. Desde niño
había tenido que aprender a sobrevivir, como el resto, y a la corta edad de
cuatro años ya blandía una espada en sus manos. No obstante, no se acostumbraba
a ello ya que había visto morir a todos y cada uno de sus seres queridos. Y lo
peor, siendo muy pequeño había visto morir a su madre. El rostro sin vida de la
mujer lo acompañaba allá donde iba, y era ese instante el que lo cargaba de
rabia e ira, el que le hacía sacar una fuerza casi sobrenatural de sus
entrañas.
A las pocas horas de haber caído presa del
sueño, la alarma lo sobresaltó. Se levantó y de un par de zancadas consiguió
llegar a la puerta. Corrió hacia la ladera, mientras por el camino iba
cruzándose con los habitantes que se dirigían a la iglesia.
Cuando bajaba por la ladera el olor a cadáver
lo hizo despertar de golpe, pues aún estaba adormilado. No había tenido tiempo
de enterrar todos los cadáveres de la tarde anterior. Abajo, los hombres que
venían a saquear el pueblo se habían parado observando el horror que se
mostraba ante sus ojos. El cuerpo y las cabezas de varios hombres ocupaban la
llanura. Recordaron, mientras observaban el macabro escenario, la leyenda sobre
el monstruo que protegía algunas aldeas. Un hombre con la fuerza de cientos que
era capaz de separar la cabeza del tronco con sus propias manos.
El ruido de las pisadas de Francesco al
correr les hizo elevar la vista hacia él, y vieron a un hombre que alzaba las
manos mientras con cara de odio se dirigía hacia ellos. Y quiso la luz del sol,
que empezaba a aparecer, que sus ojos brillasen y tornasen de color entre el
azul turquesa angelical y el amarillo demoniaco. Los hombres retrocedieron unos
pasos, sin dejar de observar la mano que se alzaba amenazante.
Y los hombres que habían amenazado durante
décadas a los poblados más indefensos, que masacraban mujeres, niños y todo
aquel hombre sin fuerzas para luchar. Que mataban y robaban sin piedad. Que
generación tras generación iban enseñando el oficio de humanos superiores, de humanos
sin escrúpulos; su único objetivo era criar asesinos para sobrevivir en aquel
mundo decadente a costa del trabajo de otros, a costa de la gente decente que
vivía en colaboración con sus vecinos. Aquellos hombres que se creían dioses,
echaron a correr cuando vieron a Francesco posicionarse junto a su jefe y cómo
este caía al suelo.
Y ese día, con los cadáveres desmembrados
adornando el lugar, y con el olvido de un cansado Francesco, pues las batallas
nunca sucedían en tan pocas horas; ese día, la leyenda se hizo realidad, pues
Francesco olvidó recoger su espada, dirigiéndose desarmado hacia varios hombres,
alzando su brazo creyendo que llevaba la espada que su padre le había regalado
antes de fallecer.
El
cabecilla del grupo dio un paso atrás, y el joven empezó a correr hacia él
blandiendo su espada; pero ellos solo veían la realidad: un hombre que les
atacaba con sus propias manos. Todos huyeron corriendo, y la leyenda tomó
rostro, pues los presentes aseguraron ver cómo un monstruo había separado con sus
propias manos brazos y piernas del tronco de su jefe.
Francesco
frenó en seco sin llegar a tocarlo cuando, ante sus pies, el hombre se desmayó.
miércoles, 24 de mayo de 2017
Esa mujer (Pedro. Grupo C)
La mujer del traje de cuero dejó el
bolso en la estación.
Lo colocó con sumo cuidado en un banco
y, distraída, se alejó con tranquilidad, como si no estuviera haciendo nada
malo, como quien coloca un libro en una estantería. El bolso estaba en su sitio
exacto y ella lo sabía. Con una elegancia nunca vista, echó a andar sin llamar
la atención.
Me quedé observándola, dejando que me
tapara una columna. Cada movimiento parecía hecho con una belleza que no era
propia de una persona humana. Un ángel vestido de cuero. Así la llamaba yo.
Cuando salió de mi vista, no perdí un
segundo en acercarme a ese banco, mirando a todos lados como un paranoico. Abrí
la cremallera y me sentí aliviado con el contenido. Era el esperado. Sin
embargo…
Sin embargo, había algo que no
encajaba. Un endemoniado impulso me llevó a coger el bolso y correr detrás de
la mujer antes de que saliera de la estación. Conseguí alcanzarla justo en el
momento en el que cruzó la puerta.
―No
está todo ―le dije con sequedad.
Ella me miró con una mezcla de ternura, propia de una
madre, y de incredulidad. No se creía que me hubiera atrevido a acecharla de
ese modo en un lugar tan abarrotado. No se alteró. Me mantuvo esa mirada cálida
y dejó que las palabras salieran con naturalidad.
―Todo tiene su razón de ser y tú no has cumplido el trato
por completo.
Era cierto, pero, ¿cómo podía saberlo?
―Toma el dinero ―me incitó―. Coge el próximo tren.
Desaparece. ―Se dio la vuelta y fue ella la que borró su presencia sin dejar
rastro.
Me vi ante un tren que avisaba de su partida. No llegué a
entrar en él a pesar de tener mi billete comprado. No pude. Sentía que me
dejaba cosas sin resolver. Todo por aquella mujer.
Pensándolo bien me sentí hasta culpable por lo que había
hecho, pero ya era demasiado tarde. Volví y me senté en el mismo banco donde
había recogido el bolso con el dinero. Mi vista se nubló hasta que, sin querer,
me retrocedió hacia algunos recuerdos de mi pasado.
―¿Puedes hacer el favor de ser un poquitín más ordenado?
―comentó una voz femenina, haciendo hincapié en la palabra “poquitín”.
Mi hermana mayor, Carolina. Tras el divorcio de mis
padres fue ella la que prácticamente cuidó de mí. Una vez en la universidad,
accedimos a vivir juntos, lejos de nuestros padres. Era el paso lógico. A decir
verdad, cualquier cosa era mejor que seguir viviendo con alguno de ellos.
Sin embargo, mi hermana no era todo lo comprensiva que se
podría esperar de una hermana mayor. Era muy mandona y engreída. El hecho de
que fuera más inteligente que yo le daba el poder de mirarme por encima del
hombro, y eso lo odiaba. Por si fuera poco, mis amigos siempre habían remarcado
lo atractiva que era con palabras zafias e hirientes para mí. Yo no lo veía
así, pero tampoco podía negar la belleza que desprendía su cabello castaño y
liso cayendo sobre su escultural cuerpo. Eso le daba aún más razones para
creerse mejor que yo en todos los aspectos.
―¡¿Cómo que has vuelto a suspender?! ―me gritaba, en una
de nuestras discusiones típicas.
―¡Tenías que haberlo visto, Carol! He estudiado día y
noche, me he centrado sólo en este examen y, aun así, no he conseguido ni
llegar al aprobado. Todo por culpa del profesor que…
―¡Sí, claro! ―me interrumpió―. ¡Qué fácil es echarle la
culpa de tus males a otro! ¡Admite de una vez que es culpa tuya! No te centras
y no ves lo importante que es esto para tu futuro.
―¿Mi futuro? ―repetí―. ¡Como si te importara algo!
Carolina cerró los puños y soltó todo lo que le vino a la
cabeza.
―Eres un egoísta. No ves cómo papá y mamá se desviven por
ti o cómo me desvivo yo. No eres consciente de que queremos lo mejor para ti.
―Tomó aire para serenarse. Sus dientes se apretaron y absorbió toda la rabia
del planeta Tierra―. Eres un inútil. Ojalá valieras para algo y supieras ver
todo lo bueno que hacemos para que tú llegues y sigas suspendiendo.
―Mira, si no me quieres aquí, cojo la puerta y me voy.
―¡Pues ya te estás largando! ¿Qué harías sin mí?
―Pues… ―Se me iba
la fuerza por la boca. Lo cierto es que dependía más de Carolina de lo que
nunca hubiera llegado a admitir.
―¿Ves? No tienes lo que hay que tener. ―Echó un largo
suspiro―. Anda, haz la cena. Ya hablaremos más tarde.
Carolina tenía un trabajo estupendo y bien pagado en un
banco internacional, como directora financiera. Eso hacía que nos pudiéramos sostener
económicamente sin la ayuda de nuestros padres. Sin embargo, me veía muy
presionado en todos los aspectos de mi vida. Accedí a estudiar una carrera en
la universidad que no me motivaba en absoluto: Economía, claro. Influenciado
por mi hermana, no vi otra salida que seguir sus pasos.
Así que mi vida se tornó en un bucle de suspensos,
discusiones, gritos y disgustos por una o por otra parte. Ese ciclo que parecía
sin fin cambió al conocer a la mujer. La mujer con el traje de cuero.
No llevaba esa vestimenta cuando la vi por primera vez
aquella noche. Su edad rozaría la treintena. Su pelo era largo y negro,
confundiéndose con la oscuridad. Los labios carnosos escondían una sonrisa que
aparecía de manera no muy frecuente. Sus gestos eran tranquilos y pausados.
Estaba sola en aquel bar. Lo que más me impactó fue su mirada. Una vez entré
allí con mis amigos y nos quedamos de pie en la barra, me enganchó con ella y
no me soltó. Me sentí atrapado, pero de una forma agradable. No es fácil de
explicar. Es como un insecto que se queda embelesado por una planta carnívora
porque parece una flor.
―Hola.
Me había separado de mis colegas para ir al aseo. Lo que
no me esperaba es encontrarme a esa mujer de frente al salir, mientras ella
entraba en el de señoras. Me saludó, acompañando una palabra con lo que me
pareció una media sonrisa.
Reparé en su vestido azul marino y corto, que enseñaba
sus piernas perfectas con orgullo.
―Eh… Esto…
No esperó a que terminara de pronunciar mi absurdo “hola”
y cerró la puerta tras de sí.
Entonces, mis amigos propusieron cambiar de bar, a lo que
me negué con rotundidad. Ellos querían saber mis motivos y yo alegué que estaba
cansado y que me iba a ir ya a casa. Aceptaron mi mentira y no me insistieron.
Me despedí de ellos y volví a tomarme la última copa.
Si tuviera que ser sincero, no sé por qué me quedé allí
solo. Quería, de alguna manera, reunir el valor suficiente para acercarme a la
mesa de aquella misteriosa mujer. Era mucho mayor que yo y no había ninguna
oportunidad. Tal vez tuviera marido o pareja, e incluso hijos. Y aun así, me
imaginé mil situaciones en las que acabábamos besándonos bajo la luz tenue del
local.
―Hola de nuevo. ―Se sentó a mi lado en la barra con una
naturalidad pasmosa―. ¿Cómo te llamas?
Su mirada no hacía más que secarme la boca. Con mucho
esfuerzo pronuncié mi nombre:
―Raúl.
―Tranquilo, Raúl. Te he estado mirando toda la noche
porque me has parecido un chico interesante desde el momento en el que has
entrado, y quería conocerte mejor.
Con uno de esos gestos atenuados pidió una copa que el
camarero le sirvió casi al instante. Bebió un sorbo con elegancia y se
presentó:
―Soy Sara.
Su fachada seria no hacía honor al sentido del humor tan
curioso que tenía. No sé si fue por el alcohol, pero me hizo reír mucho y me
sentí muy cómodo estando a su lado. Charlamos largo rato hasta que, no sé ni
cómo ni por qué, me vi enzarzado entre besos muy similares a los de mis
fantasías.
―Vivo aquí cerca… ¿Vienes?
A pesar de mi pronta afirmación, reconozco que lo primero
en lo que pensé fue en que mi hermana me echaría la bronca al día siguiente por
llegar de madrugada sin avisar siquiera. Esa noche Sara me enseñó la belleza de
dos cuerpos que no dejan que los centímetros los separen. Aquella mujer mayor
que yo me dio lecciones de la importancia de despreocuparse de lo que nos rodea
y sólo centrarse en hacer retroceder el tiempo con besos y caricias. No se
quedó en una noche. Seguimos viéndonos a menudo.
No le conté a mi hermana nada de lo ocurrido, pues sabía
que no lo aprobaría ―como nada de lo que yo solía hacer―, y eso me provocó
muchas más disputas que de costumbre, ya que me habitué a desaparecer y dar
excusas burdas que no se sostenían. Pero mis males se pasaban cuando Sara me
recibía alguna vez que otra en ese traje de cuero que la hacía tan sensual. A
ella le encantaba y a mí también.
No nos limitamos sólo al sexo. También empecé a confiar
en ella y le conté la situación con Carolina.
―Siempre me está diciendo lo que debo hacer ―me quejé―,
cómo he de vivir mi vida. No le importa en absoluto lo que siento al estudiar
algo que no me aporta nada como persona.
Sara callaba cuando me ponía a renegar de esa manera.
Tras un breve silencio, emitía su veredicto:
―Bueno, pero a pesar de todo es tu hermana y la quieres,
¿no?
―Ya no lo tengo tan claro. Creo que me mantiene en su
casa por compromiso y para poder darse esos asquerosos aires de superioridad.
Lo cierto es que… ¡La odio! ―Me tapé la boca con las manos. Había dicho en voz
alta lo que llevaba tanto tiempo atrapado en mi mente.
Sara no me juzgó. Su boca formó esa media sonrisa
misteriosa que a la vez parecía estar llena de ternura. Para mi sorpresa, me
comprendió. Una vez sabiendo que estaba en un ambiente en el que podía contar
cualquier cosa, me desahogué.
Le conté todas las bromas pesadas y absurdas que me hacía
cuando éramos más pequeños y todos los momentos en los que se aprovechaba de mí
por ser menos inteligente y más ingenuo. Hablé de cómo atravesamos el divorcio,
de su manera estricta de exigirme que no llorara y que me comportara como se
comportan los hombres. No cerré el pico durante horas, pasando por cuando no
paraba de rebajar mi autoestima para su diversión y que sus recientes ascensos
en su empleo, habían hecho una peor persona de ella, si cabe.
―No sé si debería decirte esto ―mencionó Sara, una vez
terminé mi monólogo.
Era algo que no se podía decir a la ligera,
evidentemente. Sin embargo, la apremié a que me lo comentara. Yo había sido
sincero con ella y era lo justo.
―Conozco a un grupo de personas. Se encargan de hacer
desaparecer a personas que son malas por naturaleza.
Me horroricé.
―¿Las matan?
Negó con la cabeza.
―Al contrario, las trasladan a otras zonas donde puedan
ser más positivas para todos, donde no puedan dañar a ningún ser humano. Por lo
que me dices, tu hermana pertenece a ese tipo.
Un silencio incómodo se produjo. Me limité a intentar
asimilar lo que me explicaba.
―Carolina te está tratando como a basura. Te hace
maltrato psicológico, aunque no te des cuenta. Dime una palabra, dime que
adelante e iniciaré los procesos que hagan falta. Además, te pagarán una buena
cantidad por ello si cumples con las indicaciones que te proporcionen. ―Se
sentó a mi lado, me besó con dulzura en los labios y me acarició la pierna―. Es
mucha información. Piénsatelo y me dices algo.
Decidí que sólo había una única forma de salir de dudas.
Le conté a mi hermana lo mío con Sara.
―¿Estás loco, Raúl? ¿Una mujer tan mayor y que conociste
en un bar? ¡Es evidente que se está aprovechando de ti!
―¡No lo creo! ―respondí―. Confiamos mucho el uno en el
otro. Es especial.
Carolina rio con sarcasmo.
―Desde luego eres un ingenuo. ¡Te prohíbo que veas a esa
mujer! ¡Es por tu bien!
―¡De eso nada! ―alcé la voz―. ¡No puedes prohibírmelo!
¡No eres mi madre! ¡No eres nada parecido por mucho que lo intentes! ¡No eres
nada para mí! Eres una…
Antes de pronunciar la palabra que nos dividiría para
siempre, un guantazo cayó sobre mi mejilla izquierda, añadiéndole un tono rojo
fuego. No lo vi venir. De niños, alguna vez había alzado la mano sobre mí, pero
eran cosas de críos.
Lo peor fue que no se quedó sólo en la torta que me dio.
―Eres un pervertido ―me insultó―. Fuiste la causa por la
que se divorciaron papá y mamá. Fuiste el error que somete la vida de todos
nosotros. Eres un malnacido. Quiero que te vayas de aquí y que no vuelvas
jamás. ¡Búscate otra hermana que te mantenga!
No me atreví a decir nada más y me marché. Le comenté a
Sara que adelante con todo. No me merecía tener a alguien así que me
despreciara.
―Toma ―La mujer vestida con el traje de cuero me tendió
una pastillita―. Haz que tu hermana se tome esto. Es un somnífero. Dáselo y
vete a esperar a la estación de tren. Mañana te dejaré el dinero en un banco.
Compra un billete y desaparece de la ciudad con tu dinero.
Acordé hacerlo todo tal y como me lo pidieron. No quería
abusar de la hospitalidad de Sara, así que me paseé por fuera. Al rato de vagar
por las calles sin nada, Carolina me llamó y me pidió, arrepentida, que
volviera a casa. Accedí, con la pastilla en la mano. Entre lágrimas, me abrazó
y se disculpó repetidas veces. No pude darle el somnífero. Ahora yo también
estaba arrepentido de muchas cosas que ya era tarde para anular.
Mochila al hombro, me dirigí a pasar lo poco que quedaba
de noche en la estación.
Recuperé la vista. No me había movido del dichoso banco.
Tenía el bolso con el efectivo y mi hermana había desaparecido. Era consciente.
Tenía que enmendar mi error y recuperar a Carolina. Fui a casa de Sara.
―¿Qué haces aquí? Ya tienes lo que querías. Ahora tienes
que irte.
―No. ―Tiré el bolso. Los billetes se esparcieron por el
suelo―. Devuélveme a mi hermana.
―Es demasiado tarde. Ya se la han llevado. No hay nada
que se pueda hacer. Además, el plan ha salido a pedir de boca.
―¿Plan?
―Desde luego que eres muy ingenuo, Raúl. ¿Crees que me
acostaría contigo porque sí? Yo dirijo esa organización que “hace desaparecer a
la gente que hace daño”. Y es así, en parte.
―¿Me has mentido?
―No exactamente. Llevábamos siguiendo a tu hermana desde
hacía bastante tiempo. Ha conseguido escalar puestos en el banco debido a su
facilidad para arruinar la vida de las personas honestas y a su voluntad por la
corrupción.
»Queríamos que dejara de hacerlo. Tenía un proyecto en el
que quería desahuciar a una comunidad entera de vecinos por sus impagos. No
podíamos permitirlo. Nuestros métodos pueden parecer algo bruscos, pero son
necesarios para que no prevalezca la maldad en el mundo. Tú me has acercado a
ella e, incluso, me has dado consentimiento para llevar a cabo el proceso.
Ahora tú estás metido igual que nosotros.
Enmudecí. ¿Carolina tenía razón? ¿Se había aprovechado de
mí?
―Te he dado tu oportunidad para que te marcharas de la
ciudad. Ahora sabes demasiado y tendrás que trabajar para mí. Dominaré tu voluntad
y harás todo lo que yo te diga. Si lo haces todo bien, dejaré que veas a tu
hermana. Pero tienes que portarte bien. Prométemelo, Raúl.
Su mirada me volvió a atrapar. Como una de esas moscas
que van a la luz que les electrocuta una y otra vez.
―Te lo prometo.
martes, 23 de mayo de 2017
¿Crisis? (Luis. Grupo B)
Vaya
rachita que llevamos. Otro jueves más
negro que el carbón en la bolsa de Madrid. Y ya van tres semanas así. Y es que
no es para menos. No hay más que cierres de negocios. Nos tienen a todos
rezando para que la cosa mejore, pero al final ni carne ni pescado, ni una cosa
ni la otra.
Enciendo
la tele y me produce asco. Al
parecer se han tomado la
información por su mano, lo han dado unas mil vueltas y parece que en vez de
ser un parque sea un escenario de la película Apocalipsis Now.
-La
crisis no ha afectado al ego de nuestros políticos- me dice Pedro, un libre
pensador un tanto bocas-. Yo les mandaba a todos al talego hasta que se
pudrieran.
-Ya,
pero tú no puedes hacer más que yo- le digo, harto de sus fanfarronadas.
-¿Y
qué me dices de las escuelas? Esa crisis es muy pero que muy grave. Con siete
pueden pasar de curso ¡están creando una
generación de burros!
No
me queda otra que darle la razón en esto último. Por haber hay crisis hasta en
las baldosas. Me explico: antes se decía eso de que levantas una baldosa y te
salía dinero. Ahora no te sale ni polvo.
-¿A
qué esperan para hacer algo?- pregunto inquieto- ¿Y qué es eso de que estamos
en la Champions League de la economía?
Si
es que me dan ganas de nada viendo lo que hay. Ya lo decía mi padre: “ya verás
cuando vengan las vacas flacas”. Yo y mi costumbre de no oír a la voz de la
experiencia.
-Papá,
tenías razón. Mi optimismo me cegó por completo.
-¿Qué?
Está jodida la cosa ¿no? Eso os pasa por defender a cierto alfeñique…
-Sí,
papá. Lo peor de todo este tinglado es que lo estoy pagando con mi Elena, con
lo paciente que ha sido todos estos años de matrimonio conmigo y mi trabajo… Y
ahora, todo a la mierda
Mi
padre me mira entristecido. Casi ni duermo, y cuando duermo temo soñar. Cada
sueño que tengo parece un drama.
Salgo
a la calle, no aguanto el agobio que siento entre esas cuatro paredes. No hay
más que pobreza. El que tiene un euro parece que tiene un dineral.
-Cariño,
¿dónde has estado? Me tenías preocupada.
-He
pasado la noche paseando. Necesitaba despejar mi mente. Esto me puede, cielo.
-Tranquilo,
Javi. Todo esto tiene que acabar.
Ojalá
tenga razón. Esta gente nos ha arruinado a todos.
- ¡Javi,
corre!
-¿Qué
ocurre, Pedro? Tranquilo, respira y cuéntame qué pasa.
-La
crisis, era todo un cuento… Nos han estado engañando como a chinos. Todo para
prevaricar, para robarnos. ¿Qué te dije? ¡Malditos políticos…!
¡Todo
mentira! No tardo en contarlo en casa. Las notis
se hacen eco de lo ocurrido. Se quitan el yugo de los opresores, y hablan de
ladrones.
Ya
todo ha cambiado. Y más que va a cambiar. Voy a aprovechar que no solo soy
corredor de bolsa, ya que tengo la carrera de derecho y como abogado que soy me
voy a presentar como acusación particular.
-Buenos
días, señor expresidente
-¿Cómo
que “expresidente”? ¿Cómo se atreve…?
-Le
recuerdo un par de cosas: primera, que ya no es presidente del gobierno, perdió
las elecciones; y segundo, los ataques de ira están dentro de un juicio, penados
por la ley. Ahora, si me permite, le realizo la pregunta: ¿cómo hizo para meter
a este país en una crisis tan grave?
-¿Crisis?
¿Quién ha hablado de crisis? Perdóneme que le diga pero yo dejé a España en la Champions
League de la economía.
-¿Comparado
con quién o con qué?
-¡Con
el resto de la Unión Europea!
-Ya
claro, y Clark Kent ya no es Superman… No sea absurdo, por favor, le recuerdo
que está en un juicio y que está bajo juramento.
-Está
bien, de acuerdo. Veo que no tengo elección: ¿saben ustedes lo que es ser
presidente del gobierno de la nación? No ¿verdad? Eso crea una adicción que es
difícil de describir. Una adicción llamada PODER. Sí, poder. Me creía más que
nadie. Miraba a todos por encima del hombro. Luego me di cuenta que era un
mindundi, una marioneta si lo desean. Todo era o dar o verme sin apoyos. Soy un
rastrero. Sé que merezco lo peor pero ¿es delito hacer lo que yo hice?
-Hombre,
usted dirá. Si no, evidentemente no estaría aquí. Por si no lo sabía, que
seguro que sí, usted se encuentra aquí por prevaricación, cohecho y tráfico de
influencias. Y ni que decir tiene que tiene todas las papeletas para entrar en
prisión.
Como
era de esperar después de recordarle lo que le podría pasar, no pudo por menos
que admitir todas sus malas acciones y, tras leer el acta de acusación firmó
dejando caer una frase un tanto lapidaria: “firmo y no me jodas, esta ya no es
mi canción”
Por
supuesto, gané el juicio, devolvió todo lo desfalcado y se quedó en la
mismísima inmundicia.
Lo
que empezó siendo otro jueves negro terminó siendo un funeral sin flores a un
presidente bastante pésimo. Por fin se hizo justicia.
sábado, 20 de mayo de 2017
La maldición (Bartolomé. Grupo C)
Soy la tiniebla que se espesa en el mar de
tus dudas cuando la tarde-noche está cayendo. Bailo sobre el ceño fruncido que
hay entre esos ojerosos ojos cansados de observar a través de su particular
metacrilato el paso de la monotonía. Sí, ese soy yo. Azul, como el fuego fatuo
que arde en tu interior y da vida a tu alma, esa que cuando estoy presente se
tambalea. La pesadilla con la que despiertas sobresaltado en mitad de la noche,
tan tenue y misteriosa, tan oscura y sosegada. Hay veces que me necesitas, que
no puedes vivir sin mí. Me haces sentir un mero juguete, y cuando mejor estamos
me das la patada, dejas cicatrices en mi ser (si me puedo llamar así). Es por
ese motivo que hago acto de presencia cuando mejor te sientes. No soy malo,
pero sí rencoroso. Te acompaño cuando esa canción te está rompiendo por dentro,
cuando hace añicos todo tu sistema límbico. Te escucho gritar en tu interior,
pidiendo que todo acabe de una vez. Crees que nadie te oye, pero yo sí, y
sonrío. La rosa más bonita que haya florecido en un rosal; bucólica y libre,
pero arraigada al cruel destino de permanecer en el mismo sitio para siempre,
eso también soy yo. Me convierto en paseo de madrugada, paso a paso más cansado
cada vez. Tomo forma de cuchillo. Y de tenedor. Y de cuchara. Y hacemos un
caldo juntos. No te das ni cuenta, pero tu indiferencia y yo hemos enlazado
bien, casi por obligación, pero bien. Si me buscas puedo aparecer, pero si me
temes permaneceré siempre a tu lado. Nunca lo olvides.
Me encierro en mi
ser y pienso en el curso que sigue mi maldición, desde el primer día sobre mí
sin poder dejarla atrás. Me atormenta. Me atosiga. Me persigue. He de vivir con
ella pero no es fácil hacerlo. A veces me siento como si fuese una de mis
víctimas pero es una sensación que me retroalimenta y que solo yo sé cómo
hacerlo. Sé que tengo que sacar fuerza de donde no la haya, y lo hago sin
problema porque sé que tengo el poder, tengo la potestad para hacer lo que me
plazca. El miedo son mis hilos y las personas mis marionetas. El mundo se
arrodilla ante mí. Nunca elegí ser lo que soy, pero pareciera como si
Maquiavelo en uno de sus planes llevados a cabo hubiese creado un San Valentín
oscuro y este hubiese disparado de lleno en la diana de mi corazón. Estoy
podrido. En ocasiones necesitas de mi maldita maldición, de mi maldita compañía,
pero ya te lo he dicho: yo me presento cuando mis ganas me lo indican. La pena
que conmigo viaja allá donde vaya a veces incluso se apodera de mí. Es divertido
ver al cazador cazado. La penumbra en la que se haya envuelta mi alma me hace
sonreír ante mi propio sufrimiento. Ya no existe ni el bien ni el mal. Solo sé
que existo y que soy un monstruo. Solo sé que sabes que existo y que te aterran
los monstruos. Tu desesperación es mi agua, tus gritos son el vaso, y cuando
tenga sed acudiré a saciarla, quieras o no, y seré capaz de derramar el vertido;
pero me da igual, solo quiero dejarte seco. Vago por las montañas sin rumbo
alguno, como si de un zombi malogradamente programado me tratara. Me acompaño
del soplar de la brisa y observo cómo paso desapercibido para las diferentes
vidas animales que ahí habitan. Ellos no me temen, no. Son capaces de saber si
existo o si dejo de existir. Eres tú quien se atormenta cuando mi tormento no
te acompaña, o quien se entristece porque la tristeza que mi enojada maldición
se encuentra presente.
Taladro tu cerebro hasta llegar a tu mente. Sientes
que estoy ahí y te alejas de la gente.
El ánima que desanima tu camino, manzana sin
dulzura, pena sin llanto, botella sin vino.
No te agarro del cuello, aprieto tu garganta.
Soy el dolor insoportable que no puedes quitar y te espanta.
Vivo en tu miedo. Me alimenta tu forma de
temblar. Nunca olvidaré tu mirada y aquella forma de sollozar.
El temor de cuando eras niño, la tortura de
adolescente, también cuando eres viejo y ves a la muerte de frente.
Yo soy la noche y tú desesperas por que
llegue el día. Soy ese campo magnético que absorbe tu energía.
Tu trabajo en el presente, tu cuna del
pasado. Me convierto en el ataúd de tu cuerpo recostado.
Cuando deseas que no esté presente arraso con
tu vida. Soy el game over que arruina tu partida.
Puedo parecer
métrica diabólica, pero me considero poesía a su vez, y sí, cuando la lees
estoy junto a ti. Nada puede detenerme cuando me introduzco de lleno en tus
entrañas. El crujir de una cucaracha al morir aplastada por tu zapato de paño
también soy yo. El deshielo de los polos. La calma tras la caída de un rayo. La
náusea de tu vómito. La mirada perdida en tu teléfono móvil esperando un
mensaje que sabes de sobra y que jamás llegará. Soy tanto y tan poco a la par
que a veces hasta yo mismo me asusto. Lo único que te puedo garantizar es que
estoy contigo. Sí, en tu día a día, y tu subconsciente lo sabe. Esa sombra que
ves con el rabillo del ojo, la cual acelera tu pulso y que desaparece al
segundo de mirar, soy yo. Esa voz de ultratumba que no sabes de dónde procede,
también es debida a mí. La sangre que brota de la herida tan tonta que te
haces… ¿Adivinas qué? También es debida a mí. Soy la pena que aflora en tu
interior cuando observas una injustica pero por la que sin embargo no haces
nada por evitar. Te paralizo. El cajón que no eres capaz de cerrar. La
imposible ecuación que en la pizarra escrita con tiza está. Tu primera cana. El
olvido de tu recuerdo. Estoy contigo pero cuando me necesites no me vas a tener
-o sí, todo depende de mi voluntad-. Te vigilo, observo todos y cada uno de tus
movimientos. Vivo de ti, pero no por ti.
Sufrimiento (mi
abuelo) conoció hace muchos años a una joven que se apoderó de su corazón,
Envidia era el nombre que aquella bella dama poseía. Con el paso del tiempo
ambos tuvieron un retoño que acabó llamándose Penitencia: mi madre, quien nunca
se quiso ennoviar con nadie. Recatada y beatificada, tímida y pura. La pena
condujo a la rebeldía, y esta llevó a la lujuria. Mi padre, Destrucción, la
llevó por la mala vida. Fruto de aquella relación soy yo. Dicen los textos más
antiguos que la madre tierra guarda, que pertenezco a una familia maldita, y
que todos los que sufrimos la maldición estamos condenados a conocernos. Mi
esposa se llama Soledad y yo, yo... Yo me llamo Silencio.
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