La mujer del traje de cuero dejó el
bolso en la estación.
Lo colocó con sumo cuidado en un banco
y, distraída, se alejó con tranquilidad, como si no estuviera haciendo nada
malo, como quien coloca un libro en una estantería. El bolso estaba en su sitio
exacto y ella lo sabía. Con una elegancia nunca vista, echó a andar sin llamar
la atención.
Me quedé observándola, dejando que me
tapara una columna. Cada movimiento parecía hecho con una belleza que no era
propia de una persona humana. Un ángel vestido de cuero. Así la llamaba yo.
Cuando salió de mi vista, no perdí un
segundo en acercarme a ese banco, mirando a todos lados como un paranoico. Abrí
la cremallera y me sentí aliviado con el contenido. Era el esperado. Sin
embargo…
Sin embargo, había algo que no
encajaba. Un endemoniado impulso me llevó a coger el bolso y correr detrás de
la mujer antes de que saliera de la estación. Conseguí alcanzarla justo en el
momento en el que cruzó la puerta.
―No
está todo ―le dije con sequedad.
Ella me miró con una mezcla de ternura, propia de una
madre, y de incredulidad. No se creía que me hubiera atrevido a acecharla de
ese modo en un lugar tan abarrotado. No se alteró. Me mantuvo esa mirada cálida
y dejó que las palabras salieran con naturalidad.
―Todo tiene su razón de ser y tú no has cumplido el trato
por completo.
Era cierto, pero, ¿cómo podía saberlo?
―Toma el dinero ―me incitó―. Coge el próximo tren.
Desaparece. ―Se dio la vuelta y fue ella la que borró su presencia sin dejar
rastro.
Me vi ante un tren que avisaba de su partida. No llegué a
entrar en él a pesar de tener mi billete comprado. No pude. Sentía que me
dejaba cosas sin resolver. Todo por aquella mujer.
Pensándolo bien me sentí hasta culpable por lo que había
hecho, pero ya era demasiado tarde. Volví y me senté en el mismo banco donde
había recogido el bolso con el dinero. Mi vista se nubló hasta que, sin querer,
me retrocedió hacia algunos recuerdos de mi pasado.
―¿Puedes hacer el favor de ser un poquitín más ordenado?
―comentó una voz femenina, haciendo hincapié en la palabra “poquitín”.
Mi hermana mayor, Carolina. Tras el divorcio de mis
padres fue ella la que prácticamente cuidó de mí. Una vez en la universidad,
accedimos a vivir juntos, lejos de nuestros padres. Era el paso lógico. A decir
verdad, cualquier cosa era mejor que seguir viviendo con alguno de ellos.
Sin embargo, mi hermana no era todo lo comprensiva que se
podría esperar de una hermana mayor. Era muy mandona y engreída. El hecho de
que fuera más inteligente que yo le daba el poder de mirarme por encima del
hombro, y eso lo odiaba. Por si fuera poco, mis amigos siempre habían remarcado
lo atractiva que era con palabras zafias e hirientes para mí. Yo no lo veía
así, pero tampoco podía negar la belleza que desprendía su cabello castaño y
liso cayendo sobre su escultural cuerpo. Eso le daba aún más razones para
creerse mejor que yo en todos los aspectos.
―¡¿Cómo que has vuelto a suspender?! ―me gritaba, en una
de nuestras discusiones típicas.
―¡Tenías que haberlo visto, Carol! He estudiado día y
noche, me he centrado sólo en este examen y, aun así, no he conseguido ni
llegar al aprobado. Todo por culpa del profesor que…
―¡Sí, claro! ―me interrumpió―. ¡Qué fácil es echarle la
culpa de tus males a otro! ¡Admite de una vez que es culpa tuya! No te centras
y no ves lo importante que es esto para tu futuro.
―¿Mi futuro? ―repetí―. ¡Como si te importara algo!
Carolina cerró los puños y soltó todo lo que le vino a la
cabeza.
―Eres un egoísta. No ves cómo papá y mamá se desviven por
ti o cómo me desvivo yo. No eres consciente de que queremos lo mejor para ti.
―Tomó aire para serenarse. Sus dientes se apretaron y absorbió toda la rabia
del planeta Tierra―. Eres un inútil. Ojalá valieras para algo y supieras ver
todo lo bueno que hacemos para que tú llegues y sigas suspendiendo.
―Mira, si no me quieres aquí, cojo la puerta y me voy.
―¡Pues ya te estás largando! ¿Qué harías sin mí?
―Pues… ―Se me iba
la fuerza por la boca. Lo cierto es que dependía más de Carolina de lo que
nunca hubiera llegado a admitir.
―¿Ves? No tienes lo que hay que tener. ―Echó un largo
suspiro―. Anda, haz la cena. Ya hablaremos más tarde.
Carolina tenía un trabajo estupendo y bien pagado en un
banco internacional, como directora financiera. Eso hacía que nos pudiéramos sostener
económicamente sin la ayuda de nuestros padres. Sin embargo, me veía muy
presionado en todos los aspectos de mi vida. Accedí a estudiar una carrera en
la universidad que no me motivaba en absoluto: Economía, claro. Influenciado
por mi hermana, no vi otra salida que seguir sus pasos.
Así que mi vida se tornó en un bucle de suspensos,
discusiones, gritos y disgustos por una o por otra parte. Ese ciclo que parecía
sin fin cambió al conocer a la mujer. La mujer con el traje de cuero.
No llevaba esa vestimenta cuando la vi por primera vez
aquella noche. Su edad rozaría la treintena. Su pelo era largo y negro,
confundiéndose con la oscuridad. Los labios carnosos escondían una sonrisa que
aparecía de manera no muy frecuente. Sus gestos eran tranquilos y pausados.
Estaba sola en aquel bar. Lo que más me impactó fue su mirada. Una vez entré
allí con mis amigos y nos quedamos de pie en la barra, me enganchó con ella y
no me soltó. Me sentí atrapado, pero de una forma agradable. No es fácil de
explicar. Es como un insecto que se queda embelesado por una planta carnívora
porque parece una flor.
―Hola.
Me había separado de mis colegas para ir al aseo. Lo que
no me esperaba es encontrarme a esa mujer de frente al salir, mientras ella
entraba en el de señoras. Me saludó, acompañando una palabra con lo que me
pareció una media sonrisa.
Reparé en su vestido azul marino y corto, que enseñaba
sus piernas perfectas con orgullo.
―Eh… Esto…
No esperó a que terminara de pronunciar mi absurdo “hola”
y cerró la puerta tras de sí.
Entonces, mis amigos propusieron cambiar de bar, a lo que
me negué con rotundidad. Ellos querían saber mis motivos y yo alegué que estaba
cansado y que me iba a ir ya a casa. Aceptaron mi mentira y no me insistieron.
Me despedí de ellos y volví a tomarme la última copa.
Si tuviera que ser sincero, no sé por qué me quedé allí
solo. Quería, de alguna manera, reunir el valor suficiente para acercarme a la
mesa de aquella misteriosa mujer. Era mucho mayor que yo y no había ninguna
oportunidad. Tal vez tuviera marido o pareja, e incluso hijos. Y aun así, me
imaginé mil situaciones en las que acabábamos besándonos bajo la luz tenue del
local.
―Hola de nuevo. ―Se sentó a mi lado en la barra con una
naturalidad pasmosa―. ¿Cómo te llamas?
Su mirada no hacía más que secarme la boca. Con mucho
esfuerzo pronuncié mi nombre:
―Raúl.
―Tranquilo, Raúl. Te he estado mirando toda la noche
porque me has parecido un chico interesante desde el momento en el que has
entrado, y quería conocerte mejor.
Con uno de esos gestos atenuados pidió una copa que el
camarero le sirvió casi al instante. Bebió un sorbo con elegancia y se
presentó:
―Soy Sara.
Su fachada seria no hacía honor al sentido del humor tan
curioso que tenía. No sé si fue por el alcohol, pero me hizo reír mucho y me
sentí muy cómodo estando a su lado. Charlamos largo rato hasta que, no sé ni
cómo ni por qué, me vi enzarzado entre besos muy similares a los de mis
fantasías.
―Vivo aquí cerca… ¿Vienes?
A pesar de mi pronta afirmación, reconozco que lo primero
en lo que pensé fue en que mi hermana me echaría la bronca al día siguiente por
llegar de madrugada sin avisar siquiera. Esa noche Sara me enseñó la belleza de
dos cuerpos que no dejan que los centímetros los separen. Aquella mujer mayor
que yo me dio lecciones de la importancia de despreocuparse de lo que nos rodea
y sólo centrarse en hacer retroceder el tiempo con besos y caricias. No se
quedó en una noche. Seguimos viéndonos a menudo.
No le conté a mi hermana nada de lo ocurrido, pues sabía
que no lo aprobaría ―como nada de lo que yo solía hacer―, y eso me provocó
muchas más disputas que de costumbre, ya que me habitué a desaparecer y dar
excusas burdas que no se sostenían. Pero mis males se pasaban cuando Sara me
recibía alguna vez que otra en ese traje de cuero que la hacía tan sensual. A
ella le encantaba y a mí también.
No nos limitamos sólo al sexo. También empecé a confiar
en ella y le conté la situación con Carolina.
―Siempre me está diciendo lo que debo hacer ―me quejé―,
cómo he de vivir mi vida. No le importa en absoluto lo que siento al estudiar
algo que no me aporta nada como persona.
Sara callaba cuando me ponía a renegar de esa manera.
Tras un breve silencio, emitía su veredicto:
―Bueno, pero a pesar de todo es tu hermana y la quieres,
¿no?
―Ya no lo tengo tan claro. Creo que me mantiene en su
casa por compromiso y para poder darse esos asquerosos aires de superioridad.
Lo cierto es que… ¡La odio! ―Me tapé la boca con las manos. Había dicho en voz
alta lo que llevaba tanto tiempo atrapado en mi mente.
Sara no me juzgó. Su boca formó esa media sonrisa
misteriosa que a la vez parecía estar llena de ternura. Para mi sorpresa, me
comprendió. Una vez sabiendo que estaba en un ambiente en el que podía contar
cualquier cosa, me desahogué.
Le conté todas las bromas pesadas y absurdas que me hacía
cuando éramos más pequeños y todos los momentos en los que se aprovechaba de mí
por ser menos inteligente y más ingenuo. Hablé de cómo atravesamos el divorcio,
de su manera estricta de exigirme que no llorara y que me comportara como se
comportan los hombres. No cerré el pico durante horas, pasando por cuando no
paraba de rebajar mi autoestima para su diversión y que sus recientes ascensos
en su empleo, habían hecho una peor persona de ella, si cabe.
―No sé si debería decirte esto ―mencionó Sara, una vez
terminé mi monólogo.
Era algo que no se podía decir a la ligera,
evidentemente. Sin embargo, la apremié a que me lo comentara. Yo había sido
sincero con ella y era lo justo.
―Conozco a un grupo de personas. Se encargan de hacer
desaparecer a personas que son malas por naturaleza.
Me horroricé.
―¿Las matan?
Negó con la cabeza.
―Al contrario, las trasladan a otras zonas donde puedan
ser más positivas para todos, donde no puedan dañar a ningún ser humano. Por lo
que me dices, tu hermana pertenece a ese tipo.
Un silencio incómodo se produjo. Me limité a intentar
asimilar lo que me explicaba.
―Carolina te está tratando como a basura. Te hace
maltrato psicológico, aunque no te des cuenta. Dime una palabra, dime que
adelante e iniciaré los procesos que hagan falta. Además, te pagarán una buena
cantidad por ello si cumples con las indicaciones que te proporcionen. ―Se
sentó a mi lado, me besó con dulzura en los labios y me acarició la pierna―. Es
mucha información. Piénsatelo y me dices algo.
Decidí que sólo había una única forma de salir de dudas.
Le conté a mi hermana lo mío con Sara.
―¿Estás loco, Raúl? ¿Una mujer tan mayor y que conociste
en un bar? ¡Es evidente que se está aprovechando de ti!
―¡No lo creo! ―respondí―. Confiamos mucho el uno en el
otro. Es especial.
Carolina rio con sarcasmo.
―Desde luego eres un ingenuo. ¡Te prohíbo que veas a esa
mujer! ¡Es por tu bien!
―¡De eso nada! ―alcé la voz―. ¡No puedes prohibírmelo!
¡No eres mi madre! ¡No eres nada parecido por mucho que lo intentes! ¡No eres
nada para mí! Eres una…
Antes de pronunciar la palabra que nos dividiría para
siempre, un guantazo cayó sobre mi mejilla izquierda, añadiéndole un tono rojo
fuego. No lo vi venir. De niños, alguna vez había alzado la mano sobre mí, pero
eran cosas de críos.
Lo peor fue que no se quedó sólo en la torta que me dio.
―Eres un pervertido ―me insultó―. Fuiste la causa por la
que se divorciaron papá y mamá. Fuiste el error que somete la vida de todos
nosotros. Eres un malnacido. Quiero que te vayas de aquí y que no vuelvas
jamás. ¡Búscate otra hermana que te mantenga!
No me atreví a decir nada más y me marché. Le comenté a
Sara que adelante con todo. No me merecía tener a alguien así que me
despreciara.
―Toma ―La mujer vestida con el traje de cuero me tendió
una pastillita―. Haz que tu hermana se tome esto. Es un somnífero. Dáselo y
vete a esperar a la estación de tren. Mañana te dejaré el dinero en un banco.
Compra un billete y desaparece de la ciudad con tu dinero.
Acordé hacerlo todo tal y como me lo pidieron. No quería
abusar de la hospitalidad de Sara, así que me paseé por fuera. Al rato de vagar
por las calles sin nada, Carolina me llamó y me pidió, arrepentida, que
volviera a casa. Accedí, con la pastilla en la mano. Entre lágrimas, me abrazó
y se disculpó repetidas veces. No pude darle el somnífero. Ahora yo también
estaba arrepentido de muchas cosas que ya era tarde para anular.
Mochila al hombro, me dirigí a pasar lo poco que quedaba
de noche en la estación.
Recuperé la vista. No me había movido del dichoso banco.
Tenía el bolso con el efectivo y mi hermana había desaparecido. Era consciente.
Tenía que enmendar mi error y recuperar a Carolina. Fui a casa de Sara.
―¿Qué haces aquí? Ya tienes lo que querías. Ahora tienes
que irte.
―No. ―Tiré el bolso. Los billetes se esparcieron por el
suelo―. Devuélveme a mi hermana.
―Es demasiado tarde. Ya se la han llevado. No hay nada
que se pueda hacer. Además, el plan ha salido a pedir de boca.
―¿Plan?
―Desde luego que eres muy ingenuo, Raúl. ¿Crees que me
acostaría contigo porque sí? Yo dirijo esa organización que “hace desaparecer a
la gente que hace daño”. Y es así, en parte.
―¿Me has mentido?
―No exactamente. Llevábamos siguiendo a tu hermana desde
hacía bastante tiempo. Ha conseguido escalar puestos en el banco debido a su
facilidad para arruinar la vida de las personas honestas y a su voluntad por la
corrupción.
»Queríamos que dejara de hacerlo. Tenía un proyecto en el
que quería desahuciar a una comunidad entera de vecinos por sus impagos. No
podíamos permitirlo. Nuestros métodos pueden parecer algo bruscos, pero son
necesarios para que no prevalezca la maldad en el mundo. Tú me has acercado a
ella e, incluso, me has dado consentimiento para llevar a cabo el proceso.
Ahora tú estás metido igual que nosotros.
Enmudecí. ¿Carolina tenía razón? ¿Se había aprovechado de
mí?
―Te he dado tu oportunidad para que te marcharas de la
ciudad. Ahora sabes demasiado y tendrás que trabajar para mí. Dominaré tu voluntad
y harás todo lo que yo te diga. Si lo haces todo bien, dejaré que veas a tu
hermana. Pero tienes que portarte bien. Prométemelo, Raúl.
Su mirada me volvió a atrapar. Como una de esas moscas
que van a la luz que les electrocuta una y otra vez.
―Te lo prometo.
Buena trama y tensión... felicidades
ResponderEliminarMuy buen relato. Es una historia muy intrigante. Muchas gracias.
ResponderEliminarHola. Menuda trama, que interesante. Me ha gusta. Besos.
ResponderEliminarFelicidades, Pedro, buen relato.
ResponderEliminarBuen trabajo!
ResponderEliminarRelato con trama interesante, felicidades
ResponderEliminarMuy buen relato, con una tensión que se mantiene a lo largo de la trama. Felicidades
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