Bueno, parece que aquí termina todo; en el ardiente asfalto, viendo unas
grandes ruedas alejarse. No siento dolor, pero sí tristeza. Tristeza por los
que dejo atrás, los que me quisieron y le dieron a mi perra vida algo de
felicidad.
Me
llamo Lola (al menos ese es el nombre que tengo ahora); fui abandonada en la
calle junto a mis hermanos, casi al momento de llegar al mundo. ¿Por qué? No lo sé.
Solo sé que me encontré junto a mis
hermanos en una caja, mojados y con hambre. La fuerza y la vida nos iban
abandonando lentamente. No sé cuánto tiempo pasó. De pronto unas cálidas manos
le daban calor a mi helado cuerpo. Podía escuchar a mis hermanos, pero no
verlos; aún éramos muy pequeños para abrir los ojos. Nos acurrucábamos unos
junto a otros tratando de suplantar el calor de nuestra madre.
Pasaron los días y nos hicimos más fuertes.
Por fin abrimos los ojos; empezamos a alimentarnos solos. Por lo que escuchaba
hablar a los humanos, era un hembra pp, (pura raza perro): estatura media; blanca,
con manchas negras y marrones, y hasta tenía una oreja de cada color. Las manchas
dieron origen a mi primer nombre: Manchita. También entendí que para las
hembras no era tan fácil encontrar un hogar. Mis hermanos fueron encontrando el
suyo mientras yo me quedaba cada vez mas sola; hasta que un día todo cambio.
En el Campito -así se llamaba el lugar
donde estaba- un día a finales de la primavera, llegó una señora algo mayor y
con mirada triste. Ese día recorrió el pasillo donde estaban los caniles,
deteniéndose por un instante en cada uno. Me mantenía en un rincón. Ya no me
acercaba moviendo la cola ante los visitantes para buscar ser la elegida y un poco de cariño. Buscar un
hogar para mí. Pero ese día los ángeles de los perros estaban de mi lado. Ese
día encontré un hogar.
Así comenzó mi nueva vida. Tenía una
casa con jardín para correr, mi mullida colchoneta y el cariño de Blanca, la
señora que me había adoptado. Ella era muy cariñosa conmigo y con un gato
gruñón de color negro que casi triplicaba mi tamaño; me costó hacer buenas
migas con Richy, pero con el correr de los días compartimos cama. Blanca tenía
dos hijos, una mujer y un varón, pero sus vidas estaban tan ocupadas que casi
no tenían tiempo para visitarla; cuando lo hacían, debíamos desaparecer. La
gruñona, “su hija”, era el calco de Blanca, pero odiaba a los animales y al
amargado (su hijo). Cuando venía de visita solo estaba como máximo media hora y
luego desaparecía por un tiempo.
Un día, Blanca me puso dentro de una
especie de canasto cerrado. Ella con caricias y palabras trataba de
tranquilizarme. Algo me decía que no sería como todos los días… Otra vez estaba
en el Campito, y no lo entendía porque me había portado bien. Bueno, salvo
alguna que otra plantita que arranqué, pero es que me llamaba la atención su
perfume. Algo no estaba bien: ¿por qué Blanca ya no me quería más?
Trate
de hacerme lo mas chiquita que pude al fondo del canasto, pero unas manos fuertes
me sacaron de allí. Me quedé quita porque tal vez así me dejarían tranquila.
Pude ver a Blanca a los lejos, tras una puerta que se cerró cuando me pusieron
sobre una mesa; después de eso ya no recuerdo nada más. Cuando desperté estaba
en mi adorada colchoneta, y me sentía rara. Trataba de ponerme de pie pero mis
patas no me ayudaban; algo parecido a la pantalla de las lámparas que tenía
Blanca a cada lado de su cama me impedían y frenaban las ganas de lamer mi
panza. Di por perdida la batalla y traté de olvidar mi incomodidad. Con los
días pude asimilar que había sido castrada.
El tiempo pasó. Tenía una vida feliz. Ya
había pasado los dos años de vida; no podía imaginar que mi vida perruna
cambiaría nuevamente. De pronto la casa se llenó de gente extraña, llantos y
silencios; Richy desapareció y ya no lo volví a ver. Yo buscaba a Blanca pero
ella se había ido. Durante un tiempo estuve sola, con hambre. La puerta de la
casa se abrió y entró la gruñona; me ató con una correa y me subió a un auto.
Me abandonó en un terreno baldío, atada a un árbol; otra vez estaba sola y
debía buscar la manera de sobrevivir. Luché, luché por desatarme. Tiré para un
lado y luego para el otro; después de casi darme por vencida logré deshacerme
de la correa. Dejé ese baldío plagado de ratas, con miedo y a la vez con
esperanza de volver a encontrar un hogar.
Caminé por días, con hambre y frío;
sucia, con un par de kilos menos y mis patas lastimadas. Un lugar me llamó la
atención. Solo quería un lugar para descansar un rato; había un auto en la
vereda, un auto que se veía nadie usaba. Me acurruqué debajo, cayendo en un
profundo sueño. Cuando desperté encontré dos cacharros: uno con comida y el
otro con agua; al otro día volví a encontrar agua y comida, así cada día hasta
que me animé a salir de mi refugio. Me senté en la entrada del lugar, miré con
atención y había algunos autos estacionados. En otro lado se veía algunas chatarras
oxidadas, y en el medio un galpón con herramientas. Lentamente caminé hasta ese
lugar. Un hombre con las ropas llenas de grasa trabajaba en el lugar. Me acosté
y lo observé; me quedé quieta hasta que él se dio cuenta de mi presencia.
-¿Al fin
te has decidido a entrar?— Su voz me asustó un poco, pero enseguida supe que no
debía tener miedo.
Encontré un nuevo hogar, un nuevo nombre y
una familia. El hombre se llamaba Marcial. Era un poco gruñón y mal hablado; su
mujer era Camila, o Petty, como todos le decían. Nunca estaba durante el día,
se iba muy temprano y volvía ya entrada la noche; tenía dos hijas: Myrian; y
otra niña de siete años que se llamaba Susana. Todos vivían al fondo del taller,
en una casilla de madera. La más grande cuidaba de la beba mientras los padres
trabajaban; yo repartía el día entre ellas y mis rondas por el taller. La
rutina era la misma todos los días, pero por las tardes todas cambiaban.
Susana, la
mayor de las niñas, mientras su hermanita dormía y la noche iba cayendo,
prendía todas las luces de la casa; abría todas las ventanas y puertas, tomaba
un banco, alto y de color claro y lo llevaba al patio para luego sentarse; se
quedaba quieta, solo mirando, hasta que de pronto comenzaba a llorar. Nada de
lo que yo hacía lograba parar el llanto; ladraba, saltaba, lamía sus manos,
pero nada la calmaba. La misma escena se repetía todas las tardes. A la misma
hora ella tomaba el banco y todo volvía a repetirse.
No sé cuánto tiempo pasó, pero un día en lugar
de tratar de que Susana dejara de llorar intenté otra cosa. Sabía que Marcial
se quedaba hasta un poco más tarde en el taller, acomodando y limpiando las
herramientas; así que fui corriendo, ladrando hasta allí. Él estaba escuchando
la radio, sentado dentro de un auto mientras yo ladraba, daba vueltas y regresaba
a donde estaba la niña; pero él no se movía, solo me decía:
—Lola, cállate, Lola a la cucha —Y seguía
pendiente del partido que trasmitían en la radio.
Lo intenté varias veces pero no lograba
que me siguiera; en uno de mis intentos, vi que su pie estaba fuera del auto,
así que sin pensarlo lo tomé del pantalón, tiré, tiré y tiré, hasta que logré
que me prestara atención y por fin me siguiera hasta donde Susana estaba sentada.
No sé qué pasó. Eso fue anoche; ahora aquí estoy, en el asfalto, por la mala
costumbre de correr a las gallinas de la canchita de enfrente; esta vez la
suerte no me acompañó. Mis ojos comenzaron a cerrarse. Antes de dejar este
mundo, sentí las manos de Marcial tomarme cariñosamente y envolverme con una
manta; detrás de él estaba Susana. Lo último que vi fue a ella con un vestido
celeste y blanco. Al frente tenía dos
botones dorados, unidos por una cadena dorada…
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Lola sí existió. Yo era esa niña que
todos los días se sentaba en el patio a llorar. No sé cómo fue su vida antes de
llegar con nosotros, pero espero que fuera un poco como la imaginé. Lo que sí sé
es que el tiempo que compartió su vida con nosotros fue querida. Murió bajo las
ruedas de un colectivo que no se molestó en frenar, quizás no la vio o no le
importó. Creo recordar que mi padre lo esperó por días, pero ya no recuerdo
más.
Ella fue parte de mis amores perros. Quizás
algún día les cuente sobre los demás. Cada uno de ellos tuvo un lugar especial
en nuestro corazón.
Hasta el día de hoy espero otro amor perruno.
Guay, Susana. Me ha gustado.
ResponderEliminarmola susana felicidades por el relato
ResponderEliminarMuy original!
ResponderEliminarMuy emotivo y "humano". ¡Cuánto nos queda por cambiar!
ResponderEliminarHola. Que bonito y tierno. A mí me encanta los animales y me has emocionado. Besos.
ResponderEliminarBuen relato 👍
ResponderEliminarGracias a todos
ResponderEliminarLos perros son mi debilidad. Precioso relato, Susana
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Susana.
ResponderEliminarMucha sensibilidad. Felicidades.
ResponderEliminarMe ha gustado, Susana
ResponderEliminarQue bien transmitido. Me ha gustado mucho, aunque muy triste. Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Cuánto tenemos que aprender de los animales! Muy emotivo, Susana. Felicidades
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