Aquel cuchillo pertenecía al pasado. Habías hecho todo lo posible por
olvidarlo, igual que aquella aciaga noche en la que tu vida se rompió en dos.
¿Qué
se siente al ser amenazada con un cuchillo? ¿Qué clase de sensaciones te vienen
a la cabeza? ¿Cómo una persona que se supone que te quiere llega a empuñar un
arma y dirigirla contra ti, dos veces, transcurridos apenas unos minutos? ¿Qué
pensamientos le atraviesan la mente mientras rebusca en un cajón un cuchillo afilado
para apuñalarte? ¿Cómo es posible que ese simple ruido de agitar los cubiertos
haga que todo un mundo se venga abajo en medio de un gran estrépito, de miedo y
de terror? ¿Por qué sus ojos están a
punto de salírsele de las órbitas? ¿Cómo es que adivinas placer en sus labios,
esa mueca retorcida e histriónica, después de abofetearte cruelmente? Esos
labios que un día te besaron, que encerraban palabras de amor y que ahora te
dicen: “Te voy a matar”. Y esa simple frase se repite de forma inconsciente con
un pantallazo que tu cabeza reproduce de modo intermitente.
¿Qué
hubiera pasado si en vez de salir en busca de ayuda, hubieses levantado el
auricular del teléfono para llamar a la policía? ¿Qué, si no hubieras escuchado
ese deseo de vivir que te gritaba desde el alma en un profundo alarido y que te
llevaba a correr a la casa de al lado? ¿Estarías aquí recordando esa horrible
tragedia después de los años pasados?
Es curiosa la cantidad de cosas que pasan por
la mente en un momento límite; cómo eres capaz de imaginarte en el teléfono,
calcular el tiempo que pasaría entre marcar el número de la autoridad, las
palabras entrecortadas que pudieras proferir para explicar tu situación y sus
pasos siniestros y aviesos, cuchillo en mano. Demasiados segundos. Tu imaginación te hace
percibir la amenaza sobre tu espalda, incluso te da tiempo a visualizar cómo se
clava en ella. Y en apenas unos segundos, te ves con la vida escapándose a
borbotones tras de esa sangre que no quieres derramar, que es tuya… que si te
quedas ahí, te va a acorralar. Y
entonces sí que no habrá salida. Y
corres, corres como creías que jamás serías capaz. Y vuelas si es necesario, con los brazos, con
las piernas, con los sueños que se van cayendo de entre los dedos. Y esos
escasos metros que te separan de tu salvación parecen miles de kilómetros; esos
cuatro escalones las montañas más altas que jamás llegarás a escalar; la
distancia entre las dos casas un eterno viaje en el tiempo que no querrás
repetir jamás. Y el cerebro se divide en un millón de partes que no sabes cómo
escuchar. Que hay dos niños en el piso de arriba. Desconcierto, dolor,
injusticia y un abismo al que te resistes a caer. No viene detrás, te dices, en
lo que aprietas el timbre del vecino y rasgas la quietud de la madrugada. Miras
despavorida y aterrorizada hacia la puerta de lo que hasta ese momento era tu
hogar, y rezas oraciones ininteligibles y desconocidas que se pierden en ese
aire pesado que te rodea y que te atrapa en esa delirante realidad.
Se abre la puerta y las frases cruzan tus
labios, huecas, rotas, como todo el
universo que has dejado al otro lado; suenan a cristal resquebrajándose al
contacto con el aire. Y al salir con el vecino, le ves a él con su hijo, que es
el tuyo, en los brazos, y si algún pedazo de tu corazón quedaba aún en su lugar,
empieza a dar botes y golpear contra tu pecho pugnando por salir de su cavidad.
El vecino le dice que le suelte, que lo que tiene que hacer es dejarle dormir. Le
pide las llaves y le echa de allí. Le suelta y se va en un taxi que el mismo
vecino le pide. Se le traga la oscuridad. Desaparece. Y vuelves a casa y no
reconoces ni el silencio. ¿Qué habrá sentido el niño de tan solo seis años de
edad en los brazos de su padre? ¿Se sentiría a salvo y seguro viendo a su madre
en el otro extremo, desencajado el rostro y aterrada? ¿Era quizás una
pesadilla?
El sosiego
baña de incredulidad todo lo que te rodea. No te atreves ni a pensar. Estáis a
salvo. ¿Por cuánto tiempo? La incertidumbre te devora por dentro. Los niños
están despiertos. Ninguno podrá dormir de nuevo esa noche. Solo queda esperar a
una hora razonable en la que la realidad se encargue de poner a cada uno en su
lugar. Has cruzado el abismo y ya no hay vuelta atrás. Comienza todo un
proceso. Comisaria. Una denuncia. La detención. Parte médico. Marcas de sus
dedos agarrándote los brazos. La contusión en el lado izquierdo de la cara. El
médico forense. Los tribunales. Verle otra vez. No soportas verle. Para ti su cara será ya la de esa noche,
siempre. La orden de alejamiento. El divorcio. Y respirar.
Solo queda el miedo. Esa sensación irracional
que anida dentro de ti y que no sabes cuándo iniciará el vuelo. Se apodera de
tus sentidos, se manifiesta en sueños, en extraños laberintos llenos de
espacios opresivos en los que aparece, te atosiga, te oprime, y revives esa
sensación de angustia poderosa que preferirías no haber contado entre tus
experiencias.
Y respirar… Sí, pero solo de una manera
entrecortada porque aún no sabes de amenazas veladas, de las malas artes para
desposeerte de posibles herramientas de trabajo. Ahora resulta que tú puedes poner en peligro
su profesionalidad. Y es que algunos creen que tú eres como ellos. Y tú solo
quieres paz, vivir, salir adelante y darles un futuro a tus hijos; que lo demás
para bien o para mal, se ha convertido en pasado. Bendito pasado.
Aturdida, empiezas de nuevo a caminar la vida en
el mismo escenario; pero ya no es la misma vida, es otra distinta, abierta a la
esperanza, donde hay tranquilidad al volver a casa. Ahora descubres que tu
propia familia vivía con el miedo atenazándoles la garganta ante la sospecha de
lo que podría ocurrir. La gente se acerca por fin a ti. Ya no les preocupa qué
puede pasarte si un día se te olvida dar noticias, o faltan los chicos a clase.
Te dicen que parecías un fantasma, una sombra que se acercaba al colegio a
buscar a los niños, y que como un soplo de aire pasaba esquivando las personas.
En realidad huías de ti misma, porque no hay un lugar donde refugiarse, donde
te sientas en casa. El lugar físico en el que resides se convierte en una jaula
de la que estás deseando salir. Vas a trabajar y dejas en casa a tus hijos y lo
único que piensas es en lo que encontrarás al llegar. Y lo que encuentras te va
horadando lentamente el corazón. Desorden material y mental. Caos. Te das
cuenta de que hace años que no compartes sofá. Que tus ganas de compartirlo ya
se han perdido en una mudez transformada en lejana distancia y no comprendes
nada. Que del sueño que hiciste tuyo apenas queda su insignificante nombre
adulterado. Que tu hija está perdida en el desorden de tu propia incomprensión
ante la realidad. Que desearías tener los ojos de la inocencia del más pequeño
para sobrevivir a ese mundo en ruinas que te ahoga, y te asfixia sin remedio; y
aun así sales cada día, te sacudes el polvo y las piedras que te pesan en el
bolsillo, te limpias las lágrimas y das la cara mientras la otra mitad de tu
mundo se va cayendo en pedazos que te desbordan la mirada.
Aquello
se acabó, te dices, mientras contemplas el recuerdo que brilla en el filo de ese
cuchillo que parece tener un nombre propio impronunciable; que incluso, en su
ignorancia e insensibilidad de objeto, ha escrito el principio de una historia
cuya protagonista eres tú misma.
No
sabes cómo ha acabado entre los dientes de tu perro que ha dejado inservible el
mango de plástico. Acabas de encontrarlo
con él, mordisqueando la parte blanda hasta convertirlo en una masa informe,
imposible de asir sin arañarte las manos con las muescas que han dejado las
dentelladas. ¿Cómo ha podido cogerlo? No
puedes evitar que tus sentidos se
pierdan dentro de ti, y aunque hay cosas que no se pueden olvidar, te das
cuenta de que es hora de tirar ese utensilio, que ya no tiene sitio en tu
cocina.
Ojalá
todo fuera tan objetivo como ese cuchillo. Algo de plástico y metal que cuando
se estropea se tira y desaparece para siempre. No así la persona que lo lleva
de la mano, o la que lo tiene en frente y a quien se dirige. O aquellos niños
inocentes que se ven envueltos en esa dolorosa rabia. Hay verdades que no se
deben olvidar porque son la lección que la vida nos da para continuar. Todo lo
demás debes dejarlo marchar tras de ese cuchillo que acabas de soltar entre los
desperdicios de tu basura.
Hola. Que intenso y tenebroso relato. Consigues transmitir la tensión y el miedo. He tenido apretado los dientes de la rabia que he sentido. Me ha gustado mucho. Gracias.
ResponderEliminarHola, Isabel. Muchas gracias Isabel, me alegro de que te haya gustado
EliminarRelato emocionalmente intenso, felicidades!!!
ResponderEliminarMuchas gracias!!
EliminarEspeluznante. Mucha profundidad y recursos para crear esa sensación de ahogo, de incertidumbre. Dolorosamente acertado. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchisimas gracias Hector.
EliminarMuy bien escrito. Enhorabuena
ResponderEliminarMuchas gracias, Lety
EliminarBuen relato👍👍 Felicidades
ResponderEliminarGracias Jose
EliminarQue intenso. Felicidades, está muy bien
ResponderEliminarMuchas gracias, Mireia
EliminarEnhorabuena. Me ha parecido un relato muy bueno. Te transporta a la triste realidad que sufren muchas personas, por desgracia y la superación constante a la que están sometidas para seguir adelante en una vida rota para siempre. Gracias.
ResponderEliminarGracias a ti, Merche.
EliminarFelicidades, Carmen. Muy buen relato
ResponderEliminarMe alegro que te haya gustado, Sandra. Muchas gracias.
EliminarCarmen, muy bueno, muy real, muy verdadero. Me ha gustado mucho. Un diálogo interior, intimista y conciliadora entre conciencia y realidad. Felicidades.
ResponderEliminarPor desgracia, es un tema que conozco de cerca. Celebro que te haya gustado. Muchas gracias.
EliminarGenial, Carmen. Me llegan tus palabras. Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias, Laura.
EliminarNi una Menos
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