Cada noche unos ojos lo miraban; Alan se metía bajo las sábanas hasta que el sueño lo vencía. En su mente se concentraban casi siempre pesadillas. Aquel niño de mirada amenazante, cabello sucio y sin cortar, ropas rasgadas y un corte que ocupaba toda su mejilla, era compañero de sus peores sueños. Lo que más le asustaba era la cicatriz porque a veces sangraba y las gotas caían una a una del rostro hasta el suelo. El rojo era tan fuerte que daba la impresión de que el niño se viese en blanco y negro.
De
nuevo, como cada noche, gritó al sentir una mano destapando las sábanas. Con
rapidez su madre se acercó hasta la habitación. Lo abrazó intentando hacerle
comprender que todo había sido un mal sueño; sin embargo, él bien sabía que no
era así. El niño de la cicatriz vivía en el armario.
El
pequeño tenía mucha suerte, pues cada vez que la noche le perturbaba, su
progenitora le permitía dormir con ella. En ese momento descansaba, al amparo
de los brazos protectores que lo acunaban hasta que caía dormido.
Con el
primer rayo de sol su madre se
levantó. Él permaneció en la cama ya
que era sábado y no tenía que acudir a la escuela. Al rato escuchó cómo ella
entraba en la habitación y colocaba algo sobre el colchón; asomó despacio la
cabeza y encontró un desayuno compuesto por tostadas, que tanto le gustaban, y
zumo de naranja. Salió de su escondite y le dio las gracias por tan suculenta comida. Mientras él devoraba todo lo
que la bandeja contenía, ella lo miraba con fijeza y una leve sonrisa. Era
suficiente para él, por lo menos ahora sonreía, lo abrazaba e incluso tenía
bonitos detalles, como el de esa mañana. Cuando terminó de comer le acarició el
pelo con dulzura y retiró la bandeja; él continuó tumbado unos minutos más para
reposar lo que había ingerido.
Por la
tarde el firmamento se nubló y
desapareció la claridad. Alan no pudo salir a jugar con sus amigos, el cielo se tornó negro y la lluvia no tardaría en caer.
Subió a su cuarto a jugar. Encendió la luz y cogió una moto de juguete. Esta se
propulsaba a base de hacer correr hacia atrás las ruedas, después se soltaba y
¡zas!, avanzaba. En uno de los recorridos, la moto impactó contra el armario
cerrado. A Alan se le cortó la respiración y no se atrevió a acercarse para
recoger el juguete. Muy despacio la puerta del mueble se fue abriendo, y una
mano pálida y huesuda salió del interior, asió la moto y la impulsó hacia él.
El chico dudó unos segundos, pero al final dirigió la moto otra vez hacia el armario;
la mano que asomaba por él, se la devolvió, y así estuvieron jugando hasta que
su madre lo llamó para cenar.
Fue el
primer contacto en que Alan no tuvo miedo al habitante del armario. Poco a poco
la confianza fue creciendo en él y un día se atrevió a abrir la puerta para que
el niño saliese de allí. Ambos se miraron a los ojos, con miedo, agachando
levemente la cabeza y levantando la mirada. La cicatriz le imponía, aunque el
paso del tiempo hizo que aquel rasgo fuera una parte característica de su amigo y nada de lo que temer.
El niño
del armario nunca hablaba, se expresaba con movimientos de cabeza u otros
gestos, siempre muy leves. Alan, que no conocía su verdadero nombre, lo comenzó
a llamar Luna por la palidez de
su rostro. El chico respondía a aquel nombre, y sonreía, a los dos les hacía
gracia. La amistad fue creciendo entre ellos y Alan se había convertido en sus
ojos; le avisaba cuando su madre no estaba en casa o entretenida, tanto
cocinando como haciendo otra tarea que le llevaba tiempo, así Luna podía salir
con tranquilidad del armario y ambos jugaban sin miedo a ser descubiertos.
Los
juegos los elegía siempre Alan, pues intentaba que Luna tomase la iniciativa
pero se quedaba parado esperando y no conseguía que eligiese qué hacer.
Un día,
cuando Alan regresaba del colegio, encontró a Luna sentado en su cama y con una
baraja de cartas en la mano.
Soltó la mochila y se sentó frente a él. Luna sacaba una carta y Alan otra; la
de mayor valor ganaba y se llevaba las de la mesa. Si ambos sacaban la misma
carta, volteaban la siguiente. Estaban tan inmersos en el juego que ninguno de
los dos se percató de que la puerta se abría. El sonido de la voz no tardó en
llegar a sus oídos: “¿Qué haces, hijo?”. Luna miró hacia la puerta y comenzó a
gritar. La sangre brotó de su
herida, y Alan se quedó paralizado viendo la cara de susto de su madre cuando
las luces de la lámpara empezaron a parpadear y las bombillas explotaron.
Rápidamente cogió a su hijo de la mano y lo sacó de allí.
Ni
madre, ni hijo comentaron nada sobre lo sucedido. Esa noche Alan durmió en la
habitación de su madre, y las siguientes. Su madre perdió la sonrisa y bajo sus
ojos predominaba el color negro. Las noches eran largas; las pesadillas
continuas. El pequeño intentaba mantener su vida normal; sin embargo, no podía
obviar el deterioro que iba sufriendo su madre. Ya no lo mimaba, ya no lo
sonreía, ya no lo cuidaba. Cuando llegaba a casa encontraba un plato de comida
frío que él mismo tenía que calentar en el microondas. Por las noches ya no le
permitía dormir en su cuarto e incluso echaba la llave. Ella ya no hablaba.
Sentía que las miradas ya no eran vacías, ahora lo miraba con odio.
No había vuelto a ver a Luna desde el
incidente de las luces. Lo necesitaba.
Dio dos toques con el puño al armario
y esperó. No hubo señal y cabizbajo se metió en la cama. Quería que aquellos
ojos que tanto había temido volvieran a mirarlo. No obstante, no fueron esos, sino
otros, los que ahora lo vigilaban por la noche. La mujer de ojeras, mirada
perdida, expresión de asco y odio -la que una vez había sido su madre- se
presentaba en su cuarto por las noches y lo observaba durante minutos. Alguna
vez le parecía escuchar que hablaba entre dientes, aunque no conseguía entender
lo que decía. Alan se cubría con la sábana y lloraba, intentando no hacer
ruido, hasta que el cansancio lo llevaba al mundo de las pesadillas.
Una
mañana, su madre -o la mujer que en que se había convertido- volvió a hablarle.
Las palabras que salieron de su boca llegaron hasta sus oídos en forma de grito,
y la cara de la mujer tornó al rojo de la ira: “¡Edward, no perteneces a esta
familia y nunca lo harás!”. A partir de ese día fue lo único que escuchaba de
ella. Alan tenía miedo. Empezó a dejar de comer, apenas se alimentaba de unas
pocas galletas, y finalmente, cayó enfermo. La fiebre le hacía vivir una
realidad distorsionada. Veía a Luna arropándole, dándole comida; y a su madre
observándole con el odio metido en todo el cuerpo y repitiendo las palabras una
y otra vez.
Tan solo
era un niño al que le faltaba el amor de
su madre.
Y llegó
la noche más terrorífica de todas las que había vivido. Alan sudaba; Luna
permanecía a su lado sosteniendo su mano. Su madre observaba con una fijeza que
lo paralizaba aún más que la enfermedad. Y una fuerza nació dentro de él:
percibió un calor interior que lo devolvía a la realidad y pudo ver cómo las
manos de la mujer sostenían un gran cuchillo.
El arma temblaba al tiempo que lo hacían las manos. Él, movido por un mecanismo
desconocido, se levantó de la cama. Notó que un líquido resbalaba por su
mejilla y al instante la hoja afilada fisuró la otra parte de su cara. El niño
no se inmutó, no sentía miedo. Desde la posición en la que estaba, frente a su
madre y sin moverse, pudo ver que la mujer volaba como empujada por un huracán,
chocando con fuerza contra la pared. El cuchillo cayó al suelo y la mano de
Alan lo asió. Las puñaladas se sucedieron, una tras otra, certeras y lentas. La
sangre cubrió el suelo de la habitación. Los gritos cesaron volviendo a inundar
el silencio la instancia. Los pies del pequeño lo llevaron hasta la cama, se
tumbó y el frío regresó. La fiebre apareció de nuevo y en su mente todo se
volvió nebuloso.
Enhorabuena, Leticia. Es un relato terrorífico. Muy bueno. Un saludo.
ResponderEliminarGracias!
ResponderEliminarMe ha encantado,espero alguna vez hacer algo paresido
ResponderEliminarMe alegra que te guste, Susana. Gracias por leerme
ResponderEliminarMuy bueno tu relato, Lety! Enhorabuena :)
ResponderEliminarGracias por pasarte y comentar!
EliminarLety, me ha encantado; brutal. Mi más cordial enhorabuena.🙌🙌🙌🙌😘😘😘
ResponderEliminarQue alegría me das! Mil gracias
EliminarCuando leo algo tuyo de terror, me apetecen tus relatos de Más allá del camino. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias, Laura! Te gustaría, jeje
EliminarVaya relato, muy bueno, felicidades!
ResponderEliminarGracias! Me alegra que te guste
EliminarEl tema y el hilo narrativo atrapan y sorprenden, te mantienen atento y en tensión. Algún detallito técnico; pero, en definitiva, espectacular. Enhorabuena
ResponderEliminarMuchas gracias, Héctor.
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