La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación. Lo dejó en el
suelo con mucho cuidado, sobre una alfombrilla de hierbas trenzadas que había
desenrollado y cubierto con una piel sin curtir. A pesar del revuelo que su
mera presencia creaba en la terminal, lo hizo con absoluta parsimonia. No era
para menos. De unos veinticinco; ni el tono cobrizo de la piel; ni la serena
belleza de sus duras facciones, ni la larguísima, negra y espesa cabellera llamaban
la atención tanto como la túnica de ante que vestía. Teñida en un intenso rojo
sangre y adornada con unos parches de abigarrados esquemas geométricos, anulaba
por completo su figura. Pero, ante todo, resultaba incongruente en el moderno
entorno. Muchos transeúntes la miraban con extrañeza. Los más no pasaban de
esbozar una sonrisa; los menos, no se percataban de su presencia ni siquiera al
agacharse para depositar en la esterilla unas indecorosas monedas.
Se arrodilló, ante la inquisitiva mirada de unos pocos, y comenzó a
peinarse. Raya en medio para equilibrar sus pensamientos y una larga y
complicada trenza, que ató con una tira de cuero de la que pendía una solitaria
pluma blanca, para enlazar cerebro y corazón, sabiduría y sentimiento. Una vez
satisfecha con el estado de su cabello, dispuso los útiles que necesitaba. Montó
un trípode y un brasero, que prendió con un encendedor para pipas. Mientras las
ascuas tomaban fuerza, la joven extrajo varios tarros de barro que destapó y
colocó a su derecha. En uno, más decorado, vertió un poco de agua de una
botella de plástico. Se sentó sobre sus talones y comenzó a balancearse y entonar
una monótona salmodia, que no interrumpió ni aun cuando espolvoreaba sobre los
carbones encendidos, en un orden determinado, el polvo de los diferentes tarros.
Lo mantuvo sin apartar la mirada del bulto ante ella, que había desatado de su
espalda,
El reloj cambió de hora: las doce en punto. Detuvo el mantra. Su ausencia
reverberó por el vestíbulo como un redoble. Todo el mundo tuvo la pulsión de
pararse, de centrar su atención en aquella mujer. Abrió las mantas del hatillo
ante sí y, con un crescendo que lo inundó todo, retomó el cántico. Al que se
sumó el llanto del bebé que elevaba con ambas manos hacia un rostro desconocido.
Las lágrimas corrían serenas.
—Esta quiere ser Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné. Ya no debe
esperar. No conocerá a su padre, cuyos huesos yacen lejos, en las llanuras
entre ríos, donde nadie elevará su túmulo. Su madre os la presenta en suelo
sagrado. Aceptadla aquí, donde duermen los huesos de la tribu navajo, para que
sea digna de vivir una vida.
Y con los brazos en alto, ofreciendo a su hija, esperó la respuesta de
los Adeezhi, los ancestros.
*****
La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación. Lo dejó para
poder sujetarse el abultado vientre con una mano al tiempo que, con la otra, intentaba
de protegerlo de los malintencionados golpes. Un sargento, con el brazalete de la
policía militar, la arrastraba sin ningún miramiento fuera del edificio.
—¡Largo de aquí, puta india! ¡Hoy no es día para que emponzoñes el aire
con tu asqueroso olor a coyote muerto!
Un último empujón la hizo rodar por el polvoriento suelo, ante la
aprobadora mirada de los matrimonios maduros y las risas nerviosas de las
muchas jóvenes que esperaban la llegada del ferrocarril. Sentada en la calle de
tierra, apretó puños y mandíbula, escupió la rabia y, como sus abuelos durante
la “gran marcha” hacia la denigrante reserva, se incorporó desafiante. Soltó la
larga cabellera de la trenza que la ataba, aun a sabiendas de que ninguno de
los blancos entendería el mensaje, la convicción que reflejaba ese gesto, y,
tras mirar su sombra en el camino, se dirigió con paso firme una vez más hacia
la entrada. El diablo la esperaba. Apenas había puesto un pie en la escalera de
acceso cuando comenzó a golpearla con la porra, hasta que terminó por doblarse
ante la inquina de su atacante. De nuevo en el arroyo. La escena se repitió
varias veces. Ella, digna a pesar de insultos y castigo, insistía en acceder a
la terminal. Él, embriagado de poder y autoridad, la rechazaba inclemente.
Un agudo silbido atrajo la atención y la Big Boy detuvo su carrera entre
humos, y chirridos. Los muchachos volvían del Pacífico, de una guerra a
la que ya sólo le faltaba firmar la anunciada rendición imperial. Padres y
madres abrazaban a sus hijos mientras las novias esperaban la ansiada
intimidad. Petates apilados y gorras por el aire acompañaron la cadencia de una
locomotora que proseguía su viaje.
—¡Sanitario! ¡Sanitario!
El grito paralizó a los recién llegados y los devolvió al horror que
tanto deseaban dejar atrás. Varios reaccionaron y corrieron hacia el centro de
la calle donde un teniente, con la cruz roja en su casco, se inclinaba hacia el
soldado que, brazo en alto, acunaba una sanguinolenta figura. Poco a poco el
círculo aumentó. Ella, agonizante, le dijo algo al doctor, que trataba de
contener la hemorragia. Allí mismo, en mitad de la calzada, como tantas veces
en la jungla y, al mismo tiempo, como nunca, salvó una vida.
—La que habla al Viento, esa
eres tú —le dijo recordando sus conversaciones con los locutores de códigos—. Perteneces
a un pueblo valiente y orgulloso.
Apoyó el bebé en el pecho de una madre que, con una última sonrisa, musitó
su agradecimiento con el último aliento que fue capaz de reunir.
*****
El desembarco fue un caos. Los desniveles de arena, abruptos y con casi
cuatro metros de altura, provocaron un tapón a causa de los sherman, el
material y los hombres agolpados en la playa. Progresaban mucho más lento de lo
esperado. ¡Gracias a Dios, los japoneses les habían regalado el terreno hasta
ese momento! Se desató el infierno. Nutrido fuego de mortero caía desde todas
partes y piezas de artillería de mayor calibre menudeaban sus obuses. Las
ametralladoras tartamudeaban su mensaje de muerte.
—¿Dónde coño está el Jerónimo? —gritó
el capitán Andersson—. ¡Quiero su puto culo rojo aquí ahora!
El soldado, con un pesado equipo a la espalda, se levantó a instancias de
su sargento y salió corriendo hacia el lugar que se le indicaba. Un trozo de
metralla le arrancó el casco. Aún así, logró alcanzar el puesto de mando, no
sin un sucio y profundo corte en la sien.
—¡A la orden, mi capitán! Se presenta el...
—Vale, vale, jefe. Déjate de
historias —le interrumpió con desprecio—. Necesito comunicación con esos barcos
de ahí detrás. Solicite fuego en coordenadas...
El oficial le miraba con nada disimulada condescendencia. Se afanó en recordar
cada una de las palabras que debía transmitir, mientras abría con los dientes un
apósito que colocó sobre su herida. Conectó la radio y buscó la frecuencia.
Temblaba. En los ojos de sus mandos leyó sin dificultad la falta de confianza.
No era por eso; sudaba porque necesitaba hacerlo perfecto. Tomó el micro y
comenzó a hablar. Su jerigonza levantó más de una ceja y más de una sonrisa
burlona, hasta los fogonazos de los proyectiles navales surtieron efecto. Si en
batallas anteriores los japos habían intoxicado sus comunicaciones, provocando
incluso que bombardeasen sus propias posiciones, parecía que estos indígenas
iban a provocarles un auténtico quebradero de cabeza.
Lograron avanzar hacia el interior. Allí la resistencia nipona fue
heroica. Y suicida. Túneles excavados en la blanda roca volcánica,
fortificaciones reforzadas con cemento, trampas constantes que dilataban
cualquier intento de hacerse con la isla. No iban a perder, eso era seguro;
pero ¿a qué coste? El teniente Blanchard le dio una tableta. Era el único que
se había acercado a ellos, que se preocupó de conocerles, que no se había reído
de una idea que ahora, tras más de ochenta horas de comunicaciones exactas e indescifrables
para el enemigo, se reveló como excepcional. Perro Loco le hablo de la reserva,
de la humillante “gran marcha”, del racismo. También de su relación de las
raíces de su cultura. Y de la hermosa mujer que le esperaba a su regreso.
—No volveré. Dile que la amo. Dele esto, si puede. Para el bolso. Ella
sabe.
*****
Robert no cabía en sí de gozo. El programa de becas de la Universidad de
Denver le había seleccionado para realizar sus estudios de postgrado. Aunque al
principio le costó adaptarse y se decepcionó con el plan de estudios, todo
terminó por arreglarse. De hecho, si había tomado ese tren era por haber
convencido a su tutor de que pasar un año en la reserva era imprescindible para
su tesis de doctorado. Así que ahí estaba él, camino de Window Rock. Esperaba
poder vivir, aunque fuese una breve temporada, en un hogan, las tiendas
tradicionales.
La llegada estaba prevista hacia mediodía, por lo que aún disponía de un
buen rato. Sacó el portátil y comenzó a releer varios tratados sobre ritos y
costumbres nativas. A lo del idioma ya había renunciado. Nunca sería capaz de
aprender esa dichosa lengua. Enfrascado en sus estudios, le sorprendió el
anuncio por megafonía de la inminente llegada a la estación de Flagstaff. Tres
minutos de parada. Se preparó para descender. Sólo llevaba una maleta de
ruedas, además de la mochila con el ordenador.
De pie en el andén se sintió muy extraño. Nunca había
sido bueno para orientarse, pero aquello era otra cosa. Notaba la cabeza pesada
y una flojera en los miembros nada tranquilizadora. Anduvo por el andén, como
flotando, como si la realidad a su alrededor se tornase blanda y avanzase en
una masa de gelatina. Tuvo que detenerse a respirar, apoyado en un cartel
publicitario del museo, ante el que reconoció el pino ponderosa que dio origen
y nombre a la ciudad. Apenas recuperado, retomó su andadura. No quería perder
el autobús. Sería de pésimo gusto retrasarse ante las autoridades que le esperaban
en la capital de los navajo.
Llegó al vestíbulo con la vista nublada y un murmullo constante en los
oídos. Sólo el olfato parecía funcionar, aunque enfatizado. Reconoció el aroma
a tierra, a almizcle, a óxido metálico, a peyote. Una mancha roja allí, en el
suelo, centró su atención. De pronto estaba en cuclillas ante una mujer india, ¡qué
le ofrecía a su niña! Sin saber cómo o porqué, derramó el líquido de un
decorado tarro sobre el ardiente brasero, que siseó apagándose. Mojó las yemas
de sus dedos índice y corazón en el barrillo de las brasas y pintó sendas rayas
en las mejillas del bebé.
—Esta es Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné. Tiene una vida
por vivir.
—Esta es Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné —repitió ella.
—Gracias, Ashkii Dighin, niño sagrado.
Ella envolvió a la niña en unas mantas y la sujetó a su espalda. Recogió
el brasero y los tarros en el bolso que había a su derecha y se levantó. Tomó
al chico de la mano y corrieron al autobús. Él, aún atónito, portaba con toda
naturalidad un viejo bolso.
*****
La joven bajó del tren en Flagstaff muy cansada. La semana había sido
intensa. Empezó con la ceremonia de graduación —encima le correspondía
pronunciar la valedictorian—,
y la posterior juerga que, aunque era de las comedidas, había derivado en la ineludible
resaca. Aún estaba decidiendo si paracetamol o ibuprofeno para desayunar,
aunque ya eran las doce, cuando sonó el ruido más estridente que jamás
había oído en su vida. Miró somnolienta la pantalla para confirmar lo que el
tono específico debería haberle hecho saber: mamá. La conversación fue extraña.
Tanto como para que no dudase en renunciar a su semana de vacaciones en L.A. y coger
el primer vuelo a Denver, sin preocuparse de maletas o enlaces. Sentía la
urgencia de ir a casa, una íntima certeza de que era necesaria allí.
Alguien la esperaba en el andén. Malo. Apenas un saludo formal y carrera
en coche hasta el Northern Arizona. Nada más verla, supo que llega tarde. El
abrazo con su madre fue intenso. Ambas se miraron, ambas lo sintieron. Están
rotas. Pero llorarán cuando sea el momento de las lágrimas; ahora no. Abandonaron
el centro tras arreglar los, por más que imprescindibles, nada empáticos trámites.
Siguieron días duros.
¡Por fin Robert descansaba en su tumba! Caminaban despacio, tomadas del
brazo, vestidas con las túnicas tradicionales.
—¿Cómo estás, mamá? ¡Se ha ido tan rápido!
—Era un Hataali. Los Adeezhi tenían celos de su arte. Sus sueños eran
despierto y su pensamiento y su voz poderosos. Como su medicina, su azáy.
—¡Y eso que era blanco!
—El consejo hubo de reconocerlo. Éste bilagána era más t´áá diné que
muchos sangre pura de la reserva. Tu padrastro...
—¡Mi padre! —la interrumpió.
—Tu padre —concedió—, mi marido —reprochó—,
creaba cuadros salud.
—Ahora podemos dejarle partir. —La abrazó con
cariño—. Es tiempo de llorar.
—Aún no. Tu abuela nos está esperando.
Las tres mujeres extendieron sus alfombras en la
calle, frente a las escaleras de acceso, y La
que habla al Viento comenzó a narrar una historia, que continuó su hija. Cuando
terminaron, la abuela le entregó un bolso y la madre un cálamo. Ya sola,
Doozhaahii lo abrió e introdujo el tótem de su padre. Accedió al vestíbulo. Pocos
sabían que aquel era un lugar sagrado navajo. Sentada sobre sus talones, inició
un cántico. Ella esperará hasta que se revele el nuevo chamán, el nuevo guía de
la tribu, su marido.
La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la
estación. Lo dejó en el suelo...
Es una historia Preciosa. Siempre me han atraído las tradiciones. Me ha gustado mucho la forma de narrar. Enhorabuena, Héctor.
ResponderEliminarMuchas gracias. Ha sido una de esas veces en que documentarme ha sido un deleite en sí mismo. Es un mundo cuya magia también me captura.
EliminarMe han llamado mucho la atención siempre las tradiciones sobre los indios americanos, sus ritos, sus creencias... he pasado muy buenos ratos leyendo acerca de ellos. Desde luego, una historia diferente, tanto por lo que cuentas como por la manera de contarlo. Felicidades, Héctor
ResponderEliminar¡Siempre tan amable! La tradición es inventada, no así el idioma o las alusiones culturales.
EliminarMuy bien escrito y diferente a todo lo que he leído hasta el momento. Felicidades, Hector
ResponderEliminarMe alegra haberos llamado la atención, haber sabido huir de lo obvio como habéis logrado muchos. El tema casi ataba...
EliminarLa narración es buenísima, felicidades. La historia atrapa, genial Héctor
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Es un honor viniendo de autores como vosotros
ResponderEliminarHola. Que lectura tan placentera. Me ha cautivado la forma de estar narrada. Besos.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegra que te guste y haber acertado con la forma.
EliminarUna historia bonita
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuchas gracias
ResponderEliminarInteresante, diferente y atractiva. Felicidades por esta historia!
ResponderEliminarGracias Laura... Mi cabeza, que va por libre y, por lo general, con mejor criterio si la dejo en libertad
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