Los
muros de piedra del castillo filtraban el aire, haciendo que Isabel se
estremeciera al sentir el gélido aliento del invierno. Hacía dos años que, en
ese mismo fatídico día, su marido Ferenc había muerto de una terrible
enfermedad causada por una de tantas batallas. Pese a sus largos periodos de
ausencia, siempre se había sentido reconfortada por su simple existencia.
Ahora, después de haber repudiado y echado a su insoportable suegra, y
castigado a todas las antiguas sirvientas que se confabularon en su día con tan
odiada mujer, no le quedaba nada por hacer.
Solo
mantenerse bella, purificada y joven.
Se
acercó al espejo y observó con detenimiento la imagen que este le devolvía: la
de una mujer cuyo rostro surcaban finas arrugas; la de una madre cuyo cuerpo se
mostraba flácido tras cuatro partos dolorosos. Pero ella conocía los secretos
de la eterna juventud, el poder que la sangre otorgaba al espíritu dotando de
lozanía a un cuerpo ajado por los años.
Se
dirigió a las mazmorras con paso firme. Allí, un fiel cancerbero esperaba su
llegada. Isabel lo miró altiva, maravillándose ante tanta sumisión, jactándose
para sus adentros del poder que poseía; pensando que los hombres no eran sino
bestias, dotadas de mayor dominio físico, pero fáciles de doblegar por los
pecados de la carne.
Se
adentró con la cabeza alta, admirando a cada una de las chicas que allí se
exponían para ella: desnudas y atadas con unos grilletes que pendían de la
pared, con miradas suplicantes y voces roncas de tanto gritar. En el centro de
la estancia ardía una hoguera que preservaba el calor, manteniendo así a sus
elixires a salvo para sus curas. Un escalofrío recorrió su cuerpo, que se
tensaba ante lo que más tarde acontecería.
Desde
que su fiel amiga y consejera Darvulia había desaparecido en el bosque, Isabel
carecía de guía para mantener sus prácticas dentro de los límites de la
prudencia. Además, las sirvientas empezaban a escasear y no le quedaba otro
remedio que utilizar sus influencias para acoger pupilas entre las hijas de
aristócratas, con la excusa de instruirles modales y convertirlas en damas.
Había salido ganando con el cambio: su sangre era mucho más pura, su piel más
pálida y sus modales más refinados. No entendía por qué Darvulia la había
disuadido de usarlas para sus rituales, pues era evidente que su esencia era de
mejor calidad y, por lo tanto, más efectiva.
Isabel
fijó sus ojos en una chica rubia, de tez albina y cabellos dorados. Era una
beldad, la mejor de todas, más bella incluso que ella misma. Carraspeó,
incómoda, y no necesitó más para hacerse entender. El criado acudió, raudo, con
las llaves para liberar a la prisionera.
-Prepara
la bañera.
Isabel
se dirigió a su habitación y, mientras aquel chico preparaba su elixir, ella soltó
su largo cabello negro y lo cepilló, sin dejar de mirar su reflejo. Sus ojos
brillaban de excitación, y sus labios, carnosos, se elevaban en un arco
ascendente por las comisuras, impacientes, expectantes. Dejó el cepillo sobre
la cómoda y se desabotonó el vestido.
Meses atrás, una chica le ayudaba en esos menesteres; Ahora, se había
quedado sin asistentas personales, tan solo las imprescindibles, y siempre
mujeres más gordas, más viejas, más feas, mujeres que no tuvieran nada que
aportar a su belleza; las otras, ya habían contribuido a la causa.
Con
la cabeza erguida y una mueca soberbia, se dirigió a la sala de la purificación
donde la bañera, aún vacía y solitaria, esperaba a su ocupante. Un hombre
mayor, medio jorobado y con la cara deforme, sujetaba a la elegida por las
muñecas. La chica, cuyos ojos estaban anegados en lágrimas, suplicaba por su
vida. Pero Isabel ni la miró; se introdujo en la tina con el pulso palpitante y
deseosa de iniciar la ceremonia. Con un gesto de su mano, indicó al hombre que
se acercara con la muchacha.
-Ya
no sufrirás más, me darás tu sangre y entrarás en el Reino de los Cielos. –
Isabel mantenía los ojos fijos en la muchacha, atenta al menor ademán de
pánico.
El
hombre, después de recibir la confirmación de su dueña con un asentimiento de
la mandíbula, inclinó la cabeza de la chica sobre la bañera, sosteniéndola por
su cabello. Isabel cogió el cuchillo que le tendía y, antes de usarlo, miró a
su víctima complacida; como era habitual vio miedo, indefensión y docilidad.
Suspiró y limpió con la lengua las gotas saladas que resbalaban por las
mejillas de la muchacha. Esta cerró los ojos, consciente de que se aproximaba
su fin, de que nada ni nadie podía ya cambiar su destino. Isabel, absorta en la
imagen desolada de la joven, acercó la boca a sus labios, poco a poco, y mordió
el inferior hasta arrancar un trozo de carne. La chiquilla lanzó un alarido de
dolor, y la condesa masticó sin dejar de observar la agonía de su víctima.
Después, deslizó el cuchillo por su cuello, con precisión, permitiendo que
manara la sangre que la rejuvenecería. Se recostó en la bañera, relajada,
disfrutando la visión de la esencia de esa chica mezclándose con su figura. Con
las manos cogió el líquido rojo para frotarlo contra su cuerpo. Se acarició,
despacio, cubriendo cada poro de su piel. Era la mejor sensación del mundo, ni
siquiera su marido había sido capaz de proporcionarle tanto gozo. Poco a poco,
sus dedos fueron deslizándose hasta llegar a la zona de poder, como la había
dominado en múltiples ocasiones su amiga hechicera, allí donde la mujer era
capaz de crear vida. El simple roce le provocó gemidos de placer, retorciéndose
en medio de una bacanal de sangre.
De
pronto, oyó unos murmullos detrás de la puerta.
-¿Qué
ocurre?
El
jorobado, que sostenía una copa de oro en la que había recogido las últimas
gotas de la esencia de la chica, miró hacia la puerta que, justo en ese
momento, se abría para dar paso a un muchacho rollizo y de dientes torcidos.
-Señora,
dicen que los soldados del conde Thurzo han entrado y descubierto la Dama de
Hierro.
Isabel
se levantó, mostrándose desnuda sin ningún pudor. La sangre resbalaba por su
piel dándole el aspecto de figura de barro recién esculpida. Uno de sus
vasallos empezó a lamer su cuerpo, pues sabía que a su ama no le gustaba que la
secaran con toallas: eso, según ella, restaba el efecto del néctar de la vida.
Isabel lo empujó, visiblemente afectada por la noticia. La Dama de Hierro había
sido artífice de muchas de sus orgías de sangre, el fiel sarcófago que drenaba
a sus víctimas. Otro de sus leales sirvientes le acercó su vestido, el mismo
que hacía unos minutos yacía tirado en su habitación, pero ella lo rechazó.
-Debe
huir mi señora.
-¿Huir?
–preguntó Isabel con mirada rabiosa –Soy la señora de este castillo, no tengo
nada que esconder, ni cuentas que rendir.
Isabel
exigió, estirando su brazo, que le entregaran la copa que culminaría con su
tratamiento. La bebió con deleite, saboreando el regusto metálico y de vida que
le proporcionaba.
En
ese momento, Thurzo -más viejo y gordo que la última vez que gozó con él en su
lecho- irrumpió en la habitación, lanzándole una mirada de desprecio que Isabel
correspondió con una carcajada sardónica.
-Hola,
primo; Celebremos tu visita como en los viejos tiempos.
-Es
verdad lo que dicen, eres una bruja. –Thurzo paseó su mirada entre el cuerpo
inerte de la joven y la figura manchada de sangre de Isabel, y fue incapaz de
reprimir una mueca de asco.
-Soy
la condesa Isabel Báthory de Ecsed. –Isabel, altiva, salió de la bañera y se
acercó a dos palmos de su primo, desafiante.
-Ni
siquiera eso te salvará.
La
ley impedía que los nobles fueran procesados, pero Isabel no pudo evitar un
castigo: el confinamiento en sus aposentos hasta el fin de sus días, condenada
a sufrir la vejez perpetua. Los albañiles se esmeraron al cumplir las órdenes,
y sellaron las ventanas y puertas a la perfección. Tan solo una rendija en la
puerta era su vía de comunicación; la oscuridad reinaba en su vida desde
entonces.
Tras
cuatro años, ya no le apetecía seguir en ese mundo de sombras. No podía verlas,
pero sentía las arrugas en su piel, la flacidez de su cuerpo. Había perdido lo
que más le importaba: su belleza.
Recostada
en su cama -después de rechazar por tercer día su ración de comida- Isabel
evocó sus días de gloria. En especial, recordó aquel en el que descubrió el
poder que la sangre le proporcionaba. Leila, la sirvienta más joven del
castillo, le cepillaba el cabello sin ningún cuidado. Casi podía sentir el daño
que esta le había proporcionado estirando su pelo con torpeza. Su decisión,
acertada y severa, de darle un escarmiento, y enseñarle de una vez por todas
cómo debía tratar a su ama, fue lo que hizo de ella la mujer más temida y bella.
Cerró
los ojos, casi transportada a aquella tarde, cuando le arrancó, airada, el
cepillo de plata de entre las manos, y la golpeó con el mango en la cara. La
suerte -o la desgracia- quiso que el afilado asidero se clavara en una de sus
mejillas provocando que la sangre saliera a borbotones hasta caer en su propio
rostro. Esa visión, y el regusto de la sangre en sus labios, la trastornó: no
podía olvidar los gritos de la pobre desdichada, la excitación de saberse
superior, poderosa.
Más
tarde, mientras paseaba absorta en sus pensamientos, uno de los mozos de cuadra
la piropeó, diciendo que la encontraba más guapa que nunca. Isabel se paró en
seco, decidiendo darse un baño completo con la sangre de aquella patosa doncella,
que le sería más útil en muerte que en vida.
Isabel
suspiró, anhelando el tacto de los fluidos de la joven en su piel. Ahora estaba
seca, marchita, necesitada del néctar de la vida para resucitar a aquella mujer
hermosa que fue. Se acostó boca arriba, con los brazos en cruz sobre el pecho,
y dejándose sumir lentamente en el sueño eterno.
Cuenta
la leyenda, que Isabel murió el 21 de agosto de 1614 y que, cuando pretendieron
enterrarla en la iglesia de Cachtice, los habitantes locales se opusieron,
tildando de aberración que la “Señora Infame” reposase en el pueblo. No se sabe
qué pasó con el cuerpo, hay quien dice que la regaron con sangre y revivió, que
huye de la luz del Sol y necesita cuerpos que drenar. Hay quien dice que ella
fue el primer vampiro.
Hola. Como me ha impactado el relato. Sobrecogedor. Felicidades. Me ha encantado. Besos
ResponderEliminarGracias, Isabel.
EliminarLaura, como siempre, me ha encantado. Tienes un estilo muy personal que engancha y la historia es de las que me gustan. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Merche, por leerme y por los ánimos.
Eliminar¿Es una versión de la Bathori, la "bloody Mary"? En cualquier caso, magníifcamente llevada
ResponderEliminarSí, fue un relato de Halloween en el que había que elegir a un personaje sanguinario. Y quien más sanguinario que la condesa sangrienta...
EliminarFelicidades por el relato. Sorprendente y con estilo
ResponderEliminar¡Me encanta! :)
ResponderEliminarVaya Laura, siempre me sorprendes!
ResponderEliminarUffff me ha gustado mucho, me ha sorprendido y a la vez md ha enganchado. Enhorabuena, Laura
ResponderEliminarCómo me gusta este personaje, da para mucho, yo también la utilicé para unos capítulos de mi novela. Fue genial. Una gran relato.
ResponderEliminarufff... me ha encantado, que fuerza y realidad trasmiten. enhorabuena
ResponderEliminarSuper buen relato, Laura, me has puesto los pelos de punta, tiene mucha fuerza, la ambientación muy conseguida, y aun siendo breve, lo sientes y ves todo. ¡Felicidades!
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