La desesperación
nos lleva a hacer cosas muy raras, pero seguro que eso ya lo sabéis.
Normalmente son cosas drásticas y más bien negativas, pero a veces son sólo
cosas raras. Ese es mi caso.
Llevaba un tiempo
deprimida, y aunque seguía las indicaciones de mi psicólogo al pie de la letra,
escribía el diario, tomaba la medicación y todo eso, no parecía mejorar (o al
menos no como quería), puesto que mis médicos decían verme mucho mejor siempre
en todos los aspectos. Claro que ese es su trabajo y ellos también quieren
animarme.
Bueno, era incapaz
de ver las mejorías que todos decían y me frustraba. Mucho, tanto que estaba al borde del precipicio de
nuevo y pensando en saltar. Un día vi en una serie para niños lo de los globos con
tu dirección; es decir, atas un papelito con tu nombre, tu edad y tu dirección
a un globo hinchado con helio y luego lo sueltas para que viaje con el viento.
Con suerte tu dirección le llega a alguien de otro país o continente y te envía
una carta, así ganas un amigo por correspondencia. Y eso me dio una idea.
Por supuesto soy
mayor para lo del globo, y no era precisamente un amigo por correspondencia lo
que buscaba o necesitaba, así que pensé que si necesitaba algo diferente haría
algo diferente; por lo tanto, mezclé algunas cosas: el globo, lo de dejar
libros en sitios públicos para que otros los encuentren y los lean, y una
especie de mensaje de socorro, aunque debo decir que esa idea me la dio una
canción de Sting and The Police. Bendita música cuando llega en el momento
adecuado.
Unos días después,
tras decidir qué, cómo y dónde hacerlo, me armé de valor, escribí una especie
de carta de desahogo o petición de ayuda en un bonito papel verde, la metí en
una botella y la dejé en el patio de la clínica al que podía salir a tomar el
aire o fumar. Con suerte alguien la vería y le llamaría la atención; sin
suerte, la tirarían a la basura sin fijarse en lo que había dentro.
En la carta, además
de desahogarme, puse algunas normas, como nada de información personal, contacto
directo ni espiar para ver quién soy. Y eso, por supuesto, siempre que quisiera
seguir sabiendo de mí. Y si quería responderme, debía dejar la botella vacía
cada jueves en el lugar donde la encontró.
Así fue como le
conocí. Sí, rompí las normas, y lo hice yo sola. No me arrepiento, a pesar de
todo. La culpa fue mía. Yo solita me lo busqué.
Mi mensaje en una
botella llamó la atención de uno de los doctores del turno de noche. Me contó
que la vio el viernes de madrugada cuando salió a fumar, y casi la usa de
cenicero; pero al ver el papel en el interior se extrañó, lo sacó y lo leyó. Me
dijo que quedó fascinado casi antes de comenzar a leer sólo por el hecho de
haber elegido una forma tan romántica y tan clásica de buscar ayuda adicional.
Hoy en día la mayoría de la gente opta por foros, blogs, redes sociales… En
resumen: internet da para muchas cosas.
Dijo también que
leyó varias veces la carta durante la semana para poder ir redactando la
respuesta y tenerla lista a tiempo.
Noté su entusiasmo
ya en su primera carta, aunque lo atribuí a un gran interés profesional por
ayudarme, como es lógico, ya que es médico. Aunque ese dato no lo mencionó
hasta el final de su nota. Fue muy listo en ese sentido. No quería asustarme ni
que pensara mal de entrada. Se nota que es bueno en lo suyo, ¿verdad?
Decía que, por mi
letra, mi elección en el método y lo que contaba en la carta, debía ser una
chica joven, retraída, que había pasado por muchas cosas en la vida, que
obviamente estaba en tratamiento y que, a pesar de todo, no me cerraba al mundo
ni a los demás, ya que de ser así no me habría arriesgado a hacer algo como
eso. Luego me contó cosas similares de sí mismo para que no me sintiera en
inferioridad de alguna forma, y finalmente me dijo que no era un interno más
del centro, sino uno de los que trabajaban allí en el turno de noche.
¿Verdad que es un
bonito comienzo? A mí me lo parece.
Cuando vi la
botella con un papel en su interior la semana siguiente, casi salto y grito de
emoción, pero logré contenerme para no revelar mi identidad. Me parecía posible
que le hubiera pedido a alguien que se fijara en quién recogía la botella, y no
quería que eso pasara, así que con la misma discreción y cuidado que la dejé,
la recogí con su respuesta.
Al igual que él,
leí y releí la carta varias veces a lo largo de toda la semana, y cada día iba
escribiendo una parte de la respuesta, siempre acorde a sus párrafos y a los
temas que él trataba. Por supuesto, también tenía mucho cuidado de no contar
nada que pudiera darle pistas de mi identidad. Para que quede más claro: era
como Meg Ryan y Tom Hanks en “Tienes un e-mail”, amigos que se cuentan sus
cosas pero sin detalles personales, salvo que en este caso contaba mis
sentimientos destructivos y él me daba consejos para superarlo, aunque
consciente de que era muy probable que esas mismas recomendaciones ya me las
hubiera dado alguna otra persona de las que me trataba, lo cual a veces era
cierto.
Las semanas fueron
pasando. Nosotros nos fuimos conociendo cada vez un poco más, y terminamos
compartiendo información sobre nuestros gustos respecto a cosas como la
literatura o el cine; hasta nos hacíamos recomendaciones en alguna que otra
ocasión. Poco a poco fuimos forjando algo que cada semana se hacía más fuerte,
un lazo que con cada carta se apretaba con más firmeza. Creo que nos
enamoramos, aunque no de la manera tradicional, sino más bien como Christine
Daaè y Erik se amaban. Sí, hablo de “El fantasma de la ópera”, por si no
quedaba claro.
Pasaron los meses
y, al final, fui yo la que no pude resistirme a verle, a ver si se parecía en
algo al hombre que me había imaginado o si era algo diferente por entero. Quizá
me obsesioné sin darme cuenta, o puede que sólo necesitara verle para asegurarme
de que era real, no un sueño ni mi imaginación, o a saber si algo peor.
Esa semana cambié la
cita con mi doctor a última hora para poder estar allí a primera hora de la
tarde. Aunque no fumo, utilicé esa excusa y conseguí un cigarrillo para poder
acceder al patio y verle… Pienso que el término correcto es “descubrirle”. Sí,
para poder descubrirle. Así que, una vez en el patio, pedí que me encendieran
el cigarrillo y, para disimular, me puse a charlar con varios pacientes de un
grupo de apoyo. No era nada muy trascendental porque ellos tampoco podían
compartir demasiada información durante las sesiones, así que podía permitirme
mirar de forma discreta, aunque más o menos constante, hacia la ventana donde
él debía dejar la botella con la esperanza de que apareciera pronto. Al cabo de
un rato empecé a pensar que no le vería porque era posible que dejase la
botella al final de su turno, antes de salir por la mañana; y cuando estaba a
punto de marcharme a casa, reprendiéndome por haber tratado de romper la norma,
le vi.
Era alto, algo
pálido y ojeroso, pero bastante atractivo. Me pareció discernir unos ojos
claros, pero no estaba lo bastante cerca como para asegurarme de eso. Llevaba
el pelo largo y era del color de la madera de caoba. Recuerdo que no pude
evitar pensar si se teñiría o si sería natural. Como ya me había comentado en
las cartas, fumaba; le vi hacerlo antes de dejar la botella que sacó con gran
discreción del bolsillo de su bata. Y me llamó la atención que llevase la
corbata sin anudar y los dos primeros botones de la camisa desabrochados. Le
daban un toque un poco sexy, pero sin que pareciera algo buscado; también
recuerdo pensar que no era muy profesional. Con suerte, con el tiempo le podría
preguntar por ese detalle, aunque reconozco que me gustaba imaginar que me
respondería, que era su forma de desafiar a la moda y a la obligada formalidad
en el vestir.
El tiempo siguió
pasando y, después de un par de meses más, decidí contarle cómo había roto las
normas en más de una ocasión sólo para poder verle y fantasear con él. Durante
un tiempo nuestras cartas fueron subiendo considerablemente de tono en algunas
partes. Era muy excitante. No sólo leerle, sino… Bueno… Imaginarlo y… Otras
cosas. Muy excitante. Aún suspiro y me ruborizo sólo de pensarlo.
Y cuando todo
parecía apuntar a que era hora de dar el paso, cuando podíamos y deberíamos
haber dejado de ser desconocidos para convertirnos en mucho más, llegó la
bomba, y os aseguro que fue una de esas que no dejan supervivientes en
kilómetros.
Estaba casado. De
hecho, la última de sus cartas no era suya, sino de su mujer, que como es
lógico me llamaba de todo menos buena persona. Me insultó de todas formas posibles,
incluyendo llamarme loca; claro, me tachó de rompe-hogares, roba-esposos,
arruina-vidas y no recuerdo cuántas cosas más. Y me dejó más que claro que si
seguía escribiéndome con su esposo tomaría cartas legales en el asunto y sería
el fin de mi existencia. Bueno, no tanto, más bien el fin de mi libertad.
Eso me destrozó. Me
dejó tan mal que a la semana siguiente mi intención era presentarme ante él y
decirle que no me parecía justo cómo me había utilizado y que había decidido
terminar con la relación, pero no por la amenaza de su mujer, sino por mi amor
propio y el respeto por mí misma que me tenía.
Entonces le vi, vi
su cara, vi sus ojos más ojerosos que de costumbre y vi cómo se sentaba en una
esquina del patio y rompía a llorar pensando que nadie le prestaba demasiada
atención como para darse cuenta, y eso después de ver que la botella no estaba
en su sitio habitual. Me dio mucha pena, tanta, que al final me acerqué a él,
aunque ya sin ánimos de contarle la verdad. Sólo quería consolarle un poco.
No le saludé, no me
presenté y ni siquiera sonreí, sólo le ofrecí un pañuelo de papel y me senté a
su lado. Nada más. Y eso fue todo lo que necesitó para calmarse. Me dio las
gracias de forma algo brusca y respiró hondo un par de veces; luego se disculpó
porque no quiso ser tan cortante y, casi sin más, comenzó a contarme por qué
estaba así, aunque yo ni siquiera había hablado.
Mi corazón quedó
resarcido cuando escuché sus bonitas palabras. Me contó que había conocido a
alguien con quien conectaba más íntimamente de lo que lo había hecho con nadie
nunca en su vida, que se había estado preparando para dar el siguiente paso y
proponerle ser algo más; hasta me dijo que había estado hablando con sus
abogados para que su mujer no tardase en recibir los papeles del divorcio y
hacer las cosas bien con las dos. Y entonces llegaron las mentiras. Lo
siguiente que me contó fue que, cuando le dijo a su mujer lo que le estaba
pasando y que quería dejarla porque ella merecía algo mejor y él había
encontrado algo que nunca hubiera soñado, ella trató de suicidarse delante de
él, que luego en el hospital le había dicho que estaba embarazada y que era
incapaz de dejarla en ese estado, puesto que, después de todo, la quería.
En ese momento,
todos los sentimientos amables que me habían llevado a sentarme con él y a
escucharle, se desvanecieron. Y aunque me habría encantado gritarle, insultarle
y desmontar su historia plagada de mentiras, lo único que hice fue levantarme,
decirle que buscase un buen terapeuta que le ayudase a solucionar sus problemas
matrimoniales y asegurarle que lo más probable era que la otra mujer no fuera
tan buena para él como creía, pues ni siquiera la conocía y bien podía ser todo
un engaño de cualquiera de los internos. Y me marché.
Regresé a casa y le
escribí una carta en la que le contaba lo que había supuesto para mí recibir
una carta del puño y letra de su esposa, que lo nuestro debía acabar porque ya
no era posible volver atrás y tampoco podíamos ir más allá, y que ya no le
escribiría más después de esta carta, aunque él era libre de escribirme tantas
como quisiera si quería, pero tampoco le aseguré que las fuera a leer, aunque
las recogiera. Por supuesto, esta carta acompañaba a la que había escrito su
mujer, puesto que la dejé dentro de la botella cuando la leí.
Y la respuesta que
recibí a la semana siguiente fue peor (mucho peor). Más embustes. Me decía que
no estaba casado, que no era más que una carta estúpida de una exnovia
obsesionada con él, que no debía hacerle caso y, que por favor, no le dejara,
pues creía estar enamorado de mí. También me escribió una bonita historia de
fantasía en la que esa exnovia se colaba en su casa de vez en cuando y le
acosaba. Aún recuerdo la amargura con la que reí.
Dudé. Tenía ventaja
y podría entrar en su juego y dejarle creer que me tenía camelada, pero por
otro lado estaba dolida y destrozada, y quizás no fuera capaz de ocultarlo en
las cartas. Al final decidí entrar en su juego. Después de todo, él se estaba
divirtiendo. ¿Por qué no iba a hacerlo yo también? Craso error por mi parte.
Terminé quemándome por no saber retirarme a tiempo.
La idea era ponerme
en contacto con su mujer, contarle la verdad y, juntas, darle una lección, pero
primero quería recopilar algunas pruebas más sobre lo que decía de ella para
que me creyera y para que pudiera ver con sus ojos la clase de persona que era
su marido.
Como he dicho, esa
era la idea, pero en algún momento del camino perdí de vista el objetivo y…
simplemente perdí. No sé cómo o cuándo olvidé la verdad sobre quién era él y
qué nos había hecho a dos mujeres que lo queríamos, pero pasó. Pasó y fue a
más. A mucho más. Demasiado.
Por supuesto, tuve cuidado
de no volverle a ver y de que él no me viera a mí. Procuré recordarme semana
tras semana que todo era un juego, un simple montaje para obtener más información
falsa y luego poder darle un escarmiento. Pero llegó el “te amo” que nunca
esperé después de la carta de su mujer. Llegó también el “quiero casarme
contigo” que jamás habría soñado, ni siquiera antes de saber la verdad. Al
final llegó el “quiero verte, conocerte y al fin besarte y confirmar que no
eres el mejor sueño del mundo”. Y creo que fue ahí cuando me perdí.
Durante tres semanas
no pude responderle porque siempre estaba allí cuando me acercaba para dejar la
botella, así que me iba antes de que me viera. Por fin, la cuarta semana, pude
dejar la botella con la respuesta en el patio e irme a casa después de una
sesión a media tarde con mi terapeuta. Bueno, en realidad eso ha pasado hoy,
hace unas pocas horas, aunque si llego a saber las consecuencias que eso
traería, no lo habría hecho. Lo prometo. Porque ahora estoy en un hospital, a
punto de morir. No, no fue él, aunque lo pueda parecer. Fue su esposa.
Descubrió que seguíamos escribiéndonos y en un arrebato de celos le mató. Sin
más, con un abrecartas. Luego fue al patio, donde descubrió que nos dejábamos
los mensajes, y cuando me vio dejarlo desde una ventana de la planta superior,
bajó, cogió la botella, la rompió y salió en mi busca. Me clavó la botella en
la espalda a la altura de los riñones, luego en un costado justo entre las
costillas y, por último, en el cuello. Sé que voy a morir porque estoy
consciente y escucho a los médicos, aunque ellos no lo saben. Llevo horas aquí
y no tienen esperanza. Y yo tampoco. No después de lo que ha pasado, de cómo
perdí el norte y de cómo, enteramente por mi culpa, he acabado aquí, muriendo.
Quizá ahora me
reúna con él. Quizá ahora podamos estar juntos. Quizá ahora todo salga bien.
Sorprendente salida para un argumento que va saltando de trayectoria conocida en trayectoria conocida y descubriéndonos cuán equivocados estábamos, hasta precipitarnos al final. Fresco y ágil. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias, Joana. Es una historia extraña con final triste. Todo puede pasar y nada es imposible. Me ha resultado entretenida y enigmática. Enhorabuena. Un abrazo.
ResponderEliminarUn relato diferente que llama la atención por su enfoque, felicidades!
ResponderEliminarUna historia con un final de vértigo. Enhorabuena, Joana.
ResponderEliminarEs una historia muy distinta, con un ambiente un poco opresivo y triste pero que se lee muy bien gracias al modo de enfocarlo. Felicidades!!
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