Con
lo que yo fui. Maldita la hora en la que el Ser Supremo me pidió formar parte
de la historia y maldito el momento en el que le dije que sí.
«Para
convertirte en un ser inmortal y ser recordado por todos los hombres, tu
esencia, tu ser y tu energía, deben quedarse aquí, impresas en esta figura que
a partir de ahora te representará y formando parte de algo más grande, donde
podrás revivir los mejores momentos de tu vida», me susurró aquella envenenada
voz, justo en mi lecho de muerte.
¡Venga
ya! ¡No me jodas! Me convertiste en una triste y diminuta figura, colocada en
lo alto de una montaña, a la sombra de un palacio que nunca tuve; vigilando el
eterno nacimiento de un niño que no me importó nada en absoluto. Y encima tengo
que aguantar a toda esta tropa de energúmenos que pasean por delante como si de
una procesión se tratara, día tras día, año tras año, mirándome como si fuera
el peor personaje de la historia, señalándome con el dedo, acusándome una y
otra vez de querer matar al condenado niño.
«Mira,
hijo, ese de allí es Herodes, el asesino de niños, el de la matanza de los
inocentes», dicen una y otra vez.
¡Eso
es mentira! Estudiad un poco mejor la historia, malditos ignorantes. Esa
patraña la inventó un tal Mateo para darle acción a un evangelio soso y
aburrido que no atrapó a nadie por culpa de su patética verborrea. ¿Por qué
ninguno de vosotros, ignorantes de la vida, habla de lo bueno que hice? Porque
no tenéis ni idea. Pues queridos amigos, yo, Herodes Antipas, el Grande y el
primero de mi nombre, reconstruí y amplié el templo de Jerusalén; construí el
puerto marítimo de Cesarea; edifiqué la fortaleza de Mesada; levanté la
fortificación de Herodión; fui el mejor rey que Judea, Galilea, Samaria e
Idumea, haya tenido jamás... y solo hay una cosa que no hice: nunca ordené la dichosa
matanza de los inocentes. Mateo, el mentiroso, allá donde estés espero que lo
que quede de tus huesos se pudra en el más frío, solitario y oscuro de los
olvidos.
—No
es bueno tener tanto odio encima, amigo Herodes —dijo una voz que parecía no
venir de ninguno de los visitantes que seguía caminando en fila y observando
esa mítica escena navideña. No era una voz terrenal.
—Herodes
Antipas. Herodes el Grande. Herodes I…
—¿Quién
eres? —preguntó la figura sin dirigirse a nadie en concreto.
—Soy
alguien que ha decidido ayudarte. Un amigo que sabe que tu odio está atrapado
en el interior de esa pequeña estructura de barro y que seguirá así, por los
siglos de los siglos, quemando tu espíritu si no ponemos remedio.
—No
es odio. Bueno, sí. Odio y rabia a partes iguales. Esta monótona representación
que se hace año tras año no simboliza mi figura real en la historia del hombre como
es debido.
—La
historia es tan solo lo que queda del recuerdo de unos pocos hombres que la
vivieron y la pudieron contar. Y muchas veces, esos momentos se tergiversan
según los intereses de cada uno. Mira a tu alrededor —dijo la voz, viniendo de
ningún sitio en concreto—, ¿crees que alguno de ellos está contento con su historia?
Herodes
miró como tan solo las figuras inertes lo pueden hacer, desde el interior. Observó
la planicie que tenía bajo sus pies, repleta de otros míticos personajes y que mostraba
con gran dramatismo un acto que en realidad jamás tuvo lugar, al menos tal y
como allí se representaba.
—Fíjate
en María, una mujer que jamás dijo que fuera virgen, inmaculada y que quedara
embarazada por una mística paloma; o los magos de Oriente, caricaturizados como
tres locos que viajaron más de mil kilómetros siguiendo una luz mágica en el
cielo; o mira al pobre Longino, todo un valiente legionario romano que tan solo
vigilaba un valle y que ha pasado a la historia como el asesino del Mesías. No
todos están contentos con su papel en la historia, pero ahí están, sin odio ni
rencor.
—Pues
yo no puedo olvidarlo. ¿Qué has venido a hacer? ¿Me puedes dar la extremaunción
para que mi espíritu descanse para siempre y se desvincule de esta triste y
patética figura de una vez?
—No
puedo hacer eso y lo sabes. Ese don pertenece solo al Ser Supremo.
—¿Y
entonces que haces aquí? A parte de recordarme lo desgraciado que soy.
—He
venido a ayudarte. Puedo hacer que cambies, que tu espíritu descanse por fin
siempre y cuando vuelvas a ganar confianza en ti mismo. Voy a recordarte el
gran rey que fuiste un día. Te volverás a sentir orgulloso de todo lo que
lograste con esfuerzo y dedicación y hará que tu estancia aquí, en este plano,
sea más llevadera.
—¿Quién
eres? ¿Cómo te llamas?
—Soy
un amigo que tiene el poder de llevarte al pasado para ver la gran persona que
fuiste y los logros que conseguiste. Y mi nombre… bueno, tengo muchos, depende
a qué cultura preguntes.
—He
oído hablar de ti. Pensaba que eran cuentos sin sentido que se explicaban entre
bambalinas. ¿Eres el fantasma de las navidades pasadas?
—Soy
quien tú quieras que sea. ¿Estás preparado?
—No
tengo nada que perder.
—Exacto.
¡En marcha!
Apenas
pasaron dos segundos terrenales desde que la figura de Herodes se esfumara de
todos los belenes del mundo, hasta que reapareció de nuevo, en lo alto de la
montaña y a la sombra del templo donde siempre había estado. Pero algo había
cambiado. Su semblante agrio se había convertido en una especie de sonrisa a
medio camino entre el sarcasmo y la oscuridad. Aquel ser que lo llevó al pasado
cumplió su palabra y le mostró cientos de cosas que Herodes no pudo ver en
vida, demasiadas verdades que nunca debería haber conocido, la cara real y
oculta de una familia envidiosa, cruel y capaz de lo que fuera por quitarle su
merecido trono. Pero eso no fue todo, aún hizo más por él; le dejó intervenir en
diferentes ocasiones para modificar el pasado con la excusa de aumentar su
felicidad. Y vaya si lo consiguió.
Después
de aquel viaje, el fantasma de las navidades pasadas desapareció para no volver
jamás. Herodes sabía que de la deidad que lo puso en lo alto de aquella montaña,
hace ya mucho tiempo, no vería con buenos ojos su fructífero viaje al pasado.
Hoy,
el viejo rey de Judea miraba de forma diferente al resto de figuras. Sentía que
era, por fin, el verdadero monarca del lugar, poderoso e imponente, dominando
el paisaje de su ciudad desde las alturas y contento de esa segunda oportunidad
que le otorgó una vida llena de objetivos conseguidos. Ahora sí que estaba
preparado para vigilar a los pies de un templo que al final sí que tuvo. Todo
gracias al favor de su amigo, el fantasma de las navidades pasadas.
EPÍLOGO
Herodes
I, el Grande, se convirtió en rey de Judea en al año 37 a.C. Fue un monarca
modélico, centrado y benevolente, que consiguió infinidad de cosas buenas para
su pueblo hasta que un buen día todo cambió.
Algunos
médicos diagnosticaron que el rey tenía el mal de los hombres que hablan solos;
otros, sin embargo, opinaban que el demonio lo había poseído, ya que el rey
sabía en todo momento lo que pensaba el resto de la gente, anticipándose a todo
y a todos. Y eso era imposible de saber a no ser que estuvieras bajo la oscura sombra
del mal.
El
primer cambió significativo que mostró Herodes fue su egocentrismo y el ansia
de poder, algo que se volvió patológico hasta límites insospechados. Ejecutó a
su mujer, Marianna I, por conspirar contra él; acabó también con la vida de su
suegra, Alejandra, por proclamarse reina sin su permiso; asesinó a su cuñado,
Kostobar, por conspirar contra él; ejecutó a sus hijos Alejandro y a Aristóbulo,
por alta traición; ordenó la ejecución también de otro de sus hijos, Antípater,
por conspirar para asesinarlo… y no pudo ejecutar a nadie más porque la sarna
acabó con el rey en la ciudad de Jericó. Herodes murió presa de un intenso
dolor a causa de esa terrible enfermedad que había llenado casi todo su cuerpo de
gusanos y de putrefacción.
Documentos
datados en esa época cuentan que, en su lecho de muerte, el moribundo rey
gritaba poseído el nombre de algunos familiares que según decía, estaban en su
lista y aún no habían muerto. Repetía una y otra vez a su gente de confianza,
que sus últimas voluntades eran acabar con la gente de esa lista y, sobre todo,
costara lo que costara, que le cortaran las manos a un tal Mateo, el mentiroso.
Dicen que la historia la escriben los vencedores y que, en todo conflicto humano, la primera víctima es siempre la verdad. Así que me alegra que Herodes haya tenido su oportunidad de reescribir su historia, en lugar de aguantar la del pérfido recaudador de impuestos reconvertido. ¡Me ha encantado!
ResponderEliminarGracias, Héctor. Me alegro que te haya gustado.
EliminarMe ha gustado mucho. Es un relato Curioso y reflexivo. Con un epílogo muy interesante. Enhorabuena, Iván.
ResponderEliminarGracias, Merche. La mayor parte del epílogo es real; así era Herodes jajaja!
EliminarBuen relato Ivan, pero me temo que nos has dejado sin la matanza de los inocentes...No se que vamos a hacer con todos los cuadros que hablan de ella... Me ha parecido muy bueno tu cuento y me encanta el final, ¡pobre mateo si lo pilla!
ResponderEliminarGracias, Ana. En este relato hay más datos reales de lo que parece, pero lo de la matanza de los inocentes no lo tengo tan claro. No sé...
EliminarEs difícil conocer de manera objetiva los hechos históricos y sus personajes, sobre todo, porque están reflejados desde los ojos y el pensamiento de otro ser humano. Me ha encantado el enfoque que le has dado, una visión diferente muy interesante. Felicidades
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