—¡Quiero que me devolváis al niño Jesús! —gritó Pepe Martinez, el funcionario de prisiones encargado de la seguridad de aquel módulo.
Los
presos no estaban acostumbrados a verle levantar la voz. Era un buen tipo según
decían ellos. Pero aquella Noche Buena, le había tocado hacer guardia y pasarla
alejado de su familia, y no estaba muy contento. El pobre hombre no había
podido contenerse, al ver que la cuna del Belén de tela que Mirian, su mujer,
le había fabricado con tanta ilusión pensando en lo mucho que le gustaría a los
presos, estaba vacía.
—Cálmese,
jefe; que no se ha hecho con intención… Es que usted es un poco godo aún, y no sabe cómo son las cosas
nuestras —le contesto el Negro; un joven
traficante de color, que a pesar de que el director de la cárcel le había dado
permiso para salir como a casi todos los habitantes de ese modulo, había
decidido quedarse: nadie le esperaba fuera—. Aquí, no se pone al niño en la
cuna hasta las doce de la noche, ¿no sabe que es esa la hora en la que nació?
Lo he dejado ahí, detrás del pesebre.
Pepe
se tranquilizó e inmediatamente se arrepintió de su grito anterior. Tenía razón
el Negro, no conocía esa tradición. Había
supuesto que era él quien se había llevado la figurita. Era fácil de imaginar;
solo había en el comedor tres detenidos y los otros dos, ni siquiera habían
mirado el regalo que les había llevado esa misma mañana, en cuanto recibió el
paquete de su esposa. Sonrió al joven e inmediatamente se encontró con la
mirada de el Mago, escrutándole.
Así
le llamaban al hombre grueso, de barba blanca y bastante mayor que estaba
sentado a la derecha del drogadicto. Él nunca sonreía. Debía rondar los setenta
años y confiaba en que le soltaran pronto debido a su edad, pero Pepe sabía que
eso no iba a suceder. Estaba allí, porque un día se levantó de mal humor, convencido
de que sus dos socios le estaban engañando, y decidió matarlos. Se fue a su
oficina y les esperó allí y cuando los tuvo sentados enfrente, sacó su arma y
le descerrajo dos tiros a uno de ellos, al que estaba más cerca. El otro pudo
huir pero el Mago le alcanzó —antes de dedicarse a los negocios
había sido trilero y había tenido que
correr delante de la policía muchas veces, así que estaba en una forma
excelente—, le tumbó en el suelo y mientras le sujetaba con un pie, le metió un
balazo en la cabeza. Ni se inmuto cuando le detuvieron, no dijo nada y seguía
así, callado desde que ingresó en el centro y de eso hacía ya tres años.
El
funcionario desvió la mirada, intimidado por el preso que parecía estar
llamándole la atención por haberles gritado. Volvió a encender el aparato de
música que se había traído de casa, para que los hombres siguieran oyendo los villancicos.
Era una petición que le había hecho el Sabio,
el otro detenido. Sus gemelos
formaban parte del coro que había grabado el cd navideño y le había rogado que
lo pusiera. Pepe no se pudo negar. El preso era un hombre tan atento y educado
que casi siempre se salía con la suya. El resto de sus compañeros le
respetaban. Era muy culto, antes de entrar en prisión era un veterinario muy
conocido, siempre dispuesto a ayudar a todo el que se lo pidiera. Cuando el
funcionario, en un momento de confidencias, le preguntó por qué estaba allí, se
quedó de piedra cuando el preso le explicó que un día, ofuscado, había rociado
a su mujer con ácido sulfúrico, porque dudaba de que sus dos hijos fueran
verdaderamente suyos. Esa noche no le habían dejado salir de la cárcel, porque
el director tenía miedo de que volviera a repetir el acto en los niños, ya que
eso era lo que se proponía hacer cuando fue detenido.
El Sabio
le hizo una inclinación de cabeza, cómo queriéndole agradecer que la música volviera
a sonar y el funcionario se relajó viendo que las cosas habían vuelto a la
normalidad y que sus presos seguían dando buena cuenta de la cena especial que
el Centro Penitenciario había preparado para ellos.
Pero,
de repente, justo en el momento en el que iban a dar las once, algo pasó. Las lámparas
del techo tintinearon unos segundos y la luz de todo el modulo se fue.
Las
alarmas saltaron y en lugar de las voces de los niños cantando, un ruido ensordecedor
empezó a sonar haciendo que los cuatro hombres que se encontraban en el módulo,
se llevaran las manos a los oídos. Las puertas del corredor se cerraron
automáticamente dejando a los presos y a su guardián aislados del resto del
centro. Desde donde estaban, solo podían acceder a las celdas.
Pepe no dejaba de gritar, ordenando que todos
se quedaran dónde estaban. No sabía lo que estaba ocurriendo; ni siquiera las
luces de emergencia habían saltado. De pronto, la luz regresó y las canciones
de los niños volvieron a sonar.
—¿Qué
ha pasado, jefe? —preguntó el Negro, que
al igual que sus compañeros no se había movido de su sitio.
—¿Por
qué ha saltado la alarma? ¿No habrá algún fuego? —indagó el Sabio— ¿Cree que estamos en peligro?
—Mira
los monitores —ordenó el Mago, rompiendo
su silencio de tres años y provocando una pequeña conmoción en Martinez al
escucharlo.
El
funcionario no sabía por dónde tirar, pero decidió hacer caso al preso. Las
cámaras estaban en un cuarto que había en el fondo de comedor. Antes de ir, comprobó
que las puertas del pasillo estaban cerradas, tal y como ocurría después de una
alarma. Vio que era así y entonces, sin miedo a dejar solos a los detenidos, no
podían ir a ningún lado, se encaminó hacia la habitación. Pero antes de que
llegara a su destino, un quejido femenino que provenía de la esquina en donde estaba
colocado el Belén, le hizo detener su marcha.
—¡Ay!
¡Ay! —oyó claramente.
—¡Jefe!
¡Jefe! ¡Mire! —chilló el Negro — que
se había levantado y señalaba hacia una jovencita, ataviada con un vestido
largo y por lo prominente de su barriga, en evidente estado de gestación.
—¡No
puede ser! ¿Dónde está mi niño? —decía la joven mientras muy alborotada, tocaba
todas las figuras del Belén — Esto no está bien, ¿Qué ha pasado?
Los
cuatro hombres, asombrados y sin decir ni una sola palabra, se habían ido
acercando como atraídos por un imán, a la mujer que seguía hablando para sí
misma, cada vez más alterada.
—¡Ay!
¡Qué daño! —gritó, mientras se llevaba las manos al vientre— ¿Qué es esto? ¿Por
qué me duele tanto? ¡Ay! —volví a chillar, mientras un rictus de dolor se
apoderaba de toda su cara— ¿Qué me pasa?
—¡Qué
estas a punto de parir! —le contestó el
Sabio, sin poder evitar responder a la joven que, por primera vez, reparó
en que estaba acompañada— Ven, siéntate aquí, estarás más cómoda y te dolerá
menos.
—¿Yo?
¿A punto de parir? Eso es imposible. ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?
—Aquí
las preguntas las hago yo —intervino Pepe—. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—María
—es lo único que pudo decir la chica antes de que una contracción le impidiera
seguir hablando.
—¿Cómo
has llegado aquí? ¿Es tu novia, Negro?
—¡Yo
no la conozco de nada! —contestó rapidamente el aludido mientras miraba a la
chica que intentaba contener las lágrimas que asomaban a sus ojos, pero que no
por ello dejaba de hablar y lamentarse.
—¡Es
un error! ¡No entiendo que ha salido mal! ¡Nunca había pasado esto! —se decía
muy bajito para sí misma — Todo iba bien. Como siempre empecé a notar mis
piernas separándose una de otra y vi a mis brazos tomando forma, alejándose del
cuerpo. Sentí lo pesada que era mi cabeza y como el cuello se volvía
independiente y luchaba por mantenerla erguida. Me percaté de que mis ropas
dejaban de ser parte de mi cuerpo y servían para cubrirlo. Empecé a oler y a
darme cuenta de cómo la sangre corría por dentro de mí; ya no era un relleno de
algodón lo que formaba mi cuerpo. Todos mis órganos se hicieron presentes y
millones de sensaciones me inundaron. ¡Vamos!,
lo mismo que noto cuando cada año cuando el Espíritu de la Navidad se mete en
mí, pero nunca había despertado con esta barriga! ¡No estaba cuando yo era de
tela!
Los
cuatro hombres la escuchaban sin entender nada de lo que decía. Ninguno se
explicaba como había llegado la joven allí, pero esa cuestión, había pasado a
un segundo plano. Era mucho más interesante lo que la chica estaba diciendo.
Nada de lo que salía por su boca tenía sentido y a pesar de la cara tan dulce y
bonita que tenía, a los hombres, la joven les estaba dando un poco de miedo: parecía estar loca de remate.
—¡Duele!
—volvió a chillar— ¿Qué me pasa? ¿Por qué me hace tanto daño la tripa!
—Ya
te lo he dicho, niña. ¿Es que no ves que estas de parto? —le respondió el Sabio, que viendo la cara de
incredulidad de la joven, se vio en la necesidad de seguir dándole
explicaciones— ¿No sabes que estas embarazada? Son las contracciones, no debe
faltar mucho para que tu hijo venga la mundo
—¡Eso
no puede ser! ¡Díganme dónde estamos, por favor! ¿Qué es este sitio tan raro?
—pregunto la chiquilla mientras miraba a su alrededor. Hasta ese momento,
ocupada como había estado en destrozar el Belén del funcionario y contestar al
interrogatorio de los hombres que la acompañaban, no había tenido tiempo de
fijarse en lo que le rodeaba
—¿Qué
ha de ser? —le respondió Pepe—. Estas en el Centro Penitenciario Salto del
Negro, en Canarias.
—¿En
Canarias? ¿Has dicho en Canarias? ¿Dónde siempre es una hora menos? ¡Ay! ¡Me
acabo de hacer pis! ¡Estoy toda mojada!
—Esta
chica está muy mal —comentó el Mago al
ver el charco que había debajo de la silla—.
Tienes que hacer algo, funcionario. Tú eres el que manda aquí. Acaba de
romper aguas. Va a parir de un momento a otro y claramente ha perdido el
sentido. No sabe ni donde está.
—Sí,
sí; tienes razón. Vamos a llevarte a una cama —le dijo Pepe a la chica, al
tiempo que le indicaba a el Sabio y al Negro, que la cogieran en brazos—. No
te podemos trasladar a la enfermería. Estamos encerrados. La alarma está
programada para que no se pueda abrir la puerta hasta dentro de una hora. Sigo
sin comprender cómo has entrado, pero me parece que en este momento no estás
para darme muchas explicaciones…
La
joven lo miró con cariño e incluso intentó sonreírle, mientras se dejaba llevar
por los presos que rapidamente la instalaron en la celda de el Mago, pero una fuerte contracción
hizo que toda su cara se contrajera y ella apretara los dientes para evitar dar
un grito. Cuando el dolor pasó, la chiquilla, haciendo un esfuerzo volvió a
preguntar:
—¿De
verdad estamos en Canarias?
El
guardia se lo confirmó con la mirada y en ese momento, una idea fue tomando
forma en la mente de la embarazada.
—Eso
es lo que ha pasado. El Espirito de la Navidad vino a mí antes de tiempo. Aquí,
no había llegado aún el momento. Faltaban sesenta minutos —decía en voz alta
mientras las lágrimas corrían por sus ojos— Por eso estoy embarazada y la cuna
está vacía. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Dónde
está mi niño?
El
Sabio se acercó a Pepe y le susurró algo al oído. El funcionario se lo
quedo mirando durante unos momentos. Estaba meditando su respuesta.
En ese momento, la parturienta volvió a gritar
de dolor y Martinez, asustado al ver la cara de dolor de la joven, asintió con
la cabeza para autorizar al preso.
—Mira, niña. Voy a ayudarte. Soy
médico y entiendo un poco de partos. ¿Me dejas que te suba la falda y vea cómo
va el tema? —le preguntó el susodicho, haciendo gala de la esmerada educación
que tenía y tapando con ella la gran mentira que le estaba diciendo.
La chica movió la cabeza para dar su
consentimiento y el veterinario procedió a examinarla mientras los demás
seguían sus movimientos con mucha atención. Todos menos el Negro, al que le daba pánico la sangre y se había quedado dando
vueltas por el comedor.
Al cabo de unos minutos, el preso se
volvió hacia Pepe y el Mago y, con
gesto preocupado, les dijo muy bajito para que la futura madre no le oyera:
—Esto no va bien. El niño viene de
nalgas. O se da la vuelta o se quedará atascado dentro de su madre y morirán los
dos. He visto muchas vacas que han perdido la vida porque el ternero no ha
conseguido colocarse en su sitio y esto tiene pinta de ser igual.
—¿Y no puedes hacer nada? —le preguntó el funcionario.
—No.
—¿Cómo
qué no? Algo harías cuando le pasara eso a los animales. No dejarías que se
muriera sin más… —insistió.
—Tienes que meter la mano dentro del
útero e intentar que se vaya moviendo —le explicó el Mago
—Eso
es lo que hacía con los animales, pero esto no es una yegua; es una mujer. No
me atrevo.
—¡Vamos, cobarde! Mataste a tu
mujer, ¡intenta salvar la vida de esta! —le insultó el Mago al ver que el Sabio
se quitaba de en medio
—¿Tú me llamas cobarde? Tú, que
descargaste tu escopeta en el cuerpo de un hombre tendido!
—Sí, yo mismo. Al menos los míos
eran hombres, no mujeres indefensas.
Ya iba a saltar el Sabio sobre el Mago, y
ya estaba Pepe sacando su porra para separarlos, cuando la joven volvió a dar
un gigantesco grito.
—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Ayudadme!
Los hombres se quedaron quietos y
como si un rayo les hubiera tocado, olvidaron todas sus querellas y empezaron a
actuar.
El Sabio
se lavó las manos en el pequeño lavamanos de la celda y después, se arrodillo a
los pies de la joven e introdujo su mano dentro del útero de la parturienta
para intentar mover al no nacido. Mientras, el
Mago sujetaba la mano derecha de la chiquilla, intentando reconfortarla y
Pepe, salía de la celda en busca de cualquier cosa de tela que les pudiera
servir para recibir al bebé. Algo le hacía estar seguro de que los presos no se
pelearían, ni le harían ningún daño a la joven. No le preocupó en absoluto
dejarlos solos con ella.
—¿Qué está pasando? —le pregunto el Negro cuando le vio cargado con las
sabanas que había ido recogiendo de las celdas.
—Parece que vamos a tener un parto
aquí dentro —suspiró— Pero luego, cuando todo pase, hablaremos tú y yo. No sé
cómo lo has hecho, pero estoy seguro de que tienes algo que ver con que esa chica.
—Le lo juro que no —aseguró el
drogadicto, pero el funcionario ya se había metido de nuevo en la celda donde
se estaba produciendo el nacimiento y no le oyó.
El traficante, se quedó en medio del
comedor sin saber qué hacer. Entonces, se fijó en el reloj de la pared. Ya casi
eran las doce. Se acordó de algo y se dirigió al lugar en donde estaba el
Belén. La chica lo había desmontado, no había ninguna pieza en su sitio. El
preso se puso a ordenarlo y justo, debajo del cartón forrado con tela que hacía
de portal, encontró al niño Jesús. Miró el reloj y cuando la manecilla larga
alcanzo las doce, con infinito cuidado, puso al bebe en la cuna.
En ese instante, el llanto de un
niño resonó en todo el pabellón. El Negro,
a pesar de su miedo a la sangre, corrió hacia la celda y aún tuvo tiempo de
ver, antes de que la luz se fuera de nuevo y la alarma comenzara a sonar, a un
precioso niño en brazos de la joven, al que esta llamaba Jesús.
Unos minutos más tarde, la electricidad
volvió y con ella, seis guardianes, armados hasta los dientes, aparecieron tras
la puerta que se había vuelto a cerrar dejando incomunicado el módulo.
Cuando los funcionarios la abrieron,
vieron a Martinez sentado en una de las mesas del comedor y junto a él, a sus
tres detenidos.
—¿Qué ha pasado aquí, José? ¿Por qué
no has respondido a nuestras llamadas? —pregunto el que parecía estar al mando
—. Llevamos más de una hora intentando hablar con vosotros.
Pepe se mantenía en silencio, no
sabía que decir.
—¡Señor!, ¡señor! —gritó uno de los
guardias que había ido a revisar si había algo raro en las celdas—. Aquí hay sangre.
Mucha sangre.
Martinez y los tres presos se
miraron compungidos y casi sin querer, echaron una mirada de soslayo al
nacimiento de tela que volvía a estar en perfecto orden en la esquina del
comedor. La Virgen parecía lanzarles una mirada de agradecimiento. Los hombres
se encogieron de hombros cuando su superior les preguntó por el dueño de la
sangre.
Sabían
que iban a tener que dar muchas explicaciones y que nadie los iba a creer, pero
ellos estaban satisfechos.
Habían
ayudado a que Jesús, el hijo de Maria, viniera al mundo; aunque hubiera sido en
una humilde celda.
Una historia preciosa, Ana. Me ha gustado mucho la atención que les prestas a los personajes. Enhorabuena. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias amigos. ¿Os habéis fijado en que los presos uno es negro, otro sabio y otro muy mayor?
Eliminar¡Se nos olvidan tantas cosas en el fragor de los anuncios, aspiraciones y estatus! No está de más esta original llamada a la humildad. Y, sobre todo, las atinadas pinceladas para dotar de matices a los personajes. Coincido con Merche en resaltarlo. Felicidades.
ResponderEliminarMe alegra que te guste. El día que escribí el relato había estado en la cárcel,y por eso fue tan fácil ponerme en el lugar de los presos...
EliminarEs preciso, Ana! Felicidades!
ResponderEliminarMil gracias Yazmina!!!
EliminarMuy original el nacimiento que has relatado con los reyes magos como presos. Enhorabuena, Ana.
ResponderEliminarMe alegro de que te guste Ivan, lo siento por los Reyes, pero este año les toco estar encarcelados jajaja
EliminarMaravillosa historia, Ana!! La manera de dibujar a los personajes me ha encantado. Enhorabuena
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