La niebla que inundaba los pirineos catalanes se despojaba ante la salida del sol. Unas luces de un coche que pasaba por una solitaria carretea de esa zona, se revelaban ante la poca neblina que aún no se había disipado. Dentro de él se hallaban Javier y Laura, que estaban pasando unos agradables días de vacaciones.
—Creo que ya falta poco para llegar —apuntó Javier.
—Ya llevamos más de media hora de viaje, cariño —dijo ella
observando un mapa—. Espero que valgan la pena esas ruinas medievales.
—Seguro que sí. Las fotos que vimos por internet eran
espectaculares.
—¡Mira! Creo que es por aquí. —Laura señaló una estrecha
carretera de tierra que se divisaba a mano derecha. Estaba cerrada con una
valla.
Javier paró el coche y observó unos segundos un cartel
oxidado que había a un lado de ese camino.
—Ruinas del castillo de Acacius a dos kilómetros —leyó en
voz alta —. Efectivamente, señorita, es por aquí. —Le guiñó un ojo.
—Vaya —Sacudió la cabeza mientras resoplaba—, pues creo
que tendremos que volver porque está cerrado.
—Eso tiene solución. —Javier bajó del coche y apartó la
valla.
—¡Espera! A ver si nos vamos a meter en un lío…
—No creo que pase nada. —Subió al coche —. Además, deben
haber cerrado el acceso por el mal estado del camino y, nosotros, vamos con una
todo terreno. Así que no hay problema.
Se adentraron en ese lugar. El paisaje era hermoso,
montañoso y verde, y ya no había ningún rastro de niebla. El sol imperaba en la
montaña.
—Mira, Javier: hay un hombre que nos está haciendo
señales con la mano.
—Sí, ya lo veo. Debe ser un lugareño de la zona. —Se
encogió de hombros.
Paró el coche al lado de ese desconocido y bajó la
ventanilla. Era un hombre que frisaba los setenta años de edad, con el cabello blanco
y se apoyaba con un bastón mientras pipaba un puro consumido que sujetaba con
sus dientes desgastado y amarillentos.
—Buenos días, muchachos —saludó el lugareño—. ¿Dónde os
dirigís?
—Vamos a visitar el castillo de Acacius. Es por aquí,
¿verdad? —Inquirió Javier.
—¿Habéis encontrado el camino abierto?
—No…—titubeó— Hemos apartado la valla nosotros, es que
venimos de muy lejos y teníamos muchas ganas de ver esas ruinas. Somos unos
fanáticos de todo lo relacionado con lo medieval.
—No deberíais haber entrado —Su rostro destilaba
seriedad.
—¿Es propiedad privada?
—No. Esa valla la puse yo para evitar que nadie llegara
hasta el castillo. —Hizo una calada del puro y lo tiró—. No sé si sabéis que en
esas ruinas han acontecido sucesos un tanto inquietantes.
—¿Inquietantes? —repitió Javier.
—Verás: tiempo atrás, algunos turistas que habían ido a
visitar el castillo, desparecieron sin dejar rastro. Otros, regresaron
enloquecidos o en estado de shock.
—¿Y qué decían los que lograron regresar?
—Que habían visto a los que regentaban el castillo en la
época medieval. Supongo que se refieran a sus fantasmas.
—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó con escepticismo.
—Aunque esas ruinas son públicas y pueden recibir
visitas, es un lugar maldito. Por vuestro bien os pido que regreséis.
Javier sonrió y sacudió la cabeza con incredulidad.
—Ya veo que no podré disuadiros.
—Así es. Hasta la vista —dijo al fin, antes de subir la
ventanilla y arrancar el coche.
—Javier, esas cosas que ha dicho ese hombre me han dado
un poco de miedo. ¿No crees que deberíamos regresar?
—No, ya sabes cómo son los ancianos de los pueblos de
montaña; siempre intentan evitar visitas de los turistas para que no ensucien
la naturaleza. Seguro que se lo ha inventado todo.
—¡Ya veo el castillo! —Lo señaló con entusiasmo.
Se trataba de un castillo con dos imponentes torres,
aunque estaban medio derrumbadas. Solo quedaba el esqueleto de la construcción
ya que, en el interior, no había paredes y estaba lleno de vegetación.
Aparcaron justo en frente y bajaron del coche.
—¿Entramos? —propuso Javier.
Laura asintió.
—Por internet leí que el tal Acacius murió por los
alrededores del año 998 —comentó mientras pasaban por la entrada.
—¿Esto es todo? —preguntó ella mirando a su alrededor.
—Pues sí, este es ese lugar tan aterrador que decía ese
anciano; ya te dije que nos estaba mintiendo —Se volvió hacia una pared— ¡Mira!
¡Allí hay una inscripción! Vamos a ver qué dice...—Se acercaron—. Está lleno de
polvo y no se ve bien —dijo mientras lo frotaba con la mano.
En ese momento, justo en frente de esa inscripción, unos
chispeos empezaron a brotar de la nada, formando un agresivo remolino
multicolor.
—¡Qué coño es esto! —gritó Javier intentando retroceder.
El remolino lo estaba absorbiendo.
—¡Javier! ¡Ayúdame! —vociferó, con el miedo plasmado en
su rostro. Ella se aferró al brazo de Javier, pero al final, cedieron ante ese
agresivo torbellino y los engulló.
Tumbados en el suelo y aturdidos, abrieron los ojos.
—¿Dónde estamos? —dijo Javier, poniéndose en pie y
observando a su alrededor, extrañado.
Laura hizo lo mismo. Precia que estaban dentro de un
castillo.
—¡Quietos! —se escuchó detrás de ellos.
Se volvieron y un hombre joven y fornido, con ojos azules
como dos topacios y cabello moreno, acercó la punta de su espada al gaznate de
Javier. Iba vestido con antigua indumentaria medieval.
—¿Cómo habéis entrado? Este extraño ropaje que lleváis,
¿a cuál linaje pertenece? —preguntó irguiendo la cabeza con agresividad,
mientras se oían unos sollozos de Laura.
—¿Cómo? —tartamudeó el aludido— Esto es una broma, ¿no?
De repente, apareció otro hombre.
—¡Vasallo! Llévalos a las mazmorras hasta que averigüemos
cuál es su linaje —Ordenó.
—Lo que usted diga, señor Acacius.
—Acacius —Repitió Javier al tiempo que empezó a ligar
cabos.
—Espera, ¿nos conocemos? —Acercó su rostro al de él; su
aliento desprendía un hedor muy desagradable.
—No, no nos conocemos. —Se apartó—. Creo que hemos
llegado aquí por accidente, nosotros venimos del futuro.
—¡Señor! ¡Están atacando el castillo! —apreció otro
hombre.
—Vosotros dos, no os mováis de aquí. Ahora vuelvo —dijo
Acacius, amenazador con el dedo.
Se fueron y dejaron a solas a Javier y Laura.
—Mira, cariño, allí está la inscripción que has frotado
antes de que viajarnos en el tiempo —dijo ella.
—Ahora es la nuestra, ¡vamos! —exclamó mientras se
acercaban allí.
Javier frotó de nuevo esa inscripción y volvió a
aparecer, como si de magia se tratase, ese remolino chispeante.
Fueron engullidos y, de la misma forma que habían ido
allí, regresaron.
—¡Vámonos de aquí! —vociferó Laura, mientras salían de
las ruinas apresuradamente.
—Espera. Mira, aquí hay otra inscripción —dijo él.
—¡Déjate de inscripciones y marchémonos ya de aquí!
—Subieron al coche y se fueron.
La última inscripción que vio Javier, decía:
Acacius murió el año 998. Después de acoger a dos
extraños forasteros, su castillo fue invadido y resultó herido de muerte.
Al cabo de un día murió desangrado y sus últimas palabras
fueron: “Se ganó la guerra, se perdió la vida” .
Muy buen relato, Joaquim. Mucha intriga como a mí me gusta.
ResponderEliminarMuchas gracias :)
EliminarMe ha gustado mucho tu relato, Joaquín.
ResponderEliminarMe ha gustado, felicidades Joaquín
ResponderEliminarMe gusto mucho
ResponderEliminarMuchas gracias! :)
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