La noche estaba siendo tranquila a pesar de la lluvia que caía. Era molesto pasar la vigilia mojado de pies a cabeza y con frío, pensaba Evangelos, pero los entrenaban para soportar las adversidades del clima, duros guerreros que batallaban por el rey de Macedonia, y esa agua era una insignificante molestia en comparación con una nevada. El río crecía a pasos agigantados bajo sus pies, pero no había nada que temer: desembocaba en el inmenso mar.
Su
compañero de guardia estaba al otro lado de la puerta, tiritando. Era muy
joven, apenas habría cumplido los veinte, pero se mantenía firme y dispuesto a
aguantar.
Evangelos
miró al frente al oír un ruido por encima de la lluvia.
—¿Has
oído eso, Dray? —le preguntó al joven.
Su
compañero desvió la mirada hacia él y negó con la cabeza. El labio inferior le
temblaba.
Pero
Evangelos siguió escuchando, cerró los ojos e intentó apartar el sonido
incesante del aguacero. El ruido se hizo cada vez más intenso, algo se acercaba.
Las pisadas rebotaban contra el suelo, veloces.
—¡Un
caballo! —dijo en el instante en que el animal trotaba sobre las tablas del
puente de madera.
—¿Quién
va? —se adelantó Dray desenvainando la espada.
Evangelos
no se quedó atrás y avanzó unos pasos justo cuando el cuadrúpedo era detenido
por su jinete, que saltó al entablado.
—Tengo
que ver al rey de inmediato —exigió una voz de mujer que agarraba un bulto
envuelto sobre el brazo.
Dray
levantó la espada con manos temblorosas, se notaba que no estaba acostumbrado
al peso del arma.
Evangelos
fue a preguntar quién era ella cuando la mujer, en un veloz y atrevido
movimiento, apartó la espada con la mano y se la llevó a la espalda.
El
guardia más experimentado advirtió lo que ocurriría segundos antes de poder evitarlo.
La
mujer cayó al suelo. Su rostro mostraba la sorpresa del momento, y Dray abría
los ojos y apretaba los dientes como si fuera incapaz de concebir que hubiera
herido a una persona. Evangelos le pidió que se retirase hacia atrás.
—¡Pensé
que iba a sacar un cuchillo! —tartamudeó Dray al ver que la mujer simplemente
cerraba el puño libre con fuerza. Aún sujetaba aquel bulto que no parecía
querer soltar.
Evangelos
fue a agacharse cuando un anillo vino rodando hasta sus pies. Lo recogió y lo
examinó.
—¿La
estrella argéada?
Dray
se acercó casi con timidez. Incluso él sabía qué significaba ese símbolo.
—No
puede ser —dijo al observar el sol con los dieciséis rayos que lo
caracterizaban—. ¿Quién se atreve a forjar una imitación del anillo del rey?
Evangelos
le dio la vuelta, buscando la firma del orfebre.
—Es
auténtico —corroboró su compañero—. Lleva la marca de Aleko Phileas.
El
joven guardia se tambaleó y devolvió la mirada a la mujer como si supiera que
lo iban a crucificar por lo que había hecho.
El
más veterano se sintió responsable y se acercó a la moribunda que perdía sangre
sin poder evitarlo; apenas daba muestras de seguir con vida. Evangelos fue a
arrebatarle el bulto que sujetaba y la mujer se removió, intentado protegerlo,
cuando se oyó un llanto. Algo se movió bajo el envoltorio de tela, el hombre se
impuso a las protestas de la desconocida y le arrebató al bebé que empezaba a
berrear.
La
mente de Evangelos trabajaba a marchas forzadas.
«Que
aparezca una mujer en plena noche, con un bebé en brazos y que exija ver al rey
portando su anillo, no es una buena señal».
La
puerta de entrada al castillo se abrió con estrepito. En el umbral, recortado
por las antorchas que iluminaban el patio interior, había un hombre con túnica:
el anciano filósofo invitado por el rey. Era imposible no reconocerlo, pensó
Evangelos, que se puso en pie.
—Señor
—se inclinó en una reverencia.
El
anciano se adelantó unos pasos y solo con echar un vistazo entendió la
situación. Lo había visualizado en las estrellas esa misma noche, era por eso
que se hallaba despierto a esas horas tan intempestivas, pero hasta que no
había oído el llanto en la entrada del castillo, no había creído demasiado en
aquel mensaje oculto que pocos podían leer. Después de todo, no era la primera
vez que se equivocaba, pero con más satisfacción que temor, cogió al niño en
brazos.
—¿Sabéis
quién era ella? —preguntó.
El
guardia negó.
—Solo
dijo que quería ver al rey, pero hubo un momento en que pensamos que sacaría un
cuchillo y…
—Entiendo
—dijo Aristóteles, mirando con pena el cuerpo sin vida de la madre del bebé que
no dejaba de llorar a pleno pulmón.
—La
mujer llevaba esto. —Evangelos le dio el anillo.
Aristóteles
ya no tuvo ninguna duda sobre sus observaciones astrales; la ruleta del destino
había empezado a girar.
—Llevad
a la mujer a mis aposentos con la mayor discreción —les pidió a los guardias—.
Yo me encargaré del niño.
Evangelos
y Dray asintieron.
El
anciano entró en el patio del castillo, dio un rodeo, evitando la entrada
principal y, entró por la puerta que accedía a la cocina; a esas horas estaría
vacía. Recorrió los pasillos en la absoluta oscuridad, alzando los pies donde
recordaba que había deformaciones en la piedra, y llegó al dormitorio. Se
acercó a la lumbre, dejó al bebé sobre la alfombra y lo despojó de la manta
empapada que le envolvía. El niño dejó de llorar al instante, abrió los ojos y
miró al anciano con fascinación. Aristóteles pudo confirmar todavía con más
vehemencia que los astros no habían engañado a sus cansados sentidos: la nariz,
los ojos, el mentón… era el elegido. Pero eso significaba problemas.
—Tendrás
que ocultarte hasta que llegue el momento —le susurró. El niño rio como si
supiera de qué hablaba—. Pero ahora tendrás que perdonarme.
Aristóteles
miró el anillo de oro forjado por el mejor orfebre de todos los tiempos. Acercó
el emblema al fuego y, cuando creyó que estaba lo suficientemente caliente,
levantó el brazo izquierdo del niño e imprimió allí el único símbolo que
delataría su procedencia.
El
crío berreó como si le hubieran clavado mil cuchillos encendidos.
El
anciano corrió a por el ungüento que calmaba el dolor de las quemaduras y se lo
aplicó, le vendó el pecho y los cubrió con otra manta. Antes de que los
guardias aparecieran con el cuerpo de la mujer, el niño había dejado de llorar.
Cuando
Aristóteles volvió a quedarse a solas, reconoció el estado de la madre, pero
apenas reaccionaba. Había perdido muchísima sangre y no le quedaba mucho para
pisar el reino de los cielos. Rezó una plegaria por ella. Pero no había tiempo
que perder.
Cogió
un cesto de mimbre grande, donde depositó al bebé, se cubrió la cabeza con la
capucha de la túnica y salió de la habitación. Recorrió los pasillos en
silencio hasta llegar a la cocina donde preparó un fardo con comida, se dirigió
hacia las caballerizas, ensilló a su caballo y salió al galope cuando los
guardias le abrieron la puerta. Por suerte para ambos, la lluvia había cesado,
y aunque el anciano ya no presumía de fortaleza para cabalgar durante horas, pero
tenía que alejar a ese crío de la corte. Más tarde le contaría al rey lo
sucedido.
Solo
había una persona de fiar a quien le confiaría la vida del pequeño, alguien que
había cuidado de otras personas hasta que sufrió aquella desgracia.
Aristóteles
arreó al caballo, alentado por llegar cuanto antes a la cabaña que conocía a la
perfección. Era uno de los pocos que sabía dónde se ocultaba aquella mujer que
había hecho tanto por los demás cuando los demás no habían hecho nada por ella.
El egoísmo del hombre era una aberración, en su humilde opinión.
Los
primeros rayos del sol ya despuntaban cuando visualizó el camino. Había cruzado
el bosque, recorrido un par de pueblos y se había adentrado en la montaña que
los aldeanos temían. Era inevitable que las leyendas recorrieran las regiones,
y se decía que estaba embrujada. «Meras supersticiones».
Poco
después, detuvo al caballo delante de una gruta. Ató las riendas del animal a
una roca grande y descendió por el empedrado resbaladizo, agarrándose con la
mano libre a la pared rocosa. Anduvo varios pasos más hasta apreciar el verde
que surgía de entre las rocas; casi había llegado. Pisó el suelo de tierra y
admiró la mitad de la casa construida dentro de la montaña: un páramo oculto a
la vista de todos.
—Teresa,
¿estás aquí? —gritó. A la mujer no le gustaban los extraños, pero él no lo era,
aunque hacía meses que no la visitaba.
La
sombra inquieta del interior se volvió hacia la puerta. Reconocía aquella voz,
pero nunca antes le había notado aquel tono de urgencia. Aquel anciano era el
único que se había preocupado por llevarle comida y medicinas de vez en cuando,
aunque ella sabía cuidarse sola. Se acercó a la ventana y le observó a través
de la cortina. Del brazo le colgaba un fardo y un cesto que parecía contener
algo vivo en el interior. No dejaba de moverse.
—Por
favor, Teresa, necesito que salgas.
La
mujer se quedó tensa. Había angustia en la mirada de Aristóteles, pero también
cansancio y pesar. Meditó si debía salir o por el contrario dejar que se fuera
pensando que ella no estaba dentro, pero un gorgorito que salió de la cesta la
atrajo hacia la puerta y abrió.
Aristóteles,
que no pretendía asustarla, dejó el fardo y el cesto en el suelo, y le explicó
con brevedad lo que sucedía.
—Quédate
con el niño, Teresa. Cuídalo, aliméntalo para que se haga fuerte hasta que
llegue el día en que el mundo conocerá su existencia. Os alimentaré a los dos,
traeré medicinas y ropa. Solo tendrás que ocuparte de él.
Teresa
dejó el refugio y se acercó al niño, ocultando el rostro bajo la capucha.
Llevaba años sin dejarse ver, desde que la habían echado de la aldea,
apartándola de la sociedad por su desagradable aspecto. Se acuclilló frente al
cesto. El niño no dejaba de mover las manos, ignorante de lo que ocurría a su
alrededor. Sonreía sin pensar en el destino que le aguardaba si sobrevivía. Sin
pensar, cargó con él y el fardo y se dirigió hacia la casa.
—Muchas
gracias, Teresa. El cielo te recompensará por esto.
Pero
la mujer ya había cerrado la puerta y no escuchaba. Dejó al bebé frente al
fuego y apartó la manta que lo abrigaba. Se asombró al ver el vendaje que le
cubría el pecho y lo despojó de él. La marca recién hecha brillaba roja, no
estaba hinchada ni infectada. Aunque llevaba años sin socializar, sabía lo que
significaba.
«El
hijo del rey Alejandro Magno».
Aun
se quedó más estupefacta por aquel descubrimiento.
«Nunca
pensé que me seleccionaran».
Bonito relato, me ha gustado
ResponderEliminarBuen comienzo, Yolanda
ResponderEliminarUn relato genial, Yolanda. Me ha encantado el ritmo. Felicidades!
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