Como cada Halloween, un grupo de escritores de terror se
dirigen a su encuentro anual en el pueblo olvidado de El cuervo negro. Durante
el resto del año está deshabitado, solo los ganaderos de las pocas granjas de
los alrededores lo atraviesan, junto con el ganado de camino a los pastos. Sin
embargo, en estas fechas, se llenan de turistas que buscan emociones que nunca
encuentran, hasta hoy.
—Howard, no entiendo por qué siempre vamos al mismo sitio.
Deberíamos cambiar de lugar, quizás así logremos alguna vivencia terrorífica
—dijo un hombre desde el asiento de atrás de un coche en marcha, disfrazado con
una peluca negra de pelo corto y rizado, con la frente despoblada, aplastándose
el bigote con dos dedos para pegarlo bien a su piel.
—Se trata de reunirnos, no de encuentros paranormales,
Edgar —contestó el caballero que viajaba a su lado, vestido de traje negro, chaleco
y pajarita, con el pelo repeinado hacia atrás y gafas circulares.
—¡Mirad, hay un coche parado al lado de la carretera! Podrían
necesitar ayuda —avisó el conductor del vehículo de alta gama, un hombre
robusto, que parecía incómodo al llevar traje, chaleco, gabardina y corbata,
además de barba y bigote postizos.
—De acuerdo Bram,
tú siempre tan samaritano —contestó molesto el copiloto que también iba
trajeado, además de llevar una peluca muy poblada negra y un gran bigote con
una perilla pequeña — Stephen, pregunta tú que estás más cerca del camino.
—De acuerdo, Guy —dijo un hombre canoso, con gafas de
montura oscura, vestido con camiseta negra donde resaltaba el dibujo de una
carabela tocando la guitarra, asomándose desde su ventanilla y sacando casi
medio cuerpo al exterior— ¿Necesitáis ayuda?
—No, no. Estamos bien. Sigan su camino.
Los cinco hombres se marcharon extrañados, sin poder dejar
de mirar el interior del coche, aparcado en el inicio de un camino de tierra,
donde una mujer abrazaba a una niña pequeña. Tenía aspecto de haber llorado.
Pensaron que se trataba de una disputa familiar y no quisieron molestar.
Cuando el vehículo estuvo lo bastante lejos, la mujer soltó
a la niña y la sentó a su lado. La consoló, tocándole la carita con mimo y se
dirigió hacia su marido que aporreaba el volante del vehículo:
—¿Dónde vamos a ir ahora? Lo hemos perdido todo.
—Yo no tengo la culpa, Irene, la tenéis vosotras dos que me
habéis gafado. Hubiera ganado de no ser por…
—Has perdido nuestra casa y todo lo que poseíamos en una
partida de póker. Estamos sin nada.
—¡Calla a esa niña! Estoy harto de vosotras, solo me traéis
problemas. Nos hemos quedado sin combustible. Voy a echar gasolina, tengo un
bidón en la parte de atrás. Tú mientras saca a esa mocosa y que mee, no vaya a
mojarme toda la tapicería.
—¡No le hables así, es tu hija! Sal cariño que estiraremos
las piernas —dijo Irene a la pequeña Daniela que sollozaba sin atreverse a
levantar la cabeza.
Mientras el hombre abría el maletero, una idea relampagueó
por su mente. Sin pensarlo más, cogió el bidón, abrió el tapón y se acercó a Irene
que estaba de espaldas. Su hija, en cuclillas, intentaba orinar cerca de un
árbol. En un arrebato, roció a la mujer con la gasolina y sacó un encendedor de
su bolsillo. Al acercar la llama, el cuerpo comenzó a arden sin control, sin
que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Daniela, al darse la vuelta y ver a
su madre, intentó acercarse a ella para ayudarla, pero la bola candente se le
adelantó rápidamente y le pegó un empujón. La pequeña cayó al suelo lejos de su
fuego, todavía con los leotardos rosas a medio subir. La mujer se desplomó
también, envuelta en llamas. Casi con una voz diminuta dijo:
—¡Corre! Vete lo más deprisa que puedas hasta que estés muy
lejos.
Daniela, sin saber qué hacer, se quedó inmóvil en la tierra,
hasta observar la cara de su padre. Parecía poseído, disfrutando al ver arder a
su esposa. Luego cambió de postura y la miró a ella con ansia. La pequeña, al saber
que sería la próxima, decidió levantarse, subirse los leotardos torpemente por
el pánico y salir corriendo lo más deprisa que pudo, hacia una arboleda que enfilaba
el borde de la carretera. Corrió y corrió, tropezó varias veces hasta dañarse
las rodillas, los codos y la frente.
Cuando se daba por vencida, agotada y desolada, escuchó un
ruido que provenía de un grupo de gente que se encaminaba por el otro lado del
arcén. Aunque sorprendida, porque todos parecían disfrazados de monstruos,
brujas y zombis, se intentó acercar a ellos, pero le fallaron las fuerzas en el
último momento y quedó tirada al borde del asfalto, desfallecida.
A los pocos minutos, una camioneta con una pareja disfrazada
de vampiros, notó algo extraño cuando se encaminaban hacia el pueblo. La
conductora paró el vehículo, lo acercó al arcén y dijo:
—¡Ven, deprisa! Me ha parecido ver algo.
—¡Hay una niña tirada en el suelo! —exclamó el acompañante,
bajando con urgencia de su asiento y afanándose en retirar unas ramas que le
impedían llegar al cuerpo— Parece herida.
El hombre la cogió en brazos y la subió a la parte trasera
de la camioneta. Entre los dos la estiraron y la mujer le lavó la cara con un
paño humedecido en agua, apartando los caracolillos azabaches de su frente, hasta
que la niña reaccionó.
—¡Gracias a Dios! ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas y tú
familia…?
—Daniela, me llamo Daniela. Mi madre ha muerto —dijo la
niña sollozando—, mi padre la ha quemado con un bidón de gasolina y ahora
quiere matarme a mí.
—¡Dios santo, es terrible, pobre criatura! No te preocupes,
Daniela. Yo soy Mariona y este es Pepe, mi marido. Nosotros cuidaremos de ti.
Nunca dejaremos que te encuentre —aseguró la mujer, recordando sus cinco abortos,
cuyas cruces se enfilaban en la parte de atrás de su granja.
—¿Estás segura, Mariona? —preguntó el hombre con una cara
entre ilusionado y asustado.
—Sí. Debemos ayudarla. Además, nosotros… ¿Tienes la piel de
lobo que mataste el año pasado? —preguntó la mujer— La disfrazaremos y nadie
podrá encontrarla. Vivirá con nosotros. Nadie pasa por nuestra granja. Allí
estará a salvo —dijo Mariona, al ver que el hombre asentía con la cabeza.
—Antes iremos al pueblo para comprar bastantes provisiones.
Así no tendremos que salir de nuestra granja hasta que pase todo.
Al estar de acuerdo con el plan, entre los dos adultos incorporaron
a la niña con cariño y él le puso encima una piel de lobo disecada que guardaba
en una caja. La mujer se lo ató con una cuerda fina al cuerpo, teniendo cuidado
con sus heridas. La parte de la cabeza hueca del animal le tapaba completamente
el rostro infantil, menos la nariz y la boca. La pequeña les sonrió levemente
al intentar imaginarse vestida de esa manera. Después se montaron los tres en
la parte delantera del vehículo y se fueron al pueblo.
.Al llegar, no contaban con que un vehículo los seguía de
lejos. Las calles estaban abarrotadas de gente disfrazada que les impedían
avanzar, pero finalmente consiguieron aparcar en un descampado cerca del
cementerio. El coche que los acechaba lo hizo también, distanciándose unos
metros de ellos.
Cuando bajaron, se encaminaron hacia el único supermercado
abierto. Antes de poder girar la esquina, se toparon con un desconocido para
ellos, no para la niña. Parecía enloquecido. De entre las ropas quemadas en
varias partes, sacó un revólver que guardaba en la parte trasera del pantalón y
apuntó a la pareja desprevenida. Primero disparó a la frente de la mujer que
agarraba a la niña, después le tocó el turno a su acompañante. Cayeron los dos fulminados
al suelo, cerca de la pared. Entre la multitud, nadie se dio cuenta de nada,
pensando que eran dos borrachos que se habían pasado con la celebración. Ni si
quiera se sorprendieron de los disparos, semejantes a los muchos que se
escuchaban en la fiesta.
La niña se quedó inmóvil durante unos segundos, miró a la
pareja muerta e ignorada y luego a su padre, hasta que algo que no pudo
determinar le susurró:
«¡Corre. Corre todo lo que puedas y escóndete!»
Así lo hizo. Se entremezcló entre la corriente de gente que
la arrastró hacia el cementerio. Al pasar la verja metálica se sorprendió al
ver que los bordes del camino estaban iluminados con velas y las tumbas
decoradas con calabazas con luz en su interior. La gente comenzó a gritar
divertida, metiéndose en su papel con el disfraz que llevaban. Asustada, Daniela
pensó en volver y salir de ese lugar, pero alguien la cogió de la mano y le
dijo:
—Nosotros cuidaremos de ti.
En un acto reflejo la miró. Era una mujer con las
vestimentas rotas y manchas de sangre por la cara y el resto del cuerpo
visible. Desprendía un hedor a huevo cocido y su tacto se asemejaba una
zanahoria hervida y fría. A pesar de su horrenda presencia, le sonreía
tiernamente y se dejó guiar. Varios individuos, vestidos como su acompañante,
la rodearon, protegiéndola a la vez que la miraban con cariño. La niña no podía
dejar de mirar pasmada, recorriendo de uno en uno, todos los que suponía eran
sus disfraces, tan reales y hasta asquerosos. Incluso llevaban gusanos que le parecían
vivos enganchados en sus cuerpos verdosos.
—¡Te he encontrado, pequeña cabrona!
Al escuchar la voz de su padre, Daniela se giró y vio la
cara del asesino de su madre, apuntándola con la pistola que mató a las dos
personas que intentaban ayudarla. Cerró los ojos de terror al imaginarse muerta
como ellos, pero cuando los abrió no había nadie. Su padre había desaparecido.
Se giró hacia la mujer que le cogía de la mano con un gesto amable y le sonrió
también.
Sin saber dónde estaba, se dio cuenta de que la guiaban
hacia un agujero en la tierra, cerca de un alto muro. Bajaron por unas
escaleras muy empinadas y viejas hasta llegar a una especie de sala sin
ventanas. El tufo acumulado casi la hace desfallecer. Daniela pensó que se
encontraba de una cueva profunda donde el aire se había podrido. También estaba
iluminada con velas por el suelo que bordeaban toda la estancia, como el
exterior y dejaban al descubierto varias hendiduras en las paredes, donde se
cobijaban ataúdes abiertos. En el centro había una gran mesa de piedra, donde
la sentaron. Extrañada, vio como sus acompañantes se quedaban inmóviles a su
alrededor, observándola y esperando algo que la pequeña todavía no sabía que
estaba a punto de aparecer. Extrañamente, Daniela no sentía miedo.
La pequeña también los observaba embelesada, sobretodo sus
vestimentas que parecían más vivas que ellos mismos. Hasta que una corriente
extraña descendió por las escaleras acompañada de cenizas candentes. Entre
ellas apareció la figura de una mujer en llamas que llevaba agarrada en su mano
derecha un corazón todavía palpitante. La reconoció: Era su madre, y también
observó con cierto agrado lo que supuso que eran los restos de su padre. El
cuerpo bajó despacio, sinuoso, con su aura luminosa y envuelta en copos de
nieve grises. Cuando la tuvo cerca, la imagen se agachó y le dio un beso en la
frente que a ella le pareció helado y se sentó junto a su lado. Sin dejar de
mirarla, dejó los restos humanos en el suelo. Al abrazarla, Daniela sintió
consuelo. Se sentía cansada y se estiró en la piedra. Ya no estaba fría sino
que emanaba un calor agradable y sin darse cuenta, se quedó profundamente
dormida.
Amanecía un día gris que iluminaba el solitario cementerio.
Los restos de velas quedaban esparcidos por todas partes en pequeños puntitos,
haciendo regueros en el camino. Varios hombres se habían quedado rezagados,
charlando, sentados en las escaleras de un mausoleo acordonado. Mientras se
acababan una botella de whisky, pasándosela de uno a otro, comentaban los
acontecimientos de la noche:
—¿Decías que nunca pasa nada en El cuervo negro, Edgar?
—preguntó el hombre del bigote postizo, mientras se lo acariciaba pensativo—
Por lo menos hay tres muertos. Y digo por lo menos, porque solo se ha podido
encontrar el cuerpo entero de la mujer y del hombre que tenían un disparo en la
frente.
—Es un misterio lo que ha podido ocurrir, como los tuyos, Stephen
—aseguró otro de los hombres, mientras se quitaba las gafas circulares y las
limpiaba con la solapa de su traje negro— Han aparecidos restos humanos
desperdigados por todas partes. Parece ser un hombre, pero es difícil afirmarlo,
está desmembrado y el torso partido en dos hasta la cabeza. Tendrán que
recomponerlo pedazo a pedazo. He escuchado que le han arrancado el corazón de
cuajo y no lo han encontrado.
—Si no hubiéramos bebido tanto, Howard, tendríamos la mente
clara. Seguro que la clave está en ese corazón desaparecido. Crimen pasional,
seguro. Estará escondido en alguna tumba —dijo el portador de la botella, al
echarle un nuevo trago. Después se limpió la camiseta negra de un manotazo de
alguna gota que se le había caído de la boca.
—Mejor nos vamos, que ya hemos tenido bastante con este año.
Espera… ¿No escucháis un viento extraño? —preguntó el hombre de la barba y
bigote postizos, levantándose de los escalones y alisándose la gabardina con
las manos.
—Me parece bastante misterioso, sí. Te sigo Bram, vamos a
ver que es — dijo el hombre de la peluca negra, muy poblada, de gran bigote y pequeña
perilla, mientras se levantaba también y lo seguía.
—¡Por aquí hay un hueco que da a unas escaleras! Parece que
el viento viene del interior, ¡Vamos!
Los tres restantes, sorprendidos, se levantaron de las
escaleras y, uno tras otro, fueron descendiendo por unas escaleras empinadas,
hasta llegar a una sala oscura. Uno de ellos, el que llevaba la camiseta negra,
rebuscó entre los bolsillos de sus pantalones oscuros, sacó un mechero y lo
encendió. El suelo resurgió cubierto de cenizas que resaltaban más la piedra
blanca central, donde parecía haber algo encima de ella.
—Deprisa, es un lobo, salgamos de aquí.
—No, no. Es un niño, Edgar. Lleva un disfraz de lobo.
—¿Qué hace solo en este lugar tan tétrico? Mirad, está
rodeado de criptas cerradas. Esto deben ser las catatumbas o el mausoleo
secreto de las ánimas impuras. Ya sabéis, los que se han suicidado.
—Stephen, no me gusta nada este lugar, deberíamos irnos de
aquí cagando leches. ¿Que hay a tu lado, en el suelo? Dios mío, es un corazón humano.
Cuanta sangre… Me parece que hemos descubierto lo que falta de la última
víctima.
Con el ruido, la niña comenzó a despertar y al mirar a los
hombres se asustó. Pero uno de ellos, se le acercó y se despegó el bigote
postizo, para después volvérselo a pegar y le dijo:
—No te asustes, estamos disfrazados, como tú. ¿Estás bien?
—Sí, supongo. Pero, mi madre y mi padre han muerto —dijo la
niña echando una mirada triste al suelo y luego al órgano humano que había a su
lado.
—¿Qué ha pasado, chico?
—¿Quién los ha matado?
—Guy, Howard, no le agobiéis, está muy asustado. Hay que sacarlo
fuera de aquí. Cuanto antes nos alejemos todos de este lugar, mejor. ¡Me dan
escalofríos!
El hombre más robusto cogió a la niña en brazos y la tapó
con su propia gabardina para preservarla del frío del exterior y le dijo:
—No te preocupes. Nosotros cuidaremos de ti.
Los demás lo siguieron hacia la salida. Mientras avanzaban en
silencio por los primeros escalones sintieron un escalofrío, al percibir una
brisa que los acompañaba en sus pasos.
En ese instante, la niña giró la cabeza para observar el interior.
A pesar de la oscuridad, se notaban las cenizas que se removían y se encendían
en escamas candentes que empezaron a moverse en círculos haciendo desaparecer el
corazón ensangrentado del suelo. Después, Daniela sonrió y volvió la cara hacia
la luz que se apreciaba en la salida, seguido de sus acompañantes que
charlaban, ajenos a su visión:
—Hay que salir de aquí, tengo los pelos de punta debajo de
esta peluca.
—Avisaremos a la policía y averiguaremos lo que ha pasado.
A mí también me pica horrores esta barba y la perilla.
—Chico, mientras todo se soluciona te quedarás con
nosotros. Supongo que no habrá problemas. En este pueblo maldito no te puedes
quedar. Todo ha acabado. —dijo el hombre de la gabardina al llegar al último
escalón, agachándose y posando dulcemente a Daniela en el suelo —Pero, si es
una chica. ¿Cómo te llamas, pequeña? —Preguntó sorprendido, destapándole la
cabeza de la piel de lobo y resurgiendo una cascada de rizos negros de su
frente.
—Daniela.
Cuando todos hubieron divisado el exterior, la luz les
cegó. Pero sin demora, se encaminaron hacia la salida del cementerio,
aplastando con sus pasos las miles de gotitas de cera que se negaban a
abandonar la festividad de Halloween.
Sin embargo, Daniela sabía que todo no había acabado. Una brisa
envuelta en cenizas candentes comenzó a subir por los peldaños, siguiendo los
pasos de los cinco hombres y la niña, agarrada de la mano del más robusto,
persiguiéndolos a lo largo de todo el camino. De vez en cuando, Daniela giraba
la cabeza para cerciorarse de que no se encontraba sola y de que su madre
cuidaba de ella.
Me ha gustado mucho el planteamiento y enfoque, la historia. Pero me falla un poco el ritmo. Creo que has ido deprisa, como si te faltase tiempo o si hubieses recortado. Me da la impresión de que había más relato, el cuerpo me pide más. Porque se lee con gusto.
ResponderEliminarMuy observador, Héctor. Es cierto que el relato está recortado, y que Merche lo reescribió deprisa, pero lo hizo porque hablé con ella y eran necesarios esos cambios. El original estaba bien narrado y explicado, y ahora ha cambiado el personaje y parte de la trama. Muy observador, y eso me gusta :)
EliminarGracias, Héctor. Lo tengo en cuenta. Me queda mucho por aprender. Un saludo.
ResponderEliminarSabes que esta vez eran necesarios los cambios, Merche. No te preocupes si al recortarlo se ha perdido algo :)
EliminarLo sé, José. Agradezco mucho tu ayuda y también la opinión de mis compañeros. Estamos aquí para aprender y, por supuesto, absorbo toda enseñanza. Muchas gracias.
EliminarYa me extrañaba... por eso me atreví a decirlo. No me cuadraba nada en Merche, que suele cerrarlo mucho más.
EliminarA mi me ha gustado, Merche! Sigue así
ResponderEliminarMuchas gracias, Yasmina.
ResponderEliminarPues a mi me ha encantado. Y menos mal que me has dicho que las cenizas que le seguían eran de la madre, porque ya estaba temblando temiendo que la pobre Daniela se fuera a quedar sola. Enhorabuena amiga
ResponderEliminarMuchas gracias, Ana. Agradezco tu comentario. Un abrazo enorme.
ResponderEliminarEscalofriante, Merche. La historia me ha gustado mucho, los hechos más trágicos se quedan, como pantallazos, grabados en la mente. Alienta a seguir leyendo y saber que le sucede a la niña.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Puede que me decida y continúe la historia en otro relato. Un abrazo.
ResponderEliminarMe ha atrapado y creo que el final es muy acertado. Felicidades, Merche!
ResponderEliminarMuchas gracias, Iván.
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