No podía dormir, todo
el mundo estaba con la fiesta de Hallowen metida en la cabeza. Disfraces,
decoraciones, calabazas, esqueletos… Había optado por recluirme en el silencio
de la noche para leer. No me habían invitado, tampoco pensaba ir, pero estaba
viviendo todos los preparativos como si formara parte de ello. ¡Mis hermanas y
sus amigas me estaban volviendo loco! Rehusaba ese tipo de celebraciones, me
parecían absurdas. “Es un caso perdido”,
se decían entre ellas, tachándome de aburrido y rancio, mirándome como si
viniera de otro planeta; así que pronto dejaron de insistirme con sus rebuscadas
e insistentes invitaciones. Todos los años se repetía lo mismo.
Miré por la ventana y
observé el color dorado de la luna que emergía entre nubes amarillentas, abriéndose
paso desde otras más umbrías; convertían aquella oscuridad en el principio de
una película de miedo, de ésas de antes, en blanco y negro. Hasta podía
escuchar la música siniestra, el chirrido de la puerta. Recordé como de pequeño
me aterrorizaban, las veía escondido desde mi habitación, pero lo que más me
asustaba era rememorar sus imágenes. Todavía conservo nítida en mi mente la
figura de un hombre ensangrentado que, andando a gatas, aparecía entre las
cortinas del pasillo que daba a mi cuarto, y que volaban abriéndole paso. Aún
dudo que fuera un sueño, tan real y angustioso fue para mí. Los monstruos me
perseguían durante días y siempre miraba con precaución antes de entrar en
cualquier habitación oscura apresurándome a encender la luz, no fuera a suceder
que, oculto entre las sombras, quedara algún espectro engendrado por mi
recalcitrante imaginación.
Sonreí imaginándome lo que en un par de días
serían las calles a esas horas, repletas de zombis tambaleantes, hermosos y
pálidos chupasangres, algún drácula tradicional desorientado, estilizados y
terroríficos hombres lobo, y esos abundantes personajes que pululaban por las
modernas películas actuales. Prefería los clásicos. De nuevo, no pude evitar
una sonrisa al imaginar a Mary Shelley
ideando su espeluznante Frankenstein o a Bram Stoker ofreciéndonos la idea
inmortal del vampiro por excelencia.
En medio de toda esa
vorágine de adultos vestidos de ficción, se dejaban ver familias enteras
acompañando a sus vástagos en el “truco o trato”, costumbre que en los últimos
años se había popularizado en nuestra vecindad. De verdad, que no sé qué me daba
más miedo: si aquellas pequeñas criaturas con sus ojos suplicantes; o los
mayores, con esa osadía que nos da el sentirnos anónimos bajo capas de
maquillaje y telas que nos enmascaran y transforman
en desconocidos hasta para nosotros mismos. Desconocidos, capaces de cualquier
locura en una noche en la que todo es posible.
Volví a mis letras. Curioso
que estuviera enfrascado en historias de otro tiempo, en medio de sepulturas o
majestuosos sepulcros, cuyas estatuas, de una belleza sobrenatural, cobraban
vida y venganza a los vivos, que creían tener el poder de retar a la muerte. Becquer
y sus leyendas. Lecturas de otros tiempos, que me traían recuerdos de aquellos
miedos de niño.
Sin poder evitarlo, me
vi inmerso en medio de una neblina espesa, de un gentío extraño y variopinto,
envuelto en capas negras, vendas raídas que dibujaban cuerpos inertes, levitas
de antaño e insólitos sombreros de copa decimonónicos, altísimas Morticias de
perversos y sangrantes labios encarnados, encorsetadas vampiresas con largos y
sugerentes vestidos de época. Creo que estaba en una fiesta de Hallowen, si así
fuera ¿qué clase de fiesta era y cómo había llegado a ella?
Eché un vistazo a mi
alrededor y vi una barra al fondo atendida por esqueletos fosforescentes que
servían copas y bebidas sin parar. Del techo caían dramáticas telarañas que
parecían querer atrapar, en calma y en silencio, a cada uno de los visitantes
de aquel extraño mundo en el que me había internado. En las paredes se abrían
corroídos ataúdes, ofreciendo un mullido y aterciopelado descanso a quien se
arriesgara a sentarse en tan peculiares sillas. Todo el espacio estaba
iluminado por velas encerradas en calabazas de distintos tamaños que esparcían
sombras por todo el espacio circundante; y al fondo, en lo que parecía una gran
pantalla, se proyectaba una espectacular ventana por la que una luna gigantesca
asomaba y prestaba su luz, lívida y blanquecina, en contraste con la calidez
anaranjada de las agujereadas calabazas. A lo lejos, las cruces y panteones de
un antiguo cementerio eran testigo de la diversión insensata de un montón de
personas que olvidaban que, en esa noche de difuntos, un invitado especial se
paseaba entre todos los asistentes a las mil y una fiestas que adornaban el
planeta. La muerte se paseaba entre ellos, buscaba candidatos a su mortal
festín; aquella noche más que ninguna otra, y se divertía, pálida y siniestra, mezclándose
con aquellos que tenían los días contados, las horas quizás.
En el otro extremo del
enorme salón, una historiada mesa cubierta con un mantel bordado, e iluminada
con recargados candelabros, ofrecía toda clase de manjares, tanto dulces como
salados, sus formas eran extravagantes, y para mi nada apetecibles, puesto que
reproducían cerebros, dedos cortados, cócteles de ojos ensangrentados, trufas
en forma de arañas de largas patas, lápidas de chocolate, galletas fantasmas y
un largo etcétera de bocadillos y aperitivos que repetían motivos asociados con
la temática de la fecha. Quizás fuera verdad que no tenía mucho sentido del
humor. Había gente ya alrededor de la
mesa, menos selectos que los que me sorprendieran en un primer instante; más
famosos, eso sí: Fredy Kruegger conversaba alegremente con Jason, que había
abandonado su motosierra encima de la mesa. Al lado, unas cuantas niñas del
exorcista reían a carcajadas las gracias de un apuesto sacerdote que parecía
estar eligiendo a cual de ellas exorcizar. Por el otro lado, se aproximaban
Pennywise, el perturbador payaso de Stephen King, y el larguirucho y anodino Slender
Man para unirse a un grupo de siete brujas de largas melenas pelirrojas que
acababan de dejar sus escobas en el lateral de la entrada, en un lugar que se
había dispuesto para este tipo de vehículos. Todo estaba pensado. Me daban
ganas de acercarme a comprobar si eran de verdad.
Un gato negro de
grandes dimensiones y ojos luminiscentes presenciaba toda la escena desde lo alto de un
altavoz que reproducía el aullido escalofriante de los lobos. Su presencia
felina me hizo recordar a Edgar Allan Poe. Me resultaban más familiares sus
relatos que aquella retahíla de personajes de películas que no había visto y
que se exhibían en distintas pantallas repartidas por toda la estancia.
La zona de los
servicios se había habilitado como la entrada a una cueva y, según pude
observar, cada vez que alguien se internaba en ellos una banda de murciélagos salía
chillando despavorida; un efecto de luz y sonido bastante llamativo y bien
conseguido. No conocía aquel lugar, si era una sala de fiestas, debía ser toda
una novedad, tampoco era capaz de situar el cementerio que se veía a través del
ventanal y que concentraba toda mi atención desde que me di cuenta de que no
era una proyección. No parecía tener grandes dimensiones, sin embargo, la vista
no alcanzaba su fin, se disipaba en un
mar de niebla que rescataba contornos pétreos de ángeles protectores y grandes
panteones sobresalientes entre las numerosas cruces repartidas por sus
distintas calles.
La verdad es que no me
sentía nada tranquilo en aquel ambiente donde nadie era quien parecía ser sino
que representaba esa parte oculta que todos tenemos dentro y que, sin duda, nos
hace elegir a uno u otro personaje para disfrazarnos; al menos, eso es lo que pienso.
Todo aquello que nos lleva a hacer una elección en nuestra vida representa algo
de nosotros mismos. Además sentía la incómoda sensación de ser observado. Una
sensación que me perseguía ya desde hacía un rato. Me detuve en medio de la multitud, y observé a
uno y otro lado por encima del hombro, pero no vi nada extraño, así que
continué mi camino.
Varias personas, me
saludaron, y me felicitaron por el atuendo que llevaba y del que yo ni siquiera
era consciente. No lo había pensado, efectivamente debería ir vestido de alguna
manera que no desentonara para estar allí. No me gustaba llamar la atención, eso
me disgustaba profundamente, así que, busqué mi reflejo en el cristal y me
sorprendió la imagen que me devolvía ¿Ése era yo? Woooooow el cazador de
bestias de Bloodborne… No me lo podía creer, ahora estaba seguro, tenía que ser
un sueño. Era el cosplay que había pensado llevar para el próximo Salón del
Cómic Manga. Tuve que desecharlo porque si quería que quedara bien, sobrepasaba
con creces mi presupuesto.
Nunca me hubiera
imaginado así, era terrible, embozado, cubierto con sombrero y levita
victorianos, a la manera y época del juego al que había estado jugando horas y
horas. Salpicado de sangre por todas partes. Bua sólo me faltaban las armas,
aún sin ellas parecía invencible, ojalá me sintiera así día a día. Ahora sí que
no me extrañaba que me persiguieran las miradas, aunque lo que no esperaba era
darme de bruces con Michael Mayers al volverme, sin embargo no consiguió
amedrentarme con su inquietante mirada y su no menos amenazante cuchillo, me
sentía imponente, le miré con descaro y aún ganándome en altura y peso,
simplemente le aparté para abrirme paso. Al dejarlo atrás escuché “buen disfraz,
amigo”. Empezaba a gustarme esa fiesta.
Seguía con mi idea de
acercarme al cementerio para curiosear entre las tumbas. Son lugares que han
llamado siempre mi atención, dicen mucho de las culturas y de las personas,
ahora incluso se hacen visitas guiadas a algunos de los más famosos; algo que
solo había hecho a la luz del día y acompañado. En una ocasión, realizando
fotos para un trabajo, hum, aquello era diferente, todo ese mundo había
aparecido de la nada para mí y me sentía el protagonista de la historia. Al
atravesar la fiesta me crucé con otros invitados que entraban, entre ellos me
pareció distinguir al mismísimo Neil Gaiman, que con una inclinación de cabeza
me saludó, y sin más se unió a la aglomeración que iba en dirección a la barra.
Tengo guardada como un tesoro la adaptación gráfica de su novela “El libro del
cementerio”. Un buen regalo de esos con los que de vez en cuando te sorprenden
los amigos.
Me sentía audaz, noté
el frío de la noche que se colaba entre mis gruesas ropas, la humedad pesada de
la niebla, y el silencio que colmaba las sombras. Aún había gente que venía a
la fiesta y eso que no faltaba mucho para la medianoche… Medianoche, ¿qué
pasaría cuando dieran las doce? No podría afirmar que estuviera en el lugar
indicado para ese momento. A pesar de ello, continué mi camino, marcado por una
hilera de cipreses que desembocaba frente a una alta reja culminada con una sencilla cruz, que
esperaba entreabierta, casi invitándome a entrar. La situación del cementerio
en un alto permitía avistar la fiesta con la singular impresión de haber dado
un paso atrás en el tiempo. La música resonaba y se extendía también por la
superficie gélida y desolada de las tumbas. Percibí que algunas personas me
miraban desde el enorme ventanal con curiosidad.
Me sumergí en la
niebla, encendí la linterna, a pesar de la luz sobrenatural que iluminaba el
lugar, y les puse cara a esos ángeles que salpicaban aquí y allá algunas de las
tumbas; otras, de corte más romántico, reproducían escenas de lamento con un
realismo impresionante y una gran teatralidad, sus protagonistas se dejaban
caer dolientes sobre extensas sábanas, llenas de pliegues, que sobresalían de
entreabiertos sepulcros en un llanto que acompañaría a los fallecidos durante
toda su eternidad.
Sonó la primera
campanada y fue como si se detuviera el reloj, la vibración y el sonido que
salía de la celebración cesó, las risas quedaron congeladas y pude ver como un
montón de rostros, sorprendidos, expectantes, asustados, se agolpaban tras el
cristal del ventanal, pendientes de lo que allí fuera a ocurrir. No podía dejar
de mirarlos mientras cada una de las doce campanadas resonaba en mi cabeza y,
entonces como si de un cambio de escenario se tratara, los colores, negros, grises, ocres, amarillos,
adquirieron protagonismo, en contraste
con la viveza de los disfraces y de la propia sala de fiestas: la realidad a mi
alrededor se había convertido en una escena de comic a la que, poco a poco, se
fueron incorporando los espíritus que habitaban aquel cementerio.
Esqueletos que cobraban
vida y asomaban entre las tumbas, se recolocaban en sus antiguas ropas, se
ajustaban sombreros, guantes o zapatos. En principio, me miraron con rareza
como si no formara parte de ellos, y así era, sin embargo en seguida me
invitaron a seguirles, y en la explanada central, a la que acudían todos, ya se
había reunido lo que parecía una orquesta muy dispar, los atuendos y los
instrumentos me hacían deducir que había demasiadas diferencias entre unas
épocas y otras, gustos musicales, algo que no parecía importar, la música
empezó a sonar todos a una, por muy imposible que pareciera, y aquello se
convirtió en un inesperado baile de difuntos, lleno de humor y concordia. Nunca
había bailado de esa manera, ni participado en algo semejante. Era sorprendente
ver y sentir las caras huecas, los huesos desnudos y sus descarnadas sonrisas
de dibujo animado pero también las translúcidas almas de los que, supongo eran
muertos más recientes y se colaban entre todos los demás que parecían tener una
mayor consistencia física. El choque entre huesos resultaba escalofriante y
divertido, la música lúgubre y bulliciosa, todo a la vez. Era su noche y solo
querían disfrutar.
A lo lejos empezó un
desfile grotesco de humanos disfrazados que llevados por su morbosa curiosidad
se aproximaban al lugar en el que se celebraba velada tan singular. Las momias,
los vampiros, todos aquellos personajes de película que antes me perturbaran eran
bien recibidos a participar de la fiesta de los muertos donde ya nada, ni nadie
estaba fuera de lugar.
Cada uno de ellos al
entrar en el cementerio se convertía también en un dibujo de comic en tres
dimensiones en las que el color les dotaba de la vida que les faltaba a los
anfitriones de la fiesta, grises y oscuros; así de la mano unos y otros, vivos
y muertos se unían en la celebración de una peculiar noche de difuntos,
disfrutando, riendo, bailando.
No me sorprendió intuir
al fondo, apoyada en la verja de entrada, una figura singular, delgada y alta,
cubierta con una larga capa y excepcional
capucha que solo dejaba ver una nariz pálida y afilada. No sé si fue el
disfraz o mi propia osadía la que me llevó a acercarme hasta ella y preguntarla
si no se unía a la fiesta. Me contestó con una voz metálica de ultratumba que
aquel no era su mundo, que era el único lugar en el que no podía intervenir
porque ella no era dueña de lo que una mente humana puede imaginar; podría
interrumpirlo para llevarse su alma pero los sueños solo podía contemplarlos y formar
parte de ellos, si así lo sugería la persona que soñaba: “Y tú, soñador de esta noche, no me has dado
lugar en la diversión, sólo has concebido esta conversación entre un cazador de
bestias y la muerte. Los demás asistentes no tienen interés para mi, son solo
humo bajo sus ropas; tú eres real y puedo verte sentado en la mesa de tu
habitación. Te has quedado dormido sobre el libro que estabas leyendo, te has
dejado llevar por todos esos pensamientos que la propia lectura y la fiesta de
Hallowen, que tanto te incomoda, han engendrado en tu cabeza, y has creado tu
propia fiesta. Yo solo estoy de paso”.
Al escuchar sus
palabras, me di cuenta que era yo mismo el que conjuraba a mis fantasmas, esos
dichosos recelos hacia las fiestas de Hallowen estereotipadas y ñoñas. Lo que
ocurría es que nunca había tenido la oportunidad de protagonizar ninguna y
aquello solo era una representación de lo que me hubiera gustado vivir . Aunque
fuera un sueño, no dejaría de aprovecharlo, me dije a mi mismo, mientras el
ulular de un búho animado me alentaba a unirme de nuevo al jolgorio.
Me hicieron hueco en el
corro que se había formado alrededor de un grupo de esqueletos ¡bailando rap!
el intercambio de huesos resultaba impactante, más de uno volvería a su tumba con
varias piezas menos y alguna que otra intercambiada; ya entre ellos se
arreglarían. Los demás los coreábamos y, aplaudíamos sus audacias, entablándose
una especie de competición con algunos de los vivos que se sumaron a la
realización de acrobacias rivalizando con ellos, nunca podrían igualar aquellos
movimientos e intercambios óseos tan escalofriantes y divertidos.
Una sensación envolvente
empezó a dominar mi cuerpo, subía y subía, las imágenes de la fiesta, la
música, sus personajes empezaron a alejarse hasta que un fundido en negro llenó
mi mente y desperté, dolorido por la postura, delante de mi libro, aunque el
verme en el espejo vestido con un disfraz de cazador de bestias me hizo pensar
que fuera otra la razón…
Muy buen relato, Carmen! Me ha gustado esa particular fiesta jajajaja
ResponderEliminarMuchas gracias, Yazmina. No soy muy de Hallowen...
EliminarPrecioso relato Carmen. Original y distinto. Muy bonito
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado, Ana. Muchas gracias
EliminarBuena ambientación y original enfoque. Felicidades.
ResponderEliminarMuchas gracias, Héctor
EliminarGran relato, Carmen. Me ha gustado mucho! Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias, Iván
EliminarGracias, Carmen. Me ha gustado mucho tu relato. Es original e intrigante. Un saludo.
ResponderEliminarGran sueño o ¿mejor pesadilla? Felicidades, Carmen.
ResponderEliminarMuchas gracias, Merche y Dolors.
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