No existe cosa que más
me enoje que interrumpan mi trabajo. Suelo aprovechar las últimas horas del
día, cuando el ocaso advierte su presencia para escribir. El aire fresco que se
cuela por el gran ventanal de mi habitación me despierta todos los instintos
adormecidos durante la letanía del día. Ya sea verano o invierno, el fresco de
la noche renueva mis sentidos para empezar con más ímpetu el enfrentarme con
una hoja en blanco. La niebla espesa y húmeda de este otoño que castiga mis
huesos avejentados delata cierto misterio y tristeza a mi hogar. Vivo entre
árboles, en medio del bosque, en una vieja casa qué, por esas cosas del
destino, encontré en el peor momento de mi vida. Describirla en una palabra
sólo tiene un calificativo: fantasmagórica, quizás me atrajo la decrepitud de
su fisonomía, ventanas roídas por el tiempo, puertas desgastadas por el viento
y la lluvia, la madera de sus paredes dentelladas por el olvido. La penumbra
que proyecta sobre las hojas caducas de este otoño huraño y sombrío se
desdibuja en espectros que huyen por el bosque temerosos de ser aprehendidos.
Igual que mi alma huidiza y gris, ajada y contaminada por la desolación. En
este contexto de podredumbre anímica, entre tristeza y silencios escribo cada
día, desde que decidí que esta casa formase parte de mí. Su jardín abandonado
contempla un pequeño estanque de cuyo puzle de azulejos minúsculos no encajan
entre sí. La joya de la corona es un obelisco culminado en una cruz de piedra
gris y mortecina, cuyos brazos es el consuelo de los cuervos.
Llaman a la puerta, es
extraño nadie se acerca por estas lindes, diez kilómetros me separan de la casa
más próxima y cinco más del pueblo más cercano. La soledad en la que se esconde
la casa es la que necesito yo, para decidir que quiero de mi vida. Mientras
bajo la escalera desdentada en algunas de sus partes, para saber quién llama,
el murmullo de las tuberías se hace notar con un gorjeo de ruidos indefinidos.
Tras el cristal opaco de la puerta de entrada se distingue la figura de alguien
con capa y sombrero de ala ancha, eso me desconcierta. —No espero a nadie,
nadie sabe que estoy aquí, —me digo en voz alta— mientras me reflejo en el
espejo empañado por una neblina de polvo acumulado por el tiempo. Cuánto más me
acerco a la puerta mi asombro y mis miedos afloran. No lo puedo creer, un
hombre vestido del siglo XVII con un florín engarzado a su cintura me saluda.
—Buenas noches, linda
dama, —me replica—, soy Don Juan, el Tenorio
—¿Es una broma?, ¡ahh,
noche de difuntos!, —contesto.
—Se equivoca, mi
señora, soy quien digo ser. Venía a ofrecerle la bienvenida a nuestro encantado
bosque.
—No puede ser, usted
nada más es un personaje de obra de teatro, en concreto de José de Zorrilla.
—Piense lo que desee,
mas la verdad es una y es la que está en la puerta. Si precisa cualquier
menester solo tiene que invocar mi nombre y espada en mano la ayudaré. Buenas
noches de ánimas perdidas.
Me quedo sin más, con
la palabra en la boca mientras se confunde en la espesura del bosque. Mis manos
tiemblan y mis piernas titubean para alejarse de la puerta. Intento calmar mis
nervios, hostigando a la mente que argumente lo que acabo de vivir. Cinco
minutos después una vez normalizada la respiración acelerada por la visita,
intento apartar de mi cabeza los momentos previos y vuelvo a mi despacho.
Procuro retomar el texto que escribo allá donde lo dejé, pero las imágenes del
caballero se repiten machaconamente. Un timbrazo ensordecedor me retrotrae a la
realidad, es el teléfono que repica incesante ser escuchado. Una voz en off
recita:
«Hay cementerios solos,
tumbas llenas de huesos
sin sonido,
el corazón pasando un
túnel
oscuro, oscuro, oscuro,
como un naufragio hacia
adentro nos morimos,
como ahogarnos en el
corazón,
como irnos cayendo
desde la piel del alma ».
Reconozco los versos
son de Neruda de su poema Sólo
la muerte. Asustada pregunto quién es, pues a nadie le he dado este
número. —¿Quién es?, responda por favor, —contesto con la voz ahogada en un
grito.
—¿No me recuerdas?, te
creía más inteligente, —responde la voz en off con sorna.
—¿Qué quiere? ¿Quién
es?
—«Hay cadáveres,/hay
pies de pegajosa losa fría,/hay la muerte en los huesos,/como un sonido puro,/como
un ladrido de perro,/saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,/creciendo
en la humedad como el llanto o la lluvia ». —replica, colgando el teléfono.
No me puedo creer lo
que me está sucediendo. No es posible, han vuelto las alucinaciones, será eso
lo que me está pasando. No encuentro explicación alguna, la medicación me la estoy
tomando. Quizás sea un sueño, me pellizco para comprobarlo. No es un sueño, de
eso estoy segura. Un baño me relajará y podré poner cordura a tanta locura.
Quizás…
Mientras me desnudo, el
grifo de la bañera chirría quejándose de su antigüedad, es de los años 20 igual
que la casa, enmarcada en una postal de misterio. Así soy yo misteriosa y una
incógnita. Los sueños me persiguen desde que era una niña y una noche como está
sucedió lo peor que pude vivir. La bañera se cubre de agua y espuma, es del gel
con aroma a vainilla. Curiosamente mientras entro en ella, la vainilla huele
diferente, cierto olor a petróleo se concentra en el aire, queroseno quemado.
No, no es eso, es la muerte cuando se incinera en un horno de inducción. Ese
hedor, me recuerda cuando frente a la incineradora crepitaban los huesos de
Peter. Tenía doce años y Peter, mi amigo, trece. Junto a mí el resto de amigos
que formábamos aquel grupo: Tina, Paul y Lily. Intento abrir los ojos para no
recordar el momento, pero delante de mí el espectro de Hemingway, con un agujero en la sien, sonrisa entrañable y su barba
nívea perenne al tiempo. No me lo puedo creer, me estoy volviendo loca de
verdad.
—El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar, —dice con
un tono agrio y espiritoso.
—¿Y me lo dices tú, un
alcohólico suicida?, —le contesto con toda la rabia acumulada en el cuello de
mis venas.
—Redime tu culpa, —y
desaparece ante mis ojos.
No puedo más, esto es
una pesadilla, en mi mente aquella noche de muertos veinte años atrás cuando decidimos
todos los amigos, pasar la noche disfrazados de vampiros y zombis en el
cementerio del pueblo. Habíamos decidido pasar una noche de aventuras
encubierta en la nocturnidad y el misterio que ofrecían las tumbas, con
esculturas de piedra y mármol. Ángeles petrificados en un rictus de compasión y
plañideras cinceladas a golpe de escarpa por lágrimas jamás sentidas. Y en la
frialdad de nichos de pobres samaritanos aletargados en un agujero sin salida.
Nos reunimos ante la
reja que custodiaba la entrada del cementerio, Peter, Tina, Lily, Paul y yo.
Cada uno íbamos disfrazado de nuestro personaje de libro de terror. Peter era
un Drácula de Bram Stocker pueril y tiznado de sangre; sus colmillos eran una
caricatura disfrazada de miedo. Tina era la niña del Exorcista, su cara era un
fiel reflejo de la maldad con sus mechas de rubio tornasolado con hebras de
grises, su boca pura espuma desdibujada por maquillaje blanco. Lily y Paul
optaron por lo fácil, rasgarse las vestiduras de zombis, la palidez de sus caras
se confundían con el plomizo de la niebla y su caminar ralentizado por el frío
del otoño. Yo me decidí por Berenice, la bella del cuento de Allan Poe, vestida con un camisón de
batista grisáceo como las nubes del cielo que nos cubrían. Alargué mis dientes
con unos postizos de plástico y la palidez de la cara era de origen ante el
miedo que atenazaba mis huesos y, reconvertía mi cuerpo en estado epiléptico.
Vacié mis pupilas con lentillas de quita y pon; ensombrecí mi melena con
mechones de tinte ennegrecido con carbón de chimenea. Mi delgadez acompañaba al
personaje.
Ensueño ese momento
cuando los cincos con el miedo agarrado a nuestras manos, avanzábamos entre las
tumbas hasta aquella que nos esperaba, abierta y profunda, horadada en la
tierra y envuelta de ortigas pendencieras. Una vez ante ella, invocamos al
diablo y sin saber cómo ni porqué, Drácula, Peter cayó en el foso. Asustados
intentamos sacarle, pero la profundidad, la oscuridad y el miedo eclipsaron
nuestro entendimiento, dejándonos catatónicos ante la situación.
Un temblor de tierra
acompañó el momento en el que se precipitó el terreno enterrando a Peter.
Huimos despavoridos, y refugiados cada uno en nuestras casas, despertamos al
día siguiente con la noticia de la desaparición de Peter. Un pacto de silencio
se estableció entre nosotros. Tres días después apareció, Drácula descompuesto
por los gusanos y roído por las ratas.
Una imagen se me clavó
en mi retina, Peter ardiendo en el infierno.
Con los años, cada uno
de nosotros hemos pagado nuestra culpa de silenciar lo que nuestros ojos
vivieron. Tina murió en manos de un novio maltratador. Paul, en una reyerta de
bandas callejeras; Lily encontró su final por el exceso de velocidad en una
carretera rural. Y yo tiento una y otra vez la muerte, sin todavía obtener
resultado. Aquella noche de muertos la maldición del cementerio inició su
peregrinación por nuestras vidas, para ser cumplida de principio a fin.
El agua de la bañera se
ha enfriado mientras medito todo ello; las sombras de los muertos danzan
alrededor de este aljibe con patas de león doradas. Don Juan se acerca a mis
labios con un beso gélido. Hemingway se ríe de la flacidez de
mi cuerpo mientras me apunta con una pistola imaginaria disparando a mi cabeza.
Drácula muerde mi cuello hincando su frenesí en gotas de sangre mientras, balbucea:
«Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum
fore levatas»
Sin más, mi corazón se
acompasa al silencio mientras un vómito de sangre exuda de mi boca, es la
víbora de la culpa, encerrada en mi estómago que lucha por salir y envenenar mi
alma. Mis dientes se dispersan por el suelo pétreo del baño. Los cóncavos de
mis ojos se vacían de miradas y recuerdos. Con lentitud alargo mi mano al
cuello, donde los incisivos de Drácula ahondan la muerte y acepto su
proposición de aliviar mis penas en un sepulcro.
Por fin, la tentación
se hace realidad y mi noche de muertos se abstrae a ella. Cuando al alba, entre
el agua ensangrentada mi cuerpo yace inerte catapultada al olvido.
Sublime. Sabes que me gusta mucho tu forma de escribir. En esta ocasión has acertado con el relato escogido para Halloween. Me has puesto los pelos de punta. Enhorabuena, Dolors. Un abrazo enorme.
ResponderEliminarMuchas gracias, Merche, gracias de verdad.
ResponderEliminarMadre mía Dolors, magnífico, me has dejado con los pelos de punta. Felicidades, esa casa en medio del bosque alejada... Muy muy bueno!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Pino.
EliminarOSTRAS!!! Casi me muero de miedo, Dolors. Buffffffffff...
ResponderEliminarBesos, linda.
Esa era la idea, gracias, Mary Ann. Un beso enorme.
EliminarTremendo el juego entre la tensión y la riqueza intimista. Has reunido varios clásicos y los has renovado con ese toque emocional que manejas con tanta soltura. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias, Héctor me ha costado no creas. Gracias.
EliminarMenuda tensión sin pausa. Me encanta, Dolors. Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias, Iván me ha costado no creas. Gracias.
ResponderEliminarEsta genial, Dolors. Muy bien llevado hasta el final. Creo que hoy no me daré un baño, con eso te lo digo todo
ResponderEliminarMe encanta tu manera de escribir, Dolors. Como, poco a poco, nos vas introduciendo en el mundo de la protagonista, de sus recuerdos e inquietudes, desde un ambiente en el que la tensión nos acompaña hasta el final. Fantástico
ResponderEliminarAdmiro cómo escribes y tu forma de relatar las cosas, mi enhorabuena Dolors!
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