Primera parte.
Mi
abuelo siempre decía: cuando un barco naufraga hay que abandonarlo y mantenerse
a flote. Él falleció el invierno pasado a
los 82 años. En esa misma estación nos dejó mi padre.
Fue
muy duro para la familia, sobre todo para mi madre. Ella se cerró en su mundo
interior y entristeció. También abandonó la única afición que le agradaba y
dejó de pintar.
Para acabar de rematar, mi novia decidió que estaba mejor sola. Tan siquiera me cedió un tiempo para reponerme de mis perdidas. Apuntó a la yugular e hincó el diente.
A nado, simbólico, nos dirigimos, mi madre y yo, hacia la orilla de Santa Catalina. Según mi abuelo era el pueblo de pescadores más entrañable en el que había vivido. Según mi madre un pueblucho donde Dios perdió la zapatilla.
Para acabar de rematar, mi novia decidió que estaba mejor sola. Tan siquiera me cedió un tiempo para reponerme de mis perdidas. Apuntó a la yugular e hincó el diente.
A nado, simbólico, nos dirigimos, mi madre y yo, hacia la orilla de Santa Catalina. Según mi abuelo era el pueblo de pescadores más entrañable en el que había vivido. Según mi madre un pueblucho donde Dios perdió la zapatilla.
La
miré de reojo. Ella conducía su coche, inmersa en sus recuerdos —supongo— y yo
echando de menos a Irene.
—Ya llegamos, Marc. Mientras yo me ducho podrías ponerte ropa de deporte y correr un rato por la playa. Te sentará bien.
—Me has leído el pensamiento, mamá.
Apareció delante de nuestro vehículo un camino cerrado por una verja que se abrió a la orden del mando a distancia. A la vez que se despapaba la visión de una casa blanca con el tejado de pizarra, a mi acompañante se le inundaron los ojos. Imagino la emoción que supondrá para ella volver después de treinta años. Giró la cabeza hacia el otro lado de donde estaba yo para que no la viera. Después de emitir un suspiro dijo:
—Ya estamos en casa.
Miré hacia una placa metálica, situada en la parte izquierda del muro de piedra que envolvía toda la propiedad: Villa Marina. Era el nombre de mi madre.
Aparcamos a un lado del camino y salimos del coche estirando nuestros huesos. Me adelanté y cogí el equipaje. Al entrar en la vivienda me sorprendí al observar que todos los muebles estaban tapados con telas de diferentes colores. A la señal de mi madre, alzando la cabeza hacia la escalera, decidí ponerme ropa cómoda y salir a correr por la playa. Ella quería estar sola y lo respetaba.
—Ya llegamos, Marc. Mientras yo me ducho podrías ponerte ropa de deporte y correr un rato por la playa. Te sentará bien.
—Me has leído el pensamiento, mamá.
Apareció delante de nuestro vehículo un camino cerrado por una verja que se abrió a la orden del mando a distancia. A la vez que se despapaba la visión de una casa blanca con el tejado de pizarra, a mi acompañante se le inundaron los ojos. Imagino la emoción que supondrá para ella volver después de treinta años. Giró la cabeza hacia el otro lado de donde estaba yo para que no la viera. Después de emitir un suspiro dijo:
—Ya estamos en casa.
Miré hacia una placa metálica, situada en la parte izquierda del muro de piedra que envolvía toda la propiedad: Villa Marina. Era el nombre de mi madre.
Aparcamos a un lado del camino y salimos del coche estirando nuestros huesos. Me adelanté y cogí el equipaje. Al entrar en la vivienda me sorprendí al observar que todos los muebles estaban tapados con telas de diferentes colores. A la señal de mi madre, alzando la cabeza hacia la escalera, decidí ponerme ropa cómoda y salir a correr por la playa. Ella quería estar sola y lo respetaba.
El día era fresco. La primavera
fortalecía el verde de los pinos. Un perfume intenso y húmedo me inundó.
Respiré hondo y bajé la escalera de madera que conectaba la casa con una cala
pequeña aunque hermosa. Al tocar la arena, hice unos estiramientos rápidos y
arranqué a correr.
Pasaron diez minutos y me notaba
cansado. El aliento entrecortado me obligaba a jadear y emitir unos sonidos de hombre
viejo y resfriado. Paré y me sujeté la cintura con ambas manos e incliné el
cuerpo hacia atrás. Necesitaba abrir mis pulmones. Al volver a mi posición inicial me percaté de
que un objeto sacudía mis pies. Las olas empujaban a una botella de cristal transparente
tapada con un corcho. Volvía y
retrocedía rodando en su interior algo que me intrigó. Me agaché con una mueca
de dolor y recogí el envase. Al mirarla con detenimiento me cercioré de que
dentro contenía un papel. Por supuesto miré hacia todas las direcciones y no
había nadie. Solo un barco pesquero trajinaba cerca y de modo inconsciente alcé
la mano para reclamar su atención. Pensé que no podía provenir de ahí. Quizá lo
lanzaron desde algún yate o barco de pasajeros. Por un momento, me imaginé
siendo un pescador y teniendo un barco propio. Con un suspiro volví a la
realidad y destapé la botella. Al extraer su contenido un mensaje escrito con
un rotulador negro apareció ante mis ojos. Perplejo lo leí sin demora:
«Ahora que has vuelto, te prometo, amada mía, que
nunca te volveré a dejar marchar. Hazme una señal, blandiendo un pañuelo rojo
al viento y mi velero embestirá las olas hasta que podamos encontrarnos de
nuevo. Te amo. Fermín».
Que cursi, pensé. Guardé el
mensaje en el mismo envase y lo tapé con el corcho. Di por finalizada la
carrera y me encaminé a paso calmado hacia la casa.
—¡Mamá, mira lo que he encontrado
en la playa: un mensaje dentro de una botella!
Ella se quedó inmóvil,
observándome con los ojos muy abiertos. En un arrebato me lo quitó de las manos
y nerviosa sacó el papel.
Lo leyó con ansia mientras y deduje que ella era la destinataria. ¿Quién era
ese Fermín y por qué le mandaba un mensaje a mi madre?
Segunda parte.
Es un castigo que Dios me ha
mandado por el daño que ocasioné. Fermín, nunca me perdonará que me marchara
sin despedirme de él. Estábamos enamorados pero mi padre tenía razón. Era
imposible nuestro amor. Unos adolescentes sin cabeza que pretendían vivir en un
barco y alimentarse de la pesca que obtuvieran. Recuerdo la conversación que
tuve con él:
«Hija, eres muy joven, todavía no eres mayor de
edad. Nunca saldría bien una relación con un pescador local y blanco. No quiero decir con eso que tengas que
agradarnos, a tu madre y a mí, y buscarte
un chico de nuestra comunidad, pero al menos que sea un hombre con futuro.
Entiéndelo, termina el verano y nosotros
nos vamos a la ciudad. Pronto comienzas las clases y debes aplicarte y aprobar
con buena nota la carrera de arquitectura».
Entendí que tenía razón y no
acudí a la cita.
Desde el primer día que llegamos
a Santa Catalina para pasar el verano, daba largas caminatas por la playa.
Observaba los colores y matices de todo mí alrededor y luego los plasmaba en
mis pinturas. Me relaja pintar. Ese mismo día me fijé en una figura que pasaba
por el horizonte. Un barco de color blanco captó mi atención y no pude dejar de
mirarlo hasta verlo desaparecer. AL levantarme, me dio la sensación de que desde
allí me saludaban y secundé el gesto, divertida.
Desde entonces, en cuanto
amanecía, salía corriendo de casa y bajaba los escalones de madera de dos en
dos hacia la playa. Me sentaba en la arena a esperar que pasara el barco y en
cuanto lo veía aparecer me levantaba de un salto y lo saludaba. Pasaron los
días y ese gesto se convirtió en una costumbre.
Sin saber cómo, la estela blanca se acercaba cada vez más a la costa,
hasta que un día escuchamos nuestras voces.
Entonces él arrojó algo al mar, midiendo con cautela las corrientes y se
marchó. Intrigada esperé hasta tener el objeto cerca y recogí mi pieza. Era una
botella transparente tapada con un corcho. La agité y note que en su interior
había un papel blanco. Después de sacarlo y desenroscarlo con prisa lo leí:
«Me llamo Fermín. Me encantaría
conocerla y poder hablar con usted. La invito mañana a dar un paseo en mi
barco. Si está de acuerdo, cuando me vea a lo lejos, alce con las manos un
pañuelo rojo y sabré que acepta la invitación. Espero impaciente su respuesta».
Por supuesto que fui y en mi mano
derecha ondeaba la señal del pañuelo encarnado. Esa mañana lo pasé genial. Decidí
que cada día iría con él y volvería antes de que mi padre se enterara de mi
ausencia. Sin embargo, un día alguien me esperaba en la arena con los brazos
cruzados y una mueca de enfado en su boca. Me despedí de Fermín y con cautela fui
a su encuentro. La charla con mi padre ya la sabéis.
Desde ese día no volví a la
playa. Me quedaba en mi habitación pintando el contraste de colores que se
confundían con el mar. Entristecida, miraba como a medida que pasaban los días, el barco
blanco dejaba de acercarse a la playa hasta convertirse en un punto blanco en
el horizonte. Era lo mejor, lo sabía, pero algo en mi interior se esfumó con
sus velas.
Cuando acabó el verano nos marchamos
del pueblo sin haberme podido despedir de Fermín. Acabé la carrera de bellas artes —mi padre no
consiguió contagiarme la pasión por su misma profesión— y me enamoré de un
chico que fue del agrado de mis padres. Tuve a Marc, un precioso bebé de tres
quilos setecientos gramos y fui muy feliz. Hasta que la desgracia azotó a la familia. Mi padre murió,
al poco tiempo le siguió mi esposo y para colmo a Irene se le ocurrió dejar la relación con Marc. Mi hijo
se entristeció tanto que pensé en las palabras que siempre decía mi
padre: cuando un barco naufraga hay que
abandonarlo y mantenerse a flote.
Ahora
me veo envuelta en el recuerdo de mi juventud. Sosteniendo un simple papel me
sorprendo rememorando a un joven de ojos azules como el mar y torso blanco y curtido
por el sol.
Tercera parte.
La noche cerrada me alertaba de
su vuelta, estoy seguro. Un pellizco en el estómago me hizo mirar esa mañana
hacia la cala donde conocí a Marina. Desde lejos pude ver cómo un coche se adentraba en
el camino y aparcaba justo delante de Villa Marina. Puede que fuera mi ilusión
pero juré verla a ella. Sin pensarlo cogí un envase vacío y un corcho de una
bolsa. Rasgué un pedazo de papel de una libreta y con el rotulador negro
escribí un mensaje y lo introduje dentro. Después de observar la corriente del
mar lo lancé al agua.
Tengo la esperanza de que Marina aparezca
y tener la oportunidad de hablar con ella. Debo decirle que no volví porque fui
un cobarde. Muchas veces pensé en llegar por tierra, bien trajeado, y
presentarme en su casa. Pretendía hablar con sus padres y ofrecerles mis
respetos. Sin embargo, no tuve valor. Ella era hija de una familia adinerada
y yo solo un pescador. Sé que nuestra
diferencia de piel no hubiera sido un impedimento porque los dos hablamos largo
y tendido del tema. Ahora, todo ha cambiado. Soy un hombre valeroso y capaz de
enfrentarse a la más temible de las tormentas, la vida me ha ido bien y poseo en
la zona una importante flota pesquera.
Pese al paso del tiempo, nunca me
he podido desprender del barco que cobijó nuestro amor. En ocasiones, inconscientemente,
me acerco a la cala y en mi mente la veo observándome. Sin embargo, hoy me he llevado una sorpresa: un
desconocido recogía mi mensaje. He
maldecido a los cuatro vientos y para colmo ese personaje me ha saludado. Debo irme, lo sé, pero sigo anclado en el
mismo sitio como si estuviera navegando en un mar congelado.
Algo me altera. Es una sensación
extraña. Me giro hacia la playa y la veo a ella, blandiendo un pañuelo rojo en
su mano. Parece irreal, una alucinación, pero el corazón se me adelanta y
levanto el ancla. Cada vez estoy más inquieto y me tiembla todo el cuerpo.
Enciendo el motor y giro el timón con un empuje fuerte de mi mano. La veo. Han
pasado treinta años, pero sigue siendo la mujer más hermosa que he visto. Su
cabello negro está sujeto en un moño alto que no puede controlar que se
desprendan algunos mechones y dancen a su antojo. Lleva un vestido de color
blanco que destaca su piel negra y se pega a su esbelta silueta. Faltan unos
metros para llegar a la orilla, cuando veo que se introduce en el agua y avanza
hacia mí sin dejar de blandir el pañuelo encima de su cabeza. Una gran sonrisa
destaca sus dientes perfectos esperando que sus labios se unan a los míos. Paro
el motor y echo el ancla sin pensar. Me lanzo al agua con desespero. Nos
encontraos a la mitad del camino y nos besamos. Te quiero, Marina. Nunca te
separes de mí, le digo.
Que romántico y bello Merche. me encantan los cuentos que hablan sobre amores adolescentes. Precioso!!!
ResponderEliminarMuchas gracias, Ana. Me alegro mucho de que te guste. Besos Mil.
ResponderEliminarMas que eso, me encanta!!!
EliminarMe ha encantado, Merche! Qué romántico! Felicidades!
ResponderEliminarBonito el juego de tiempos, bonita la exposición de sentimientos, grácil el modo en que implicas al lector para que complete, redondee la historia. Gracias.
ResponderEliminarMuy bonito, Merche. Me ha gustado mucho el juego de tiempos. Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Qué romántico! Me encantan estas historias de reencuentros tras el paso del tiempo; muy bonito. Felicidades, Merche
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