Me temo que sí, señoras y señores. Al invitado de hoy también lo conozco en persona (y bastante). Fue el primer autor que consiguió hacerme leer una saga de cuatro entregas, y me es imposible olvidar a Calet-Ornay, a Dartia (sobre todo a esta. Llevo dos años soñando todas las noches con ella) y sus aventuras por el mundo Atlante… ¿Os cuento el final? Vale, seré bueno.
Es el escritor al que
más he leído (y no bromeo): los cuatro libros de la saga de Calet, el posterior
de Semillas de Cthulhu, los tres o
cuatro relatos de las antologías en las que aparecemos juntos y sus historias
para el taller de escritura. Estuvo conmigo cuando empecé a dar clases en
Ranciadolid (buena ciudad
para valorar escritores, y donde abunda el
compañerismo). De ahí pasé al Cibertaller.
Me atrevería a decir
que fui el primero en terminar de leer la saga de Calet, pero no estoy muy
seguro. Lo que sí sé, es que José Francisco y yo aún tenemos una partida de
ajedrez a medias, que la dejamos a la mitad por centrarnos en la escritura y
pasar hambre…
Es la persona que más
sabe de Lovecraft (doy fe de ello), y le ha homenajeado varias veces en
distintos relatos. Semillas de Cthulhu
—que además es el libro que podréis adquirir si
decidís pinchar el link y darle una oportunidad— es un gran homenaje a dicho
autor. Me lo leí volando, y tengo que releerlo porque la verdad es que me gustó
bastante.
“El altar en la colina”
(altar que me voy a quedar sin pisar como todas las semanas siga mentando
chicas como que no quiere la cosa) se basa en Galicia, y si la semana pasada
os moristeis de gusto, esta lo haréis de miedo. Tiene esa parte escalofriante que
tanto domina el autor. Son más de veinte años entre lecturas y escritura diaria
(y se nota. Ya me lo diréis).
Reconocería un relato
escrito por él entre miles. Todos tienen ese sello “Sastre García” de estilo
cuidado, culto y de calidad.
Si el relato de hoy os
gusta, pasad a mayores con Semillas de
Cthulhu (no os defraudará).
¡Hasta la semana que
viene!
EL ALTAR EN LA COLINA
José Francisco Sastre
García
I
Acaba de llegar al pueblo. Se
halla enclavado en la Galicia profunda, la más profunda que pueda imaginarse,
una aldea perdida en medio de la nada, rodeada de colinas y bosques que la
convierten en un lugar casi por completo invisible para cualquier viajero; tan
sólo un camino de tierra, sin asfaltar, llega hasta ella entrando por el Sur…
¿Cómo se llama el lugar? Ah, sí, Valmeiga…
Los habitantes parecen
agradables, hospitalarios, aunque de vez en cuando Raúl cree percibir en ellos
una expresión de sospecha, de recelo, como si lo vigilaran, por si acaso se le
ocurriera meter las narices donde no lo llaman.
Busca alejarse del mundanal
ruido, encontrar un poco de tranquilidad y sosiego, y parece que lo ha encontrado
por fin en este lugar abandonado de todos: compró la casa, molinera, con bodega
y desván, por un precio irrisorio, un edificio antiguo situado en las afueras,
si es que se puede definir así la posición de una vivienda en una población que
apenas puede ser descrita como tal, ya que consta de escasamente una veintena
de construcciones dispersas sin orden ni concierto, sin calles, con amplios
espacios abiertos…
Por lo que respecta a las gentes,
no hay duda de que son los típicos gallegos, con su hablar cerrado y a veces
casi ininteligible; y, sin embargo, hay algo en ellos, algo que el recién
llegado percibe pero no acaba de descubrir, una cualidad que podría denominar
marina a la vez que etérea… Tal vez sea por el olor a salitre que parece flotar
de forma permanente a pesar de estar tan alejada del mar. En algunos de
aquellos personajes los ojos aparecen como saltones, demasiado bulbosos para su
gusto, y un tanto encorvados, como si no pudieran con el peso de sus cuerpos…
Es su primer día, lo dedica a poner
orden en su nuevo hogar: deshacer las maletas, colocar las cosas, hacer una
limpieza inicial que tendrá que repetir más a menudo hasta que esté a su gusto,
habitable…
Decide tomarse un descanso. Es
media mañana, va a dedicarla a explorar los alrededores hasta la hora de la
comida. Es un día de otoño, finales de octubre en concreto, un poco antes de
Todos los Santos, y se va notando el frío que se cuela en el cuerpo hasta los
huesos, hasta el tuétano, imposible de paliar ni con abrigos… Hay que estar muy
acostumbrado a este clima para soportarlo en condiciones.
Puede ver la actividad de los
agricultores, que se afanan en sus huertos y tierras, mientras los ganaderos
llevan los animales a pastar, al ordeño… A pesar de todo, el ambiente parece
sereno, pacífico, sin prisas ni agobios.
Sale del terreno cultivado y se
encuentra en medio de arboledas vírgenes, salvajes: robledos, alisedas,
abedules… Los sotobosques de acebo y otras especies son tupidos, tanto que en
ocasiones le obligan a desviarse para poder continuar con sus vagabundeos.
Cuando quiere darse cuenta, se
encuentra subiendo una cuesta suave hasta lo alto de una de las colinas, al
sudoeste de Valmeiga. Es un lugar agreste, semipelado, en el que se alzan,
anacrónicos, como dientes partidos de una gran bestia, unos restos que semejan
columnas de alguna antiquísima civilización; como de costumbre, el pasado más
remoto se asoma en los lugares más alejados del mundo “civilizado”… Distingue
marcas semiborradas en las construcciones, señales que no identifica a pesar de
tener unos conocimientos de historia antigua bastante razonables, deben
pertenecer a alguna cultura ignota.
Tomándose su tiempo, pues quiere
disfrutar de un escenario tan sorprendente y fascinante, se dedica a bordear el
pueblo, subiendo y bajando colinas, esquivando forestas, tropezándose una y
otra vez con más ruinas prehistóricas, pues ahora sabe con certeza, a juzgar
por los extraños grabados que puede percibir por todas partes, que ningún
pueblo de los conocidos por la Historia construyó esos restos de lo que
debieron ser centros rituales. Y, a medida que avanza, alcanza por fin la cima
de una colina alargada, donde en la distancia cree percibir más señales de
cultura antigua, pero… Se acerca a ellas con una aprensión que comienza a aferrar
su corazón en una garra gélida, entumecedora, que hace que sus pasos se vayan
enlentenciendo.
Poco a poco, su ánimo se va
enfriando, cayendo bajo una sombra de inquietud, una sensación de incomodidad
que va aumentando para convertirse en una incertidumbre malsana que lo va
frenando hasta detenerse por completo ante el sombrío escenario…
Lo que está viendo no es lo
típico hasta ahora: sí, son ruinas de tiempos pasados, que conforman un círculo
de unos diez metros de diámetro, en cuyo centro se yergue un altar de un metro
de altura, labrado en una pieza única de piedra, granito casi seguro, con
manchas oscuras, secas, que le hacen sospechar que ha sido utilizado no hace
demasiado tiempo… ¿para qué? ¿Qué se ha estado haciendo en ese lugar que
respira semejante aura de malevolencia, tan palpable que casi lo abofetea? ¿Qué
clase de rituales se esconden en este lugar abandonado de la mano de Dios?
Junto al altar, dentro del círculo, puede observar una mancha también redonda,
oscura, de tierra chamuscada, de hoguera casi con total seguridad…
Su mirada se vuelve hacia la
izquierda, hacia la aldea, lo que le hace sufrir un estremecimiento
involuntario de temor: uno de los paisanos lo está observando con fijeza,
vigilándolo con gesto desconfiado. De repente, su interés por continuar con la
exploración se esfuma, se diluye como una voluta de humo, abrumado en un
momento por un instinto desconocido que le grita a pleno pulmón que debería
marcharse de Valmeiga cuanto antes. Desciende de la colina en dirección al
campesino, que sigue contemplándolo con esa expresión extraña, inmóvil,
imposible de interpretar, para a continuación, de forma inesperada, darse la
vuelta y desaparecer entre las casas.
Raúl se queda parado por un
momento. ¿A qué viene esa actitud? En un principio está dispuesto a alcanzarlo
de una carrera y pedirle una explicación, pero, ¿para qué? No parece probable
que el sujeto esté dispuesto a contarle nada de nada…
Regresa a su casa meditabundo,
atravesando el pueblo por el medio, observando lo que parece una iglesia medio
ruinosa, un ayuntamiento a duras penas conservado, las casas en estado
decrépito… No sabe muy bien qué pensar, ahora ya no es todo tan bonito como
cuando decidió huir de la ciudad para buscar el solaz y la serenidad. Parece
bastante claro que esa aldea invisible oculta un secreto que sus habitantes no
quieren que trascienda al resto del mundo.
Su instinto lo impulsa al
cotilleo, pero como suele decirse, “la curiosidad mató al gato”. ¿Merece la
pena intentar desvelar ese secreto y arriesgarse a las iras de estas gentes?
Cuando tiene ya a la vista la
vivienda que ha convertido en su hogar, lo alcanza un respingo de sorpresa:
esperando ante la puerta, en una inmovilidad que lo hace parecer más una
estatua que un ser vivo, se encuentra un personaje que le resulta sorprendente.
De una estatura desusada, largo como un junco y de una apariencia igual de
flexible, sus rasgos tienen un tono bronceado que indica su permanencia durante
largos períodos de tiempo al sol; cincelados como en granito, tienen una
cualidad extraña, diríase arenosa,
que confiere al hombre una textura insólita, y sobre todo, una falta de
expresividad que impide que se pueda apreciar cuáles son sus sentimientos o
emociones…
—Imagino que es usted el señor
Raúl Sariegos.
Su voz, átona, carece de la más
mínima inflexión: es como escuchar el raspar de una piedra contra otra, un
sonido que puede resultar incluso amedrentador.
—Sí, soy yo –admite el aludido,
contemplando con recelo a su interlocutor—. Y usted es…
—El alcalde de Valmeiga, Marinho
Feito.
Le tiende una mano delicada, de
dedos desusadamente largos, que recoge casi con asco: el tacto es áspero, como
si estuviera sujetando una piedra o arena.
—Vengo a darle la bienvenida a
nuestro pueblo en nombre de todos sus habitantes –anuncia sin preámbulo de
ningún tipo—. Esperamos que se sienta a gusto entre nosotros, y que disfrute de
su estancia.
—Vengo en busca de tranquilidad y
serenidad –explica Raúl, soltando la presa del hombre.
—Entonces, éste es el lugar
adecuado –El gesto del edil se tuerce en un amago de sonrisa que no tranquiliza
en lo más mínimo al recién llegado—. Valmeiga es un remanso de paz y sosiego.
—Valmeiga… ¿Valle de meigas?
El señor Feito lo observa con
suspicacia.
—Sí, es un nombre muy antiguo
–admite tras unos momentos—. Como bien sabe, estas tierras tienen tradiciones
muy arraigadas –Su mano se extiende en un amplio arco, señalando todo el
derredor de la aldea—. En estas colinas hay restos muy antiguos, en los que se
celebraban rituales tan antiguos que se ha perdido su memoria.
¿Por qué tiene la sensación de
que sabe que ha estado fisgando por los alrededores? A pesar de que la
entonación no contiene amenaza alguna, parece haber algo implícito en sus
palabras, algo malevolente, que le hace sufrir un escalofrío.
—Si tiene frío, no lo entretengo
–prosigue el alcalde—. Le dejo que entre en casa para arreglar todo lo que
deba…
Con un desasosiego cada vez
mayor, Raúl ve alejarse a su interlocutor: sus movimientos son suaves, casi
etéreos, como si flotara sobre el suelo en lugar de caminar como todo el mundo.
Entra en su vivienda y comienza a
desembalar la comida que ha llevado ya preparada: de momento mejor no empezar a
cocinar como tal, ya habrá tiempo por la noche o a partir del día siguiente.
En el salón echa una ojeada:
amplio, cómodo, de un estilo tan rústico que casi parece surgido de un
escenario del siglo XV o anterior; la chimenea se muestra acogedora, por lo que
se acerca a ella. No hay ningún leño alrededor con qué encenderla, así que
investiga un poco por la casa y sus alrededores hasta que en el sótano, en un
rincón, encuentra una pila de astillas de las que toma una pequeña brazada con
la que sube de nuevo a la planta principal.
El frío parece estar asentado con
fiereza en ese lugar, algo lógico por otra parte, ya que en principio ha estado
abandonado durante una buena temporada. Tras unos intentos infructuosos,
consigue por fin que en el interior de la chimenea arda un buen fuego que
comienza a caldear la sala.
Se sienta a comer tranquilamente,
y cuando acaba lo recoge todo y se dispone a continuar aseando su hogar, cosa
que le lleva lo que le queda del día. Una cena rápida y a la cama: un lecho
antiguo, alto, con cabecero de hierro retorcido en formas extrañas, enroscadas,
como tentáculos o sogas… Las ropas del catre están frías como recién sacadas de
un congelador, por lo que decide aguantar un poco más hasta que la casa entre
un poco más en calor.
Antes de darse cuenta, oye un
rumor lejano, como de voces, que hacen que se acerque a una ventana y se asome
a ella: ve a algunos vecinos dirigirse hacia el Este entre las casas, como si
acudieran a alguna cita en el Ayuntamiento o la iglesia. ¿Debería seguirlos e
integrarse con ellos en sus costumbres? No, casi mejor que no, este primer día
lo va a dejar estar, no ha de imponer su presencia más de lo necesario hasta
que lo acepten por completo.
Pasan las horas, y el murmullo se
desvanece igual que comenzó. Sobre la casa, sobre el pueblo, comienza a
extenderse un ambiente de quietud, una paz que más parece la de los muertos que
otra cosa, ya que Raúl cree advertir que el silencio que se cierne es
antinatural, no se escucha ni el más nimio ruido de animales.
Al final acaba acostándose: al
principio siente un frío brutal, avasallador, que lo envuelve como una mortaja,
pero poco a poco comienza a notar algo más de abrigo gracias a la manta y las
sábanas fuertes del catre.
Cuando consigue conciliar el
sueño, éste se revela inquieto, perturbador, como una premonición: puede ver a
los lugareños dirigirse, con su alcalde a la cabeza, hacia la iglesia, y de
allí, portando velas, hacia la colina en la que ha visto el altar manchado.
En su mente, las gentes se sitúan
en círculo alrededor del ara, y comienzan a entonar un cántico que carece por
completo de palabras inteligibles, algo tan remoto que escapa a toda concepción
humana, lleno de consonantes impronunciables en las que se repite una y otra
vez una misma palabra: algo que suena como Shaghat’um… No tarda en alzarse,
junto a la mesa pétrea, una gran hoguera cuyas llamas se elevan hacia el cielo
nocturno.
De alguna manera, Raúl se ve
atraído hacia la ceremonia, y se ve a sí mismo caminando en silencio, con una
lentitud casi exasperante, hacia la colina; algunos de los celebrantes se giran
hacia él y le indican con gestos que se acerque, que es bienvenido, y que sólo
tiene que sellar el pacto para poder formar parte de la comunidad… ¿Pacto? ¿Qué
pacto?
El alcalde lo acerca al altar,
contemplándolo con sus ojos negros, vacíos, en los que parece perderse como si
cayera en sendos agujeros negros más allá del cosmos.
—No somos muchos, como puede
comprobar –le explica con paciencia—. Sin embargo, sí somos escogidos. Algunos
ya nacieron aquí, otros llegaron desde tierras lejanas, y aunque parezcamos
distintos, todos tenemos un punto en común: nuestra afinidad con Aquél que mora
en los abismos interestelares, hijo de los Señores de los Elementos, heredero
de la Tierra. Suyo es el poder para venir a nuestra llamada, para extender el
caos más allá de todo lo conocido.
»Si has llegado aquí, es porque
tú posees ese punto en común, porque tú eres también un elegido de Shaghat’um;
por ello, habrás de llevar el sello que te marca como Su servidor.
—Pero, ¿qué es ese Shaghat’um, o
como quiera que se llame? ¿Y cuál es el sello?
—Pronunciar su Nombre es
conocerlo –La advertencia del señor Feito consigue su efecto: un
estremecimiento de pavor en el cuerpo de Raúl—. Es el Frío del Cosmos, el Vacío
que todo lo consume, el Hambre voraz que clama ante la creación por su
sustento…
»En los eones pretéritos, antes
de que el hombre llegara a mostrarse poco más que como un pobre simio, se
produjo la más cruenta de las guerras que haya podido conocerse jamás en todos
los rincones del Universo: los Primigenios habían llegado a este mundo y habían
tomado posesión de él, convirtiéndolo en un feudo de caos y muerte que brillaba
por sí solo.
»Eran diferentes razas, desunidas
entre sí, hijas del abominable Ubbo Sathla, servidoras del Dios Babeante,
Azathoth, que crearon especies subhumanas para sus propios fines: Cthulhu, en
el mar, con sus terribles Profundos; Hastur el Inefable, Señor de las
Profundidades Cósmicas, con sus legiones voladoras, y muchos otros Señores de
los Elementos…
»Todos ellos competían entre sí
por el dominio absoluto, hasta que unos advenedizos, que se decían más antiguos
y venerables que los Primigenios, unos que se denominaban a sí mismos
Arquetípicos en un alarde de arrogancia, decidieron que debían liberar al mundo
del terror que representaban nuestros Señores.
»Y así, tuvo lugar la Gran
Guerra, una lucha de poderes que tuvo como resultado final el aherrojamiento de
los principales Antiguos. Sólo escaparon unos pocos, entre los que se contaron
Yog—Sothoth, el Todo—El—Uno—Y—El—Uno—En—Todo, Amo indiscutido del espacio y el
tiempo, y Nyarlatothep, el Caos Reptante, que se refugió en la temida Kadath,
en la recóndita y maldita Meseta de Leng…
»Ahora, se acerca el momento:
cuando llegue la noche de Todos los Santos, Shaghat’um, uno de los Hijos del
Fuego Estelar, se verá libre de su prisión en los abismos oscuros de
Ey’len’xai, y podrá volver a presentar su sello en una humanidad que no es otra
cosa que materia de esclavos para su inmenso poder…
El alcalde apoya la mano en su
hombro, que lo escucha atónito, sin poder mover un músculo, tratando de exprimir
su cerebro para encontrar alguna escapatoria a aquella situación de locos en la
que ha caído…
Y se despierta de manera
repentina, con un respingo, el rostro perlado de un sudor frío, el miedo
dominándolo a causa de la pesadilla que lo ha dominado de una manera tan
vívida… No puede volver a dormir, cada vez que cierra los ojos oye las
acariciantes palabras del edil de Valmeiga: sin duda alguna, su extraño aspecto
lo ha influenciado de muy mala manera…
II
La mañana lo encuentra ojeroso, agotado, a
causa de la mala experiencia nocturna: no consigue olvidar la pesadilla, la voz
del alcalde retumba en su interior como el repicar de una campana, como un
oscuro toque de funeral… Comprendiendo que no tiene nada mejor que hacer,
aparta las ropas y se dispone a sentarse en la cama, para vestirse, asearse y
comenzar la jornada. Y es entonces cuando contempla las zapatillas que había
dejado a los pies del lecho…
¡Están húmedas, parecen haberse
manchado con tierra, pero eso es imposible! No ha salido de la casa con ellas
puestas…
Sólo se le ocurre una
explicación, pero es completamente alocada: es imposible, no puede haberse
levantado en sueños y haber salido a pasear por el pueblo, jamás ha padecido
episodios de sonambulismo.
Tras desayunar, arregla un poco
la vivienda y sale al exterior, a contemplar la aldea, que parece dormida; la
luz del amanecer aún no ha surgido de detrás de las colinas que lo rodean y las
tinieblas, aunque no demasiado cerradas, se ciernen sobre el lugar como un
manto protector…
Con el rabillo del ojo percibe
movimiento a su derecha; girándose en esa dirección, nota un escalofrío al
contemplar al alcalde dirigiéndose hacia él con paso calmo y esa expresión
imposible de entender en su pétreo rostro…
—Buenos días, señor Sariegos –le
saluda con una extraña amabilidad—. ¿Ha dormido usted bien?
—Buenos días, alcalde –Raúl no
acaba de entender muy bien la actitud de aquel sujeto, por lo que se mantiene a
la defensiva—. Sí, he dormido bien…
—No lo parece –Diríase que el
edil se está burlando de él, mirándolo con una ansiedad fuera de lo común—. Tiene
unas ojeras enormes, y un aspecto de cansancio que parecen indicar lo
contrario. ¿No habrá estado paseando esta noche?
Su mirada se desvía hacia la
colina sobre la que se yergue el círculo de piedras que rodea el altar. Ese
sencillo gesto, en apariencia una tontería, hace que todas las alarmas de Raúl
se disparen.
—¿Por qué piensa que esta noche
he andado por el pueblo? –demanda, en tono serio, casi molesto.
—No lo sé, dígamelo usted
–responde a su vez el edil.
Las imágenes del sueño siguen
danzando en la mente del hombre, detalles sin sentido que no encajan, que no
percibe en su totalidad…
—Todos los Santos es en un par de
días –sugiere el señor Feito—. Imagino que querrá participar en las
celebraciones, nos reuniremos en la iglesia y rezaremos por nuestros muertos.
—No soy una persona religiosa
–advierte Raúl—. Procuro respetar las creencias de los demás siempre y cuando
merezcan respeto, pero no suelo entrar en iglesias, mezquitas o sinagogas, a no
ser para contemplar el arte.
—Pues entonces puede que tenga
algún pequeño problema –El tono del alcalde parece endurecerse—: aquí todos
somos muy creyentes, y algún vecino puede tomar a mal su actitud.
—Igual que respeto a los demás,
pido respeto para mí –insiste Sariegos.
—Es una posición loable, racional
–acepta Marinho—. Por ello, le ofrezco un punto intermedio: acuda no como
creyente, tan sólo como invitado, para mostrar su respeto hacia nuestras
creencias.
Raúl medita un breve tiempo sobre
las palabras de su interlocutor: detecta algo en ellas que no acaba de
entender, algo que le incita a huir, huir lo más lejos posible…
—No, gracias –declina con toda la
amabilidad de que es capaz—. Creo que ese día lo pasaré en casa, tranquilo,
para no molestar a nadie.
La mirada del alcalde se
endurece: durante unos breves momentos parece que va a increpar al recién
llegado, pero acaba por contenerse.
—Como desee –El tono de su voz es
severo, seco.
Raúl comprende de inmediato que
se ha molestado, pero le da igual.
—Si no le importa, voy a hacer un
poco de compra –comenta, como quien no quiere la cosa—. ¿Dónde queda la tienda
de alimentación?
—Dé la vuelta a la casa de Antía
–explica, señalando la construcción que se alza enfrente de la de Sariegos—, y
ahí mismo encontrará la tienda. No tiene pérdida.
—Muchas gracias, señor Feito –la
despedida del hombre es tan fría como la actitud del otro.
Marcha en la dirección que le ha
indicado el edil, con la mente embarullada, envuelta en ideas peregrinas acerca
de lo que se oculta en ese pueblo perdido de la mano de Dios. ¿Qué hay detrás
de esa actitud? Se cruza con alguno de los vecinos, que lo saludan con una fría
cortesía rayana en la indiferencia.
No tarda en ver la tienda: un
edificio poco más grande que las casas que lo rodean, con un aspecto tan
decrépito y antiguo como el del resto de la aldea, que parece que se vaya a
caer a pedazos, que se vaya a disolver en la nada con sólo soplarlo, envuelto
en un aire de malsana antigüedad que comienza a darle tal repelús que se
replantea si merece la pena continuar viviendo allí… Una vez frente a la
puerta, consigue reforzar su voluntad y decide que sí, que intentará que lo
acepten como uno más.
Le atiende una mujer de aspecto
fuerte, encorvada, con un rostro extraño, repelente, oscuro, como si estuviera
cuajado de escamas; resulta nauseabundo, sobre todo por el hecho de que sus
ojos son tan saltones que le dan una idea de una anormal rana, monstruosa; la
boca es enorme y sin labios, un gran tajo en medio del rostro que diríase hecho
a cuchillo; una gran bufanda envuelve su garganta para protegerla del frío que
azota la región.
—¿Qué desea?
Incluso su voz recuerda al croar
de una rana…
Luchando para evitar que las
náuseas y las ganas de echar a correr para alejarse de semejante criatura lo
invadan, comienza a hacer su pedido, que liquida lo más rápidamente posible
para volver a casa y perder de vista una aparición como ésa…
III
Los días pasan, y con ellos una
tranquilidad que Raúl está muy lejos de sentir: ha llegado el día de Todos los
Santos, y aunque ningún vecino lo ha molestado, tiene la maldita sensación de
haber sido vigilado con el celo de un halcón; se siente un prisionero, un
cautivo de fuerzas oscuras.
No ha podido descansar: se nota
con una extraña carga, con un agobio al que no puede dar forma ni nombre, a
causa de los sueños que lo han asaltado cada vez que ha cerrado los ojos,
sueños en los que ha visto los signos del altar, con su extraña malevolencia,
brillando con un malsano fulgor verdoso; se ha enfrentado a los rostros de la
nauseabunda mujer sapo, del señor Feito, con su aspecto terroso, a los de otros
habitantes del pueblo que le han resultado igual de repelentes… Las llamas de
la hoguera se han alzado de nuevo, haciendo que las sombras bailen malignas en
la piedra, mostrando sobre ellas, un humo que vibra como si estuviera vivo, que
se arracima sin extenderse en ninguna dirección, flotando como una nube de odio
que extiende secretos zarcillos en busca de víctimas a las que envolver en su
locura, en su caos… Esas pesadillas lo guían en una dirección hacia la que no
quiere ir, pero a la que se siente atraído de una manera casi irresistible. Es
un impulso salvaje, ciego, que sólo vence cuando se despierta en medio del
sudor frío, aterrado a causa de la locura y el horror que percibe en medio de
la confusión que lo envuelve.
Las manchas del ara, aunque no
quiera admitirlo, son de sangre con una certeza absoluta, sangre de inocentes
sacrificados en algún ritual desconocido, en el nombre de una religión que ya
era antigua antes de que los hombres conocieran el significado de la palabra
Dios; y las palabras del alcalde, los nombres pronunciados, lo han llevado
hasta un umbral que no quiere franquear, hasta un punto en el que la locura
amenaza con quebrar su estado mental.
Huir. Huir… Es la única palabra
que resuena en su cerebro enfebrecido, un término que se rebela fútil cuando
comprueba, con desesperación, que las ruinas de la colina tiran de él y lo
encadenan con maromas invisibles imposibles de romper. Nada ni nadie puede
hacer nada, no hay escapatoria, se resiste todo lo que puede sin esperanza
alguna…
No quiere salir de casa: el
alcalde ha acudido a intentar convencerlo de nuevo para asistir a la iglesia,
pero Raúl se ha negado y, ante la insistencia del edil, cada vez más enojosa,
ha acabado por ponerse borde y pedirle que se marchara con un tono muy seco y
desabrido.
La mirada que el señor Feito le
ha dedicado ha sido demoledora: sus ojos negros lo han taladrado con una
ferocidad tal que han hecho que se estremeciera y un escalofrío recorriera todo
su cuerpo, el terror anidando en su interior como una serpiente dispuesta a
soltar su veneno letal.
Marinho se ha ido sin decir una
palabra más, dejando a Sariegos nadando en un mar de dudas e incertidumbres,
con la sensación terrible de que tiene que salir de allí cuanto antes, de que
ha habido un cambio radical en el ambiente y de que se encuentra en un peligro
mayor del que pudiera imaginar, así que recoge sus cosas y sale a meterlas en
el coche, dispuesto a abandonar Valmeiga.
Mientras está colocándolo todo en
el maletero, percibe un movimiento, pero es demasiado tarde: cuando se gira
para ver quién está allí, descubre a varios campesinos que lo sujetan y se lo
llevan prácticamente en volandas a pesar de sus gritos e insultos. Por más que
se retuerce, por más que intenta liberarse, le resulta imposible. Sus captores
no dicen una palabra, se limitan a cargar con él y llevarlo hacia el Este,
hacia la iglesia.
Para su sorpresa, dejan el
edificio sagrado tras ellos y prosiguen su camino, imperturbables, bordeando el
cementerio, para llegar a la colina sobre la que se eleva el círculo ruinoso.
Allí lo espera la población en
pleno: algo menos de un centenar de personas, de todo tipo y condición, que lo
contemplan con miradas en las que naufraga la curiosidad y sobrevive algo que
podría interpretarse como hambre, un hambre atroz, salvaje… ¿Caníbales? No, no
es posible, no puede creérselo.
—Le dije que debería haber
participado por propia voluntad –comenta el señor Feito, abriéndose paso entre
los suyos—. Ahora, tendrá que aceptar el Sello tanto si lo desea como si no, y
participar de la Comunión con nuestro Señor Shaghat’um.
Raúl se debate con una furia
inusitada y logra soltar el brazo izquierdo, que gira en un movimiento inesperado,
en un gancho horizontal para alcanzar de un puñetazo el rostro de otro de sus
captores, que retrocede gruñendo mientras se sujeta la cara.
Aprovecha la confusión, y se
sacude al resto, echando a correr colina abajo, en dirección al pueblo, buscando
su coche, mientras tras él oye los pasos rápidos de una turba, y algo que le
pone los pelos de punta: una letanía desconocida, una cantinela que le incita a
girar la cabeza y contemplar al misterioso cantante, que parece usar una lengua
perdida en la inmensidad del pasado… Pero se domina y sigue con su huida, ha de
llegar al coche si quiere dejar atrás ese mundo de locos desquiciados.
Deja de oír carreras tras él.
Extraño. ¿No lo persiguen? No se para, no quiere que puedan volver a atraparlo,
y sin embargo… La voz resuena en su mente como si estuviera a su lado,
inquisitiva, acariciadora, tanteando sus nervios como una tela de araña que
intenta envolverlo…
Se aventura a volver la cabeza, y
lo que presencia le basta para quebrar la cordura que ha mantenido hasta ese
momento: sobre la colina, junto al altar, todos los miembros de la comunidad
parecen hipnotizados, agitándose rítmicamente en un vaivén lento, extraño; y
entre ellos, el que entona la canción, el señor Feito, junto al altar, junto a
la hoguera que alza sus llamas hasta una altura de unos dos metros,
observándolo con una expresión que, ahora sí, es fácil de identificar: el
conocimiento de que está atrapado sin remisión.
Pero no es eso lo que le ha
envuelto en la insania más absoluta, no: es la sombra, apenas visible en la luz
de la mañana, que se alza sobre las llamas, algo amorfo, de aspecto movedizo,
que diríase humo oscuro, pero… vivo.
Y además inteligente, puede percibir la malevolencia que destila, enfocada
sobre su persona, la pavorosa existencia de algo que jamás debería haber
existido, de algo que escapa a su entendimiento y que ansía extraer de él hasta
la última brizna de alma que pueda contener… Un alarido se escapa de su
garganta, un alarido de terror absoluto, y se derrumba, recogido en el suelo en
posición fetal, esperando inerme a que lo recojan y lo entreguen a esa cosa
llegada de lo más profundo de los abismos estelares…
Ni siquiera me atrevo a comentar. Es escalofriante e intrigante desde principio a fin. Son las historias que más me gustan leer. Te doy la enhorabuena y estaré atenta a tus obras. Un saludo.
ResponderEliminarImpactante y escalofriante, sin saber que decir...
ResponderEliminarNi el ambiente, ni el tema, ni la mitología resultarán desconocidos para quienes hayan visitado las estanterías de la Universidad de Miscatonik. La pista es evidente; mas pronto reconoces los débitos, sin ambages. Pero el modo en que le construyes el miedo, en que le arrastras por la opresiva atmósfera, en que vas empujando al espectador hasta el potagonismo de lo inconcebible; ese ritmo atávico, primitivo, que chilla en el instinto, es propio, marca de escritor concienzudo, de creatividad propia. Y yo, personalmente, lo he agradecido, lo he disfrutado. Gracias y enhorabuena.
ResponderEliminarAtrapada en la historia, disfrutando de ella y de esa atmósfera envolvente y terrorífica desde las primeras letras...
ResponderEliminarBufff... Buenas noches a todos.
ResponderEliminarLa verdad es que últimamente ando bastante desangelado con las redes, así que me disculpo por no haberme asomado antes a la llamada de sirena que José Losada me ha lanzado al publicar este relato.
Te agradezco, Losada, este gesto, haberme ofrecido la posibilidad de aparecer en tu blog, pensar que puedo ser uno de esos grandes escritores que mencionas, aunque en el fondo no sea del todo verdad: puede que sea bueno, pero desde luego no soy TAN bueno, jejeje...
En cuanto al relato... Muchas gracias a todos por vuestros comentarios: Lovecraft es uno de mis autores de cabeceras, mis primeros relatos se basaron en él y en Robert E. Howard, así que podéis imaginar lo que siento por estos maestros.
En este caso, lo más paradójico de todo es que este relato fue presentado a la selección que hizo Pulpture en para publicar una antología de nuevos Mitos de Cthulhu, con el resultado de que quedó fuera. Bueno, lógicamente no se puede tener todo, pero sí es cierto que hasta el momento los que habéis leído mis relatos lovecraftianos habéis percibido el ambiente como tal,algo que me resulta halagador. En cualquier caso, os reitero mi agradecimiento a todos por darme esa oportunidad...