Andrés
chocó contra el árbol.
El
impacto hizo que todo el alcohol que llevaba en sangre desapareciera.
Notó
cómo el airbag saltaba, impactándole en el pecho y que miles de cristales
volaban hacia su cara.
¡No
se lo podía creer! ¡Imposible que eso le estuviera sucediendo! ¡Nadie conducía
mejor que él!
Ese
era el camino a su casa, el que hacía cuatro veces al día, y acababa de estrellarse
contra un pino que llevaba allí más de cuarenta años.
Estaba
en medio del campo, en una carretera comarcal por la que apenas pasaba nadie.
No podía echarle la culpa de su colisión a ningún otro conductor porque no lo
había. Se salió de la calzada y embistió al único árbol que daba sombra en
aquella solitaria vereda.
Empujó
la puerta, que tras un pequeño forcejeo, se abrió y bajó del coche. Antes de
nada, miró hacia delante en busca de ayuda, pero no vio ningún otro vehículo.
Hasta los pájaros parecían haberse alejado de ese lugar; ni siquiera se les oía
piar.
Una
vez convencido de que no iba a encontrar auxilio, se sacudió los cristales que
llevaba encima y, con su propia camisa, se limpió los pequeños chorros de
sangre que salían de los cortes que cubrían su rostro. Comprobó que no tenía ninguna
herida seria y que podía mover sus brazos y piernas sin dificultar, y entonces,
solo entonces, empezó a llorar desconsoladamente mientras se lamentaba de su
mala suerte…
No
se explicaba cómo se encontraba en esa situación.
Recordó
que, cuando salió del bar, tenía un fuerte dolor de cabeza; desde hacía algún
tiempo había empezado a notar que los efectos del alcohol tardaban más de la
cuenta en desaparecer, y que ese dolor de cabeza recurrente, siempre era
después de tomarse un par de cervezas. A pesar de ello, se puso al volante y,
al rato, cuando ya estaba en la carretera, de repente vio el árbol en su
camino.
Se
frotó con fuerza los ojos, para intentar que los puntitos de colores que veía
desaparecieran. Hipó más fuerte y, sujetándose la cabeza, intentó recordar cómo
había comenzado todo:
Se
había levantado temprano, como todos los días, y casi sin desayunar —hacía una
temporada que no le sentaba muy bien la comida de primera hora—, se fue a
trabajar. Hacia las diez de la mañana, sintió la necesidad de tomarse una cerveza.
No le importó que fueran horas de trabajo. Lo dejó todo y se fue a su bar de
siempre. Pero no fue solo una caña la que consumió, hacía mucho calor aquella
mañana y le apeteció otra cerveza bien fría. Al poco rato, llegó uno de sus
conocidos y no le quedó más remedio que invitarle y acompañarle. Luego, el
amigo quiso corresponder y él, por no quedarse atrás, le invitó nuevamente;
siempre le gustaba ser quien pagara la última consumición. Su acompañante no quiso
más, pero Andrés sí se bebió la cerveza que la camarera de siempre, sin
preguntar, le puso delante.
—Yo
sé que tú eres muy capaz de tomarte cuatro cervezas antes de las diez de la
mañana —le dijo la chica mientras le rellenaba el vaso.
Y
él, se hinchó de orgullo al tiempo que, sonriéndole, se bebía la quinta caña de
un golpe.
Le
vino a la memoria que, después de aquello, tuvo que ir a orinar y que le costó
acertar en el inodoro, pero no le dio importancia. Se despidió y cogió el
coche. Se le había hecho un poco tarde y le quedaba mucha tarea por delante
antes de que llegara la hora de comer.
No
tenía muy claro qué era lo que había pasado después, pero eso era lo de menos:
había estrellado el coche de su mujer y no tenía una explicación coherente que
darle, ni a nadie a quien culpar.
Pensó
en decirle una mentira: que un tremendo jabalí se había cruzado en su camino y
que al intentar esquivarlo había acabado en la cuneta. Quizás le creyera,
aunque después de tantas medias verdades que últimamente le contaba para
justificar sus ausencias, no era fácil que Isabel se tragara la trola, o que al
menos, hiciera como si le creyera.
Miró
el coche que no paraba de sacar humo. Lo había destrozado. No entendía cómo
había salido sin ningún rasguño.
El
morro estaba aplastado, no quedaba ningún cristal en su sitio y el airbag
ocupaba el lugar donde hasta hacía unos minutos había estaba sentado él.
Al
ver su vehículo, empezó a ser consciente de la gran suerte que había tenido. No
tenía ningún rasguño y el accidente podía haber sido mortal. Notó el olor a
gasolina quemada y, con un poco de miedo, temía que el coche pudiera estallar. Se
alejó unos metros.
Se
sentó en la cuneta mientras pensaba en su hija de tres años, a la que podía
haber dejado huérfana y la de su mujer, siempre malhumorada. Imaginó la cara de
decepción y tristeza que pondría su esposa, cuando él llegara a casa y le
explicara lo del animal invadiendo el camino. Le dolía más intuir la pena que
iba a sentir Isabel al reconocer otra nueva mentira que todos los morados que
ya le estaban empezando a salir en el pecho.
No
entendía cómo había llegado a esa situación. Él era un bebedor social. Le
gustaba tomarse unas cañas con los amigos cuando salían y, ¿por qué no?, también
un par de cubatas. Siempre había sido así, y cuando conoció a su ahora mujer, a
ella no pareció disgustarle. Era muy ingenioso en cuanto se tomaba una cerveza…
La
cabeza le seguía doliendo, pero estaba seguro de que ya no era solo por el alcohol,
sino la sensación de asco que le estaba invadiendo. Asco de sí mismo, de ver la
persona en la que se había convertido, de lo decepcionante que era su vida y
del horrible futuro que le aguardaba. Notaba un martilleo insistente en las
sienes que no le dejaba concentrarse.
No
era idiota. Hacía tiempo que veía que las cosas no iban bien ni en su trabajo
ni en su casa. Era consciente de que su matrimonio estaba a punto de naufragar
y que no le echaban de su empleo porque era el hijo del dueño. No había que ser
un lince para darse cuenta de que todas las mañanas tenía que hacer un alto en
el trabajo para ir en busca de una cerveza fría, y si quería ser justo consigo
mismo, nunca era solo una. Y por la tarde, le sucedía exactamente lo mismo. Se
veía obligado a partir la jornada por tomarse «su rubia», como le decía la
camarera que también parecía conocerle, cuando se la ponía delante. En ese
momento, no le hicieron ninguna gracia las palabras que le había dirigido la
chica un rato antes. Se vio así mismo como lo debía ver la joven y el resto del
mundo: un borracho; y no le gustó.
Por
fin se acababa de dar cuenta de que, tal y como le decía Isabel una y otra vez,
tenía un tremendo problema.
Notó
que, a pesar del calor que hacía, estaba temblando. No conseguía
tranquilizarse. Sus manos se movían sin que pudiera evitarlo, el corazón le
latía aceleradamente y su respiración iba desacompasada.
Con
gran esfuerzo, intentó imaginar la cara de su hija sonriéndole, mientras hacía
fuerza para desacelerar su corazón, detener el movimiento de sus manos y
respirar con normalidad.
El
truco logró su efecto y, poco a poco, el ataque de pánico desapareció.
Andrés,
más sereno, se quedó sentado allí, hasta que, en un momento dado, se limpió las
lágrimas y en sus ojos apareció una pequeña luz: había tomado una decisión.
A
pesar de tener todo el cuerpo dolorido, se levantó, y aunque sabía que su
automóvil no se podía mover y que nadie lo iba a robar en aquel lugar, metió la
llave en la cerradura de la puerta. Sentía que eso formaba parte de su pasado y
lo quería dejar bien cerrado. Después, se puso a caminar hacia su casa.
Cuando
dos horas más tarde llegó, se encontró a Isabel hecha un manojo de nervios,
asustada por la ausencia injustificada de su marido. La niña estaba sentada
junto a ella sin entender por qué lloraba su madre.
Andrés
las abrazó y comenzó a contarles lo que había pasado.
No
mintió.
Fue
sincero y a pesar del rechazo que notó por parte de su esposa cuando dijo que
había sido el alcohol el culpable de todo, siguió hablando y pidiendo ayuda.
Le
rogó a su mujer que, por el amor que le había tenido, por esa hija a la que él
quería ver crecer orgullosa de su padre, no le abandonara. Quería que le
acompañara en el largo y difícil camino que tenía por delante para volver a ser
la persona de la que ella se enamoró.
Isabel
no lo dudó.
Esa
misma tarde, juntos escribieron una nota en la que Andrés se comprometía a no
volver a probar una gota de alcohol. Vaciaron la única botella de vino que
quedaba en la casa y metieron dentro el papelito. Después, le pusieron un
corcho y, los tres juntos, fueron al muelle para desde allí tirarla al mar.
En
ese mensaje iban sus deseos más queridos. Era una petición de auxilio al mundo,
pidiendo fuerza para poder vencer su adicción.
Una
vez hecho eso, llevaron a su hija a casa de sus abuelos y, la pareja, más unida
que nunca, se marchó a su primera reunión de alcohólicos anónimos.
Muy intenso. Una descripción interior continua que lleva reflexión y a la reflexión. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias Hector, me alegro de que te guste
ResponderEliminarGracias, Ana. Has tratado un tema delicado para las personas que lo sufren, tanto directa como indirectamente, con mucho tacto. Sabes que me gusta tu forma de narrar, profundizando en los aspectos más internos de los personajes. Enhorabuena. Besos.
ResponderEliminarMil gracias 😘😘😘
ResponderEliminarUn relato que trasmite mucho, Ana. Desde esa reflexión interior que deja al desnudo el problema del personaje, hasta esa reacción positiva de pedir ayuda y comprensión para cambiar. Felicidades
ResponderEliminarGracias, me gusta q las cosas acaben bien ja ja
ResponderEliminarTema peliagudo tratado con respeto. Un relato precioso, muchas felicidades!
ResponderEliminarDespués dices q no eres romántica, eh!
Relato emotivo escrito desde dentro y con mucho tacto. Enhorabuena, Ana.
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