Érase una vez una familia feliz. Una pareja que todo el mundo envidiaba por lo bien que se llevaban. Se conocieron en la universidad y desde entonces no se habían vuelto a separar. Estudiaron juntos, y se fueron a vivir al mismo piso para estar más tiempo cerca el uno del otro. Sus manos iban unidas a todas partes, y nunca se les veía tristes ni enfadados. Una vez finalizaron sus respectivas carreras universitarias, encontraron trabajo con facilidad. Desde pequeños habían destacado sobre los demás, por sus buenas notas y la facilitad que tenían para memorizar y absorber conocimientos. Ella, en una empresa de publicidad, y él, en otra de telecomunicaciones. Después de ocho años viviendo juntos, decidieron sellar su relación contrayendo matrimonio. Sus padres, tanto los de María como los de José, insistieron en que preferían una ceremonia religiosa, alegando que eran los únicos hijos que tenían, y deseaban que fuese una boda por todo lo alto y como Dios manda. La pareja no estaba del todo convencida; preferían algo más íntimo y sencillo, pero al final se dejaron llevar por los deseos de sus familias. Entre los seis organizaron un evento que estuvo en boca de todos los vecinos de Lagunda. Todo salió a la perfección y, para la pareja, fue uno de los días más felices y memorables de su vida. Sus rostros demostraban lo cómodos y enamorados que estaban.
Los
años pasaron. Compraron un chalet en las afueras del pueblo; una zona
tranquila, abrazada de una preciosa arboleda y alejada del bullicio de la
ciudad. Bastante tenían con estar durante la jornada laboral, rodeados de
coches y gente estresada, que divagaba de un lado para el otro. Eran como
robots, moviéndose sin parar y sin fijarse en las cosas cotidianas de la vida,
en las personas que los rodeaban, en la belleza de determinados edificios
considerados históricos. El único cometido que tenían era llegar a tiempo a sus
quehaceres y cumplir con su jornada laboral.
Sus
puestos de trabajo no peligraban, pues estaban bien considerados, y el hogar lo
tenían amueblado en su totalidad. Solo tenían que cumplir fielmente cada mes
con el banco para pagar las letras. También habían preparado un dormitorio
infantil. Hasta la fecha, no habían considerado la posibilidad de tener un
hijo, pero llegado ese momento, tomaron la decisión de ir a por él. Fueron
meses intentando que María quedase embarazada, pero no lo lograba. Al principio
lo tomó con cierta ansiedad, puesto que concebir se había convertido en su
prioridad; después, siguió los consejos de su ginecólogo y se tranquilizó.
Lo que tenga que ser será
a su tiempo y en su momento, pensaba.
Pasaron
dos años más cuando, sin esperárselo, recibieron la magnífica noticia del
embarazo. El rostro de María volvió a sonreír después de años de espera, y no
era para menos; ¡iban a ser papás!
Algo
parecido sucedió con los abuelos. Tenían grandes esperanzas en ese embarazo;
les hacía muchísima ilusión que un bebé llegara a la vida de sus hijos porque
comprendían lo mucho que lo deseaban.
Durante
los nueve meses la pareja disfrutó de los cambios que el cuerpo de María iba
experimentando. José hablaba con su hijo todas las noches al regresar del
trabajo. Colocaba la cabeza sobre el abdomen de su mujer para escuchar los
movimientos del pequeño, y charlaba con él como si lo tuviese justo al lado,
dándole masajes estimulantes por todo el cuerpo. Le encantaba esa sensación, y
a ella también. Cuando llegó la hora del parto, todos se pusieron nerviosos,
incluido los abuelos. Deseaban ver el rostro de ese nuevo ser que los iba a
colmar de alegrías, y al que tenían pensado amar sobre todas las cosas.
Faltaban dos días para Navidad pero, al parecer, el regalo de esas fechas
mágicas se iba a adelantar. Con impaciencia se dirigieron al hospital y allí la
atendieron. Según los especialistas, quedaba muy poco para que ese bebé asomara
la cabecita.
Tras
varias horas postrada en una cama y aguantando las contracciones, María por fin
tuvo a su hijo en brazos. Fue una sensación difícil de explicar con palabras.
Un momento maravilloso que solo una madre puede sentir y entender. El niño
agarró con fuerza el dedo índice de la mano de su madre, y esta lloró de
alegría. Minutos después lo llevaron para lavarlo y pesarlo. José estuvo en
todo momento agarrando con entereza la mano de ella para transmitirle fuerza y
valor. Al rato, una enfermera regresó con el bebé en una cuna portátil, para
que la madre lo amamantara. María lo cogió en brazos y adoptó la posición que
la matrona le había enseñado en las clases preparto. Parecía que tenía hambre
porque, tan pronto notó el pecho de la madre en los labios, abrió su diminuta
boca para chupar. La pareja se sentía feliz al ver que todo había salido bien.
Los abuelos estaban al corriente del nacimiento, y deseando poder achuchar al
pequeño de la familia. Todo parecía perfecto hasta que María sintió que la piel
del niño se estaba amoratando, especialmente en el rostro. Llamaron a la
enfermera y esta enseguida apareció. Al comprobar que aquello no era normal, lo
introdujo en la cuna y se lo llevó. Su rostro mostraba preocupación. María y José
empezaron a hacer preguntas pero sin obtener respuestas convincentes. Los
nervios los devoraban con el paso de las horas. No había aparecido nadie por la
habitación para informarles de cómo se encontraba el bebé. José, varias veces
se asomó al mostrador donde estaban todas las enfermeras, pero ninguna supo
decirle con exactitud el estado del niño. Solo argumentaban que estaba en
observación y haciéndole pruebas. Al fin se acercó un pediatra, y les comentó
que esa noche la pasaría en observación, y que por la mañana verían si la había
pasado bien o tendría que estar más tiempo controlado. Los abuelos del pequeño
regresaron a sus hogares con una sensación agridulce en el cuerpo. José se
quedó con María toda la noche. Aunque ella estaba agotada por el esfuerzo que
había hecho en el parto, no consiguió conciliar el sueño. Ambos estaban
preocupados y muy nerviosos.
A la mañana siguiente, otro
especialista, diferente al de la noche anterior, se acercó a la habitación y
les dio una trágica noticia. El bebé había nacido con una deficiencia cardíaca,
y necesitaba un corazón nuevo con máxima urgencia. Había pasado una mala noche
y precisaba un trasplante antes de veinticuatro horas. Un jarro de agua fría,
que los padres recibieron el día de Nochebuena. Necesitaban abrazarle, besarle
y darle calor, pero eso no fue posible. Lo único que le permitieron fue verlo a
través de un cristal. La pareja y los padres estaban hundidos y desesperados.
¿Cómo iban a conseguir un corazón tan pequeño y en esas fechas? Las dos abuelas
se acercaron a la iglesia que había instalada en la primera planta del
hospital, para rezar por el nieto. Entre lágrimas, pidieron a Dios que les
concediera ese milagro por Navidad. Al regresar a la habitación supieron que su
estado había empeorado. María salió corriendo porque no podía soportar tan
terrible noticia. Apenas había disfrutado de él y ya lo iba a perder para
siempre. Estuvo divagando por la planta de maternidad durante minutos. No
quería hablar con nadie ni escuchar argumentos que le taladraban el alma. Bajó
en el ascensor hasta llegar a la planta uno y, sin querer, se dirigió a la
capilla. Entró con cierto recelo, pues era creyente pero no practicante. La
última vez que había estado en una iglesia había sido al contraer matrimonio, y
de eso ya había llovido. Se sentó en el segundo banco de madera, al lado de un belén
que habían instalado, y en el que no podían faltar los pastores, el buey, los
magos con sus pajes, la mula y el buey, y las figuras más importantes: José, con
su peculiar vara en una mano; María, vestida de azul claro, y el niño Jesús, un
bebé que solo llevaba un pañal de color blanco, acostado en un pesebre hecho de
madera y paja. El Nacimiento era pequeño pero estaba muy bien diseñado.
No
pudo contener las lágrimas y se dejó caer sobre el respaldo del banco que tenía
delante de ella. ¿Por qué era tan injusta la vida?
Una
mano se apoyó en su hombro. María pensó que sería su esposo y no levantó la
cabeza. No quería escuchar que su pequeño estaba entre la vida y la muerte, y
más cerca de esta última. La mano desapareció y sintió que esa persona se
sentaba a su lado. Alzó la cabeza y vio que no se trataba de José, sino del
sacerdote de la iglesia. Éste, la observaba a través de unas gafas finísimas. María
dejó caer la cabeza entre los brazos que tenía apoyados en la madera y continuó
llorando. ¿Qué más podía hacer? El cura empezó a hablarle del belén. Al
parecer, había sido montado por un grupo de niños y adolescentes que estaban
ingresados en el centro. Todos estaban internados en la planta de oncología. María
irguió la cabeza y lo observó. Le hablaba tranquilamente. Se dejó caer hacia
atrás y cerró los ojos con fuerza e indignación. El religioso le dijo que
estaba para escucharla si así lo necesitaba. Ella meneó la cabeza varias veces.
Aquello no podía estar pasando de verdad. Tenía que ser un maldito sueño del
que deseaba despertar. Se pellizcó la pierna derecha pero seguía allí, en una
pequeña capilla y sentada al lado de un sacerdote que la miraba en silencio.
Después de varios minutos en profunda calma, decidió abrir su corazón y
contarle la razón por la que estaba en aquella iglesia. El cura la escuchó con
atención, sin interrumpirla.
-
El señor te está escuchando -dijo, con voz tranquila y afable.
-
¿De verdad cree en lo que acaba de decirme? Como le he explicado hace unos
minutos, mi hijo se muere en menos de 24 horas si no recibe un corazón.
-
Hija mía. Dios escucha a todos sus fieles. Habla con él -insistió.
-
Al menos que se produzca un milagro, nadie va a salvar a mi niño –aclaró con
rabia en el tono de voz.
-
¿Le habéis puesto nombre?
-
Lo cierto es que no. Ni siquiera nos hemos acordado. En casa habíamos barajado
dos nombres: Sergio o Adrián –comentó, dejando asomar una pequeña sonrisa.
El
religioso, introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una figura
que le entregó a María.
-
Los milagros suceden. Solo debes confiar y creer profundamente en lo que
significa la Navidad –acabó diciendo.
Se
trataba de la imagen del niño Jesús en miniatura.
-
Gracias -fueron las únicas palabras que consiguió decir mientras observaba la
dulzura que proyectaba el rostro de aquella figurita. Un semblante que le
recordó a su hijo.
El
padre se levantó y salió de la capilla. María se arrodilló y juntó las manos
con la pequeña imagen entre las mismas. Después de muchos años, fue capaz de
rezar varias oraciones que recordaba desde su primera comunión. Imploró a Dios
que ayudara a su pequeñín, le daba igual si le restaba vida a ella.
Una
hora después, regresó a su habitación, donde la esperaban José y los padres de
ambos. Todos seguían con caras de preocupación. Era Nochebuena, una noche para
disfrutar en familia, pero lamentablemente, ellos no tenían nada que festejar. Sobre
las cinco de la tarde, volvieron a la sala desde la cual podían ver a su niño.
A simple vista parecía estar bien. Estaba dormido y con las manos pegadas al
rostro. María, con los ojos bañados en lágrimas y abrazada a su marido, le
hablaba y enviaba besos a través de la cristalera. No sabían el tiempo que
aguantaría. No sabían si lo volverían a ver con vida. Regresaron a la
habitación con el alma en pena. El hospital estaba decorado con cintas de
Navidad y dibujos que los niños habían hecho en los talleres y escuelas que
había en el propio centro. Todo para animar a las personas ingresadas y
transmitirles un poquito de paz y armonía. Los abuelos regresaron a sus
domicilios mientras que el matrimonio se quedó a la espera de noticias.
Sobre
las diez apareció una enfermera con la medicación para la noche. María no había
cenado nada; no tenía apetito, solo quería sentir el calor de su niño. Tampoco
quería tomar más pastillas. José la obligó, diciéndole que tenía que dormir, y
que si ocurría algo, él mismo la despertaría. Aunque a regañadientes, la tomó.
Una hora más tarde sintió la pesadez de los párpados, luchó contra ello pero no
pudo y se quedó dormida. José se recostó en el incómodo sofá y respiró
profundamente. Las vueltas que daba la vida. Hasta hacía muy poco eran la
pareja más feliz que había bajo las estrellas y, en aquel instante, eran la más
desdichada. Se acercó a la cama donde dormitaba su esposa y apoyó la cabeza en
la misma, aferrándose a la mano de María con fuerza, por si ella también se iba
de su lado. Sobre las doce de la noche se escucharon fuegos en el exterior.
Había gente que tenía muchas cosas por celebrar. Él, ninguna. También se
escuchaba revuelo que debía proceder de la zona de enfermeras. José pensó que
estarían celebrando la Nochebuena y no las podía culpar. Estaban trabajando en
una noche tan importante, lejos de sus seres queridos y cuidando a personas que
padecían alguna enfermedad o dolencia. El ruido se iba aproximando cada vez más
a la habitación, hasta que alguien abrió la puerta y encendió las luces. Eran
dos enfermeras y un médico, que traía un historial en la mano. María permanecía
dormida. Los rostros de los recién llegados, lejos de parecer preocupados,
mostraban cierto entusiasmo. José se levantó y fue hacia ellos. El varón de la
bata blanca le informó que los acababan de llamar de la Unidad de Trasplantes.
Había aparecido un donante compatible con su hijo y lo iban a intervenir de
inmediato. El padre abrió los ojos un poco más de lo normal porque aquello le
parecía un sueño. Se acercó a la cama e intentó despertar a María para ponerla
al corriente. Ésta, todavía amodorrada, escuchó lo del trasplante y se irguió
con mucho ímpetu. Estaban pletóricos y los médicos muy esperanzados con el
órgano que llegaría en breves instantes, para que el pequeño tuviese una
segunda oportunidad.
Los
de las batas blancas abandonaron la habitación y la pareja se abrazó, entre
lágrimas de alegría y esperanza. María recordó la figura que el sacerdote le
había regalado en la iglesia, la cogió y le dio varios besos. Estaba segura de
que todo iba a salir bien y que pronto podría tener al niño entre sus brazos,
para acunarlo y regarlo de besos. Aquella noticia debían compartirla con sus
padres e inmediatamente los llamaron por teléfono, los cuales no tardaron mucho
en presentarse en el hospital para estar al tanto de la operación.
Aunque
la recomendación de las enfermeras había sido que se quedara en la habitación, María
acompañó a la familia hasta la sala de espera. Quería estar presente en el
momento en que le dijeran que todo había salido bien, y que su pequeñín ya no
corría peligro. Para ello, tuvieron que pasar seis largas horas sentados en
aquellas incómodas sillas, pero la espera había valido la pena. El pediatra que
había realizado el trasplante les comentó que tenían un bebé muy fuerte, con
muchas ganas de vivir, pues había resistido a la operación como un campeón.
Aquellos rostros, que horas antes habían reflejado el dolor que estaban
viviendo, en aquel instante brillaban de optimismo e ilusión. Los abuelos
regresaron a sus casas y el matrimonio, agarrados de la mano, a la habitación.
Por
la mañana, María recibió el alta médica, pero antes de abandonar el centro
hospitalario, se dejaron caer por la zona de Neonatos para ver al benjamín de
la familia. Allí, les informaron de que estaba respondiendo bien a la
medicación, y que por la tarde la mamá podría entrar unos minutos para estar
con él. Era la mejor noticia que podían recibir ese día de Navidad. En ese
instante se acercó el sacerdote que el día anterior había estado con María. La
miró a los ojos y supo que el milagro de la Navidad se había producido.
–
Hija, te dije que confiaras. –Ella movió la cabeza y sonrió–. ¿Ya habéis
decidido qué nombre le vais a poner?
–
Creo que mi marido estará de acuerdo conmigo en que Jesús sería el nombre
perfecto –explicó, observando la reacción de José. Éste asintió mientras
abrazaba a su mujer.
-
En la vida hay que creer en algo. Siempre –opinó. Su rostro era amable–. Me
alegra saber que todo ha salido bien. Ese niño va a ser fuerte como un roble.
Los
padres se rieron y regresaron a casa. Jesús tendría que quedarse un tiempo en
el hospital pero eso era lo de menos. Habían estado a punto de perderlo para
siempre, pero ahora sabían que era un luchador, igual que ellos, y dentro de
poco recuperarían el tiempo perdido. Solo tenían una pena, y esa era saber que
alguien había tenido que dejar este mundo para que su pequeño pudiese vivir.