Juan comía Oreo sentado en la silla donde veía el amanecer desde esa pequeña
ventana, el único contacto con el exterior desde que había llegado al yate. Denotó
que el sol comenzaba a dar indicios de que sería un día caluroso, como los que se
estaban viviendo ese verano. Miró a la mesa y abrió el cuarto paquete de
galletas que tiró sin cuidado en el tazón de leche que tenía al frente.
Sabía asqueroso, y no porque la leche estuviera rancia;
tanto tiempo fuera de la antigua nevera la había dejado en temperatura ambiente,
y eso no lo detestaba, aunque la realidad era otra: estaba harto de estar allí.
Solo comía y apenas dormía. Fumaba y mascaba chicles para
liberar sus nervios, y su cuerpo comenzaba a indicarlo. Era un hombre que se
ejercitaba, tenía que hacerlo para poder mantener el trabajo que había
escogido; a duras penas en los pocos metros cuadrados del yate podía hacer un
par de abdominales y flexiones. Estaba frustrado, era la primera vez que no
podía dar fin a uno de esos asuntos que su jefe le encomendaba.
Se obligó a no pensar más o terminaría volviéndose
loco, y cogió de nuevo otra cucharada de la galleta triturada, metiéndosela en
la boca, masticando sin ganas y, a pesar de saber mal, al menos le devolvía al
chicle el sabor que había desaparecido.
Sacó otro viendo que le quedaban pocos en la cajetilla,
y lo encendió. Tendría que esperar que lo llamasen al anochecer y salir de ese
miserable barco que su jefe llamaba yate, y precisamente al pensar en su jefe, tembló
la pequeña mesa con la vibración del móvil, mostrando quién era, y de inmediato
lo cogió.
—En dos horas nos vemos en el mismo lugar. ¡Y espero
que esta vez no la cagues!
¡Qué fácil era culparlo! No quería tener otra muerte
inocente en sus espaldas. Evitó responderle, ganas no le faltaban; en todo
caso, en su mente pudo hacerlo con gusto. Con parsimonia se levantó, dio dos
caladas más al cigarro y lo apagó en el cenicero para seguir hasta el baño. Con
las prisas de esa noche a duras penas pudo pasar por casa y recoger algo de
ropa. Le costó mucho tiempo lavarla con la escasa agua que salía del grifo,
esas malditas manchas de sangre no se iban tan rápido; también era cierto que estuvo
varias horas a la expectativa de saber qué harían, y las manchas se secaron,
por ello costó tanto que se quitaran, y el mismo procedimiento lo hizo con su
vaquero mezclilla hecho un desastre, al menos los dos días que llevaba
escondido su ropa pudo secarse.
Intentó asearse un poco, pero el chorro de agua de la
ducha era aún más débil y maldijo a su jefe en alto, cansado de estar en esa
pocilga. Apretó sus puños con ganas de ejercitarlos con alguien y recordó los
días previos.
Si no fuera por esa chica y la policía no estuviera
detrás de su pista, él habría acabado con ese engendro; pero no, tenía que
aparecer en ese preciso momento y gritar como una histérica.
—¡Maldita mujer!—vociferó. Salió del baño, lanzó a la
basura el chicle que masticaba y sacó otro de los pocos que le quedaban, a la
vez que encendía otro cigarrillo y le daba una calada. Volvió al cuarto de baño
pensando en cómo quitarse ese sudor.
Abrió el grifo del lavamanos y buscó la pequeña
esponja que estaba en el plato ducha, le echó jabón y comenzó a asearse
pensando que su jefe lo despediría y tendría que refugiarse en alguna otra
ciudad del estado.
Quién le hubiera dicho que hace años conocería a su
maestro por casualidad. No era fácil entrar en esos mundos, solo pocos eran óptimos
para ese tipo de trabajo; la mayoría sabía que su vida tenía los días contados,
y él era uno de ellos.
Juan terminó de asearse, dio otra calada al cigarro y
se secó rápidamente. Se afeitó la incipiente barba que se había dejado por
estar en cautiverio y de un fuerte tirón saco de la percha la camiseta en la que
llevaba dibujado el sello de Guns and
Rose.
Buscó el pantalón que aún tenía manchas de sangre
difíciles de quitar y fue directo a la mini habitación a por el último par de
calcetines limpios que le quedaban.
Se los puso junto a sus botas negras y su cazadora.
Recordó que su jefe le envió una gorra con ese
gilipollas de Zack. Odiaba a los yanquis, odiaba el béisbol y el muy idiota le
había traído una gorra de ese equipejo.
No tenía más remedio que ponérsela a sabiendas de que le quedaba también
estrecha. Cogió su pistola y su cuchillo y salió del barco.
Caminó por las calles de Houston. Era temprano, muy
temprano para su gusto, pero debía ser así. Procuró seguir las calles más
solitarias evitando cualquier coche patrulla, pero tuvo que pasar por una
principal para hacerse con un par de cajas de chicles y cigarros. Bajó su gorra
un poco más y se detuvo en un quiosco que había en su camino. Los compró y
siguió andando hasta el bar de mala muerte que su jefe le había indicado.
Aún recordaba cómo lo conoció, su maestro acababa de
morir y él estaba inmerso en el alcohol. Apreciaba mucho a ese hombre, si bien,
Juan causaba cierto temor por su eminente figura, era ágil y rápido para lo que
su trabajo requería. Sin embargo, uno de esos seres en un descuido de su mentor
acabó con su vida y se culpaba desde ese entonces por no haber llegado a tiempo.
Se vengó empleando una de sus armas, pero siempre quedó esa culpabilidad en su
vida.
Había aprendido desde ese instante que la soledad era
la mejor compañera. Hubo un tiempo en que deseó tener una familia, y en cuanto
tuvo en sus brazos el cuerpo sin vida de su mentor, supo que era muy peligroso.
Siempre le daría las gracias por haberlo encontrado, tal vez ahora estuviera
muerto en cualquier cubo de basura; y es que la primera vez que se topó con
esos seres, creía que todo lo que había consumido en drogas esa noche era lo
que veía en ese momento: un cruel producto de su mente.
Trató de defenderse, y vaya que lo hizo hasta que lo
acorraló contra la pared, con gran fuerza, y segundos antes de morir, un
cuchillo atravesó a su atacante provocando lo que hasta ese momento no había
visto en su vida, quedándose de piedra.
—Eres bueno combatiendo—repuso en ese entonces Mike,
el que fue su mentor.
—¿Qué rayos ha pasado? ¡Ese imbécil de Raimond me
vendió mierda adulterada!
—Lo que has visto es real, ahora me pregunto por qué
no dejé que te matara si lo estás haciendo con lo que te metes.—Mike chasqueó
la lengua, recogió su cuchillo del suelo y lo metió en una especie de funda
para mirar de nuevo a Juan.
—Si nuestros caminos se han cruzado es porque ha
llegado la hora.
—¿La hora de qué?—preguntó desconcertado Juan—. ¿Quién
eres?
—Soy Mike Fearbank, y desde ahora seré tu mentor. —Juan
se quedó sorprendido mientras Mike, con precaución, se acercaba—. Es hora de que
conozcas la realidad de este mundo.
Y desde ese momento la vida cambió, hasta ahora, que
estaba a la expectativa.
Cruzó varias calles más y llegó a esa parte de la
ciudad donde había muchos edificios viejos y fábricas a punto de ser
derribadas. Cambió de acera para acortar camino entrando en un estrecho
callejón que miles de veces había cruzado.
Un gato maulló de repente y percibió un escalofrió en
su cuerpo. De reojo vio algo pasar a toda velocidad, y se detuvo. Conocía de antemano
esos movimientos.
Esperó pacientemente mientras sacaba otro chicle de la
cajetilla. Lo metió en la boca, y mascó con tranquilidad hasta que vio aparecer
al vampiro…
Gracias por publicarlo.
ResponderEliminarGracias a ti por escribirlo, Jossy
EliminarNecesito saber más, Jossy, jajajaja. Muy bueno
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