Celeste corría
esa noche. El cielo lucía épico con la imagen de una enorme y amarilla luna que
más tarde se cubriría del eclipse tan esperado por todos. En lontananza, el
sauce en la orilla del riachuelo, dejaba caer sus largas hojas cual cabellera
enérgica que seducía al tiempo. Ella no sabía si estaba en el presente o en el
futuro del plano temporal, había surcado tantas veces el portal, que se encontraba
confundida y algo enferma; las marcas en su piel se tornaban cada vez más
oscuras y eso le provocaba un sabor de temor en la boca. Pero aun así,
soportando la pesadez de un cuerpo infectado y doliente, siguió corriendo,
tenía que lograrlo: llegar a la meta y alejarse del nuevo viaje que le
provocaría el eclipse final.
Mateo,
mientras tanto, ya se hallaba de pie junto al sauce en la colina; con la espalda
hacia la alameda y los ojos clavados en la luna, su pensamiento desazogado no
le permitía respirar tranquilo. Sus manos se encontraban sudorosas. Su piel -aunque
marchita en las manos- denotaba una humedad nerviosa; el sudor surcaba su
cuello descendiendo desde la coronilla.
—Nunca
dejes de enfocar el tercer ojo, hijo de Levi.
La
voz del anciano Ezra le resonaba en la mente como eco imposible de borrar, y en
vez de producir una sensación de concentración en él, le jugaba una mala
pasada, como todas las otras voces constantes en su cerebro.
Se
giró por breves segundos, el viento movió sobre el rostro su larga melena
azabache y luego la estiró como bailando con las hebras. Mateo se estremeció un
poco, la temperatura descendía e iba borrando el sudor en su cuerpo. No lograba
ver nada, Celeste aún debía encontrarse lejos
Si tuviese los binoculares…
Odiaba
al sujeto que se los había robado en la ciudad de la muerte. Su espíritu estaba
nervioso y la sombra del miedo se paseaba como nunca antes.
Celeste
se detuvo por un momento, exánime y consumida. Las piernas se le entumecían y
un calambre le atormentó el gemelo izquierdo
—Vamos,
inténtalo— Exhaló un susurró en medio de la noche, pero estaba sola; Mateo no
estaba con ella y no se sentía capaz de continuar. Sintió que era el fin, su
fin, del que escapó triunfante tantas veces, pero el último desplazamiento
temporal, fue su fracaso.
Había
iniciado el día en perfectas condiciones, una vez que ella y Mateo se reunieron
en la cúpula de la zona norte en el dos mil novecientos, pero todo se tornó un
caos, ya que no se percataron de que los entes de gusano que les habían seguido
les cerraban el paso. Cuando el sonido lejano del cántico de las sirenas en la
torre impactó en sus oídos, ella cerró los ojos violentamente, como por
instinto; cuando los abrió, estaban rodeados.
Las
figuras larguiruchas y desproporcionadas les llenaban las pupilas; las enormes
bocas de afilados dientes babeaban por las comisuras, de un líquido azulino y
putrefacto.
Ambos
sacaron sus armas. Celeste la atrajo desde su espalda y Mateo desde el cinto,
sobre su pantalón. Apuntaron, pero la masa viviente se multiplicaba.
—Estamos
perdidos, es el final—susurró Celeste mientras unía su cuerpo más al de Mateo. El
hombre, de unos cuarenta años, se puso por delante de ella, como
cubriéndola.
—Este
no es el fin, ardilla. Debes viajar.
—No
estoy preparada. No lo lograré.
—Concéntrate,
ardilla, no es momento para juegos. Nos vemos en mil novecientos noventa y
ocho; la colina, el sauce.
Dicho
esto, Mateo arremetió contra ellos. Disparó su metralleta a diestra y siniestra
sin medir en nada; después, corrió hacia los entes materiales.
Celeste,
muerta de miedo, se giró para dar la espalda a la escena. Cerró los ojos,
apretándolos profundo, contando de diez a uno sin detenerse e intentando
enfocar, intentando llegar.
Sintió
un golpe sobre su espalda. Cayó al suelo; pero no abrió los ojos. Siguió contando
de diez a uno, una y otra vez; y cuando llegó al siete, todo junto sucedió
dentro de ella: primero la luz en medio del vacío, luego el fuego correr en
líneas mostrando el camino y después el dolor de unos dientes rasgar la piel de
su pierna. Se desmayó, y cuando abrió nuevamente los ojos, se encontraba en el
camino hacia la colina y el sauce, a unos cuantos kilómetros de distancia. Se tocó
la pierna en donde sentía dolor y no había herida, en este plano temporal, pero
todo el veneno ya se había esparcido por dentro. Estaba contagiada y los moratones
comenzarían a aparecer.
A lo
lejos, el sauce movía alguna de sus hojas al pasar el viento. Se puso de pie y,
un poco cojeando al principio, se obligó a correr.
Debía
llegar hasta Mateo, era esa su única motivación; ni siquiera pensó en si él
tendría la cura para su infección, sólo quería verlo por última vez. Lo amaba,
aunque él le rebasaba en varios años, y
no quería morir sin decírselo. Sus ojos comenzaron a llorar. En el cielo, las
luces brillaban enceguecedoras.
Una historia muy bonita y diferente a lo escrito hasta ahora. Felicidades, guapa
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