El día amaneció espléndido, radiante.
El sol brillaba, anunciando otro día de calor. Elisabeth había pedido en el
hotel que la despertasen a las nueve de la mañana. Después de la ducha bajó al
salón donde servían los desayunos. Desde la puerta observó a la demás gente; era
una costumbre que había adquirido al estudiar psicología. Cada vez que tenía un
desconocido frente a ella, lo evaluaba y analizaba de manera sutil.
Matrimonios,
parejas de novios y varios grupos de amigos disfrutaban del bufet libre que
ofrecía
el hotel. Se veín felices y contentos. Decidió alejarse del escándalo que
todos ellos hacían y se sentó en la mesa situada al fondo del local, preparado
para acoger a más de 130 personas.
Para
desayunar, había
gran variedad de productos: bollería, embutidos frescos, yogures, fruta, paté,
cereales, galletas, pan para tostar y también productos calientes como beicon,
chorizo y huevos. Por supuesto, no podía faltar la máquina de café, zumo
natural de naranja, agua fría y caliente para hacer infusiones, y también leche
de varios tipos. Ella se decantó por café solo. Preparó dos tostadas con aceite
de oliva virgen, un buen trozo de sandía y un vaso de zumo. Mientras
desayunaba, un camarero se acercó a ella con una hoja y un bolígrafo en la
mano, y le preguntó el número de su habitación. Tan pronto finalizó, subió de
nuevo a su habitación para lavarse los dientes, recoger el bolso y los mapas
que le habían facilitado el día anterior en recepción. Antes de irse, se miró
por quinta vez en el espejo. Tenía esa costumbre y, fuese a dónde fuese, debía
comprobar que iba bien arreglada. Pasó varias veces las manos por la suave tela
del vestido que había elegido, para estirar las arrugas que se le habían
formado al sentarse en el comedor. Algo que no tenía demasiada importancia para
cualquier persona normal que estuviese de vacaciones; pero ella, como siempre
se decía, no era normal, no era igual a las demás. Buscó en el armario y
encontró una pamela de ala doblada en color fucsia, igual que el vestido. Antes
de salir revisó el teléfono: ni una llamada, ni un mensaje. Se puso furiosa. ¡Esos qué se creen!, pensó tras cerrar
la puerta con desaire. ¡Se van a enterar!
No tenía pensado coger el teléfono hasta el día antes de regresar al trabajo.
Ellos lo habían querido así.
Bajó en el ascensor hasta recepción. Se
notaba que era época estival por la gran cantidad de maletas, turistas y
botones, moviéndose de un lado para el otro.
Como
ya había
avisado de que iba a salir con el coche, un chico, cuya edad rondaría los diecinueve
años, la esperaba en la entrada del hotel. Le entregó las llaves y le deseó un
feliz día. Eli se lo quedó mirando.
-Eso espero –respondió.
Introdujo
la llave en el contacto, no sin antes indicarle al GPS las coordenadas exactas para llegar a su
destino. Había cogido la primera salida que el catamarán hacía por la tarde,
por si no llegaba a la hora marcada o se perdía. Así tendría tiempo para comer
en algún restaurante.
*****
El viaje se le hacía eterno. Cada vez que paraba para ojear
el dispositivo, comprobaba que los kilómetros se hacían perpetuos, como si no
adelantase nada; claro que las carreteras eran secundarias, con muchas curvas,
y la velocidad, en algunos tramos, estaba limitada a cuarenta.
-¡Este
trasto tiene que estar mal! –gritó, desesperada.
El
artilugio decía
que debía coger a la izquierda en la siguiente intersección, pero lo curioso
era que no había ninguna bifurcación a la vista.
-¡Quién
me mandaría venir a este sitio en el culo del mundo! –refunfuñó.
Apagó el aparato y volvió a encenderlo.
Seguro que él también se había perdido y no le quitaba razón; pero, tras unos
segundos pensando, seguía insistiendo en que tomara una salida que no existía.
-¡A
la mierda el GPS! Avanzaré unos cuantos
kilómetros en esta dirección y, en caso de no encontrar el maldito embarcadero,
llamaré por teléfono para que alguien venga a rescatarme. ¡Menuda gilipollas
que soy! –dijo en voz alta.
Diez
minutos más
tarde se encontró con dos coches parados en un mirador. Bajó del vehículo y se
acercó a preguntar. Ellos también tenían el mismo destino, pero le comentaron
que debía seguir unos cuantos kilómetros más, y ya encontraría un cartel que
avisaba de que el embarcadero estaba a la izquierda. Regresó al automóvil y
comprobó que el dispositivo indicaba lo mismo que le habían dichos aquellas
personas.
-¡A
buenas horas te acuerdas!
A
medida que se iba acercando a la zona, la afluencia de coches era mayor. No había duda de que estaba en el lugar
correcto. Aparcó en una entrada que había al fondo y se dirigió a pie hacia el
pequeño muelle. Comprobó en el móvil que no había ni una sola raya de
cobertura. Esperaba encontrar un dique con muchos barcos, tanto de recreo como
de pesca; pero lo que descubrió fue un pequeño embarcadero, en cuyo exterior
había una cafetería en la que servían bebidas y bocadillos, y un punto de
información y venta de billetes para los rezagados. Allí, la chica que estaba
tras el mostrador, le dijo que todo estaba en orden y que debía presentarse un
cuarto de hora antes del fijado en la reserva.
-¿Me
podría indicar si por aquí hay algún restaurante para almorzar? –preguntó a la
amable joven.
-Siento
decirle que este lugar está muy apartado de las zonas habitadas -cogió un mapa
que tenía sobre una mesa lateral, y le indicó la zona donde estaban situados en
aquel preciso momento, y dónde estaban los restaurantes más próximos.
¡Ni de coña
llego ahí!,
pensó.
-Otra
opción que tiene es almorzar algo en la cafetería del muelle.
Viendo
que no le quedaba otra salida, se acercó al bar y buscó una mesa libre. Sobre
la misma había un panfleto con diversos platos combinados, bocadillos, perritos
calientes y hamburguesas. Ella, acostumbrada a comer en los mejores restaurantes,
disfrutando siempre de una atención exquisita y degustar los mejores platos, en
aquel momento iba a comer en un bar de poca monta, con servilletas de papel y
tickets por el suelo, mesas y sillas raídas por el uso; una camarera vestida
con ropa de calle, un pequeño cuadernillo de notas en una mano y una bayeta en
la otra.
-Buenas.
¿Qué desea tomar?
-Ahora
mismo me tomaría Muesli de foie gras, unas vieiras salteadas y de postre bomba
helada con salsa de frambuesa. ¿Tenéis algo de eso aquí? –comentó, observando
el local con cierta aversión.
-Lo
siento, pero no. En la carta aparece todo lo que servimos. Esto no es un
restaurante sino una simple cafetería que sirve comidas rápidas.
-Ok.
Tomaré un bocadillo de pechuga con lechuga, tomate y sin cebolla, que después
me apesta el aliento –tomó unos segundos para pensar la bebida–, y agua sin
gas. Tráigame una botella grande, por favor.
La
joven lo anotó
en la libretita y se acercó a la mesa que estaba al lado; así mataba dos
pájaros de un tiro.
-¡Y
que sea lo antes posible! –instó, moviendo la cabeza lateralmente. Acostumbrada
a la atención personalizada, odiaba ese tipo de detalles.
Volvió a ver el móvil. Ni una sola raya de
cobertura.
Después de almorzar, salió a la terraza
para tomar el café. Se sentó en una de las pocas mesas que había vacías y cerró
los ojos para relajarse. Iba a disfrutar de ochenta y cinco minutos lejos del
bullicio al que estaba acostumbrada; al abrirlos, descubrió ante ella un tesoro
paisajista. Nada más y nada menos que el patrimonio sacro, el espectacular
cañón. El cielo estaba azul, no había ni una sola nube que lo enturbiara.
Ensimismada en las maravillosas vistas que tenía frente a ella, no se dio
cuenta que empezaban a llamar por nombre, a los que tenían hecha la reserva por
internet. Se acercó allí y esperó a que la mencionasen. En el instante en que
escuchó su nombre, sintió que el móvil comenzaba a vibrar. Todos se dirigían
hacia el catamarán a través de la pasarela de madera. Eli, buscó el móvil en el
bolso y, mientras contestaba, los siguió.
-Diga,
¿quién es?
No
se escuchaba a nadie al otro lado. Ella insistió pero no había manera. Justo al lado
de la embarcación, estaba un hombre con gafas de sol que miraba hacia el río,
ignorando por completo a todos los que entraban. Se trataba de Francesco, la
persona encargada de tripular el barco por las tranquilas aguas del Sil.
-Si
pretende lanzarse al agua, le aconsejo que no lo haga, o al menos tal como va.
Todavía está muy fría y hay truchas que, con mucho gusto, probarían sus carnes
–argumentó, con cierta seriedad y sin mirarla a los ojos.
-¿Disculpe?
–preguntó, todavía con el móvil en la mano y el brazo subido por encima de su
cabeza.
-Por
más que lo intente le informo de que aquí no hay cobertura. Debería haberse informado
antes de venir –explicó. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Seguía con la
mirada clavaba en las mansas aguas.
Miró
una vez más
la pantalla del teléfono. Lo puso al oído pero no había señal.
-Gracias
por la información, pero ya me había dado cuenta antes –comentó, guardando el
móvil en el bolso. Él se limitó a menear la cabeza.
Aunque
las aguas eran serenas, la embarcación se movía ligeramente. Echó un vistazo hacia el hombre
que tenía a menos de dos metros de ella por si se ofrecía a ayudarla. Francesco
no se inmutó.
-¡Oh,
gracias por la ayuda, gentil caballero! –insinuó.
-De
nada –masculló.
Eli
estaba furiosa. Encima de que no había podido responder a la única llamada que había recibido
desde que se había ido, se encontraba con un tío la mar de grosero. Después su
madre quería que se casara y formara una familia. Con los hombres que había
ahora, era imposible formalizar una relación.
El
catamarán
estaba casi lleno. Apenas quedaban asientos libres en el interior, solo delante
de todo, justo detrás del puesto de mando.
-Lo
que me faltaba. Tener delante la espalda musculosa de este basto –dijo para sí
misma, aunque, fijándose bien, su lomo era ancho y estaba musculoso, al igual
que los brazos.
Cuatro
minutos más
tarde entró la guía y el que dirigía el timón, y, en otros tantos, la embarcación
zarpó, adentrándose con lentitud en la garganta del cañón. Aquello era de una
belleza incalculable. La orientadora explicó, por megafonía, el significado de
Ribeira Sacra. “Ribera sagrada”, por el gran número de monasterios de la zona.
Estos vivieron su apogeo espiritual y religioso durante los siglos X al XIII,
estando muchos de ellos, en la actualidad, abandonados o en fase de
restauración. Los eremitas habían elegido estos valles por la tranquilidad, paz
y sosiego que transmitían, eligiéndolos como zona de oración, meditación y
reflexión durante siglos.
Todos
los turistas observaban con expectación los escarpados cañones con más de
500 metros de desnivel, la vegetación y los bancales anclados en las laderas
del río, y prestaban atención a todas las explicaciones que la guía ofrecía. En
algunas rocas se podía observar la marca del agua cuando el río había tenido
más nivel y también formas muy curiosas como la “cara del indio”.
La
gente no paraba de hacer fotografías y grabar vídeos. A través de las ventanas sacaban sus
cámaras fotográficas o los móviles, para captar la mejor instantánea. A Eli, en
varias ocasiones y diversas parejas, le habían pedido para que los retratasen.
Todos estaban impresionados con el mágico viaje, incluso ella, que hacía
exactamente lo mismo que todos. En un instante en que se levantó y colocó en
proa para captar una panorámica del apaisado cañón, en cuyas aguas se reflejaba
el cielo azul, la embarcación hizo un pequeño giro hacia la izquierda para
evitar unas ramas; un movimiento no muy brusco pero sí lo suficiente como para
que a Eli se le cayera el móvil al agua. Soltó un grito que hizo callar a todo
el mundo.
Muchas gracias por colgar mi relato libre. Me hace muchísima ilusión participar en tu taller y que publiques nuestros escritos. Besos
ResponderEliminarGracias a ti por formar parte de él, Sandra. Un beso :)
EliminarPrecioso relato, Sandra. Besos.
ResponderEliminarMuchas gracias, guapa
EliminarExcelente, como siempre!
ResponderEliminarMuchas gracias, preciosa. Besos
EliminarMagnífico relato, amiga👏👏
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