Ya nunca podría olvidar el azul del mar,
ni el rojo amanecer en la playa.
Trevor había
pasado dos fantásticas semanas en Santander. Al fin había podido dormir en
verano. Y la paz que allí se disfrutaba… era maravillosa. Le había costado
mucho ahorrar el dinero para poder realizar ese fantástico viaje, así como
convencer a sus padres para que le permitieran ir. De hecho les había mentido:
les contó que iría con los amiguetes de la cuadrilla, pero se había ido él
solo.
Al principio,
sus propios amigos le decían que estaba loco. Con la poca pasta que manejaban,
pues su padre era conductor de un camión, no podía permitirse esas dos semanas
de vacaciones en la costa. De hecho, todo el mundo le recomendaba que ahorrara o
que se lo gastara con los amigos, en los locales de moda de un Madrid que
bullía por las noches; pero que no se marchara tanto tiempo a malgastar su
tiempo y dinero.
Trevor, sin
embargo, tenía claro que quería disfrutar de un lugar tan hermoso. Desconocía
qué le ocurría, pero algo en su interior le pedía ir allí y, por supuesto,
llevarse sus lápices de dibujo; en esta
ocasión metió también los colores, a pesar de que no eran su fuerte. Pero nada
fue como esperaba: una vez que llegó a Santander, decidió dejar el color sólo
para las fotografías y seguir dibujando con sus lápices, como había hecho
siempre.
Cada mañana, se
levantaba temprano y bajaba a la playa. Caminaba un rato por la orilla y paraba
sólo para fotografiar el amanecer; siempre diferente, siempre maravilloso. Y al
final del paseo, sentarse en la arena y pensar, rezar o meditar, según se
sintiera. Se sentía orgulloso de haberse alejado de la ruidosa movida
madrileña, al menos durante unos días. De hecho, llevaba varios días sin
meterse nada y apenas bebía. Si acaso, algún porro por las tardes, en el garito
que había cerca de la pensión en la que se quedaba.
Allí la vio la segunda
tarde; la primera, no reparó en nadie en concreto. Ella, en realidad, iba cada
día. Siempre estaba sola, sentada al final de la barra. Fumaba y bebía sin
parar y casi nunca hablaba con nadie. Cuando alguien se le acercaba, miraba,
observaba lentamente y volvía la cara hacia su cuaderno.
Al día siguiente
se sentó más cerca y acudió a pedirle fuego. Ella le prestó el mechero y siguió
ESCRIBIENDO. ¡La chica escribía! Entonces, al devolverle el mechero, se atrevió
a hablar con ella:
—Gracias. ¡Vaya!
¡Eres escritora! ¿Cómo te llamas?
Pero fue como
las otras veces. Lo miró, recogió el mechero y continuó escribiendo. Ni
siquiera sonrió.
Por la mañana
volvió a ver amanecer en la playa y se volvió loco sacando fotos de esos
momentos. Al terminar el paseo y sentarse a relajarse mirando el mar, la vio.
Era ella: la chica del bareto. Estaba
sentada, posada su espalda contra una roca, los ojos cerrados, relajada… Trevor
se dirigió hacia ella, aunque se lo pensó mejor y se paró a unos cinco metros
de distancia. Se sentó. Sacó su cuaderno y sus lápices y comenzó a dibujarla.
Era genial: ni una modelo se habría quedado tan quieta. Llevaba el pelo suelto
y su melena rubia caía a cada lado de los hombros. Acostumbrado como estaba a
verla con ello trenzado, no se había hecho a la idea de que fuera tan largo.
Estuvieron así
más de veinte minutos. Ella, relajada, con los ojos cerrados. Sin moverse. Él,
dibujando sin parar. Incluso hasta con ansiedad, como si quisiera aprovechar
cada décima de segundo, por si ella se movía. Cuando tuvo suficiente, se
levantó y se dispuso a marcharse:
—Eva —exclamó la
chica—. Me llamo Eva. Y no deberías dibujarme sin pedir permiso. Eso no está
bien.
—Perdona, Eva.
Me llamo Trevor. Siento haberlo hecho, pero estabas tan quieta que eras la
modelo perfecta —respondió él, avergonzado.
—No pasa nada,
Trevor. Te vi el primer día en “El Búho” y comencé a escribir sobre ti —Eva se
incorporó y continuó hablando. Lo bueno es que esta vez SONRIÓ—. Estas mañanas
te he visto devorarte los amaneceres y recorrer la orilla como si quisieras
llegar más allá. Llevo tres días escribiendo sobre ello. Pero en mi novela,
acabarás entendiendo que no hay final. Podrás irte muy lejos, pero siempre
querrás ir más allá. Por eso no me importa que me dibujes. Yo escribo sobre ti,
tú me dibujas; es justo.
—Ahora me voy a
la pensión. Quiero acabar el dibujo y prefiero hacerlo sobre la mesa. ¿Nos
vemos esta tarde? —preguntó Trevor, feliz.
—Claro. Voy cada
día. Si no te importa que no te responda, podemos hasta sentarnos juntos.
—¡Ah, eso! ¿Por
qué no respondes?
—Voy allí a escribir,
no a charlar. Charlar me distrae.
—Buffffffffff…
presiento que eres más rarita que yo. Me encantará ir conociéndote. Hasta
luego, Eva.
—Hasta luego,
Trevor.
Trevor se fue a
la pensión y terminó el dibujo. La mañana la dedicó, como los otros días, a
recorrer la ciudad y la provincia. ¡Qué feliz se sentía de haber elegido
Santander como destino! No tenía desperdicio. Esta vez quiso acercarse hasta
Comillas y, de allí, a San Vicente de la Barquera. Dos preciosas villas
marineras, con mucha historia, mucho arte y enorme belleza. No pensaba dedicarles
el día completo, pero en cada rincón encontraba algo que bocetar para acabar
más tarde en la pensión. Y cuando se quiso dar cuenta, ya eran las ocho. De
modo que pilló un bus que le llevara de vuelta a Santander. Sobre las diez
llegó al hostal. Cenó algo y subió a acostarse.
Y entonces se
acordó: No había acudido a su cita en
“El Búho”. Bueno, tampoco podía considerarse una cita al uso… Quizá Eva no lo
habría echado de menos; o puede que sí.
A la mañana
siguiente, Trevor acudió a la playa y encontró a Eva tumbada boca abajo, esta
vez. Se acercó, como el día anterior, y comenzó a dibujarla. Entonces ella
cambió de postura, colocándose de perfil, pero de espaldas a él. Trevor pasó la
página del cuaderno y comenzó un nuevo dibujo. Al cabo de cuatro minutos, Eva
se sentó de espaldas a él. El muchacho frunció el ceño y pasó de nuevo la
página. Comenzó de nuevo y ella esperó otros tantos minutos para darse la
vuelta, mirándolo de frente.
Trevor la miró
muy enfadado y le dijo:
—¿Qué leches te
pasa hoy?
—Me diste
plantón. No pude escribir sobre ti. Así que no tienes permiso para dibujarme —respondió
ella igual de enfadada.
—¿Plantón? Tenía
cosas que hacer. No pensé que era una cita.
—Mientes —le
dijo ella—. Sí lo pensaste. Lo noté en tu mirada. Reconoce que estabas haciendo
otra cosa y te olvidaste de mí.
Trevor tuvo que
callarse. Ella tenía razón y lo sabía. Dejó pasar un par de minutos y se
disculpó:
—Lo siento.
Tienes razón, lo olvidé. Me fui a Comillas y S. Vicente y volví muy tarde. Al
llegar, recordé que habíamos quedado, pero ya no podía hacer nada. Era muy
tarde.
—¿Comillas y San
Vicente? Acepto tus disculpas. Son lo suficientemente buenas. Pero no vuelvas a
hacerlo. Si quieres, hoy iremos a Santillana y Suances. Te gustarán tanto o
más. Y podremos estar juntos, hablemos o no. Tú dibujarás y yo escribiré.
—¿A qué hora
salimos? —Trevor estaba muy ilusionado.
—Hay un bus a
las doce. En la plaza de las estaciones, mismo lugar del que saliste ayer. No
te retrases —Y se fue sin darle tiempo a responder.
—Seré puntual
—le dijo Trevor. Pero ella ya no le oía.
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Trevor no había hablado con sus padres
desde que llegó a Santander, así que bajó a recepción y pidió hacer una llamada
a casa.
—¿Dígame?
—respondió la angustiada voz de su madre.
—Hola, mamá, soy
Trevor.
—¡Hijo! ¿Estás
bien? Estábamos muy preocupados. No hemos sabido de ti en varios días. Tu padre
ha llamado a la policía para que te buscaran.
—Pero, mamá.
¿Por qué no habéis llamado a la pensión?
—Llamamos varias
veces y nunca estabas. Tampoco te habían visto en varios días.
—Eso es porque
salgo temprano por la mañana y vuelvo tarde por la noche. ¡Pero ellos tienen
que saber que estoy, coño! ¿Dónde está papá?
—Tenía que hacer
un viaje que no ha podido suspender. Ha salido hace unos tres minutos. Voy a
echar a correr a ver si aún está abajo. Y tú, llama cada dos días, por favor.
No vuelvas a hacer eso.
—Tranquila,
mamá. No volverá a suceder.
Por su parte, el
padre de Trevor había salido para hacer la nueva ruta que le encargó su jefe. Nada
más salir de casa para ir a coger su camión, llegó la policía.
Muchas gracias, Jose, como siempre, por publicar nuestros textos. Me encantó escribir este relato, aunque me dan ganas de continuarlo...
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias a ti por escribirlo. Otro para ti
EliminarMuy bonito, Mary. Me apetece saber más de esa escritora santanderina...
ResponderEliminarPues a mí también me apetece saber más cosas. ¿Qué pasa después?
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