La mujer del
traje de cuero dejó la bolsa en la estación. Todavía no era hora punta por lo
que la afluencia era mínima; apenas había media docena de personas, la mayoría
jubilados, sentadas en unos bancos de madera pegados a la pared del edificio.
La mañana era fría, nostálgica, desapacible. El otoño empezaba a hacerse notar
con la caída de hojas, y ese viento que azota una dulce tristeza en el corazón.
La bolsa era de color negro, algo
más grande que un maletín de oficina, y con dos asas. La chica no aparentaba
más de veinte años. El traje que llevaba, muy ceñido a su figura, mostraba la excesiva
delgadez de las piernas. No había que fijarse mucho para darse cuenta que no
era de su talla. El largo del pantalón le quedaba corto, y lo mismo ocurría con
las mangas de la parte de arriba. Además de que, en determinadas zonas, estaba
demasiado rozado por el uso. Era un traje de segunda mano.
La joven, antes de abandonar la
bolsa, se había mostrado nerviosa, deambulando de un lado para el otro, como
buscando algo que no lograba localizar. También caminaba con la cabeza gacha.
Su rostro estaba triste, desencajado. Las escleróticas de los ojos lucían
enrojecidas, fruto de haber estado llorando o soportando algún tipo de tensión.
El pelo lo llevaba tapado con un gorro de lana de color crema.
Antes de irse, observó aquel lugar
por última vez. Eran las siete y media de la mañana, había poca luz y un olor a
freno hidráulico, y también a falta de limpieza. Había elegido esa estación, y
ese momento en concreto, porque sabía que, a esas horas, pasaría desapercibida
por completo; además de que era un apeadero con poca afluencia de gente.
Con mucho pesar y un gran dolor en
el corazón, dejó con cuidado la bolsa al lado de un banco que estaba vacío, y
se alejó lo más rápido que pudo, sin mirar atrás, sin decir ni una sola
palabra. No había tiempo para arrepentimientos, dudas, ni siquiera prejuicios.
Esa, era la única solución a su problema. Cerró la puerta que daba al exterior
y soltó aire de sus pulmones, agarrando con fuerza el estómago. ¿Cuándo había
sido la última vez que había comido? Ni lo recordaba. Afuera, el viento era
todavía peor. Calaba en sus huesos haciéndola estremecer.
Sobre las ocho, comenzó a llegar
gente que acudía a la estación para tomar un tren que los llevara a su trabajo.
Varias personas observaron la bolsa pero no hicieron caso. Cada uno, móvil en
mano, iba a lo suyo. A los ocho y media, varios estudiantes universitarios
esperaban cerca del andén. Charlaban anímicamente sobre los exámenes que
estaban por venir, al mismo tiempo que se mofaban de varios de los profesores.
Era lo típico: si un profesor te suspende, te caerá mal el resto del curso y te
burlarás de él hasta la saciedad. Eso le ocurría tanto a alumnos de primaria
como secundaria o universitarios.
Una chica, de gafas, escuchó un
sonido que le era familiar. Giró la cabeza para ver de dónde procedía. A
primera vista no vio nada. A su lado solo estaban tres chicos y una amiga,
todos compañeros de la facultad.
-Debo
estar soñando –dijo en voz baja.
Se llevó las manos a las sienes.
Estaba agobiada de tanto estudiar, cuidar a sus dos hermanos mellizos y
descansar pocas horas. Ansiaba que llegase la Navidad para dormir unas cuantas
horas más. Por esa época, su madre pasaba más tiempo en casa y podía cuidar de
los críos.
A los pocos segundos volvió a
repetirse el ruido, con tan buena suerte que los demás también lo oyeron. Parecía
el maullar de un gato o…
-¿Lo
habéis oído? ¿De dónde sale ese sonido? –comentó, levantándose del banco para
echar un nuevo vistazo a la estación.
Varios de los compañeros se
acercaron a las vías por si algún minino se había caído y estaba en peligro. Ni
rastro de ningún animal. Aun así, la chica no estaba convencida. Tenía ese
sonido grabado en la cabeza.
-Mirad.
Allí hay una bolsa negra. La he estado observando desde que llegamos y está
abandonada. Seguramente se le ha olvidado a alguien –anunció la otra chica.
-¡A
ver si va a ser una bomba! –comentó el simpático del grupo.
-No
digas tonterías. ¿Y si el sonido procede de ahí?
-Comprobémoslo
y así salimos de dudas.
Los cinco jóvenes se acercaron al
banco contiguo. La bolsa era grande, parecida a la maleta que llevaba Mary
Poppins, en esa película musical tan famosa de Walt Disney y que todos habían
visto de pequeños.
-El
ruido procede de aquí, chicos –manifestó uno de ellos.
Los demás le animaron a abrirla pero
se acobardó. Lo mismo le ocurrió a los otros.
-Lo
haré yo, nenazas –declaró la de las gafas.
Con sumo cuidado, tomó la cremallera
de la bolsa con dos de sus dedos y tiró de ella. Lo primero que observó fue
papel de periódico. Los demás se acercaron para ver mejor el contenido del
interior.
-¿No
hay más que eso? –El joven tenía la frente fruncida y los miraba con cara de
incredulidad.
Justo en ese instante, otra vez el
sonido; esa vez mucho más débil. La chica soltó las manos de la bolsa como si
le hubiese pasado corriente.
-Llamemos
a la policía –propuso la otra jovencita–. Ahí dentro hay algo y yo no quiero
verme implicada en historias raras.
Los demás estuvieron de acuerdo.
Llamaron a la comisaría y una pareja de agentes se presentó en la estación a
los diez minutos. Ellos los pusieron en antecedentes. Los policías pidieron a
todos que se alejasen unos metros de allí para poder examinar el contenido de
la misteriosa bolsa. No sabían qué se encontrarían en su interior.
Con guantes de látex, retiraron las
primeras páginas hasta que, por fin, descubrieron el secreto de la bolsa negra.
Hablaron entre ellos en voz baja para después, uno de los agentes, coger el
móvil y hacer una llamada. A los pocos minutos se presentó una ambulancia. Un
médico y una enfermera corrían hacia el interior de la estación. Los chicos, al
ver tal escena, se miraron entre ellos. ¿Cuál era el contenido de la maleta
para acudir una pareja de técnicos de urgencias médicas?
Mientras los paramédicos sacaban sus
herramientas de trabajo, los agentes se acercaron para hablar con el grupo de
jóvenes.
-¿Sabéis
quién ha dejado esa bolsa ahí?
Todos respondieron no, de manera
unánime.
-Agente,
¿qué hay dentro de la bolsa? –quiso saber la joven de las gafas azuladas.
-Un
niño. Una criatura de pocas horas –respondió el más joven.
-¡¿Qué?!
–gritaron todos.
-Un
bebé recién nacido –repitió–. ¿Seguro que no tenéis conocimiento de nada?
El grupo de estudiantes, todavía
conmocionados, insistieron en decir que no.
-¿Qué
va a pasar ahora con esa criatura? –interrogó la otra chica, todavía con
lágrimas en los ojos.
-En
primer lugar será trasladada al hospital más cercano, y se abrirá una
investigación para localizar a la madre. Ella tendrá que pagar por dejar tirada
a su hija en la calle.
-Por
lo que comenta, se trata de una niña –dictó el joven más corpulento.
-Efectivamente.
Ahora debéis darme vuestros números de teléfono por si necesitamos contactar
con vosotros. No os preocupéis, solo es para cubrir el expediente; al fin y al
cabo, habéis sido vosotros los que disteis el aviso.
Los cinco cantaron los números sin
poner impedimento y el agente les dijo que ya se podían.
-Estaba
segura de que era el llanto de un bebé –argumentó la joven de las gafas ya
dentro del tren.
-¡Venga,
no seas fantasma! –debatió un compañero.
-Os
lo juro que sí. Me había parecido escuchar el llanto de mis hermanos. Lo tengo
tan metido en la cabeza que era imposible equivocarme. Solo espero que esté
sano y sobreviva al día de hoy.
-Sí,
menuda manera de celebrar el nacimiento. ¿Quién será esa madre sin escrúpulos?
–sentía muchísima pena por el bebé y demasiada rabia hacia la persona que lo
había abandonado.
-Para
matarla a palos –dijo otro con rabia.
-Bueno,
a lo mejor se lo arrancaron de las manos –medió el más bajo, intentando quitar
hierro al asunto.
-Espabila
un poco. ¡Ves demasiadas películas!
Ese mañana, fueron el centro de atención
en la universidad. Todos querían saber qué había sucedido en la estación, cómo
era la niña, cómo la habían encontrado. Por la tarde, se acercaron a comisaría
para saber si había noticias. Los agentes le dijeron que estaban tras una pista
y que dos compañeros revisaban, en aquel mismo instante, las cintas de
grabación de la estación, deseando poder localizar a la persona que había
dejado la bolsa abandonada. Después se acercaron hasta el hospital. Uno de los
policías con los que habían hablado por la mañana, llamó al sanatorio
informando de que los dejaran entrar, dado que la cría estaba bajo vigilancia
por si a la madre o cualquier familiar se le ocurría aparecer por allí y
reclamar el bebé o, incluso, llevárselo sin permiso. Al llegar, se dirigieron a
una sala de visitas que, previamente, le había indicado una enfermera, para
esperar. No sabían el porqué, pero los cinco estaban nerviosos. Se quitaron las
chaquetas, pues en aquella sala hacía demasiado calor, y se acomodaron en unos
asientos de plástico duro de color amarillo. Aquella situación era rara, muy
rara para el quinteto.
-Hola,
chicos. Aquí os traigo a la pequeña –dijo la enfermera con el bebé en brazos–.
Según me han comentado, habéis sido vosotros los que la habéis encontrado.
Los cinco estaban sin palabras pero
muy emocionados.
-¡Mirad
qué linda es! –comentó, nuevamente.
Se acercaron a la mujer para
corroborar lo que acababa de decir.
-Es
preciosa –consiguió hablar una de ellas.
-Por
supuesto que sí. Además, goza de buena salud y tiene unos pulmones que no veáis
–explicó la enfermera–. ¿Queréis cogerla?
Los cinco se miraron entre sí y
sonrieron. Primero la tomó Eva, la chica de las gafas. Tenía mucha experiencia
con niños, y no le costó nada adaptarla a sus brazos. Después, pasó al regazo
de la otra chica y así hasta el último joven del grupo. La enfermera les
comentó que ya había una familia del pueblo, que se había ofrecido para
acogerla temporalmente en su casa.
Media hora más tarde, abandonaban el
hospital. Estaban muy contentos de verla bien. Ahora, solo faltaba que la
policía localizase a la mujer que la había parido y abandonado.
Dos días después, apareció en la
prensa una noticia que conmocionó al barrio. La joven que había abandonado el
bebé, era nativa de allí. Tenía veintiún años y había ocultado el embarazo a su
familia. Al parecer era toxicómana, y había renunciado a ser la mamá de ella,
por miedo a no poder cuidarla y darle todo lo que cualquier bebé necesita. Una
historia triste, y que podría haber acabado de una manera muy trágica, salvo
por la actuación de ese grupo de estudiantes que, a diferencia de otros
viajeros, prestaron atención y se preocuparon por averiguar de dónde procedían
aquellos quejidos.
Gracias por publicar mi relato libre. Es un poco triste pero lamentablemente es algo que ha sucedido. Besos
ResponderEliminarGracias a ti por escribirlo. Es triste pero me gustó mucho. Un beso
EliminarBuenísimo, mi gran amiga. Gracias por tan buen relato, y por compartirlo con nosotros. Felicidades🙌🙌😘
ResponderEliminarMuy bonito, Sandra. Nos intrigas desde el primer párrafo. Un beso.
ResponderEliminarMuchas gracias, chicos
ResponderEliminarMuy triste y muy lindo. Besos, Sandra.
ResponderEliminarLo sé. Gracias, Mary
EliminarUn relato real, cuántas veces lo hemos escuchado por la tele. El profe debe estar contento que no fueron relatos como temía. Felicidades 🎈 Sandra
ResponderEliminarMuchas gracias, linda. Besitos
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