El hombre tallaba el mosquete con
primor, sin más afán que completar su colección de armas de fuego. Tenía
paciencia, no había prisa. Hacía tiempo que nadie se interesaba por sus
trabajos. Ahora, cualquiera podía adquirir, por internet, un producto similar y
más barato. Lo artesanal había perdido todo el valor.
Miró el reloj.
Faltaban pocos minutos para las 2, y el potaje de garbanzos ya estaría de sobra
cocido. Dejó su labor y preparó dos platos. Él, de momento, no tenía hambre, ya
comería después. Cogió una bandeja y depositó la comida, los cubiertos y el
agua. Por último, añadió dos onzas de chocolate (a los niños solía gustarle).
Subió por las estrechas escaleras con cuidado de no tropezar. Últimamente se
encontraba algo torpe, los años no perdonaban, y se arrepentía de no haber
vendido la casa tiempo atrás, cuando aquel comprador extranjero había ofrecido
una suma considerable. En ese momento, le vendría de perlas una planta baja, a
ser posible alejada de vecinos indeseables.
Giró la llave de
la puerta, que siempre dejaba puesta, y abrió. Los niños estaban acostados en
sus camas, despiertos, mirando hacia el techo. El mayor, que ya llevaba un año
con él, se estaba volviendo cada vez más contestón. El otro día había tenido
que castigarle, cosa que detestaba hacer. El pequeño, era una reciente
adquisición, y sus ojos denotaban melancolía.
Dejó la comida
encima de la mesa y miró a los niños. Había demasiada oscuridad para su
crecimiento, lo sabía, y eso también influía en su apatía. Pero no podía
arriesgarse a salir con ellos a la calle. ¿Y si alguien los reconocía? Abandonó
con pesar la habitación y la cerró de nuevo.
Decidió salir a
comprarles algún entretenimiento aprovechando que los grandes almacenes no
cerraban a mediodía. Para Santi, un cuento, y para Pau, un cómic. Al abrir la
puerta miró al cielo, unos nubarrones negros presagiaban tormenta. En un
impulso cerró, diciéndose que regresaría antes que el cielo descargara su
furia. Caminó más rápido de lo acostumbrado, no le gustaba dejar a los chiquillos
solos demasiado tiempo.
A mitad de
camino comenzó a llover fuerte. El hombre maldijo por lo bajo, no quería
empaparse y coger un constipado, pues solo le faltaría tener que ir al médico.
Al rato, por caprichos del destino, una baldosa suelta hizo que tropezara y
cayera al suelo.
Justo en ese
momento, por la otra acera, cruzaba una mujer cargada con una bolsa, en frente
de ella, un ciclista que circulaba con los cristales de las gafas empañados dio
un frenazo repentino al verla, y esta, de la impresión, soltó la bolsa con
suficiente impulso para que le fuera a caer al anciano justo encima de la
pierna. Gritos de agonía escaparon de su boca, provocando que las manos fueran
directas a la herida.
Palpó una
protuberancia que no vaticinaba nada bueno. Unos centímetros más allá, asomaba
de la bolsa un martillo enorme. El hombre miró al cielo, y supo que era un
castigo divino.
*****
Teresa miraba la pantalla del ordenador
sin prestar atención. Su hijo de dos años no le había dejado pegar ojo en toda
la noche. En esos momentos, era cuando se reprochaba no haber seguido el método
Estivill. Lo estaba pagando, y con creces.
Se recostó sobre su silla, moviendo la
cabeza hasta estirar el cuello, que le dolía desde hacía días. Los informes
pendientes se le amontonaban en la mesa, pero no tenía la mente para semejante
concentración. Decidió revisar los correos, algo más ameno que no requería
estar muy espabilada. Notificaciones de cursos, la petición de una colecta para
la hija recién nacida de un compañero y, por último, un mail de un médico del
centro de salud. Lo abrió, con curiosidad, pues pocas veces las eminencias y
dioses médicos se comunicaban con ella por esa vía. El doctor le hablaba de un
anciano que nunca había acudido a consulta, al que había conocido a través de
los servicios de urgencia. El paciente alegaba vivir solo y no tener familia, y
parecía desorientado y malhumorado, repitiendo la sonatina de que tenía que
regresar a casa. En su opinión, era un caso claro para los servicios sociales,
pues además, no ofrecía un aspecto aseado.
Anotó la
dirección y el nombre, nada más, no había teléfono. Miró el reloj en la parte
inferior derecha del ordenador. Era una hora decente para ir a hacer una visita
domiciliaria. Además, no podía esperar, pues después tenía reunión de equipo.
Tomar el aire la despejaría para afrontar las discusiones que vendrían después.
De mala gana se levantó, se puso el abrigo y la bufanda y salió. Ya afuera, en
la calle, pensó que no había sido buena idea marcharse sin avisar a sus compañeros. La costumbre era dejar constancia de
los movimientos de cada uno en el
programa de servicios sociales; sin embargo, en este caso, todos los
datos estaban en su correo, donde ningún compañero podía acceder. Ni siquiera
había tenido la prudencia de abrir expediente. A punto estuvo de dar la vuelta
pero, tratándose de un anciano cojo, no creía encontrarse en dificultades.
La barriada era
un poco marginal; los pisos, viejos, torcidos; las calles, con aceras estrechas
y carreteras de piedra. Llegó al número 12, una casa adosada en forma de
edificio angosto de tres plantas. Pulsó el timbre, pero no se produjo ningún
sonido, debía estar estropeado. Tomó la aldaba y golpeó.
-¿Quién es?
–preguntó una voz desde el otro lado.
-¿Andrés Roldán?
-¿Quién es?
–reiteró la voz con un matiz de irritación.
-Soy Teresa,
trabajadora social del ayuntamiento, me envía su médico para comprobar que esté
bien.
-Estoy bien
–sentenció cortante.
-Ya, pero me
quedaría más tranquila si me dejara pasar.
Después de un
largo silencio, la puerta se abrió, dejando ver a un hombre enjuto y calvo,
sostenido por una muleta.
-¿Puedo pasar?
–preguntó Teresa, que advirtió la actitud defensiva del hombre.
Andrés se
apartó, señalando el espacio que se abría a la izquierda. Teresa observó la
empinada escalera que nacía en la entrada, preguntándose por la distribución de
habitaciones. Tendría que usar todas sus dotes de persuasión para que le
mostrara la vivienda completa.
La estancia en
la que se encontraba era una pequeña sala. Llamaban la atención sus paredes,
cubiertas de madera y con un enorme armario empotrado al fondo. Una butaca
vieja adornaba el lugar, sin nada más que completara el mobiliario. El suelo
necesitaba una buena pasada, la falta de limpieza venía de muchas semanas, no
tenía nada que ver con el accidente del día anterior. La luz, muy tenue, apenas
iluminaba las facciones del anciano, que la miraba receloso.
-Eso del fondo,
¿es la cocina?
Andrés asintió,
y con un gesto de la mano le dio el consentimiento para adentrarse.
-Esto necesita
un buen repaso… -Teresa estaba acostumbrada a encontrarse suciedad en las casas
que visitaba, pero eso era demasiado. La mesa, donde se suponía, comía ese
hombre, estaba cubierta de polvo, papeles y herramientas. La cocina, de gas
butano, estaba ennegrecida y llena de grasa. En el fregadero, varios platos se
apilaban con restos de comida. Y del suelo, mejor no hablar.
-Andrés, ¿qué le
parecería si enviara una chica a que le limpiara un poco la casa?
-No necesito a
nadie.
-Pero aquí no
hay las condiciones higiénicas…
-Señorita, a mí
me gusta vivir así –interrumpió iracundo.
Teresa torció la
boca en un gesto de disgusto. Ya veía que ese hombre era un hueso duro de roer.
Desde el comedor, se divisaba un pequeño patio de luces. Se acercó sin pedir
permiso. Unas vigas de madera llenas de enredaderas imposibilitaban que los
vecinos tuvieran visibilidad. Era un sitio agradable, con un techo vegetal, una
pequeña parcela de prado y un banco de piedra. Lo mejor de esa casa de madera
que parecía sacada de un cuento para niños.
-¿Me enseña el
resto?
-¿Para qué?
-Pues, señor
Andrés, me envía su médico para cerciorarme que usted vive en buenas
condiciones y, por lo que he visto hasta ahora, usted necesita ayuda, y más con
la pierna así. Necesito ver cómo está el resto de la casa, si no me la quiere
enseñar ahora, tal vez deba volver otro día con la policía local –mintió
Teresa. No había causas suficientes para pedir una orden al juez, pero esa
estrategia ya le había funcionado en otras ocasiones y, por lo que parecía, esa
vez también había surtido efecto –Si le cuesta subir escaleras, iré yo sola,
espéreme abajo.
-No –vociferó,
asustando a Teresa–, yo iré por delante a mostrarle mi cuarto, el resto de la
casa son habitaciones cerradas que ya no uso, de mis difuntos padres.
Teresa asintió.
En realidad, con ver su dormitorio y el estado general del domicilio le
bastaba. El hombre dejó la muleta al inicio de la escalera. Esta era estrecha,
lo cual le permitía utilizar la barandilla de ambos lados para hacer fuerza con
las manos y apoyar la pierna sana. Tardarían una eternidad en llegar, pero al
menos no se mataría en el intento. La chica agarró la muleta, ofreciéndosela
cuando llegaron arriba. El hombre se la cogió de mala gana y caminó por el
pasillo sin enseñarle las tres habitaciones que estaban cerradas. Una de ellas
tenía una cerradura, y la llave estaba puesta, con lo que suscitó la curiosidad
de Teresa.
-¿Qué hay ahí?
-Nada, trastos
–El anciano ni siquiera se giró para contestar.
-Y ¿tiene que
subir todas estas escaleras cada noche? ¿No habría posibilidad de colocar un
colchón abajo mientras esté convaleciente?
El hombre se
encogió de hombros y comenzó a subir el último tramo. La mujer se fijó en las
paredes del pasillo, plagadas de armamento de madera. Cuchillos, espadas,
pistolas, escopetas… Obviamente las armas de fuego no eran peligrosas, no así
las otras, que tenían las puntas afiladas.
Teresa oyó una
voz proveniente de la habitación cerrada. Parecía la risa de un niño. Un
escalofrío recorrió su cuerpo. ¿Ocultaría ese hombre más de lo que ella pensaba
en un principio? El anciano continuó subiendo, era probable que el oído le
fallara. Ella se dio la vuelta intentando no hacer ruido. Debía echar un
vistazo o soñaría por la noche con cientos de posibilidades. Lo más lógico es
que tuviera algún animal allí encerrado, no unos niños desnutridos y desnudos
como le proyectaba su perversa imaginación.
Giró la llave,
con cuidado, despacio, con el corazón latiéndole a mil por hora. Abrió la
puerta con miedo, pensando que un enorme rottweiler rabioso le saltaría al
cuello a la menor oportunidad. Pero no, allí había dos niños jugando a las
cartas, sentados en una mesa camilla, con unos tazones de desayuno al lado,
vacíos. Estaban abrigados, aunque no muy limpios.
-Niños, yo soy Teresa
–susurró a unos rostros perplejos- Eres Santiago, ¿verdad? –Teresa creyó
reconocer al más pequeño, hacía un mes que salía en las noticias. En ese
instante, fue consciente del peligro en que se encontraban. El viejo estaba
cojo, pero era perfectamente capaz de ensartarla con una de esas espadas
puntiagudas. Fue hacia el niño y le cogió la mano, pero este la apartó y se
levantó de la silla, acercándose al otro, que no se había movido ni un ápice.
-Váyase de aquí
–dijo el mayor al tiempo que abrazaba a su compañero de celda.
-Pero, quiero
ayudaros –La mujer observó al chaval, confusa.
-¿Quién le ha
dado permiso para entrar aquí? –bramó el anciano en el quicio de la puerta.
Parecía exhausto.
-Este niño está
buscado por la policía –Teresa señaló al chiquillo sin apartar la vista del
hombre.
-Santi quiere
estar aquí, pregúnteselo.
El pequeño
asintió, dejando que una lágrima le resbalara por la mejilla. Estaba afectado,
quizá por la presencia de su raptor, pensó Teresa.
-Voy a llamar a
la policía –Rebuscó en su bolso, observando de reojo a Andrés, que no se movía
del sitio, taponándole la salida.
Cuando estaba
empezando a marcar el número de emergencias, sintió un dolor intenso en la nuca
y soltó el teléfono, que hizo un ruido estrepitoso al estrellarse contra el
suelo. A continuación, la mujer cayó sobre sus rodillas, mareada, tocándose con
una mano la nuca. A Teresa no le dio tiempo a nada más, se desparramó en el
suelo, sin entender, dejando un gran
charco rojo en el suelo. En ese momento, pudo al fin conciliar el sueño, aunque
fuera el eterno.
*****
Andrés estaba sentado en el banco del
parque; nada delataba su aspecto. De lejos, parecía un abuelo que acompañaba a
sus nietos a divertirse después del cole. Un anciano indefenso, con bastón y de
mirada amable. Pau, a su lado, miraba al horizonte, observando con disimulo a
los niños. Santi jugaba en el columpio, balanceándose alegre, saboreando la
libertad tan pocas veces concedida. Esa mañana habían madrugado, como tantas
otras en los últimos meses, para coger el autobús con destino a un pueblo
vecino; un lugar donde poder pasear tranquilos, sin miradas indiscretas que
pudieran desconfiar. El noticiario hacía tiempo que no hablaba de Santiago, ya
le habían olvidado. Así era el mundo: mucho bombo y platillo ante una novedad,
pero cuando carece de detalles morbosos, pierde el interés.
Pau dio un
codazo al viejo; allí estaba su próxima presa. No tenía más de cinco años.
Ambos reconocían de sobra esa mirada ausente, esa introversión. Los morados,
seguramente ocultos tras la ropa, no se veían, pero se atisbaba a la legua las
secuelas de un maltrato. El padre de la criatura, un monstruo. Andrés nunca se
equivocaba. Esa sonrisa cínica, ojos vacíos, de ademanes bruscos, autoritarios
que se escondían bajo una capa de falsa afabilidad.
Él sería el
próximo. Esperaría el momento propicio: un despiste del progenitor para
ofrecerle la mejor salida. Hasta ahora ninguno había rehusado. Al principio,
cuando se hallaban lejos de sus hogares, lloraban. El ser humano teme lo que no
conoce, y los pequeños solían echar de menos a sus padres, por muy crueles que
fueran. Pero siempre se lo terminaban agradeciendo, todos. Lo que hubiera dado
por haber tenido en su día a un salvador, alguien que le hubiera tendido la
mano y ayudado a huir de su martirio. Pero todo ocurría por una razón. Él había
tenido que vivir un infierno para tener conciencia de lo que significaba
escapar de él. Y Pau había tenido que acabar con la vida de esa mujer para
querer resarcir sus pecados. Ayudar a otros sería su catarsis.
El viejo se
levantó, observando orgulloso a Pau. Cuando llegara el día podría morir
tranquilo, pues él seguiría su legado.
Un relato muy atractivo, me has conmovido, Laura. Felicidades y besos
ResponderEliminarGracias por comentar y por estar siempre. Un besazo!
ResponderEliminarGran relato, Laura. Mantiene la tensión hasta el final. Enhorabuena!
ResponderEliminarMu buen relato, enhorabuena Laura🙋🙋
ResponderEliminarLaura te felicito. Te mantiene en tensión hasta el final. Tu pretensión lograda y encoge el corazón.
ResponderEliminarGracias a todos por comentar. Un besazo!
ResponderEliminarSeñora, ma ha hecho sudar la gota gorda, muy buen relato y tenso en su esencia hasta el final. Fantástico
ResponderEliminarGracias, Don Fernando. Intentaré ser más delicada, no quiero que le suba la tensión por mi culpa...
ResponderEliminarMe han gustado mucho los giros en el argumento. Intenso.
ResponderEliminarGracias, Héctor!
ResponderEliminarUn relato muy adictivo...me recuerda al argumento de la película El hombre de las sombras (2012).
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