viernes, 28 de abril de 2017

La chispa (+18. Yazmina. Grupo B)

                                       

La cosa empezó de la forma más inocente: con un comentario en una de sus fotografías de Marisa en un grupo de cocina de una red social. Desde siempre le había gustado cocinar y, cuando la empresa donde trabajaba cerró por jubilación del dueño, se volcó en su hobby.

Lo primero que hizo fue apuntarse en un curso de cocina, conociendo a más gente con su misma afición. El compañerismo dio pie a crear un grupo en Facebook y allí subir las fotos de sus creaciones culinarias. Al mes, había unos doscientos miembros que comentaban y compartían recetas; además de alguna que otra opinión de cómo elaborar un plato.

Al terminar el curso, ni Marisa ni sus compañeros quisieron dejar abandonada aquella bonita iniciativa, siendo el principal motivo mantenerse en contacto. Por lo que continuaron buscando recetas y subiendo fotos, estimulando a los diferentes miembros a comentar cada una de las publicaciones que se encontraban allí.

Sin embargo un día, en una de las fotos que solía colgar para demostrar sus habilidades, apareció un comentario felicitándola; era un desconocido. Ella amablemente se lo agradeció y no le dio mayor importancia.

En sus siguientes publicaciones, volvió a agasajarla, alabando sus dotes para la cocina. Tal como ocurrió la primera vez, le dio las gracias y no fue más allá.

No obstante, en una de esas veces que ella se mostraba educada, la red social le avisó de que esa persona le pedía amistad. Se quedó algo sorprendida sin saber si debía aceptarla o no. Ante su indeterminación, se fue hacia el muro de esa persona para revisar su perfil; se llamaba Ángel y vivía en su ciudad. En su avatar había la foto de una mano con una alianza.

Al ver que era un hombre casado, se sintió más segura para confirmar su petición, al mismo tiempo que se decía que si veía que era una mala persona lo bloquearía o lo eliminaría de sus amistades.

Nada más aceptar, recibió un mensaje privado: «Hola, gracias por aceptar mi solicitud de amistad. Me encantaría poder contar contigo, pues he visto que cocinas muy bien y me gustaría sorprender a mi mujer con una cena especial por nuestro aniversario».

Al leerlo, sonrió al ver el gesto tan cariñoso que le quería hacer a su esposa; resultaba tan romántico que sintió celos. Emocionada de aquel hermoso detalle, empezaron a charlar. Según comprobó en ese primer contacto, Ángel no era muy habilidoso en la cocina e iba a necesitar mucha paciencia para poder explicarle la forma de poder hacer algo en condiciones.

Tras varias clases de cocina por el chat de la red social, una amistad creció entre ambos. Sin darse cuenta empezaron a contarse cosas personales: tenían hijos mayores, estaban casados con matrimonios estables, sin problemas económicos y teniendo una vida relativamente cómoda.

En medio de las confidencias reconocieron que con el paso del tiempo la chispa de la pasión en la pareja se había apagado; nada que ver con los primeros años donde todo era nuevo y emocionante, donde  el ardor estaba presente en cada caricia o en cada gesto, el anhelo de tocarse y sentirse; esas ganas locas de estar el uno con el otro. 

Al darse cuenta del rumbo de la conversación, rebajaron el tono justificándolo con la rutina, los hijos o al trabajo; pero era algo evidente que ninguno podía negar.

Ambos echaban de menos esa fogosidad de los primeros años de matrimonio.

Después de eso, Marisa no pudo evitar quedarse pensando en ello durante toda la noche. No podía creer todo lo que le había confesado a un extraño. Sin embargo, ella sentía que esa persona la conocía y la entendía a la perfección; como si la entendiera de antes. Así que al día siguiente se propuso conocer un poco más a su amigo de Facebook.

En su perfil no había nada que le delatara, sólo su avatar. Miró entre sus fotos y no había nada que le pudiera ayudar, todo lo contrario. Su perfil era nuevo; sólo llevaba activo unos meses, así que tuvo que esperar a que él le hablara para intentar averiguar algo más.

Tal como ocurría siempre, era el primero en hablar. En cuanto vio la señal, abrió el chat para comenzar la búsqueda de algún dato que le diera algo de información.

Empezó hablando de restaurantes de la zona, para determinar por dónde se movía. Inicialmente una inocente conversación hizo que ella descubriera a la persona detrás de aquel perfil.

No se lo podía creer. Tardó varios minutos en reaccionar y él se percató, pues su contestación no llegaba. De la impresión se quedó petrificada mirando la pantalla. Al volver en sí, se disculpó y se inventó una tonta excusa para despedirse y cerrar el chat.

Ese hombre le robó otra noche de sueño. Se la pasó dando vueltas en la cama, despertando a su marido en dos ocasiones; no lo podía evitar. Su mente no se doblegaba ante la voluntad del propio Morfeo y volaba libremente entre la posibilidad de desenmascarar o ignorar a ese hombre.

Con la luz de la mañana la claridad volvió a su mente y tomó una decisión. Abrió el chat y le pidió que se vieran esa noche en un bar cercano para conocerse en persona. Cuando le dio a enviar, no se creía lo que había hecho. Ella no era así. Nunca dejaba que sus acciones fueran dirigidas por impulsos.

Al mediodía recibió un escueto mensaje suyo: «Vale». Eso la puso de los nervios. Estaba convencida al noventa y nueve por ciento de la identidad de su amigo, pero si no era… ¿qué haría en tal caso?

Le temblaba todo cuando llegó al bar, dudando si hacía bien provocando aquel encuentro. Se llevó las manos a la cara, discutiendo con ella misma de lo que era más correcto, porque ante todo estaba casada y él era un desconocido.

De pronto, un golpe en la ventanilla la apartó de sus pensamientos. Era él. Su intuición no le falló.

–Hola, creo que quedamos ahí –dijo él con una enorme sonrisa al verla tan desquiciada, bajando la ventanilla.

–¿Por qué? –Él se encogió de hombros–. No lo entiendo.

–¿Cómo descubriste que era yo? –respondió él con otra pregunta.

–Muy pocas personas se atreverían a decir que el restaurante Jonseca tiene una reputación comparable al ego de su chef.

–No me di cuenta al decirlo –Sonrió al darse cuenta de su error–. ¿Qué tal si nos tomamos algo?

Él abrió la puerta y ella salió del vehículo con sus reticencias, pues seguía sin entender el motivo por el cual le ocultara  su verdadera identidad. No tenía sentido.

Cuando ella iba a entrar en el bar, él la agarró, deteniéndola y apartándola de la puerta. Entonces metió su mano en el bolsillo del pantalón y sacó la llave de un hotel.

–¡Estás loco! –gritó.

–Para –le puso un dedo en los labios–. No lo pienses. No seas tú. Déjate llevar –Ella lo miró con dureza–. Sólo esta noche, seamos esos dos desconocidos.

–Todo esto es surrealista.

–No lo pienses…

Una extraña sensación de deseo recorrió su cuerpo al pensar en lo que le proponía…

Sin pedirle permiso, la beso con pasión, pillándola desprevenida. Ella no se quedó atrás y le correspondió. No podía afirmar que ese hombre le era indiferente. Entre ellos había una atracción muy fuerte.

Mareada y confusa por lo que estaban haciendo, fueron en dirección a la habitación de hotel.

Nada más entrar, él se abalanzó sobre ella; no quería dejarla pensar. Sabía que tenía una oportunidad mientras estuviera dudando. Así que se apoderó de su cuerpo con sus manos, reteniéndola. Aunque fue su boca la que con un beso la dejó rendida a sus pies, dando paso a una danza de pasión y adoración.

Sin apenas voluntad por el deseo, Marisa se dejó llevar por sus más básicos instintos.

Poco a poco la ropa iba ocultando la moqueta de la habitación, dejando a dos cuerpos desnudos sobre una cama sin deshacer.

Sus manos no perdían oportunidad de tocarla, acariciarla y excitarla. Sus dedos se detuvieron en sus pezones para pellizcarlos, arrancando más de un gemido ahogado en su boca, y mientras buscaba aumentar la tensión con los apasionados besos que la hacían estremecer.

Él sonreía ante su éxito.

Tras los primeros gritos de placer, una mano fue descendiendo hasta su entrepierna y con cuidado fue mimando su sexo. Sus dedos se iban haciendo con el control de su cuerpo. La excitación era máxima. No controlaba las sacudidas de calor que la invadían, notaba cómo el orgasmo se iba apoderando de cada célula de su ser.

Ella no podía más. Necesitaba tomar aliento, así que apartó su boca para coger algo de aire. Él, poseído por la pasión, se fue directo al pecho libre y con su lengua empezó un baile con su pezón.

El calor se fue incrementando y no pudo más, dejándose llevar por un increíble orgasmo. Era presa de sus más bajos deseos.

Ella no podía más, su cuerpo se rompió por dentro al rendirse al placer. No obstante, él no pensaba quedarse con las ganas, ya que su excitación no daba a dudas.

Sobre todo, al ver cómo había estallado con las caricias de sus dedos, de tal forma que su pene se apodero lentamente del cuerpo de ella.

Cuando estuvo dentro, se quedó quieto esperando a que se adaptara. Al tener el visto bueno, no perdió la oportunidad de envestirla con fuerza. No se reprimió: fue con todo. El fuego lo dominaba por completo. No podía controlarse.

Ella no se lo creía, notaba cómo iba respondiendo ante cada arremetida, abrazando al nuevo orgasmo que se iba forjando en su interior. Antes de que pudiera terminar una frase, estaba gritando de placer al tiempo que le clavaba las uñas en la espalda. No se hizo esperar demasiado y ambos estallaron juntos.

Agotados y rendidos, se quedaron tirados en la cama. Al cruzar las miradas rompieron a reír ante la ironía de toda aquella situación.

Ángel, era en realidad su marido José Ángel, el hombre con el que llevaba casada más de veinte años y al que entregó su futuro ante los ojos de sus familiares y amigos; ese que se hizo un perfil falso en Facebook para volver a conectar con su mujer y, al ser descubierto, la llevó a un hotel para recuperar nuevamente esa chispa del primer día.

jueves, 27 de abril de 2017

"Tras el corral" (Laura Martín. Grupo A)





   

                         

Esta es una historia sin importancia, que se desarrolla en un pueblo sin importancia, sobre unas personas poco importantes. Pero, como hasta el aleteo de una mariposa puede tener su importancia, presta atención.



*****


Clara era una mujer sencilla y humilde, cuya única pretensión era agasajar a su marido. Labraba la tierra con dedicación y cuidado, como todo lo que hacía. Su rostro, tal parecía dibujar un corazón, y el pico de viuda que coronaba su frente, acentuaba ese efecto.

Su marido, apodado El Sombrío, se mostraba al mundo huraño, vestido con harapos, cual mendigo a la puerta de una iglesia; hombre de pocas palabras y mal humor.

Ambos vivían en una casa discreta, arcaica para la época. Suficiente para ellos dos.

Los vecinos más próximos estaban a una hora a pie de distancia, pues a la pareja le gustaba la soledad. No recibían muchas visitas, solo compradores de huevos de gallina. Eran conocidos por tener los más sabrosos de la comarca.

En los últimos tiempos, la pareja padecía por el ruido que causaba el aeropuerto recién estrenado. Cada poco, surcando el cielo, los aviones se elevaban rugiendo como leones, ensordeciendo a El Sombrío, que se encogía tapándose los oídos, deseando que acabara pronto su calvario. A él, que adoraba el silencio, que no solía hablar más que con monosílabos a su esposa, el sonido le traía malos recuerdos. Clara, sin embargo, se lo tomaba con filosofía, pues había aprendido hacía tiempo a conformarse.

Una tarde, la mujer cuyo rostro refulgía amor, dejó a su esposo en el salón, descansando, mientras ella ponía trampas para las ratas que hacían peligrar a sus adoradas gallinas. En tanto que Clara colocaba el queso, una niña se situó, sigilosa, tras la campesina, observando cómo llevaba a cabo su labor.

—Señora, ¿es verdad que aquí vive el diablo? –dijo la chiquilla con voz inocente.

Clara se sobresaltó al oír el dulce sonido, y lanzó una mirada a la niña, entre divertida y enfadada.

—Dile a tus papás, que es de muy mala educación criticar a sus vecinos.

La muchacha no retrocedió, sino que se mantuvo erguida, sin quitar ojo a su interlocutora.

—Mis papás no critican, solo me advierten que no debo acercarme a la casa del diablo.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Eres pequeña para un trayecto tan largo. Te podría pasar como a la niña de la caperuza roja. ¿Sabes de quién hablo?

La chiquilla, que no tendría más de ocho años, asintió con la cabeza y echó a correr sin decir adiós.

Clara sonrió, observando a la niña alejarse dando saltitos. Decidió no contarle lo sucedido a su marido, pues únicamente serviría para acrecentar su rabia. Ahora, debía dar de comer a sus bebés de plumas brillantes.

—Las mimas demasiado, mujer. A este paso, gastaremos toda su comida y, ¿cómo piensas reponer? –El Sombrío paseaba inquieto, de un lado para otro de la cocina, justo cuando Clara preparaba el pienso.

En los últimos tiempos, su esposa despilfarraba demasiado. Pronto tendrían que pensar en una solución realista. Clara estaba a punto de cumplir los 28; a partir de ahí, la mujer empezaba a ser menos fértil. Tendrían que pensar en tener hijos para que, en un futuro, se ocuparan de la granja. No le gustaba demasiado la idea. Él no había tenido una infancia feliz, y su vida actual tampoco era fácil. A veces, se sentía prisionero en una cárcel sin barrotes físicos, pero muchos emocionales. Tampoco sabía si sería un buen padre. No repetiría patrones, eso lo tenía claro, pero no estaba seguro de querer prolongar esa vida campestre.  Si conseguían tener descendencia, irían a la ciudad; ya había pasado mucho tiempo como para que nadie les reconociera.

—No te preocupes tanto. Siento una simiente en mi interior que germina despacio. Pronto se acabarán nuestras preocupaciones.

El Sombrío torció el gesto, disgustado por cómo Clara hablaba de su futura prole.

—Este niño nos ayudará en las labores, mujer, no servirá a otros propósitos.

—Pero…

—No hay nada más que hablar, así será. –El hombre se dirigió a su habitación, dando un portazo tras de sí. La decisión estaba tomada.



*****


—Te digo que sí, mamá, que les dio de comer un trozo de oreja. –La niña puso los brazos en jarra, enfadada porque su madre no la creyera.

—Eres muy fantasiosa, Lucía. Las gallinas no comen carne, y menos humana. –La mujer estaba dando la vuelta al pollo que tenía en el horno, algo que le pareció divertido dado el tema que estaban tratando.

—Ah, ¿no? Y tú ¿qué sabes?

—Ay, cariño, que sabe más el diablo por viejo. Además, ¿cómo hiciste para que nadie te viera? –Cerró la puerta del horno y se dio la vuelta, enfadada, pensando en que su hija se libró por poco de la ira de sus vecinos. Tenían fama de cascarrabias, en especial el hombre.

—Papá siempre dice que soy ágil como una gacela, y con el ruido de los aviones es fácil disimular las pisadas.

—Quita, quita, deja de decir chorradas, Lucía, que tengo mucha faena. –La mujer negó con la cabeza, dando la espalda a la niña.

—Pero, ¿y si es verdad lo que dicen? ¿Y si comen niños? –Lucía abrió los ojos, intentando dar énfasis a sus palabras.

—Con no volver a aparecer por allí, solucionado. Deja de molestarlos o se enfadarán.

Lucía frunció el ceño, había esperado un poco más de atención por su parte. Pero no importaba. Viviría una aventura y acabaría con los malhechores, como Sara y Tadeo Jones. Después sería considerada una heroína.

Le tomaría prestada la cámara de fotos a su padre; necesitaba pruebas. Suponía que eso no se consideraba robo, ya que una buena detective tenía que ser legal. Esperó a que su madre saliera al patio para entrar en la habitación de sus progenitores y buscar el objeto deseado. Tuvo un poco de cargo de conciencia al cogerla; si la estropeaba, su padre se enfadaría. Se la colgó al cuello y la escondió bajo su camiseta. Ya estaba preparada para su misión.



*****


El Sombrío fue a dar un paseo. Nada le disgustaba más que discutir con su esposa. Estaba harto del ruido de los aviones, de la huerta y, sobre todo, de las dichosas y sucias gallinas. Clara se desvivía por ellas, no entendía cómo podía conceder tanta importancia a las apestosas aves. Cierto que eran su sustento, pero podrían salir adelante con otros medios. Su vida, como creía ella, no dependía en exclusiva de la venta de huevos. A veces, se preguntaba qué hubiera sucedido con sus vidas si cada uno hubiera tomado su camino. Se sentía tentado a dejarla, había días que apenas soportaba su presencia. Pero, en el fondo, la necesitaba; de una manera enfermiza, pero así era. Era un hombre demasiado leal.

En su caminar, creyó ver una pequeña cabeza rubia que es escabullía tras los matorrales. ¿Quién sería? Decidió seguir sus pasos y descubrir lo que se traía entre manos.



*****


La campesina estaba en la huerta y, a través de las  ventanas, comprobó que la casa estaba vacía, ni rastro del hombre. Resuelta, Lucía entró, sabía dónde tenía que buscar. El bote con los restos de niños mutilados se hallaba en la cocina, lo había visto con sus propios ojos, así que, solo tenía que hacer unas fotos y largarse. Muy sencillo, y después, sería conocida como la rescatadora de niños, la honorable detective que logró la captura de dos infames asesinos. Ya podía ver a los niños en el patio, preguntándole de dónde había sacado tanta valentía.

La tapa del tarro era de rosca, y estaba apretada tan fuerte que, por un momento, creyó que no podría abrirla. Al fin cedió, y la niña desparramó sobre la mesa parte de su contenido. Adoptó una mueca de asco al exponer el macabro alimento. Trozos de cartílago de oreja, dedos diminutos troceados, y a saber qué más. Sacó la cámara y disparó unas cuantas fotos. Con eso le bastaría para completar su tarea.

—¡Qué haces, niña!

Lucía se giró, asustada, descubriendo a la mujer con el rostro desencajado de furia. Presa del pánico y sintiéndose acorralada, echó a correr hacia la puerta, pero Clara le agarró del brazo impidiendo la huida.

—¿Dónde crees que vas?, entrometida. –La campesina le arrebató la cámara de las manos y la tiró con fuerza al suelo.

—Suéltala, mujer. –Detrás, El Sombrío contemplaba la escena.

—No podemos, sabe demasiado. –La mujer apretó con fuerza a la chiquilla, que empezó a lloriquear–. La utilizaremos de alimento, así tendremos pienso de sobra y podremos quedarnos con el bebé, como tú quieres.

—¿En qué te has convertido? ¡Eso es asesinato!

—¿Y lo de nuestros hijos no?

—Papá y mamá nos enseñaron a hacerlo así. Si lo haces antes del primer llanto, no acabas con su vida, simplemente no se la das.

—No seas tonto, a todos y cada uno de ellos les latía el corazón.

—No es cierto.

—Claro que sí, don sensible. Eres igual que papá: pusilánime y cobarde. ¿También tú quieres abandonarnos?

El Sombrío se estremeció. Primero de pena, y después de rabia. Se acercó a su hermana, la asió y la zarandeó con fuerza, provocando que esta soltase a la niña, que huyó despavorida aprovechando la oportunidad que se le brindaba.

El hombre estaba enloquecido; Clara gritaba, y los aviones rugían sobre sus cabezas, ajenos a la desgracia que ocurría tras el corral.

martes, 25 de abril de 2017

La beata de turno (Bartolomé. Grupo C)

                                               

Con la cara agria y sin tacto (como siempre), lee un irrelevante artículo sobre belleza, cuando un intrépido roedor roza su pernil.

¿Cómo puede ser que en un instituto donde hay servicio de limpieza haya tanta pelusa?, se pregunta para sus adentros la siempre vieja y seca Mercedes Remiro, cuando otra vez vuelve a sentir cosquillitas y por culpa del subconsciente mira hacia abajo.

-¡UNA RATAAAAAAAA, UNA RATAAAAAAAAAA! -grita, con una temblorosa mano sobre su corazón

-No, pdofezoda, ez Zaza, mi hamzter. Zaza, ven con papá. ¿No vez que no te quiede? -asevera Álex Lewandowski, un estudiante de catorce años del Instituto de Educación Secundaria "Jardín de Balamb", donde Mercedes lleva 'siglos', según el alumnado, impartiendo clases de latín. El chaval, un jovenzuelo de familia humilde que reside en las afueras del pueblo, y que sufre un tipo de trastorno de atención, sabe que se ha metido en un lío.

Álex mira con cara temblorosa a Leo Dintch, el jefe de estudios de su centro educativo, que tiene fama de bonachón pero que asiente a todas las quejas que hace Mercedes sobre él, y no tiene buena pinta la cosa.

-Te tiraste toda una clase de gimnasia sentado sobre una pelota, alegando que con tu peso querías aplastar el esférico y hacer el primer 'balón cuadrado', le entregaste al profesor de inglés un examen lleno de garabatos y cuando te preguntó por qué no habías estudiado te pusiste a hablar como si de un alienígena se tratase -apuntaba el jefe de estudios cuando de repente…

-Dabdabdabdab dadadab dabda dabda dabdadabda dab -responde indignado el joven,

-¿Qué dices? -pregunta Leo-. Te he dicho: «babulanzko ez mucho mejor que ingléz», -asevera el chavalín.

- ¿Y qué diantres es babulansko? -pregunta el adulto, aunque creyendo conocer la respuesta que el joven daría a continuación.

-Un idioma que me he inventado yo –responde.

-Entiendo... -contesta Leo algo exhausto.

-Prosigo -Y prosigue-. Ana, la de biología, te tuvo que sacar de la boca una rana que era para abrir y ver sus organitos, la cuál de no ser por su rápida intervención te ibas a devorar. No te relacionas con los demás niños y ahora traes una rata a clase -concluye.

-¡NO EZ UNA RATA, EZ UN HAMZTER, EZ MI ÚNICO AMIGO! -grita el joven.

Leo se pone en pie, apoya sus brazos sobre la mesa e inclina su tronco para acercar su cabeza a la del chaval, que observaba a este con el ceño muy fruncido. –

-¡JAJAJAJAJAJAJAJA! -comienza a reír el jefe de estudios sin poder parar-. ¿Qué demonios hay en tu cabeza, enano? -adjunta con una simpática sonrisa de oreja a oreja.

-Ana dice que tenemoz una coza llamada cedebdo, pero yo cdeo que unoz enanitoz riegan laz plantaz ahí dentdo, porque a vecez pica y ezcucho vocez -contesta el joven, parco en gestos.

Tras una breve conversación, Leo aconseja al chico que intente no meterse en muchos líos, pero que no haga mucho caso a Mercedes, que es la única profesora del centro que, tras sufrir una de las múltiples injurias que el intrépido personajillo realiza al cabo de los días, toma represalias y lo envía a dirección.

*  *  *

Hace bastante frío, pero como es habitual en una persona como ella, no enciende la calefacción de casa. Mercedes es una mujer que vive sola en una casa bastante grande para una sola persona, es hija única y sus padres se la dejaron en herencia antes de acabar malogrados en un fatídico accidente de tráfico.

A las seis de la tarde las luces de la casa están apagadas, aún entran rayos de sol por los entresijos de las persianas que  nunca suben. A las siete. A las ocho. Y a las nueve, también. Le gusta vivir en la penumbra, o mejor dicho, no vive porque no sabe vivir. No disfruta su vida. No tiene vida. Su única vida es su trabajo. Acude regularmente a la peluquería como caso eventual, pero no le sirve de nada, puesto que a clase siempre acude con un moño de los de 'toda la vida', sujeto por innumerables horquillas. Detesta el trato con el alumnado, desconfía y malpiensa de todos los estudiantes. Y eso hace que en sus clases el ambiente sea irrespirable.

Son las once de la noche. Ha cenado una pieza de fruta que estaba en su vacío frigorífico, frigorífico que se gana ese adjetivo porque va muy esporádicamente (más bien solo cuando ya es necesidad mayor) a hacer la compra por miedo a encontrarse con algún alumno y que este le suelte alguna fresca. Su desconfianza hacia los chicos y chicas es máxima. Le perjudica claramente su trabajo, pero ha entrado desde sus inicios como docente en una espiral de malas vibraciones de la que no sabe salir. Su incidente con Álex, sin embargo, la atormenta de noche. Sabe que no lo hizo bien por tratarse de un niño con problemas, pero no es capaz de dar su brazo a torcer. Nunca lo ha hecho, y no tiene mucha labor de hacerlo.

*  *  *

-No se os olvide la tarea para mañana, por favor -pide Mercedes a la vez que se frota las manos, mientras un pensamiento de «a ver qué excusa ponen mañana para decirme que no tienen los ejercicios» recorre su mentalidad amargada.

-Álex, espérate un momento, quiero hablar contigo una cosa -confiesa incómoda a la par que nerviosa mientras el zagal la observa abriendo los ojos de una forma muy expresiva e intrigante-. ¿Por qué me miras así?, ¿qué te ocurre? -pregunta Mercedes, extrañada mientras que el joven sigue abriendo y cerrando progresivamente sus ojos como si de algún paradigma se tratase, sumando ahora también al elenco de movimientos repetitivos: el arrugar y alisar la piel de la frente.

-¿Otra vez aquí, Álex? -pregunta el jefe de estudios-. ¿Qué has hecho en esta ocasión? -continúa, sin obtener respuesta alguna del joven. Las muecas en la cara del zagal, y el historial de patrones de conducta ejercidos por el joven desde que es alumno del Jardín de Balamb, conducen rápidamente a Leo a aventurarse con una hipótesis-.¿A que adivino lo que están tramando los enanitos que riegan las plantas en tu cabecita? -confiesa con una semisonrisa-. Por alguna razón, estás intentando hablarnos mediante señas.

-¿Un nuevo idioma esta vez? -pregunta Leo-. Veo que te ha comido la lengua el gato.

-Entonces no me dejas más remedio que tener que llamar a tu casa para hablar con tus padres -comenta el jefe de estudios mientras agarra con su mano derecha el teléfono de su despacho.

-Telepatía... -dice Álex para después cerrar su boca y quedarse con los mofletes hinchados,

-¿Telepatía? -exclama el adulto,

-Zí, ¿qué culpa tengo yo de que vozotroz no me entendáiz?, debedíaiz de apdender, pada algo zirven loz colegioz, ¿no? -se anticipa el joven. Otra vez más, el buen rollo del jefe de estudios y las ideas del jovenzuelo evaden de responsabilidades a este último.

*  *  *

-Pdofezoda -levanta la mano Álex en mitad de la clase de latín del viernes, a las 11:35 h de la mañana.

-¿Qué quieres? -dice la mujer.

-Zolicito pedmizo... -dice el zagal.

-¿Permiso para qué? -pregunta la señora.

-No puedo decidlo –confiesa.

-Anda, déjate de historias y céntrate en los ejercicios que he mandado -exclama Mercedes mientras se frota las manos.

Álex se levanta de su asiento, mira a través de la ventana que se encuentra cerrada, la abre y se monta encima.

-¿Dónde crees que vas, jovencito? -pregunta Mercedes con una mano sobre el pecho, sudor frío en su tersa cara y rostro desencajado.

-Me lo ha oddenado él -dice mientras mira al fondo de la clase como si hubiese alguien más a parte de los demás niños que lo observan exaltados a la vez que con intriga en sus ojos. Salta desde la ventana que se encuentra en un tercer piso. A su vez, de la impresión por lo ocurrido, el longevo corazón de Mercedes deja de latir y cae redonda al suelo. El caos se apodera de la clase y del centro en pocos minutos...

[NOTA INFORMATIVA:

A todo el personal del Jardín de Balamb,

Son momentos de enorme carga emotiva y de extenso dolor para el centro. Nuestra profesora Dña. Mercedes Remiro Fernández, y alumno D. Alejandro Lewandowski Brown perdieron la vida ayer tras unos dramáticos acontecimientos cuyas causas se desconocen aún a falta de informe por parte del cuerpo de policía y de investigación que se están haciendo cargo del caso. Hoy, día 5 de abril de 2017, a las 10:00 h de la mañana, se guardará un minuto de silencio en su memoria. Será en el pórtico. Esta es la historia de alguien que nunca se ganó el cariño, pero sí el respeto de las personas, y esta es también la historia de alguien a quien los enanitos que habitaban en su cabeza se les olvidó regarle las plantas, y no consiguió hacerse más fuerte...

Atentamente,

                                Leonardo Dintch Kinneas, jefe de estudios.]

lunes, 17 de abril de 2017

Un trabajo insólito (Pedro Marín) Grupo C


                                                                 

Era un regalo para mí la oportunidad de perseguir el viento con energía y determinación cada mañana.
Sentía los pedales como si fueran una parte más de mi cuerpo. Salir en bicicleta era lo único que me llenaba en aquellos momentos tan miserables. Después de casi diez años trabajando, me habían despedido sin ningún tipo de contemplación. Tenía veintiocho años y sólo había estado en esa asesoría desde que terminé la universidad. Supongo que no sabía hacer otra cosa.
Hola, cariño. Qué pronto has vuelto.
Ella era mi novia, Laura. Vivíamos juntos desde hacía unos tres o cuatro años. Siempre tan agradable y alegre que me entristecía no poder darle estabilidad económica. Decía que no importaba, que ya encontraría algo. Mientras tanto, ella se dedicaba a la enseñanza de niños y con eso íbamos tirando.
Cuando llegué de mi salida, la besé profundamente, acariciando su pelo largo y castaño, y agarrando su cuerpo atlético con firmeza. Ella se sorprendió un poco, pero no puso ninguna objeción.
―Anda, ve y dúchate. Me voy ya al colegio ―Se despidió, no sin antes decirme―: No sé cómo viviría sin tus ojos verdes y tu increíble sonrisa, Pedro. ―Abrió la puerta, y estando a punto de cruzarla, se giró para mirarme y morderse los labios con sensualidad.
Al final, se fue y yo me quedé embobado con la imagen de su figura en mi mente. No me explicaba la suerte que tenía de compartir la vida con una mujer así. Por si fuera poco, yo no podía darle un salario decente. Aquello me enfurecía tanto que no atendía a razones.
Cuando ya me había duchado y relajado, me ponía un rato frente al ordenador para presentar solicitudes formales de empleo. Sin embargo, no conseguía estar sentado mucho tiempo seguido, por lo que no tardaba en salir a la calle con cartas de presentación en la mano a patearme la ciudad en busca de un trabajo soñado.
Fue en uno de esos largos paseos sin descanso cuando la suerte me llamó por mi teléfono móvil.
―Disculpe, ¿este es el teléfono de Pedro?
―¡Sí! Soy yo. Dígame.
Al otro lado sonaba una voz femenina y dulce que me prometía lo que estaba deseando:
―Tenemos un trabajo para usted.
Le pregunté, lo primero de todo, si podía concertar una entrevista con ellos, pero la chica me dijo que no hacía falta. Que lo único es que tenía que realizar una pequeña prueba y superarla. Me comentó la dirección en la que tenía que estar y la fecha indicada, lo cual apunté con rapidez en un papel que tenía a mano.
Estaba contento. Cuando se lo conté a Laura también se alegró mucho. Sin embargo, me parecía algo extraño. ¿Una prueba? ¿Sin entrevista? ¿Qué clase de trabajo era? No quise pensar un segundo más.
Mientras llegaba el día, intentaba tranquilizarme y ganar confianza intentando prever cualquier tipo de situación. La prueba probablemente mediría mis capacidades como profesional y mi actitud, por lo que me tomé en serio la preparación. Si era un puesto para liderar, estaba listo. Si era algo más técnico, también. De verdad necesitaba ese trabajo.
Llegó el día y me sentía muy capacitado para sobrepasar cualquier test, obstáculo o problema que me pidieran solucionar. Me comía el mundo. Era como cuando iba en bici. De camino al sitio indicado me venían esas sensaciones de libertad que sólo salían haciendo ese deporte. Mi espíritu se superaba a cada paso que daba. Cuanto más cerca, más ganas tenía que llegara el momento.
Sin embargo, algo no salió como esperaba. Mi predicción era que me meterían en una oficina a hacer cualquier tipo de prueba psicológica o de las habilidades que podían requerir de mí. Incluso estaba dispuesto a competir con otros candidatos. Pero el lugar no era una oficina. No era nada. No había nadie.
Esperé. Había llegado cinco minutos antes y lo correcto, desde mi punto de vista, era aguantar hasta después de un rato de la hora acordada. Así que eso hice. Esas esperas eran las que me ponían enfermo. Los nervios iban creciendo cada minuto en el que no aparecía ninguna persona, aunque no había ciertamente motivos para ello. Lo peor que podía pasar es que me largara de allí y que me hubieran tomado el pelo. Intenté descartar ese pensamiento.
―¿Pedro?
―¿Sí?
Me giré y vi un chico bajito, escuálido y con la cara redonda. Vestía un chándal y una sudadera con capucha. Me tendió una bolsa de papel marrón que contenía algo que no se podía ver desde el exterior. Estaba cerrada y sellada.
―Toma. Tienes que llevar esto a esta dirección ―dijo, dándome con la otra mano, un papel con una ubicación escrita.
―¿Cómo? ¿De qué hablas?
―Es tu prueba.
Dudé. Todo aquello me parecía irreal y desconcertante.
―¡Cógela! ―gritó el individuo―. ¡Ah! ¡No mires lo que hay dentro! ¡Por tu bien!
No me quedó más remedio que hacer lo que me ordenaba. Cuando cogí la bolsa el muchacho se dio la vuelta y echó a caminar. Yo observé cómo se alejaba, atónito porque no terminaba de entender la prueba.
Me subí al coche con la susodicha bolsa y la dejé en el asiento del copiloto. Tenía que abrirla, saber qué contenía y por qué querían desplazar su interior. Decidí conducir a casa y averiguarlo de una vez por todas.
Cuando llegué, el corazón me latía fuerte y contundente. Ciertas gotas de sudor brillaban sobre mi frente. Rápidamente, eché la bolsa en una mesa y cogí unas tijeras de cocina para cortar el sello que me impedía acceder al contenido. Lo cierto es que me costó vencer el sistema de cierre. Las tijeras no cortaban lo suficiente. Los cuchillos no valían. Con desesperación, intenté cogerlo con mis propias manos e intentar romperla como si me fuera la vida en ello. Se abrió de golpe y el interior cayó en toda la mesa de la cocina, impregnándola.
Cocaína.
Mis ojos no daban crédito. ¡Había metido droga en mi casa! Tenía que deshacerme de ella lo más pronto posible. Las manos me temblaban como nunca antes. Aun así, recogí con cautela todo aquel polvo blanco y lo volví a meter en la dichosa bolsa. En ese mismo momento, el móvil me sonó y salté del susto. No estaba para muchos trotes. Me estremecí mucho más cuando observé que la llamada era del número que me había dado la oportunidad de hacer la prueba. Contesté. Era la misma voz femenina y dulce de la anterior llamada.
―¿Señor? Mi jefe necesita que lleve el paquete a la ubicación que le hemos proporcionado lo antes posible. Si lo hace, él será tan amable de ofrecerle un trabajo en nuestra empresa y…
―¡No pienso transportar droga para vosotros! ―la interrumpí y colgué con rabia.
Tiré el móvil al sofá. Cerré la bolsa con un trozo de cinta aislante y me dirigí corriendo hacia el coche con ella en brazos. Aceleré lo máximo que pude y llegué exhausto hasta el cuartel de policía. Cuando hablé con un agente, este me llevó a su despacho. Le conté con pelos y señales lo que había pasado. Él fingió tomar notas, pero supe perfectamente que no escribió nada coherente.
―Vamos a hacer una cosa ―habló el guardia, tras escuchar toda mi anécdota―: nosotros nos quedamos con la bolsa, la cual es cierto que contiene unos cuantos gramos de cocaína. Y, a cambio, nosotros no presentaremos cargos por posesión de drogas.
―¿Cómo dice?
Me miré a mí mismo. Iba sudando, resoplando y con malas pintas por las prisas y los nervios. Parecía un drogadicto.
―Dejaremos pasarlo por esta vez. ―Se levantó de su silla y se puso cerca de mí―. Pero que no ocurra de nuevo. Busque ayuda, amigo.
El agente se quedó con la bolsa y me condujo hasta la salida de una manera muy brusca. Ahí fue cuando pensé que no me tendría que volver a preocupar por el asunto de la droga. Me equivocaba.
Cuando volví a casa vi un montón de llamadas perdidas en el móvil. Bloqueé el maldito número y me despreocupé. Lo dejé pasar. Hice otras tareas para no pensar en ello.
Le mentí a Laura, diciéndole que había ido mal la prueba y que ya me habían rechazado para el puesto. Ella se apenó, pero me animó todo lo que pudo. Por suerte, no se percató del estropicio de antes.
Aquella noche decidí que era el momento perfecto para salir en bicicleta y sacar de mi mente esos infernales acontecimientos. Di un paseo largo, pero no debí haberlo hecho. Lo que ocurrió después cambió mi vida para siempre.
Me bajé de la bici en el tramo de carretera que daba a mi casa para descansar y estirar un poco las piernas. Fue entonces cuando divisé a unos hombres a lo lejos saliendo de mi casa. Llevaban tapada la cara. Me estaban robando, o eso pensé. Me subí a pedalear y, habiéndome acercado lo suficiente, vi algo que me heló el corazón. Cargaban a Laura entre dos tipos. Ella se resistía, pero no pudo evitar que la metieran en un coche negro por la fuerza. Yo, mientras tanto, intentaba llegar, pero demasiado tarde. El coche arrancó.
―¡Alto! ¡Deteneos! ―grité, pero mi voz ni siquiera les llegó.
No me rendí. No me daba tiempo a coger mi coche y perseguir a los secuestradores, así que me armé de toda mi fortaleza física y los seguí pedaleando. Me acerqué lo suficiente como para ver que tenía la matrícula completamente tapada. Yo no dejaba de gritarles.
―¡Soltad a mi novia! ¡Cobardes! ¡Meteos con quien os ha fastidiado el negocio!
Por desgracia, el cansancio empezó a mermar mi resistencia y mi velocidad menguó. Intenté sacar fuerzas del interior de mi mente, de mi espíritu y de todo mi ser para no perder de vista el vehículo. Y, sin embargo, este iba más veloz. Era casi imposible que yo le diera caza.
Antes de quedarme exhausto, el vehículo se detuvo en un semáforo. Di el último empujón. Un poco más… Sólo unos metros más.
Una furgoneta chocó conmigo y me tumbó. Yo iba bastante rápido, más de lo que debería, pero aquel conductor imprudente se saltó una señal de STOP en un cruce anterior al semáforo donde estaba Laura secuestrada.
No sabía si me dolía más mi pierna rota o el saber que había perdido a Laura. No la volví a ver nunca más. El coche de los secuestradores se alejó sin dejar rastro alguno.
Desapareció al otro lado de nada.

jueves, 13 de abril de 2017

Si el corazón me pides (Héctor. H. López) Grupo C


                         
                                                               
       




El  joven comprueba con impaciencia el lector de la parada mientras, con el faldón de su gabardina, protege un maletín abierto de la lluvia que cae a raudales. Según la pantalla, su autobús no debería tardar más de diez minutos. No para quieto bajo la marquesina, a pesar del aguacero. A cualquiera que le viese le asombraría su habilidad para mantener encendido el pitillo que cuelga de la comisura de sus finos labios y que ha prendido con la brasa de su predecesor. Llevaba apenas cinco minutos esperando cuando una lucecita verde enfila la calle. Su brazo se dispara y, a pesar del grito, la colilla permanece en su sitio. Conforme el taxi se detiene, Ernesto aspira varias caladas ansiosas antes de lanzarla al arroyuelo que ya corre junto al bordillo tras abrir la puerta del vehículo.


- Al campus universitario, buenos días. Si pudiese apresurarse, se lo agradecería.


- Buenos días. Se hará lo que se pueda, descuide. Con este agua no le prometo nada. Cuando llueve todo el mundo saca el coche y se montan unos zapatiestos de cuidado. ¡Vamos a ello!


El taxista mira varias veces por el retrovisor en un vano intento de pillar a su cliente distraído e iniciar una conversación; pero Ernesto está enfrascado en desordenar el mar de papeles húmedos que asoman por la embocadura de su cartera, intentando localizar el paquete de Winston que mantiene como reserva de emergencia, pues el del bolsillo de su camisa apenas contiene un par de cigarrillos. Dosis suficiente para su recorrido a pie desde el acceso del campus hasta la puerta del Centro de Investigación Biomédica, donde le esperan en apenas treinta minutos; aunque no para calmar la ansiedad que la falta de nicotina, o más bien de acceso a ella, irremediablemente le provocaría.


Ansioso, mira por la ventanilla para intentar calcular cuánto le queda. Esperanzado porque la densidad del atasco sólo ralentiza la marcha, realiza mentalmente la "checklist" de lo que necesitará para la presentación: memoria flash, cd rom de respaldo, puntero laser, fichas, listado de datos y dos copias del artículo que desea presentar como ponencia en el Congreso Anual de la Sociedad Española de Ingeniería Biomédica, convocado para el mes próximo. Todo en orden. Cierra el maletín y comienza a comprobar el correo electrónico en su Blackberry. Metódicamente, elimina el spam tras etiquetarlo, responde algunos y mueve otros a sus correspondientes carpetas.


-¿Dónde le dejo? -La pregunta le devuelve a la realidad.


-Ahí mismo. No hace falta que entre. Junto a la caseta del vigilante estará bien, gracias. ¿Qué le debo?


-Son nueve con cuarenta.


-Aquí tiene. Déjelo, ya está bien así. -Renuncia al cambio-. Que tenga un buen día.


-Igualmente, muchas gracias.


-¡Ernesto, por Dios, te vas a empapar! Deja que te ayude. -El guardia de seguridad acude en su socorro, paraguas en mano-. Ven, anda. ¿Dónde vas?


-Al rectorado, gracias. Tengo que verme allí con el vice de política de investigación y creo que voy tarde.


-Te acompaño. Así echamos un pito -Le ofrece un cigarrillo de un paquete que extrae del interior de la torera-. ¿Ha entrado Luis Contreras? -pregunta al compañero del control-. Tranquilo, Ernesto. Aún no ha llegado. Tenemos tiempo- le tranquiliza.


Mientras salvan a buen paso la distancia que les separa del edifico administrativo, ambos comentan las novedades muy animadamente. La charla es insustancial, mas revela un grado de relación que extraña incluso a los funcionarios apiñados en torno al cenicero bajo el porche. Él se queda apurando un nuevo cigarrillo en tanto su acompañante se adentra en el edificio para hacer la ronda. El apretón de manos ha provocado, incluso, algún recriminador cabeceo. A Ernesto le da igual. No se cree superior a pesar de ser ya profesor titular y, de hecho, ni se le ocurre ocultar una actitud que le ha granjeado el rechazo de parte de la comunidad universitaria pero que a él le satisface sobremanera.


Consulta su reloj. Tras un susurrado e impersonal "buenos días", recorre los pasillos que le separan del despacho donde le han citado. En la antesala le recibe Julia, la secretaria del vicerrector.


-¡Ah, Ernesto! Buenos días. ¿Te apetece un café? El doctor Contreras me ha pedido que le disculpes. Ha llamado y dice que llegará con un poco de retraso a causa del tráfico.


-No, gracias, Julia. ¡Lo que me faltaba, cafeína! ¿Puedo dejar mis cosas aquí? Salgo a tomar un poco el aire.


-Ve a fumar, anda. Aunque deberías dejarlo. ¡Te acabará matando!


-¡Ojalá pudiese! No creas que no lo he intentado. ¡Son estos malditos nervios!


-No te preocupes, anda. ¡Todo saldrá bien! Tira. Yo te guardo las cosas. En que llegue don Luis yo te aviso. Me ha pedido que no convoque a la junta hasta que hayáis hablado. Estoy segura de que todo irá sobre ruedas.


Si Ernesto se fijase en esas cosas, igual las insinuaciones de Julia no caerían en terreno baldío. Pero él está a otra cosa. De hecho, el comentario sobre la intención de una conversación previa ha disparado todas las alarmas. A sus veintiocho años, con la tesis recién leída y la plaza ganada, nadie duda de su capacidad. De hecho, nadie duda de ella desde los siete años, cuando fue reconocido por Mensa como superdotado. Desde entonces su currículo se adaptó a sus necesidades y todo se aceleró en su vida. Tuvo que luchar, sí. Tuvo que demostrar muchas veces que lo que decía su expediente era acorde con la realidad. Por fortuna, su familia estuvo ahí, a su lado. Y, donde ellos no llegaban, estuvo Luis, el profesor de secundaria que tanto le protegió y le estimuló. Así que tenía que lograrlo. Su proyecto contaba con un impecable soporte teórico y su utilidad era incontestable. Aún así... ¡Había visto tantas cosas en aquel críptico mundo! No, no podía fallar ahora que estaba tan cerca.


Un whatsapp le indica que su anfitrión ha llegado. Apaga la sempiterna colilla y se dirige de nuevo al despacho, donde le espera la solícita Julia.


-Acaba de entrar y está de muy buen humor -le dice mientras, zalamera, le arregla el nudo de la corbata-. Así está mejor. No te preocupes, todo saldrá bien. ¡Venga, venga! ¡No le hagas esperar! ¡Suerte!


Mas la reunión no va bien. No contesta a su superior; aunque sus pensamientos se revelan en su enrojecido rostro, haciendo destacar el blanco trazo de la cicatriz que parte su ceja derecha. ¡Malditos cobardes! ¡Acojonados, estrechos de miras! Esas excusas no convencerían a un colegial. Esconden su mediocridad tras frases grandilocuentes. ¡Ni siquiera se ha mirado la documentación, el muy lerdo! Políticos preocupados únicamente por los presupuestos. ¡Eso es lo que son! ¡Renuncio! ¿Cómo se puede ser tan obtuso? ¡A la mierda con todo! El portazo confirma este último pensamiento. Abandona el edificio seguido por las miradas inquisitivas de unos pocos y reprobatorias de la mayoría. Una mano se apoya en su antebrazo. Se gira con brusquedad. Un insulto trepa por su garganta. La mirada que le dirige le desarma. O quizá son los entreabiertos labios que insinúan tanto, que sugieren...


-No he podido evitar escucharle. ¡No es justo! –Protesta Julia con un mohín. Está realmente enfadada-. Tú trabajo se merece mucho más. Tú te mereces...


No se reconoce a sí mismo cuando descubre su brazo rodeando la espalda de la joven, su boca buscando la de ella, sus ojos suplicando un permiso que no espera. Y menos aún cuando ella le responde con idéntica ansia, cuando se le entrega sin reservas.


-¡No! ¡No podemos! ¡No puedo...! –Ella le separa empujando con ambas palmas su pecho mientras llora y sacude la cabeza. Él la mira sorprendido, indefenso, como un niño al que separaran de su madre-. No es culpa tuya, es que, es que... ¡Ojalá pudiera! ¡Ojalá pudiera!


Ella se gira para salir corriendo y, por fin, Ernesto reacciona. La atrapa y la obliga a volverse. De nuevo sus miradas se pierden la una en la otra y Julia, encogida, se refugia en su torso y llora desconsolada. Delicadamente la conduce fuera del campus, intentando protegerla de la lluvia. Pasan la mañana hablando, contándose secretos envueltos en el juego de una timidez que ya no se atreven a vencer, a pesar de cuánto lo desean. Cuando se despiden, él la incluye como contacto con la promesa de llamarse pronto. Al activar la pantalla destaca un sobrecito con una frase en negrita debajo: “Radcliffe   La oferta sigue en pié•555 34 34 34". Nunca lo había vuelto a abrir; pero ahora su dedo golpea el vidrio y lleva el terminal a su oreja.


-¿Podemos vernos esta misma tarde?


-....


-Voy para allá.


 


*****


 


Ernesto se adentra en la esclusa y se coloca el gorro esterilizado. Ha pasado aquí los últimos cinco años, repitiendo todos los días idéntico protocolo para acceder a la sala blanca. Desde el otro lado del cristal, una ilusionada Julia le sonríe a pesar de la parafernalia que la rodea. Porque hoy es un día muy especial. Minuciosamente, con la soltura de la práctica cotidiana, se envuelve en los plásticos que preservarán el laboratorio de cualquier contaminación, en cada uno de los cuales destaca el brillante y egocéntrico y omnipresente logotipo de la Radcliffe Corporation. Sólo entonces le devuelve la mirada. Cuando nada más que sus ojos son visibles, oprime el botón que desencadena el gas desinfectante. La puerta enfrentada se abre.


No puede evitar una cierta tristeza al ver su santuario invadido. Cuatro manchas verdes revolotean comprobando el material y otras dos se afanan con tubos, jeringas y bolsas. Al percatarse de su presencia, uno de ellos se le acerca.


-Bueno. Hoy es el gran día. ¿Todo preparado, doctor Sempere?


-Por supuesto, doctor Radcliffe. –Ernesto se gira hacia una mesa de trabajo y saca de un contenedor un pequeño artefacto, que manipula con extremo cuidado y coloca en el centro de una placa metálica. Con la mirada señala la camilla-. ¿Nos da un momento mientras efectúo una última comprobación?- Se acerca sin esperar la solicitada aprobación y toma la mano de la paciente.


-¿Estás convencida de esto, Julia, querida? Aún podemos echarnos atrás. Si tú no crees que...-Se le quiebra la voz.


-¿Lo estas tú, Ernesto? –Él asiente con un nudo en la garganta-. Porque yo no voy a renunciar. No pienso dejar que ese maldito tumor me aleje de ti más de lo necesario para extirparlo. Sé que hay muchos riesgos, que mi vida está en juego. Con todo, merece la pena intentarlo.


-Pero tengo tanto miedo, Julia. Está tan agarrado que el trasplante resultará inevitable. Y no sabemos si... Aún podríamos esperar...


-Estamos todo lo seguros que podemos estar, ¿no es cierto, cariño? Y esperar ¿qué, un donante? No. Noto cómo se me acaba el tiempo. ¿Lo tienes preparado? Quiero verlo antes de que me lo implantes, quiero ver tu regalo.


Él se dirige de nuevo al escáner y, tras comprobar que todo está en orden, lo toma y vuelve junto a la camilla. Julia le mira y le sonríe. Toma las enguantadas palmas en las que él sostiene el artefacto


-Gracias, mi amor. Gracias por lo que me has dado, por lo que me das. Pase lo que pase, recuerda que... que te quiero.


La besa en la frente, incapaz ya de decir nada. Ella comienza a ceder a la anestesia. Una beatífica sonrisa ilumina su rostro mientras echa una última mirada a su nuevo órgano. Así fue como se enfrentó a su corazón.