miércoles, 8 de febrero de 2017

Fin de curso


En el Tarot, la Rueda de la fortuna dice que todo final tiene un comienzo, y todo comienzo, tiene un final. No sé cuál será el comienzo desde esta misma noche (mentira, porque sí lo sé), pero sí sé cuál es el final del Cibertaller, y no es otro que este.

            De verano de 2015 a principios de 2016, impartí clases en un taller de creatividad literaria llamado “Sueños de escritor”. Ser escritor es un sueño (de ahí el nombre) porque aunque parezca fácil, no lo es tanto. Puede resultar sencillo una vez que se hacen las cosas bien, y esas cosas son: leer mucho y escribir mucho. Lo he repetido hasta la saciedad, tanto en clase como fuera de ella, y lo seguiré haciendo. Hoy en día escribe cualquiera (lo siento, pero gente que escribe hay mucha; escritores, pocos).

            El escritor no escribe un relato un mes, lo guarda y dice después de tres meses: Oye, ¿escribo algo más? Y escribe otra historia para después, durante otros tantos meses, cruzarse de brazos (esto no funciona así).

            El escritor escribe todos los días, lee todos los días, corrige y repasa todos los días y piensa en historias todos los días. El escritor vive por y para la escritura; el escritor tiene tiempo de levantarse de la cama, desayunar, asearse, trabajar, comer, echarse la siesta, merendar, pasear, ver la televisión, estar con la pareja y la familia, cenar y volver a dormir. Esto lo hacen tanto los escritores y los demás seres humanos, solo que el escritor de verdad, además de hacer todo lo descrito, tiene tiempo para leer y escribir.

            El día se compone de 24h (es el mismo tiempo para todos), y aseguro, juro y perjuro que, tiempo para hacer todo lo que he dicho, y además de esto, leer y escribir, si lo que quieres es ser escritor, hay de sobra. No es cuestión de tiempo, sino de interés.

            Cuando me comprometí a dar clases (gratis, quiero recalcar esto) lo hice sabiendo que por mucho jaleo que tuviese en mi vida, tendría tiempo para levantarme, desayunar, asearme, trabajar (de voluntario, pero trabajar. Las horas son las mismas, e incluso más) comer, dormir la siesta, merendar, pasear, ver la televisión, estar con mi gente, cenar, volver a dormir, leer, escribir, preparar las clases y corregir… Además de todo lo descrito para cualquier persona, he añadido “leer, escribir, preparar las clases y corregir los ejercicios de todos y cada uno de los alumnos del Cibertaller”. ¿Por qué? Porque lo he querido así y me comprometí a ello. ¿Me obligaron? No, al igual que tampoco obligué a nadie a formar parte de esto. Dejé claro que era un taller de escritura creativa, y en donde la gente se apunta para practicar, no para otros intereses ajenos o para ignorar al profesor que (no sé si lo he dicho) centra su tiempo en dar clases gratis para que la persona mejore.

            Ocurrir no ocurre nada, solo que cada persona debe plantearse si de verdad quiere o no llegar a ser escritor. Lo siento mucho, pero publicar un libro (dos y tres) no es ser escritor, como sacar un disco no significa ser cantante. Ser escritor es el nombre que se le da a esa persona que se desvive por la escritura, que aprende más y más cada día y no descansa (la mente de un escritor no descansa jamás). ¿Te gusta? Ok. Lucha por ello; tal vez, luchando, obtengas tu recompensa. Sobre todo, procura prestar atención a quien te intenta ayudar de forma desinteresada.

            ¿Un último truco como profe de vacaciones? No existe un truco, solo el esfuerzo, como he dicho antes. Hay días que en vez de dormir seis horas duermo cuatro, y a veces, en vez de escribir cinco páginas, escribo tres. Otras, en vez de leer tres horas, leo dos, o me paso menos tiempo en las redes sociales, lo que me deja claro que todo el mundo sí tiene tiempo para publicitarse, pero antes de eso, hay que saber trabajar.

            Si lo que la gente quiere es que le dé clases un profesor titulado y que le cobre por ello, pues me parece muy bien. Hay grandes profesionales que se pasan la vida estudiando, porque les gusta, porque aman su trabajo y, además de ello, son buenos en lo que hacen. Ni puedo ni quiero cobrar; y aunque en la pared de mi casa tuviese catorce títulos, jamás cobraría por enseñar. Desde mi punto de vista, aprender no cuesta dinero, solo esfuerzo (como llevo diciendo todo el tiempo). Pero sí diré que, al igual que hay personas pasotas y desagradecidas, las hay que, como yo, intentan ayudar siempre. Una de estas últimas, me dijo una vez que los títulos solo sirven para colgarse en la pared, que lo importante son los conocimientos. No me hace falta decir más.

            Quiero dar las gracias a las personas del Cibertaller que han estado a mi lado en todo momento. Ellas saben que he llegado a un tope, y que no me ha quedado más remedio que retirarme. Me han apoyado, porque burro de mí, he insistido en darlo todo hasta el último segundo, aunque me estuviese destrozando (miles de gracias).

            Hay compañeros (no me gusta la palabra “alumnos”) que me han entregado los trabajos estando medio en la calle, con problemas familiares y propios, se han leído mis clases día a día y me siento muy orgulloso porque su escritura ha mejorado, al mismo tiempo que llamo a eso “compromiso, interés y agradecimiento”. Otras han llegado a publicar en antologías, y no conozco a nadie que haya ido a peor. Cuando hago las cosas, intento hacerlas lo mejor posible.

            Gracias a todos los seguidores de este blog, a los que habéis leído y comentado, y a los que habéis compartido.

            Soy una persona soñadora (Sueños de escritor), y peleo por mis sueños hasta el final. Eso quiere decir que hoy cierro un capítulo, pero desde el día que me enseñaron a valorarme, a saber que valgo como todo el mundo y aprendí a quererme, jamás he dejado de soñar. Volveré a dar clases, sin título universitario. Aprendí a escribir sin el certificado escolar al lado, ya que creo que las letras que importan son las escritas en los libros.

            Volveré. No sé si aquí, si se llamará Cibertaller Cibertallar, pero volveré porque no me he ido ni me iré nunca. Necesito respirar y encontrar gente que de verdad quiera escribir, a diario y sin impedimentos.

            Esto me ha llevado veinte minutos de mi tiempo. Aun así, lo que me resta de leer, escribir, corregir mis novelas y dormir, no me lo quita nadie.

            Gracias eternas. Mientras seguiré pelando por mi sueño de ser escritor.

Hasta pronto.

miércoles, 1 de febrero de 2017

"Heridas de sangre" Leticia Meroño

           

Cada noche unos ojos lo miraban; Alan se metía bajo las sábanas hasta que el sueño lo vencía. En su mente se concentraban casi siempre pesadillas. Aquel niño de mirada amenazante, cabello sucio y sin cortar, ropas rasgadas y un corte que ocupaba toda su mejilla, era compañero de sus peores sueños. Lo que más le asustaba era la cicatriz porque a veces sangraba y las gotas caían una a una del rostro hasta el suelo. El rojo era tan fuerte que daba la impresión de que el niño se viese en blanco y negro.

            De nuevo, como cada noche, gritó al sentir una mano destapando las sábanas. Con rapidez su madre se acercó hasta la habitación. Lo abrazó intentando hacerle comprender que todo había sido un mal sueño; sin embargo, él bien sabía que no era así. El niño de la cicatriz vivía en el armario.

            El pequeño tenía mucha suerte, pues cada vez que la noche le perturbaba, su progenitora le permitía dormir con ella. En ese momento descansaba, al amparo de los brazos protectores que lo acunaban hasta que caía dormido.

            Con el primer rayo de sol su madre se levantó. Él permaneció en la cama ya que era sábado y no tenía que acudir a la escuela. Al rato escuchó cómo ella entraba en la habitación y colocaba algo sobre el colchón; asomó despacio la cabeza y encontró un desayuno compuesto por tostadas, que tanto le gustaban, y zumo de naranja. Salió de su escondite y le dio las gracias por tan suculenta comida. Mientras él devoraba todo lo que la bandeja contenía, ella lo miraba con fijeza y una leve sonrisa. Era suficiente para él, por lo menos ahora sonreía, lo abrazaba e incluso tenía bonitos detalles, como el de esa mañana. Cuando terminó de comer le acarició el pelo con dulzura y retiró la bandeja; él continuó tumbado unos minutos más para reposar lo que había ingerido.

            Por la tarde el firmamento se nubló y desapareció la claridad. Alan no pudo salir a jugar con sus amigos, el cielo se tornó negro y la lluvia no tardaría en caer. Subió a su cuarto a jugar. Encendió la luz y cogió una moto de juguete. Esta se propulsaba a base de hacer correr hacia atrás las ruedas, después se soltaba y ¡zas!, avanzaba. En uno de los recorridos, la moto impactó contra el armario cerrado. A Alan se le cortó la respiración y no se atrevió a acercarse para recoger el juguete. Muy despacio la puerta del mueble se fue abriendo, y una mano pálida y huesuda salió del interior, asió la moto y la impulsó hacia él. El chico dudó unos segundos, pero al final dirigió la moto otra vez hacia el armario; la mano que asomaba por él, se la devolvió, y así estuvieron jugando hasta que su madre lo llamó para cenar.

            Fue el primer contacto en que Alan no tuvo miedo al habitante del armario. Poco a poco la confianza fue creciendo en él y un día se atrevió a abrir la puerta para que el niño saliese de allí. Ambos se miraron a los ojos, con miedo, agachando levemente la cabeza y levantando la mirada. La cicatriz le imponía, aunque el paso del tiempo hizo que aquel rasgo fuera una parte característica de su amigo y nada de lo que temer.

            El niño del armario nunca hablaba, se expresaba con movimientos de cabeza u otros gestos, siempre muy leves. Alan, que no conocía su verdadero nombre, lo comenzó a llamar Luna por la palidez de su rostro. El chico respondía a aquel nombre, y sonreía, a los dos les hacía gracia. La amistad fue creciendo entre ellos y Alan se había convertido en sus ojos; le avisaba cuando su madre no estaba en casa o entretenida, tanto cocinando como haciendo otra tarea que le llevaba tiempo, así Luna podía salir con tranquilidad del armario y ambos jugaban sin miedo a ser descubiertos.

            Los juegos los elegía siempre Alan, pues intentaba que Luna tomase la iniciativa pero se quedaba parado esperando y no conseguía que eligiese qué hacer.

            Un día, cuando Alan regresaba del colegio, encontró a Luna sentado en su cama y con una baraja de cartas en la mano. Soltó la mochila y se sentó frente a él. Luna sacaba una carta y Alan otra; la de mayor valor ganaba y se llevaba las de la mesa. Si ambos sacaban la misma carta, volteaban la siguiente. Estaban tan inmersos en el juego que ninguno de los dos se percató de que la puerta se abría. El sonido de la voz no tardó en llegar a sus oídos: “¿Qué haces, hijo?”. Luna miró hacia la puerta y comenzó a gritar. La sangre brotó de su herida, y Alan se quedó paralizado viendo la cara de susto de su madre cuando las luces de la lámpara empezaron a parpadear y las bombillas explotaron. Rápidamente cogió a su hijo de la mano y lo sacó de allí.

            Ni madre, ni hijo comentaron nada sobre lo sucedido. Esa noche Alan durmió en la habitación de su madre, y las siguientes. Su madre perdió la sonrisa y bajo sus ojos predominaba el color negro. Las noches eran largas; las pesadillas continuas. El pequeño intentaba mantener su vida normal; sin embargo, no podía obviar el deterioro que iba sufriendo su madre. Ya no lo mimaba, ya no lo sonreía, ya no lo cuidaba. Cuando llegaba a casa encontraba un plato de comida frío que él mismo tenía que calentar en el microondas. Por las noches ya no le permitía dormir en su cuarto e incluso echaba la llave. Ella ya no hablaba. Sentía que las miradas ya no eran vacías, ahora lo miraba con odio.

            No había vuelto a ver a Luna desde el incidente de las luces. Lo necesitaba.

Dio dos toques con el puño al armario y esperó. No hubo señal y cabizbajo se metió en la cama. Quería que aquellos ojos que tanto había temido volvieran a mirarlo. No obstante, no fueron esos, sino otros, los que ahora lo vigilaban por la noche. La mujer de ojeras, mirada perdida, expresión de asco y odio -la que una vez había sido su madre- se presentaba en su cuarto por las noches y lo observaba durante minutos. Alguna vez le parecía escuchar que hablaba entre dientes, aunque no conseguía entender lo que decía. Alan se cubría con la sábana y lloraba, intentando no hacer ruido, hasta que el cansancio lo llevaba al mundo de las pesadillas.

            Una mañana, su madre -o la mujer que en que se había convertido- volvió a hablarle. Las palabras que salieron de su boca llegaron hasta sus oídos en forma de grito, y la cara de la mujer tornó al rojo de la ira: “¡Edward, no perteneces a esta familia y nunca lo harás!”. A partir de ese día fue lo único que escuchaba de ella. Alan tenía miedo. Empezó a dejar de comer, apenas se alimentaba de unas pocas galletas, y finalmente, cayó enfermo. La fiebre le hacía vivir una realidad distorsionada. Veía a Luna arropándole, dándole comida; y a su madre observándole con el odio metido en todo el cuerpo y repitiendo las palabras una y otra vez.

            Tan solo era un niño al que le faltaba el amor de su madre.

            Y llegó la noche más terrorífica de todas las que había vivido. Alan sudaba; Luna permanecía a su lado sosteniendo su mano. Su madre observaba con una fijeza que lo paralizaba aún más que la enfermedad. Y una fuerza nació dentro de él: percibió un calor interior que lo devolvía a la realidad y pudo ver cómo las manos de la mujer sostenían un gran cuchillo. El arma temblaba al tiempo que lo hacían las manos. Él, movido por un mecanismo desconocido, se levantó de la cama. Notó que un líquido resbalaba por su mejilla y al instante la hoja afilada fisuró la otra parte de su cara. El niño no se inmutó, no sentía miedo. Desde la posición en la que estaba, frente a su madre y sin moverse, pudo ver que la mujer volaba como empujada por un huracán, chocando con fuerza contra la pared. El cuchillo cayó al suelo y la mano de Alan lo asió. Las puñaladas se sucedieron, una tras otra, certeras y lentas. La sangre cubrió el suelo de la habitación. Los gritos cesaron volviendo a inundar el silencio la instancia. Los pies del pequeño lo llevaron hasta la cama, se tumbó y el frío regresó. La fiebre apareció de nuevo y en su mente todo se volvió nebuloso.