sábado, 26 de agosto de 2017

Relatos de verano: Libre para aullar (Yazmina)



Al igual que en un antiguo casete, todo en la vida tiene una cara A y otra B. Eso mismo pasa con la Luna, ese satélite natural que gira alrededor de la Tierra sin aparentemente otro objetivo. Ahí está la cara B. Tiene otra misión muy distinta a la que todos nos imaginamos, oculta a los ojos humanos.

Cuando la Luna se encuentra en su más esplendido cenit: redonda, hermosa, luminosa y cautivadora, los licántropos se reúnen en el bosque en forma lobuna. Muchos de ellos aprovechan excusas como acampadas familiares o entre amigos, para que aquellos que se sienten semejantes a ellos no sospechen de su cara B.

Los licántropos -seres inicialmente mitológicos para los ojos mortales- se hallan entre nosotros, conviviendo y compartiendo su día a día con el resto de la humanidad. Quizás sea tu compañero de trabajo o alguno de tus vecinos; cualquiera pueden ser, pues al contrario de lo que los libros dicen, son seres sociables y conviven en perfecta armonía, dejando sus transformaciones para sus reuniones, en las noches de luna llena, alejados de los ojos humanos.

Existen varios clanes a lo largo de la península, cada uno con sus tradiciones y su historia, pero nos vamos a centrar en el sur, más concretamente, en Sevilla. Una ciudad que a primera vista parece igual que el resto, pero como ya he dicho antes, nada es lo que parece. Ahí vive un clan muy antiguo de licántropos. Ellos conviven y se mezclan con el resto de españoles que desconocen su legado, de tal modo, que se relacionan pero sólo se casan entre ellos.

Sin embargo, para Yanira no es así. Ella es diferente: puede y vive en esa cara B anteriormente mencionada, esa que sólo muestra su verdadero rostro cuando se encuentra en su apogeo, cuando hay luna llena; y es que Yanira, una adolescente de pelo castaño rizado y ojos verdes como los de su padre, es una licántropo.

Saca muy buenas notas y desea ir a la universidad para estudiar biología y saber qué la diferencia de los simples mortales, así como topar con algo que no la haga depender de ese satélite cada luna llena, y sentirse libre, pero su padre no lo permite. No tiene más remedio que cumplir una serie de obligaciones por ser la hija mayor del líder de los licántropos del sur: los Alandaluz; siendo la más importante al casarse con el hijo del líder del clan Bética.

Años atrás, los clanes firmaron un acuerdo de paz,  fijando los matrimonios concertados de las familias de los líderes como mecanismo para afianzar ese acuerdo entre ellos y, ahora que Yanira ha cumplido diecisiete años, es un buen momento para conmemorar una tradición con tantos años de historia.

El matrimonio es con el clan Bética, uno tan antiguo como los Alandaluz, y con normas tan arcaicas como años llevan viviendo en la península. Consideran que las lobas tienen que quedarse en casa para limpiar y criar a los hijos, con una media de cuatro cachorros por matrimonio, algo que Oscar -el hijo del líder de la manada-, manteniendo el legado familiar y las tradiciones del clan por encima de todo, respeta; para ello, debe domesticar a su loba y enseñarle el camino adecuado para una Bética. Al contrario que la manada de Alandaluz, que muchas de sus lobas estudian y, una vez casadas, compaginan su vida laboral con la familiar. Son mucho más liberales y progresistas.

Tanto Yanira como Oscar saben todo sobre ambas manadas, y conocen perfectamente cómo funcionan las cosas en cada clan. La que lo peor lo lleva es ella, que se siente prisionera de su propio destino, siendo su conservero, su propio padre, al que ama y respeta.

*****

El día de la boda llega y ambas manadas están reunidas en el bosque de Sierra Morena para el feliz enlace, en un campamento con tiendas de campaña a lo largo de una larga extensión de tierra, y con mucha bebida y comida.

Al ocultarse el sol, la fiesta comienza y la gente se anima, Yanira espera en una tienda a que sean las doce. No está permitido que la novia sea vista por ningún macho hasta que comienza la ceremonia, por lo que solamente puede recibir visitas de mujeres, quienes la vigilan, ya que para nadie es un secreto que ella no quiere ese enlace.

Cerca de las diez, una chica de la manada Bética, Sabina, se acerca a su tienda con la excusa de llevar comida y bebida a la novia. Las mujeres que la custodian, le permiten pasar, indicándole que vayan a comer, pues ella se encarga de la novia. Las mujeres que llevan rato oyendo la música y la diversión de los invitados a la boda, desean poder ir y dar una vuelta, por lo que aprovechan esa oportunidad.

Todo sale según lo planeado por Sabina, ya que no quiere que Oscar sea de otra loba que si no es ella. Lleva desde los doce años encaprichada de él y quiere que sea el padre de sus cachorros. Así que entra como una bala en la tienda de Yanira y le explica su plan.

Ha conseguido de una hechicera un tónico para dormir al lobo que lleva dentro. Al tomárselo, su olor de loba va a desaparecer durante tres días, lo que queda para la luna llena. Va a ser una simple mortal durante ese tiempo, pero luego volverá a ser un licántropo otra vez.  Ese es el margen del que dispone para huir, lejos, muy lejos de todos, ya que sin su olor lobuno, es complicado localizarla.

Yanira no se lo puede creer, es una oportunidad para librarse del yugo que le impone su legado familiar. Ni lo duda un segundo y acepta. Así que golpea con toda su fuerza a Sabina. Para ella, disponer de una coartada y quedar liberada de cualquier acusación. Coge una mochila y huye con un par de cosas. Cuando llega a la ciudad, rodeada de gente normal, se bebe el tónico y va directa a la estación más cercana; pues ya es libre, y un mundo nuevo se abre ante sus ojos.

Por fin es LIBRE PARA AULLAR.

viernes, 25 de agosto de 2017

Mini relatos honoríficos (amigos de José Losada)




Este año el Cibertaller no solo cuenta con sus dieciocho alumnos y un estorbo del otro mundo llamado Santiago Bernal, ¡sino que cuenta con tus escritores favoritos! Sí, sí, como lo lees. Quiero hacer algo nuevo porque solo dar clases no me llena de orgullo y satisfacción; necesito algo más, y aquí está la sorpresa (de nada. Muchos besos).

            Vais a tener la oportunidad de leer a grandes genios de la literatura. Quizá tú, que me estás leyendo, seas escritor o escritora y recibas mi aviso (nunca se sabe), así que no te separes de la red y revisa todos los días los mensajes de Twitter.

            ¿Acabas de leer la novela de tu escritor favorito y deseas leer más? ¡Pues lo vas a tener aquí! ¿Le has dejado un comentario de cinco estrellas en Amazon porque lo que has leído te ha maravillado? ¡Pues podrás dejar comentario en su mini relato honorífico! Seguro que lo que escriba para este blog también merece cinco estrellas. Algunos solo vemos las cinco estrellas en el botellín de Mahou…

            Lo dicho: cuento con ellos (cuento contigo). De octubre a enero leeréis un mini relato honorífico por semana (y todos los días los de los alumnos, también valorados con cinco estrellas, y hasta diez), de hecho, en mi lista de seleccionados hay varios exalumnos del Cibertaller, chicos y chicas que volaron para seguir demostrando su talento en solitario, ¡y triunfan! (eso sí me llena de orgullo y satisfacción).

            Si te he leído y me gusta lo que escribes, ten por seguro que recibirás mi mensaje para formar parte de estos primeros catorce Mini relatos honoríficos de 2017. Seguro que quieres participar. ¡Todo el mundo quiere formar parte del Cibertaller!

            Por la calle no me preguntan que qué tal estoy, me preguntar por el curso; en las presentaciones no me compran libros, ¡me preguntan por el Cibertaller! Tiene un no sé qué que qué sé yo y la gente se mata por entrar. Eso le ocurrió a Santiago Bernal, y aun estando muerto seguirá presente… (Además de moñas también nos ha salido cansino el muchacho).

            No te alejes demasiado. Termina ya tus vacaciones y mantente a la espera (si no te aviso no me lo tengas en cuenta. Seguro que no he podido leerte).

            ¡Nos leemos!

 

José Losada

miércoles, 23 de agosto de 2017

Relatos de verano: Pena (Héctor)



Un lánguido rayo hiere su pupila antes de intentar esconderse, juguetón, tras la desequilibrada torre de una iglesia cercana. Poco después, los edificios se creerán muy altos por taparle, si bien será el sol quien se oculte tras ellos en su huída diaria ante la pertinaz noche. Pero ahora es Laura la que se siente acosada, la que camina por la ribera solitaria, ensimismada, ajena al mundo. Se abraza el largo cuello cerrando la amplísima solapa, mientras estira los puños de la gruesa chaqueta de canalé con la que se abriga. Es una prenda pesada y le viene larga. Si se sintiese atrevida podría usarla como minifalda. Se sonríe pensando en la cara de sus compañeros de instituto si la combinase con las mosqueteras negras de fieltro. Sin sacar las manos de dentro de los puños estira un poco más el elástico y ajusta la prenda por debajo de la línea de sus glúteos. Sin ser voluptuosa, está buena... y, aunque lo sabe, trata de mantenerlo a raya. Con todo, se permite un pequeño paso de baile que convierte la cadencia de sus caderas en una provocativa insinuación a nadie, pues si algo tiene claro es que está sola, completamente sola.

Aprovecha el gesto de cerrar de nuevo la solapa para extraer el móvil del bolsillo trasero de su vaquero y cortar la enésima llamada de la tarde, aunque lo ha silenciado, y poner de nuevo desde el principio la interrumpida canción. Ha seleccionado la lista Hecha una mierda y ahora le toca el turno al “Chasing Cars de Snow patrol. Una gota resbala por su mejilla mientras llora para si las tres palabras que elude el vocalista y se arrebuja aún más en la cálida prenda. Si alguien sacase una instantánea de este invernal atardecer con jovencita, sin duda, acabaría en Twitter, de fondo para alguna frase de Coelho o algo así. Esas tan cursis, la de las lágrimas que no dejan ver las estrellas, por ejemplo, que hace unos meses llenaban su TL y que ahora aborrece por infantiles. Pero... ¡todo va tan deprisa cuando se tiene su edad!

La balaustrada, a su izquierda, se abre en un ancho y aberrante puente con seis carriles para vehículos y, aunque no viene nadie, espera, con los tobillos cruzados provocando un delicado contrapposto, a que el muñequito pase de la quietud al movimiento, para imitarle. Mientras, tararea la dolorosa madurez de Taylor Swift al descubrir que I’m not a princess, this ain´t a fairy tail y suplica que, como ella, logre sobreponerse y tener ganas de enfrentarse al mundo enorme que hay ahí afuera por descubrir. Sabe que necesita tiempo, que debe drenar su pena antes de ser capaz de encarar de nuevo la vida y que, mejor o peor, lo hará. En cierto modo, cuando le puede la rabia, le gustaría dejarse ir, renunciar y permitir que todo se fuese al cuerno, deslizarse por la gran cloaca en que, de un plumazo, se ha transformado su vida. Verde. Cruza a pasos blandos, en una especie de danza que sólo tiene sentido al son del “Back to Black” con el que la densa voz de Amy Winehouse la sitúa entre el desgarro de la pérdida y la seductora promesa de un artificial olvido. Por fortuna, sabe que nunca elegiría ese camino, por más que, ahora mismo, se ve muy, pero que muy tentada. Ese es un precio que no está dispuesta a pagar en ningún caso, ¡así reviente! por una anhelada huída de la jodida realidad que la cerca; que la rodea; que la acosa ávida e implacable; que espera el momento de soltarle otro puñetero zarpazo.

Es lo lógico cuando se tienen diecisiete años se repite como un mantra, nada importa en verdad, aunque todo parece trascendental, se insiste. Hasta ahí bien. Una crece y poco a poco se va dando cuenta de que aquellos dramas no son sino leves obstáculos que tan solo se nos antojan insalvables por nuestro pequeño tamaño, escasas fuerzas y exceso de inocencia. Luego maduras un poco y vuelves la mirada con condescendencia, tan indulgente como esperas poder volverla dentro de unos años y te recuerdes un fresco anochecer de diciembre dando este melancólico paseo. Mas sabe que no será así, que no podrá ser así, que esta vez es distinto. No porque haya madurado y sus problemas sean ya de otra envergadura, ni siquiera porque sea especial, la protagonista del capítulo de la serie que narra su vida. Es que las cosas van por libre y, cuando toca, toca. Tiene amigas a las que se les acaba el mundo porque las ha dejado un chico, un crío, como ellas mismas, que habrán olvidado en cuanto escojan al próximo “amor verdadero”. O porque han suspendido siete —¡A buenas horas te preocupas!— y ya no les parece tan gracioso que se niegue a hacer pellas. No es su caso. La tarjeta de presentación de la vida adulta ha sido terrible, dura, cruel, tremenda, desmedida.

Se para justo en la linde de la luz con que se resalta la embocadura de un nuevo viaducto, más antiguo y estrecho, que dos leones de sustancia romana y aroma egipcio, inspiración antigua y factura reciente, vigilan desde sus pilonos. Susurra sarcástica Ex auctoritati Augusti, a modo de conjuro pagano, mientras le da la espalda a las dos concatedrales —una de ellas también basílica, nada menos— que se yerguen dominantes, altivas, distantes, opresoras. Y es que no busca consuelo o resignación. Lo que necesita es fuerza para afrontar lo ocurrido, aceptarlo como un hecho irreversible, como una realidad que, por más que lo desee, no puede ser deshecha. Y, para eso, mejor el sólido Augusto que un espiritual Jesús al que, todo es posible, le llegará su turno. Pero aún no, todavía no. Y bajo el influjo de ese conjuro, con la impronta de la impía invocación, nota resonar sus pasos, firmes contra el pavimento, hasta asomarse al pretil de San Lázaro, desde el que le grita al mundo, al alimón con Christina Perri, que I’m only human, I’m only human, just a little human, mientras el río discurre bajo sus pies, calmado pero sin duda poderoso, como la potencia de la naturaleza que es.

Abre la chaqueta y saca una rosa blanca que aún conserva la tibieza de su cuerpo. Tras acariciarla levemente con los labios, la deposita sobre el murete. Despliega un ajado folio de color crema en el que hay varios párrafos escritos a mano con una letra minúscula y muy apretada. Laura aprovecha la pobre farola que señala el centro del recorrido para releerla una vez más, recordando letra a letra las partes en que los sucesivos llantos han acabado por transformar las palabras en manchones azules. Cuando termina, arruga de nuevo el papel, cierra los ojos y, levantando la cara al cielo nocturno, se repite las frases finales que sólo la primera vez pudo enfrentar y que, sin embargo, martillean cada día en su cabeza. Las lágrimas corren ya sin freno por sus mejillas mientras su pecho sucumbe convulso a un dolor que no por lejano, es menor. Laura llora en silencio mientras niega con la cabeza. Seca sus ojos y mira hacia la imponente iglesia en busca de unas respuestas que ya sabe no obtendrá allí. Nota la rabia crecer en su interior, tiemblan su cuello y su cabeza, sus puños se cierran mientras tensa los músculos de sus brazos y hombros hasta que el dolor estalla en un grito infinito que perdura más allá del sonido. Se deja caer sobre el poyete y se sumerge en la pena, en la soledad, en el abandono. Y llora. Llora hasta que le duele el esternón, hasta que nota arenilla en los ojos, hasta que el sabor metálico de la sangre inunda su boca, hasta que las lágrimas dejan por sí mismas de brotar, hasta que se siente pequeña y vacía, un minúsculo punto de menguante luz en medio de la más intensa y ominosa negrura. Sabe que ahora es el momento, que ahora se decidirá si es o no capaz de cumplir ese último encargo, ese último ruego.

Recoge el papel en el bolsillo y la flor retorna al calor de su pecho. Saca una toallita húmeda y una anticuada polvera, que mira con veneración y que resulta incongruente en sus manos, y trata de recomponer su rostro. No lo logra del todo, pero poco más puede hacerse dadas las circunstancias. Tampoco es que importe lo más mínimo. Deshace el recorrido y retorna a la ribera. Cruza la ancha avenida y renuncia a acceder al templo por las puertas de ese lado. No. Irá por una de las que dan a la plaza, por la que siempre ha usado. Mientras avanza nota como la invade despacio una serena paz al tiempo que Passenger le recuerda que sólo lo que se pierde se echa de menos. Accede a la plaza por la en comparación estrecha calle lateral y sigue avanzando, dejando la enrejada entrada aún a su espalda. Sigue andando hasta llegar la calle enfrentada y que desemboca alineada con el centro del templo, donde un relieve muestra al mundo una imagen de lo que el interior guarda. Respira hondo y se gira. Imprime a su paso la fuerza de un soldado en el desfile, temerosa de renunciar si flaquea, y accede al interior, mientras el Bendita y alabada truena desde los altavoces en las torres.

Lo primero que nota es el olor, esa mezcla de sudor rancio, maderas viejas, incienso, humo y cera de cirio que inunda la pituitaria con la rotundidad de un bofetón. Después el susurro de las ancianas, a medias oración a medias hechizo, reunidas en torno a la capilla principal donde una pequeña Virgen con niño se pierde entre la, para ella, excesiva, irreverente y ostentosa decoración. El brillo del oro, la suntuosidad del frío mármol veneciano y el noble brocado del manto compiten con los caravaggiescos claroscuros de obvia teatralidad y la cautivadora sencillez de la talla medieval. Sabe que aún tiene tiempo y se esconde entre las sombras, tratando de alcanzar un lugar cercano al altar y que aún resulta íntimo al encontrarse semioculto entre dos columnas demasiado próximas que impiden de manera parcial la vista de la imagen. No logra escapar de las miradas de las viejas brujas quienes, sin dejar de murmurar sus rezos, la interrogan y la juzgan; pero ella las ignora como una mártir que desoye las injurias prodigadas desde las gradas mientras se prepara para aceptar el sacrificio.

—No —le dice por lo bajo—. A mí no se me ha perdido nada aquí adentro. Eran sus creencias... y las respeto. Por eso la acompañé año tras año a traerte flores, por eso vine sola el último y por eso atesoro la sonrisa con la que me agradeció el vídeo que le hice. Era su devoción, su fe, su ancla; no la mía. Ojalá pudiese pedirte ayuda, consuelo, apoyo, fuerza. Ojalá pudiese aceptar a ciegas vuestras respuestas. Todo sería mucho más sencillo. Pero no. No puedo hacerlo sin sentirme absolutamente hipócrita. Aún así, debo darte algo, una última ofrenda en su nombre —deja la flor sobre el ancho pasamanos que protege la imagen—. Por si significa algo —dice en alto. Da media vuelta y sin mirar siquiera a las indignadas feligresas, se dirige a la salida.

 

Han quedado a las ocho y cuarto de la tarde. Aunque sabe que ha llegado con tiempo, mira otra vez el reloj: y doce. A estas alturas de invierno ya es de noche. Ella le ha pedido tiempo a solas y él, a regañadientes, ha accedido. Le preocupa que pueda cometer alguna tontería... O que pudiera ocurrir cualquier cosa. ¡Qué sé yo! Al fin y al cabo tiene que estar muy afectada. Tras lo que ha sufrido este año... Y catorce... ¿Dónde está? Tendría que aparecer en cualquier momento... Se gira y, de pronto, el dolor en el pecho parece atravesarle. Siente como se le hiela la sangre en las venas y todo a su alrededor se nubla. Tiene que agarrarse a una farola para mantener el equilibrio. Avanza hacia él caminando sinuosa, cabizbaja, la vista hacia al suelo, con aquella larga chaqueta de punto y esa boina que compraron en el viaje de estudios a Roma, en una tiendita oscura en cuyo probador se dieron el primer beso. Sabe que no es ella, por supuesto. Pero, por un momento, ha vuelto a los años de facultad y la ha visto como entonces, yendo hacia él, distraída, absorta en sus pensamientos, ajena al mundo. ¡Tan hermosa!

¡Por supuesto que sabe que no es ella! Trata de recomponerse, de enmascarar la presencia constante de la amargura. Pero... Cómo superarlo cuando de continuo ve en su hija los mismos gestos, las mismas expresiones, la misma forma de mirar: cuando intuye en ella los detalles que tanto añora y por los que cada noche gime en silencio. Cómo no sentirse culpable si sabe que le necesita, que también está rota por la pena, que también ha perdido la mitad de su mundo. Y, sin embargo, aunque la adora con locura, aunque permanece siempre a su lado, aunque trata de ser la roca fuerte en que pueda asirse, aunque sólo por ella logra reunir el coraje para seguir adelante día tras día, aborrece el modo en que se la recuerda, en que la hace omnipresente. Y se culpa a sí mismo sabiendo que no hay nada que pueda hacer por evitarlo, que ella no es consciente. Se repite, sobre todo, que también la quiere por lo mucho que se parece a su madre, que siempre ha sido así y que sólo ahora, en la ausencia, eso le provoca un sufrimiento insoportable y que debe desterrarlo.

Se abrazan nada más verse y se sonríen. Ambos evitan, cómplices, preguntar por los estragos de sus rostros. Ella camina en silencio, recostada en el hombro de su padre y rodeándole el brazo con los suyos, absorbiendo su entereza, su seguridad, el cálido amor que emana. Él, como siempre, se divide. Y, mientras trata de hacer planes que pueda compartir con su hija durante la ya muy cercana Navidad, mientras trata de recomponer las destrozadas vidas de ambos, en un rincón oscuro, maldito para siempre, su alma solloza en silencio recordando otros paseos, otros planes, otros sueños.

lunes, 21 de agosto de 2017

Relatos de verano: Cuando los zapatos huelen a sexo (Carmen +18)




Tiene sus sandalias de Tommy Hilfiger entre las manos. Las huele con curiosidad y descubre el olor tibio y excitante de sus fluidos.

Se la escapa el pensamiento al sábado pasado. Al garaje... Junto a su coche... El amo y sus manos sabias adentrándose en su intimidad... Apoyada contra el coche, notando su cercanía, el contacto brusco pero estimulante de sus dedos dentro de ella. Y de pronto todo el suelo empapado, mojadas las piernas y húmedas las sandalias... Y cuando el amo empieza a desabrocharse el pantalón se abre la puerta del portal vecino y sale un matrimonio con sus dos hijos. Disimulan... Se escabullen de allí y se quedan en la zona de trasteros. Recuerda agacharse y quedar totalmente plegada justo a la altura conveniente para que el amo saque su espléndida polla y la folle mientras se agarra con fuerza a sus caderas, la nota tan dentro que parece que va a romperse en dos, la boca entreabierta dejando escapar suspiros de placer, mientras atenta escucha el proceder de su amo que se corre dentro de ella... Le escucha y disfruta.

            Una sonrisa surca su memoria y recoge sus recuerdos en el sitio apartado donde ahora los guarda. 

            Se queda prendida en la contemplación de las sandalias y escucha en su cabeza el sonido del ascensor, atrapada aún por el instante de aquel día, en el que subían hacia su casa, los pies mojados, las mejillas encendidas, la piel acalorada y la mirada perdida... Aún hubo tiempo para el silencio, replegada entre las piernas añoradas de su amo... Para el morbo que él siempre lleva en su cabeza...

Tras la puerta, desnudo, en espera... Ella a su espalda, percibiendo el calor intenso que desprende su cuerpo...

            Y mira las sandalias aturdida por las sensaciones que se ha prohibido rememorar, la sorprende la cantidad de cosas que encierran unas simples sandalias de tacón.

Relatos de verano: La historia de Ian (Pedro)





Un joven llamado Ian, salió en busca de aquella hierba que ponía fin a la enfermedad a la que se enfrentaba su amada.

Ian era un hombre bueno. Sus conocidos sabían de su buen corazón. Su amor, en todos los ámbitos, era indudable. Sin embargo, aquello lo hacía parecer torpe e inocente en muchas ocasiones, por lo que había personas que lo consideraban estúpido. Esto nunca importó a Ian, que se mostraba siempre paciente y respetuoso con todos, aunque no fuera recíproco.

Ian sabía que aquel viaje era muy peligroso. Tuvo que dirigirse muy al norte, alejarse a muchos kilómetros de la aldea en la que vivía, en busca de un bosque maldito. Nadie se atrevía ni siquiera a mencionar la existencia de aquel bosque. Muchas leyendas se habían forjado en base a ese horrible lugar, la mayoría hablan de extraños espíritus y entes que arrastran hasta lo más oscuro y hondo del bosque, y allí los intrusos se acaban convirtiendo en uno de ellos. Otras historias relatan crónicas de gente que consiguió volver, pero que había perdido el juicio, por lo que las cosas que contaban aquellos locos, no dejaban de ser patrañas.

Fuera como fuere, Ian conocía los riesgos, pero lo conseguiría. Hacía décadas que nadie se había aventurado en el bosque. Sólo se sabía de memoria algunas de esas leyendas completamente inconclusas.

Cuando vio por fin la entrada del bosque, tras meses y meses de viaje, Ian tragó saliva y, por primera vez, se sintió completamente solo y desamparado. Se podía distinguir la oscuridad que emanaba de ese sitio, por lo que las dudas asaltaron a su mente. Recordó por qué estaba allí y se adentró con paso ligero, como si de repente, tuviera una prisa criminal.

La vegetación era muy espesa, casi tanto como la oscuridad, pero Ian no se paró en ningún momento. Anduvo lo que parecieron horas hasta que consiguió distinguir a una persona. Un adorable anciano permanecía sentado en un claro luminoso del bosque.

―Hola, Ian.

Ian se asustó un poco por la familiaridad de aquel venerable hombre. Seguro que él sabía dónde encontrar la hierba curativa.

―¿Quién eres? ¿Sabes cómo encontrar la hierba curativa? –Ian intentó hablar decidido, aunque le temblaba la voz.

―Hijo, tus intenciones son buenas, lo puedo sentir. Pero mi consejo es que vuelvas por donde has venido.

―No puedo hacer eso, mi amada necesita curarse lo antes posible. Habíamos prometido casarnos. ―Ian aguantó una lágrima.

―La hierba no solucionará tus problemas. Lo repetiré una vez más: vuelve a casa. Rehaz tu vida.

―¡No puedo hacer eso! Haría cualquier cosa por ella.

―Pues sigue caminando. Tu objetivo está más cerca de lo que crees.

Ian siguió por el sendero que señalaba el hombre. Le sabía mal ignorar de aquella forma al anciano, pero no podía seguir aquel consejo. Continuaría hasta llegar al final.

Ya había perdido la noción del tiempo, y estaba tan perdido que no sabría cómo salir de allí. Pero Ian no se rindió. Caminó lo que parecieron días hasta que se volvió a encontrar con el mismo anciano. Esta vez parecía que el anciano desprendía luz propia.

―Te aconsejé que te marcharas. Ahora es demasiado tarde… ―La figura del anciano se esfumó por completo.

Tras desaparecer el anciano, cayó del cielo una estatua de piedra gigante. Por lo que pudo apreciar Ian, la estatua tenía la misma cara que el anciano, sólo que con armadura, casco y espada. Ian no dejaba de mirar hacia arriba. Estaba asustado de verdad. Pero se asustó aún más cuando la estatua se empezó a mover y a hablar con una voz atronadora.

―Yo soy el Tiempo. Dices que buscas esas hierbas para curar a tu amada, pero en el fondo también me buscabas a mí –dijo la estatua.

―¿A ti? ¿Por qué? Ni siquiera pensaba que te cruzarías en mi camino.

―Porque quieres respuestas. Eres una persona ingenua, Ian. Tu amada te ha estado engañando todo este tiempo.

―No sabes lo que dices…

Ian había oído historias sobre un oráculo que habitaba en el bosque. Es por eso por lo que muchas personas hacían ese viaje tan peligroso, para buscar respuestas. Además, el oráculo era el causante de la locura de muchos viajeros, según las leyendas.

A Ian le temblaba aún más que antes la voz, y ahora también las piernas. No quería creer las palabras que salían del Tiempo.

―Conozco tu futuro, Ian. Y ha cambiado desde que decidiste seguir el camino al interior del bosque.

»Sí, ella te ama, pero una vez curada no será capaz de negarse a las exigencias de su padre de casarse con el príncipe del castillo. Además, eso supondrá que ella y su familia tengan una vida cómoda, por lo que la idea no le será tan desagradable como piensas.

»Dime, Ian, ¿serás tan bueno y paciente, entonces? ¿Podrás aguantar la soledad, y que te dejen tirado como si no fueras nada? Porque eso es lo que eres para ellos. No dudarán un segundo en sacarte de su vida.

Ian apretó los puños. Nunca había sentido tanta rabia en su vida. Se sintió diferente, no podía controlar sus impulsos. El Tiempo había ganado. Se echó de rodillas y puso las manos en el suelo.

―¡Mientes! ¡Tienes que estar mintiendo!

―¿En serio lo crees? Déjalo, Ian, ya no hay nada que hacer. La hierba curativa está debajo de mis pies. Cógela y parte libre, pero ya sabes a lo que atenerte.

―¿No hay otra opción? ―preguntó Ian, desesperado

―¡Claro que la hay! Puedes marcharte sin coger la hierba, y decirle a tu amada que hiciste lo imposible, pero que no la encontraste. Ella morirá amándote, y tú vivirás con la duda de si yo te mentí y con el arrepentimiento de saber que podías haberla salvado y no lo hiciste. La culpa es algo que te mata en vida, ¿sabes?

»Pero ambos sabemos que eres demasiado buena persona para dejarlo pasar.

Ian nunca se había sentido tan frustrado. Pero sus opciones eran pocas. Quería creer que el Tiempo le mentía para ponerlo a prueba. Poco a poco se fue convenciendo de que su amada nunca sería capaz de hacer algo así, que su amor era verdadero y se lo había demostrado en múltiples ocasiones. No podía simplemente dejarla morir.

―Tienes que ver la parte buena, Ian. Cuando te veas solo aprenderás a dejar de ser ese hombre inocente que siempre has sido. La rabia se apoderará de ti y nadie te volverá a humillar.

―¿Y eso es bueno? No quiero dejar de ser yo. Quiero seguir siendo bueno y tierno con quienes me quieren.

―No podrás evitarlo. Una pizca de odio te consumirá y no podrás controlar ni tu propia ira. Nadie volverá a quererte de nuevo, porque habrás cambiado tanto… Y te tendrás que marchar. La gente pensará que te has vuelto loco como en las historias.

Ian se tapó los oídos. No quería seguir escuchando nada más. Corrió a recoger las hierbas y se marchó medio corriendo. El gigante de piedra se esfumó, se hizo polvo de piedra mientras Ian corría y corría.

Las lágrimas se le saltaban. Las palabras del Tiempo no paraban de resonar en su cabeza. Mentía. Estaba claro que mentía. Ella no era como había dicho el Tiempo.

Sin darse cuenta, ya había salido del bosque. Se sentó un momento para relajarse. Nunca había necesitado serenarse tanto como en aquel momento, así que respiró suavemente hasta que se hubo tranquilizado por completo. Después, emprendió el viaje de vuelta.



Ian le dio la medicina a su amada, y todo fue mejor que nunca. Sin embargo, ella pospuso lo que pudo la boda que habían prometido antes de la enfermedad. Ian fue paciente y bueno con ella y decidió esperar. Pero el motivo por el que se retrasaba la boda, era porque el Tiempo acertó en todo. Ian fue abandonado por su amada, y ella se casó con el príncipe, y se fue a vivir con él al castillo.

Ian quedó desolado. A pesar de que el Tiempo se lo advirtió y en el fondo sabía que iba a ocurrir, quiso con todas sus fuerzas negarlo y pensar que todo iría bien. Pero no fue así.

El carácter de Ian empeoró. De repente, empezó a tener ataques de ansiedad que desembocaron en brotes de rabia que no pudo controlar. Ya nadie se acercaba a él porque si lo contrariaban, él se ponía a la ofensiva y las consecuencias apuntaban a que Ian se volvería a pelear.

Todo el mundo se acabó alejando de él. Se quedó completamente solo. Y se marchó, porque no soportaba aquel tipo de soledad.

No sabía dónde ir, así que decidió volver al bosque. Esta vez buscaría a aquel gigante de piedra. Si era tan poderoso, tal vez tendría el poder de cambiar las cosas.

–No puedo evitar recordar los momentos en los que fui feliz con ella. Le salvé la vida, hice y haría cualquier cosa por ella, pero ella prefirió alejarse de mí. Sigo sin entenderlo. No puedo dejar de vivir en el pasado. –le explicó Ian al Tiempo.

–Ian, sabía que volverías. Una vez te dije que te fueras. Hoy te digo: Quédate. Seguirás sintiendo soledad, pero aprenderás a aceptarla y a convivir con ella. De este modo, conseguirás superar tus problemas de ira y autocontrol. La ansiedad no volverá a ser parte de ti.

―¿Volveré a ser como antes? ―quiso saber Ian

―¿Como antes? ¡Por supuesto que no! Ni tú mismo quieres ser como antes. Serás más fuerte. Te lo prometo.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Relatos de verano: El pequeño Ula (Merche)








Ula, era un pequeño ruiseñor que cantaba y cantaba sin pensar en nada más.

Su madre, Pua, al ver su devoción le intentó enseñar a ser un pájaro aplicado y le corregía siempre que pensaba que lo hacía mal, para que su canto le saliera perfecto.

Ante tanta insistencia, Ula pensaba que su tono debía de ser horrible para que su madre siempre le estuviera reprendiendo.

Con vergüenza, el pequeño ruiseñor empezó a cantar a escondidas de todos los seres vivos del lugar, para no molestar con su balada desafinada, pensando que se burlarían de él y le tiraran piedras para espantarlo, como si fuera un cuervo de mal agüero.

Un día, cansado de tata soledad nocturna, decidió salir a la luz del día. Se colocó encima de una de las ramas más altas y empezó la entonación con total determinación.

Al cabo del rato, se sintió triste. La única que lo escuchaba era  su madre. Se acercó a ella y le dijo:

—Me encanta hacer serenatas a los árboles, las flores y al cielo abierto pero, ¿por qué no me escucha ningún animal del bosque? Cuando empieza mi balada, todos los animales salen en bandadas y me dejan en silencio, con mi melodía triste y solitaria.

—Ula no desaparecen, al contrario, aparecen todos. ¿No los ves?

—¡No, no los veo!

—Pequeño ruiseñor, todos acuden en silencio al escuchar tu serenata y se colocan bajo las ramas donde estás erguido, sumidos en una calma impactante. Por eso no te das cuenta de su presencia. ¡Ula, mira!

Y El pequeño ruiseñor desvió la mirada al suelo y vio a todos los animales cercanos, se habían reunido en junta general, para escucharlo y admirarlo.

En un santiamén el bosque se convirtió en un escenario majestuoso entre las nubes saltarinas, dedicándole toda su atención a su canto.

Desde aquel día el pequeño Ula dejó de esconderse y jamás le venció su inseguridad.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Relatos de verano: ¡Maldita guerra! (Dolors)



Desde el balcón, Rosa contempla el valle, que desde su puerta se abre para abrazar una tierra agradecida, a tanta dicha, a pesar de todas las desdichas acumuladas. Una guerra, traiciones, muertos, desamores, ambiciones, venganzas, podredumbre; tantas, enterradas en esas tierras, bendecidas por el agua del desierto, que transita a su alrededor. Tierras de cultivo, donde los cerezos florecen en primavera, para dar la bienvenida al sol del Sur. Manzanos, ciruelos, higueras, hortalizas, verduras y el trigo, germen de la Humanidad. El oro verde de olivos centenarios, y la belleza del almendro, endulzando lo amargo de la vida. Sí todo ello a los pies de Rosa, tierras, regalo de los dioses, para acallar los murmullos de vecinos chismosos, y rumores inciertos. Tierra, empobrecida por balas y bombas, y no, enriquecida por el abono del rebaño muerto en la contienda.
Rosa acaricia la fresca brisa del alba, con una sonrisa que ilumina su tez blanca, como la cal que blanquea su casa. Labios rosados, por los besos de quien la ama, con la obsesión del perdedor. Rubor en sus mejillas, por los halagos de la primavera, ensalzando su belleza. Y esos ojos almendrados, ocultando el llanto de sentirse atrapada, en un valle que da la espalda a un mundo que avanza a toda prisa. Ella, Rosa, contempla con un deje de tristeza en su mirada, como Manuel, el amor de toda su vida, prepara la mula con los aperos de los cántaros. En ellos, como la mujer exultando su lozanía, recoge el agua de la fuente del pueblo. Esa agua fresca y cristalina, como su vida; vida de trabajo y pocas satisfacciones, mas, las suficientes para saciar la sed que su boca necesita. «Qué buen mozo, es mi Manuel», se repite Rosa en un suspiro de mujer enamorada. No sin ello, reconoce esa niebla de pobreza que brota del suelo de piedra, que es su hogar,  y empaña esas paredes de arcilla, guardadoras del frío invierno,  para refrescar los días de verano.
Acaricia su vientre Rosa, protegiendo la semilla que de él crece, alegrando el rostro de quien cobija tanto color y suaves fragancias de vida. Palpa con nostalgia esas entrañas que engendran el producto de un amor, entre tanta miseria. Aún puede otear en el horizonte, la torre de la iglesia destrozada por las bombas de la guerra. Ya no redoblan las campanas a misa de 11, pues perecen en el suelo.
Cruel guerra, fratricida de seres que sólo querían la paz en sus casas. ¡Maldita, guerra! se dice, Rosa, nacida de falsas ideologías, separando a los hermanos, por colmar los logros de indeseables hombres con ansías de poder. ¡Maldita guerra! que divide un pueblo en dos bandos, tirando piedras sobre sus cabezas. ¡Maldita guerra! que condena a la ignorancia a los librepensadores. ¡Maldita guerra! grita en silencio Rosa, para no despertar a las gallinas.
¡Pita, pita, gallinita! canta Rosa, en suave melodía, detrás de las aves que corretean por el corralillo. Gallinas que alimentan días de huevo duro y pan aún más negro. «¡Maldita guerra! que nos robó el pan y nos dio el hambre» rechina en la cabeza de Rosa, mientras alenta a los pájaros sin vuelo, con las sobras de granos de maíz. Ese, que en harina intenta ser alimento de las gachas de un pueblo.
¡Maldita guerra! piensa Rosa, recordando a sus muertos en el campo de batalla; su padre, guardia de asalto, su hermano un incauto en busca de la salvación, sus tíos, Pedro y Rafael enfrentados por las armas, tantos…No desea olvidar, esa mujer, que en lamentos se culpa por no saltar al campo de batalla, liderando como una marsellesa, la libertad.
Rosa no olvida, en su memoria se registran,  fotografías en blanco y negro, de los ahorcados, de los fusilados, de los condenados. En  ella, se acumula la sangre derramada por los luchadores de la libertad, más, de aquellos que perdieron la razón en la sinrazón del crimen y el castigo. Rosa no apila la ira ni la rabia, en su corazón, tan solo, el dolor de tanta maldad, de la impotencia de no saldar la deuda con la bondad.
Rosa recibe al día, fresco y soleado de primavera, con la melancolía  del tiempo que no entiende de muertos y guerras, ni de hambre ni miseria. Ni siquiera de zapatos desgastados por los exiliados, camino de la paz. Mas aún, de los prisioneros de guerra que comen la porquería de otros.
Y es que Rosa, no puede relegar al olvido, la tortura y el daño de caramelos envenenados por la venganza. No puede apartar de su memoria, los nombres bordados, en las sábanas deshilachadas del ajuar de las prometidas. Amigas viudas, antes de casarse. Ni del luto guardado por las mujeres aferradas a nichos sin muerto.
¡Maldita guerra!, ¡maldita guerra! se dice Rosa mientras cierra la puerta de su balcón, vislumbrando el perdón sin despecho al causante de tanta herida. Y es que Rosa no desea echar más sal a la cicatriz, que lentamente empieza a curar.

martes, 8 de agosto de 2017

Cuarto Cibertaller
























Un nuevo Cibertaller literario, y ya van cuatro. Cuando empecé todo esto jamás pensé que fuera a durar tanto, pero la realidad es esta. No sé si llegaré a anunciar un día el quinto cibertaller, pero el cuarto ya está aquí.

            Se dice siempre que a la tercera va la vencida; en este caso, espero que a la cuarta vaya la vencida. Desde el segundo taller me vi en la obligación de poner una serie de normas, y llegar a ser estricto (cosa que no me gusta pero se necesita). En este curso las normas vuelven a estar presentes, incluso alguna más que en el anterior.

            Me he quedado con trece alumnos, y al contrario que en el anterior cibertaller, esta vez las bajas corren de mi cuenta. Algunos porque ya había llegado su final, y otros por pasarse de listos. Llevo la cara pintada de blanco pero no soy ningún payaso de circo. Espero y deseo que esta vez se respeten las normas. En este taller se trabaja, con o sin remuneración económica, y con el mismo respeto que requiere cualquier actividad y profesor.

Gracias a una nueva incorporación cuento con catorce personas, y necesito de dieciocho a veinte en total. Las cuatro o seis que lleguen tienen que amar la escritura y comprometerse a atenderme, leerse mis clases y entregarme los ejercicios; cuatro o seis personas que sientan que la escritura es parte de su vida, y no una forma de pasar el rato; cuatro o seis personas que se apunten al taller porque quieren mejorar, y no porque el profesor sea muy majo y deseen hablar con él; cuatro o seis personas que lean, luchen y trabajen todos los días, con un hueco en su horario para las letras (lo hay, y hasta sobran horas).

Las necesito para mediados de septiembre, aunque es muy posible que el inicio del curso se retrase un mes más. De momento la fecha válida es la que aparece en la imagen.

Si alguien está interesado, aquí le dejo las nuevas normas. Si las acepta y quiere formar parte de esta aventura, que deje un comentario y en breve será respondido.

Muchas gracias.

  • Las clases serán cada siete días, el mismo tiempo que tiene el alumno para entregar las tareas correspondientes, las cuales (salvo que el profesor lo crea conveniente) serán de un mínimo de 3 páginas y un máximo de 6.
  • Los ejercicios se realizarán única y exclusivamente para el taller de escritura, no para beneficio del alumno en su carrera personal.
  • El profesor no está para que lo utilicen como corrector antes de publicar en revistas, plataformas digitales y antologías. Si el alumno cuelga los ejercicios en un blog, o los publica por su cuenta, estará expulsado del curso.
  • Los ejercicios deberán entregarse a letra Times New Roman, con título, a interlineado sencillo y alineación justificada (para tenerlo todo bien presentado a la hora de colgarlo en el blog).
  • Es deber del alumno entregar los ejercicios en el plazo de esos siete días, siempre y cuando no ocurra nada (creíble) que le impida entregarlo al día. “Hoy no puedo y me duele la cabeza forma parte de la convivencia de un matrimonio, no de un taller de escritura” (a mucha gente le ha dolido la cabeza todas las semanas a la hora de hacer los deberes, de ahí este punto).
  • Se permiten dos faltas, lo que indica que el alumno puede saltarse el plazo de entrega establecido (si el profe no se entera antes) hasta un máximo de dos veces. Si lo repite, será automáticamente expulsado del curso.
  • El profesor corregirá los errores y fallos de los alumnos durante las cuatro primeras clases; después, solo subrayará los errores que, cada autor del relato, tendrá que saber corregir gracias a la teoría recibida.
  • De esos siete días de plazo, se añadirá una semana más para que el alumno devuelva la tarea corregida. Deberá cambiar los errores que el profesor le haya marcado.
  • Las clases por Twitter no son obligatorias, pero sí el único lugar donde el profesor resolverá dudas. Solo en la clase, por lo tanto, queda terminantemente prohibido preguntar durante el resto de la semana. En caso de que el alumno tenga interés en el curso y no pueda asistir, podrá enviar un mensaje al profesor, pero solo relacionado con las clases impartidas, no nada que no se haya dado.
  • Si el alumno no avanza a lo largo del curso y su nivel sigue siendo bajo, el profesor podrá prescindir de él si lo cree necesario.
  • Si el alumno presenta un escrito lamentable, el profesor se lo devolverá sin corregir.
  • Es deber del alumno cumplir con todo lo mencionado, y deber del profesor entregar las clases y los ejercicios cada uno de esos siete días.
  • Es deber del alumno responder a los mensajes que reciba del profesor cuando el tema se refiera al curso.
  • Si una vez empezado el curso, el alumno no quiere continuar (por el motivo que sea), es tan sencillo como abandonar y no hacer perder el tiempo al profesor.
  • A veces, dos ya son multitud. Ningún profesor estará de acuerdo con el otro, y si un alumno se reparte entre dos profesores, solo se entorpecerá. O un curso u otro. No hay más.
  • El lector cero se utiliza para revisión de manuscritos. En el Cibertaller literario no hay más lector cero que el profesor, y el único que tiene que decir lo que hay que cambiar o lo que falta.
  • Los listillos no encajan en clase. Por mucho que sepa el alumno, o crea saber, la voz de las clases la tiene el profesor. Si el alumno tiene demasiados conocimientos de escritura deberá plantearse para qué está en el curso. Si desea aprender más, lo único que tiene que hacer es dejarse enseñar y no protestar.
  • Algo fácil de entender: primero la base de la casa y después el tejado. Si el profesor devuelve un ejercicio lleno de marcas, significa que no está bien escrito, y por lo tanto, será mejor atender a las clases antes de publicar un libro durante el curso. Si los ejercicios no están bien, el libro tampoco (el profesor lo repitió hasta la saciedad el curso pasado, pero no se entendió). El profesor quiere que sus alumnos mejoren y puedan publicar un libro donde el corrector no tenga más que retocar fallos mínimos, no marcar un arcoíris. Todo se hace con el fin de que el alumno avance sin más esfuerzo que el que requiere la escritura.
  • ESTÁ PROHIBIDO COPIAR LAS HISTORIAS Y EL ESTILO DEL PROFESOR. Repito: ESTÁ PROHIBIDO COPIAR LAS HISTORIAS Y EL ESTILO DEL PROFESOR. Lo escribo en mayúscula porque es el punto que no termina de entenderse. Parte de la gente que falta para este nuevo curso ha incumplido la norma. El profesor no quiere ver un texto que se asemeje a sus relatos, novelas o estilo. Cada persona tiene su propia forma de escribir, y el plagio es un delito. Si alguien se atreve a copiar lo que pertenece al profesor, la pena será mayor a una simple expulsión del curso. Falta gente a la que se ha obligado a irse por la puerta de atrás, con un cartel de “sinvergüenza” en la frente y el saber que su éxito no le pertenece. El Cibertaller literario no quiere volver a presenciar algo así.
  • Los ejercicios se mostrarán en este blog a medida que avance el curso.

Yo, José Losada (como si lo jurase ante la Biblia) encargado del Cibertaller literario por medio de la Asociación Kalpa de Castilla y León, me comprometo a cumplir con mi deber como profesor de este curso, sin favoritismos y dando fe de que las reglas serán las mismas para todas y cada una de las personas que formen parte de él, por más veteranas que estas sean.

      Me comprometo también a mejorar la calidad de escritura de cada alumno, y de manera totalmente desinteresada, tan solo pidiendo a cambio respeto y atención. Así ha sido durante los tres talleres pasados, y así continuará siendo. Antes no había reglas, pero lo vivido en los talleres mencionados las requiere.

      Respeto, atención y amor por la escritura. No hace falta más.

      Os espero.

                                                                                     José Losada

Relatos de verano: Una vez lo fui todo (Yazmina)




La soledad me embriaga, como el vino al alcohólico, y todo es por tu culpa. No sé dónde andas ni si estás con ella ni si piensas en mí de vez en cuando. Pero me siento sola… si sola… muy sola… Acaso no te das cuenta de que estoy aquí, esperándote. Anhelando algo de cariño, buscando algo de atención. Se suponía que somos amigos, aunque creo que eso es una excusa para callarme la boca.

Sabes que las cosas no son tan fáciles para mí que para ti. Yo no pude acabar con lo nuestro de un día para otro como hiciste tú; dando carpetazo a una relación de tres años, como si nada. No creo que pida mucho: una llamada, un saludo, un mensaje de Whatsapp… algo que me indique que te acuerdas de que existo.

No lo haces y sé que es por ella. No me puede ni ver, porque tú no eres así.

Mi mirada se pierde entre el gentío, la veo pasar delante de mí y ni me mira, cómo haces tú. Indiferente ante mi tristeza, metida en su rutina. Estresada, amargada y sumida en sus propios problemas. Sin mirar a los lados, sin pararse a escuchar al prójimo.

¿Pero quién soy yo para juzgar a nadie? Si hago lo mismo que el resto, lamentándome de mi suerte. De lo que siento por ti al verte, oírte y tenerte cerca… siempre con un “yo” por delante, pues no puedo dejar a un lado mis sentimientos.

No sé cómo acepto ser tu amiga, quizás porque no quiero que sepas lo mal que me siento, ni lo jodida que estoy por dentro. Ni el lamentable estado de mi roto corazón. Ahora no me parece tan mala idea lo de repartirnos los amigos. Aunque no quiero ser yo la que te diga de hacerlo, mi orgullo me lo impide cada vez que quiero hacerlo. Pero lo peor es ver cuando la besas a ella, esa chica que ocupa mi lugar.

Me consuelo pensando que no te hace sentir lo mismo que yo, que ella no sabe que si te besa detrás de la oreja y te susurra al oído, cosas que jamás pienso decir a otra persona, te excitas. Una de tantas artimañas para tener una loca noche de sexo.

Aún lo recuerdo, como si estuvieras aquí conmigo. Noto tus manos en mi cintura, me envuelves con ellas, no paran quietas. Sé lo que buscas y me dejo llevar. Poco a poco tus ojos me llaman y me pierdo en el fuego que tiene tu mirada. Sin embargo, son tus labios los que me invitan a pecar a dejarme arrastrar por la tortura de mis sentimientos.

Al estar tan enamorada de ti, siempre consigues lo que te propones de mí. Soy débil y frágil en tus brazos. Además de hacerme gritar como ningún otro.

Pero ya no eres mío, ahora estás con ella. La guarra que te rodea con sus brazos cuando me ve. Lo hace porque sabe que te quiero, que no acepto esto y, que con una sola palabra tuya, estoy a tu lado, besándote.

¡Qué triste es pensar que una vez lo fui todo para ti! Y ahora lo es otra.

Es muy triste…

lunes, 7 de agosto de 2017

Relatos de verano: Espejo (Héctor)



¿Puedo ayudarle en algo? La pregunta queda en el aire y apenas le presto atención, aunque un automático No, muchas gracias escapa de mis labios. La respuesta habitual y educada hacia una habitual y educada becaria de galería de arte. Estándar, sí. Porque suele ser una mujer joven, con un toque de la moderna tribu intelectual de turno, la que se dirige a los escasos visitantes con la mal disimulada esperanza de una hipotética venta. ¡Ilusa! Pero a mí no me importa. No tengo ni tiempo ni ganas de observarla, de estudiarla, de incorporar su imagen a mi elenco. De estas ya tengo bastantes. De hecho, tengo casi para un museo. Claro que... ¡Hay tan pocas que den la talla! A priori, parece un ejercicio frustrante e imposible de culminar con el mínimo imprescindible de satisfacción. Aunque sé que no es necesario, lo medito unos segundos preciosos y, en efecto, la descarto.

Creo que a ella tampoco le importa. Se ha dirigido a mí porque es su trabajo, si bien lo ha hecho con la exigible amabilidad del impecable cumplidor: no se ha preocupado en ocultar la fría profesionalidad que le ha permitido calificarme como un simple mirón y sin, posiblemente, la capacidad económica ni, seguramente, el cultivado gusto imprescindible para que merezca la pena siquiera intentarlo. Casi puedo oír su pensamiento: ¡Otro que viene a pasar el rato! Con mi aspecto, tampoco puedo reprochárselo. Ya aprenderá. O no. Al fin y a la postre ¿Qué más da? ¿Qué más me da?

Todo empezó con la búsqueda, ¿verdad? Estoy seguro de que ha asomado a mi rostro esa sonrisa torcida de anciano satisfecho, de carcamal que se relame disfrutando de su pasado, como aquellos abuelos que dan vueltas en su boca a un hueso de aceituna, que parecen paladear en una interminable carrera hacia la ranciedad absoluta. Por fortuna, no es mi caso. Mi reto está ahí para impedirme involucionar, embrutecerme. No se trata tanto de lograr un objetivo, sino del proceso en sí mismo. De insistir, de calibrar, de seleccionar unos candidatos y compararlos —con la dificultad añadida de seguir la pista de piezas tan esquivas, más cuanto menos valiosas para el común de los mortales—, de decidir con la necesaria velocidad antes de que desaparezcan y la elección se torne irrevocable. Un estrés intelectual que, para mí, resulta de lo más apetecible.

¡Mierda! Ya me he puesto melancólico. ¡Otra vez! Veinte años y no aprendo, ¡joder! Vale, vale, vale. Contrólate. Despacio. Inspira sintiendo el aire recorrer tus fosas nasales y descender por la garganta hasta llenar del todo tus pulmones. Una respiración lenta y plena, que dilate por completo tu pecho e hinche tu vientre. Aguanta unos segundos y... ¡Ya! Expira. Déjalo ir. Despacio. Sé consciente de su viaje hacia tu boca, de su pugna por salir bajo la presión de los abdominales y el diafragma. ¡Ya lo tienes!

—No, gracias, estoy bien —le digo a la solícita becaria que me observa aterrada, no sé si por la posibilidad de tener que asistirme ante lo que parece un ataque, o por un hipotético atentado a la integridad del creativo santuario del que se ha erigido, por un pírrico sueldo y muchas etéreas opciones promocionales, en vestal guardiana. Mi brazo se extiende en su dirección en un vano intento de frenar su avance, puesto que ella ya lo ha hecho, reluctante ante un posible contacto físico, lo cual me alivia sobremanera—. Ya estoy bien, gracias —repito. Que no se acerque, ¡por Dios!, que no se acerque a mí—. No pasa nada. Ya estoy bien, ya estoy bien.

Ella vuelve tras la protección de su mesa claramente aliviada, mientras yo recupero la conciencia nítida de cuanto me rodea. En la decimoquinta pared descubro una tela especialmente atractiva y me sumerjo en la delicada estructura de formas y colores que debe desentrañarme el misterio que su autor dejó plasmado y que, como un reto, como una insinuación, se nos ofrece para que, si somos lo suficientemente sensibles, cultos o ladinos, podamos reconstruir el edificio teórico en el que se sustentó el artista. Y, en el proceso, aportarle retazos de nuestras vivencias, nuestros gustos o fobias. La riqueza de los medios y la complejidad del proceso me indicarán la calidad de la obra. Desde luego que es completamente subjetivo. Es arte, al fin y al cabo ¿no? Media hora más tarde me dirijo al libro de visitas y, todavía impresionado, escribo un breve comentario, que firmo, y lo dejo entre las hojas. Ahora puede que todo cambie. Si lo hace, espero que para bien.

Ha pasado un mes largo y, no sin miedo, me dirijo de nuevo a la galería. No me interesa demasiado lo que se expone y me sorprendería muchísimo que despertara en mí cualquier emoción más gozosa que un sosegado tedio. ¡Ojalá! Mi interés es otro. Sí, ya sé que dije que no merecía la pena, pero quizá... Remoloneo en la puerta y me doy cuenta de que, aunque me lo niegue, estoy intrigado. ¿Lo habrá leído? Y, de ser así, ¿habrá significado algo? Viejo chocho —me recrimino—. Ni sabe quién eres, ni le interesa. Mis especulaciones son vanas. Cuando entro apenas levanta la mirada sobre la montura de unas gruesas gafas de pasta que, por la distorsión que provoca en su rostro el borde de las lentes, necesita. Un neutro Buenas tardes resuena en las vacías salas en respuesta a mi saludo, aunque la tensión repentina de varios músculos y la velocidad con la que busca el móvil me revelan que hay más, que pasan más cosas. Me paseo ante unas paredes que, en mi opinión, podrían haber quedado desnudas sin demasiada pérdida. Salgo deprisa y veo que ella, fastidiada, todavía habla por teléfono.

Este juego se mantiene, con escasas variantes y sólo una veraniega pausa, hasta el retorno de los fríos. Para entonces ella ya me acepta como un asiduo y yo, que he ido descubriendo su cuerpo conforme ella se lo regalaba al equinoccio y perdiéndolo de nuevo según se lo escatimaba al solsticio, conozco todos sus secretos. Así que mi plan maestro está casi concluido... Solo falta ella. Ya lo he hablado con los responsables, con aquellos cuyas voces tienen peso, aunque nunca hayan logrado crear nada que realmente merezca la pena. Pero está montado así y, en los tiempos que corren, no queda otra que resignarse. Yo ya he pasado por eso y, gracias a los dioses, superé el momento y su cálida y lujuriosa oferta, me mantuve firme y logré, frente a todo pronóstico, sobrevivir sin caer en el delirio, sin sucumbir a la orgía de fama y poder que su gerente ofrece con la intención de devorarte, de consumirte aprisa, de vampirizarte y, una vez saciado, pasar a una nueva víctima dejándote vacío. No. A mí no me pillaron. Casi; pero, afortunadamente, no.

 

La muestra ha sido ¡cómo no! otro éxito absoluto. Así lo corroboran todos los escritos y reportajes publicados y emitidos durante las tres semanas que lleva abierta al público. Contribuye que nadie conozca la identidad del artista. Cada enero de año par una sala recibe la propuesta anónima y las condiciones en que todo debe llevarse a cabo. El secreto es imperativo, hasta el punto de que se proporciona información falsa para que pueda ofrecer un calendario sin huecos. A primeros de diciembre de ese año se descubre para el mundo el lugar en el que se inaugurará a los pocos días la “exposición fantasma”, como ya se han etiquetado, ¡bastarda necesidad de nombres vacuos! que se traduce en notoriedad, repercusión y éxito absolutos.

Cada una de las catorce paredes alberga una pieza única de gran formato, con una imagen independiente. Desde que entras en la galería, que se ha organizado en un recorrido dirigido que te obliga a enfrentar cada cuadro como un solitario regalo, como un descubrimiento carente de significado, exento de representatividad y, no obstante, pleno de sensaciones, de insinuaciones, de pistas, te envuelve una atmósfera de misterio, de truculento montaje. Cada uno de los catorce lienzos transmite una emoción, más intensa conforme avanzas, un concepto que te obliga a reflexionar y predispone tu ánimo para el siguiente escalón. Hasta llegar al decimoquinto muro. Allí se reúnen, a menor formato, catorce réplicas exactas de los cuadros que ya has visto, pero con un nuevo orden, de modo que conforman una imagen, ahora sí, completa. El visitante es transportado a otro nivel de consciencia, recibe un impacto visual de tal calibre que no puede sino reconocer su inocencia. Da igual que lo sepas, que estés en el secreto. La fuerza de las imágenes es tal que no puedes evitar el asombro, la sorpresa, la admiración por cómo el pintor ha sabido manipularte hasta conseguir un estado de ánimo que te desarma ante lo que tiene que decir, ante el verdadero argumento, para el que te ha preparado en los catorce pasos anteriores, como si de un laico "vía crucis" se tratase. Y allí campea un retrato. Una mujer perfecta, con el rostro velado, se ofrece desnuda, adornada tan solo por una mancha bajo la clavícula izquierda. Cambia ante cada par de ojos. Para unos, una Lilith sugestiva y tentadora; para otros, una María virginal e inocente. Sensualidad o pureza, carne o espíritu; súcubo o querubín. Pocos llegan a darse cuenta de que esa maravillosa criatura, inalcanzable en su feérica e inhumana perfección, es tan sólo un espejo que nos devuelve la mirada con la que osamos mancillarla.

Es la clave de bóveda que todos desean y que, sin embargo, tiene dueño desde que fue concebido. Alguien recibió instrucciones para reclamarlo y, de no hacerlo, debe ser incinerado ante un notario. Así que la tensión electrifica el ambiente de la ya vacía y cerrada sala de exposiciones. Tres personas contemplan el cuadro: el director, un letrado y la becaria que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido en el puesto a pesar de la tiránica veleidad de su jefe. Faltan pocos minutos para la hora indicada en las exactas instrucciones recibidas a principios de ese año. El nerviosismo aumenta y el intento de conversación para refrenarlo es cortado de cuajo por la dura mirada del notario. Observan cómo de la tela se desprende un fino polvo revelando el secreto de la diosa, cómo la mancha en el pecho parece recomponerse para formar unas frágiles alas. De la mano de la desmayada becaria se desprende la arrugada hoja cuidadosamente arrancada de un libro de visitas. Sobre su seno perfecto, Campanilla se bate en retirada.