miércoles, 23 de agosto de 2017

Relatos de verano: Pena (Héctor)



Un lánguido rayo hiere su pupila antes de intentar esconderse, juguetón, tras la desequilibrada torre de una iglesia cercana. Poco después, los edificios se creerán muy altos por taparle, si bien será el sol quien se oculte tras ellos en su huída diaria ante la pertinaz noche. Pero ahora es Laura la que se siente acosada, la que camina por la ribera solitaria, ensimismada, ajena al mundo. Se abraza el largo cuello cerrando la amplísima solapa, mientras estira los puños de la gruesa chaqueta de canalé con la que se abriga. Es una prenda pesada y le viene larga. Si se sintiese atrevida podría usarla como minifalda. Se sonríe pensando en la cara de sus compañeros de instituto si la combinase con las mosqueteras negras de fieltro. Sin sacar las manos de dentro de los puños estira un poco más el elástico y ajusta la prenda por debajo de la línea de sus glúteos. Sin ser voluptuosa, está buena... y, aunque lo sabe, trata de mantenerlo a raya. Con todo, se permite un pequeño paso de baile que convierte la cadencia de sus caderas en una provocativa insinuación a nadie, pues si algo tiene claro es que está sola, completamente sola.

Aprovecha el gesto de cerrar de nuevo la solapa para extraer el móvil del bolsillo trasero de su vaquero y cortar la enésima llamada de la tarde, aunque lo ha silenciado, y poner de nuevo desde el principio la interrumpida canción. Ha seleccionado la lista Hecha una mierda y ahora le toca el turno al “Chasing Cars de Snow patrol. Una gota resbala por su mejilla mientras llora para si las tres palabras que elude el vocalista y se arrebuja aún más en la cálida prenda. Si alguien sacase una instantánea de este invernal atardecer con jovencita, sin duda, acabaría en Twitter, de fondo para alguna frase de Coelho o algo así. Esas tan cursis, la de las lágrimas que no dejan ver las estrellas, por ejemplo, que hace unos meses llenaban su TL y que ahora aborrece por infantiles. Pero... ¡todo va tan deprisa cuando se tiene su edad!

La balaustrada, a su izquierda, se abre en un ancho y aberrante puente con seis carriles para vehículos y, aunque no viene nadie, espera, con los tobillos cruzados provocando un delicado contrapposto, a que el muñequito pase de la quietud al movimiento, para imitarle. Mientras, tararea la dolorosa madurez de Taylor Swift al descubrir que I’m not a princess, this ain´t a fairy tail y suplica que, como ella, logre sobreponerse y tener ganas de enfrentarse al mundo enorme que hay ahí afuera por descubrir. Sabe que necesita tiempo, que debe drenar su pena antes de ser capaz de encarar de nuevo la vida y que, mejor o peor, lo hará. En cierto modo, cuando le puede la rabia, le gustaría dejarse ir, renunciar y permitir que todo se fuese al cuerno, deslizarse por la gran cloaca en que, de un plumazo, se ha transformado su vida. Verde. Cruza a pasos blandos, en una especie de danza que sólo tiene sentido al son del “Back to Black” con el que la densa voz de Amy Winehouse la sitúa entre el desgarro de la pérdida y la seductora promesa de un artificial olvido. Por fortuna, sabe que nunca elegiría ese camino, por más que, ahora mismo, se ve muy, pero que muy tentada. Ese es un precio que no está dispuesta a pagar en ningún caso, ¡así reviente! por una anhelada huída de la jodida realidad que la cerca; que la rodea; que la acosa ávida e implacable; que espera el momento de soltarle otro puñetero zarpazo.

Es lo lógico cuando se tienen diecisiete años se repite como un mantra, nada importa en verdad, aunque todo parece trascendental, se insiste. Hasta ahí bien. Una crece y poco a poco se va dando cuenta de que aquellos dramas no son sino leves obstáculos que tan solo se nos antojan insalvables por nuestro pequeño tamaño, escasas fuerzas y exceso de inocencia. Luego maduras un poco y vuelves la mirada con condescendencia, tan indulgente como esperas poder volverla dentro de unos años y te recuerdes un fresco anochecer de diciembre dando este melancólico paseo. Mas sabe que no será así, que no podrá ser así, que esta vez es distinto. No porque haya madurado y sus problemas sean ya de otra envergadura, ni siquiera porque sea especial, la protagonista del capítulo de la serie que narra su vida. Es que las cosas van por libre y, cuando toca, toca. Tiene amigas a las que se les acaba el mundo porque las ha dejado un chico, un crío, como ellas mismas, que habrán olvidado en cuanto escojan al próximo “amor verdadero”. O porque han suspendido siete —¡A buenas horas te preocupas!— y ya no les parece tan gracioso que se niegue a hacer pellas. No es su caso. La tarjeta de presentación de la vida adulta ha sido terrible, dura, cruel, tremenda, desmedida.

Se para justo en la linde de la luz con que se resalta la embocadura de un nuevo viaducto, más antiguo y estrecho, que dos leones de sustancia romana y aroma egipcio, inspiración antigua y factura reciente, vigilan desde sus pilonos. Susurra sarcástica Ex auctoritati Augusti, a modo de conjuro pagano, mientras le da la espalda a las dos concatedrales —una de ellas también basílica, nada menos— que se yerguen dominantes, altivas, distantes, opresoras. Y es que no busca consuelo o resignación. Lo que necesita es fuerza para afrontar lo ocurrido, aceptarlo como un hecho irreversible, como una realidad que, por más que lo desee, no puede ser deshecha. Y, para eso, mejor el sólido Augusto que un espiritual Jesús al que, todo es posible, le llegará su turno. Pero aún no, todavía no. Y bajo el influjo de ese conjuro, con la impronta de la impía invocación, nota resonar sus pasos, firmes contra el pavimento, hasta asomarse al pretil de San Lázaro, desde el que le grita al mundo, al alimón con Christina Perri, que I’m only human, I’m only human, just a little human, mientras el río discurre bajo sus pies, calmado pero sin duda poderoso, como la potencia de la naturaleza que es.

Abre la chaqueta y saca una rosa blanca que aún conserva la tibieza de su cuerpo. Tras acariciarla levemente con los labios, la deposita sobre el murete. Despliega un ajado folio de color crema en el que hay varios párrafos escritos a mano con una letra minúscula y muy apretada. Laura aprovecha la pobre farola que señala el centro del recorrido para releerla una vez más, recordando letra a letra las partes en que los sucesivos llantos han acabado por transformar las palabras en manchones azules. Cuando termina, arruga de nuevo el papel, cierra los ojos y, levantando la cara al cielo nocturno, se repite las frases finales que sólo la primera vez pudo enfrentar y que, sin embargo, martillean cada día en su cabeza. Las lágrimas corren ya sin freno por sus mejillas mientras su pecho sucumbe convulso a un dolor que no por lejano, es menor. Laura llora en silencio mientras niega con la cabeza. Seca sus ojos y mira hacia la imponente iglesia en busca de unas respuestas que ya sabe no obtendrá allí. Nota la rabia crecer en su interior, tiemblan su cuello y su cabeza, sus puños se cierran mientras tensa los músculos de sus brazos y hombros hasta que el dolor estalla en un grito infinito que perdura más allá del sonido. Se deja caer sobre el poyete y se sumerge en la pena, en la soledad, en el abandono. Y llora. Llora hasta que le duele el esternón, hasta que nota arenilla en los ojos, hasta que el sabor metálico de la sangre inunda su boca, hasta que las lágrimas dejan por sí mismas de brotar, hasta que se siente pequeña y vacía, un minúsculo punto de menguante luz en medio de la más intensa y ominosa negrura. Sabe que ahora es el momento, que ahora se decidirá si es o no capaz de cumplir ese último encargo, ese último ruego.

Recoge el papel en el bolsillo y la flor retorna al calor de su pecho. Saca una toallita húmeda y una anticuada polvera, que mira con veneración y que resulta incongruente en sus manos, y trata de recomponer su rostro. No lo logra del todo, pero poco más puede hacerse dadas las circunstancias. Tampoco es que importe lo más mínimo. Deshace el recorrido y retorna a la ribera. Cruza la ancha avenida y renuncia a acceder al templo por las puertas de ese lado. No. Irá por una de las que dan a la plaza, por la que siempre ha usado. Mientras avanza nota como la invade despacio una serena paz al tiempo que Passenger le recuerda que sólo lo que se pierde se echa de menos. Accede a la plaza por la en comparación estrecha calle lateral y sigue avanzando, dejando la enrejada entrada aún a su espalda. Sigue andando hasta llegar la calle enfrentada y que desemboca alineada con el centro del templo, donde un relieve muestra al mundo una imagen de lo que el interior guarda. Respira hondo y se gira. Imprime a su paso la fuerza de un soldado en el desfile, temerosa de renunciar si flaquea, y accede al interior, mientras el Bendita y alabada truena desde los altavoces en las torres.

Lo primero que nota es el olor, esa mezcla de sudor rancio, maderas viejas, incienso, humo y cera de cirio que inunda la pituitaria con la rotundidad de un bofetón. Después el susurro de las ancianas, a medias oración a medias hechizo, reunidas en torno a la capilla principal donde una pequeña Virgen con niño se pierde entre la, para ella, excesiva, irreverente y ostentosa decoración. El brillo del oro, la suntuosidad del frío mármol veneciano y el noble brocado del manto compiten con los caravaggiescos claroscuros de obvia teatralidad y la cautivadora sencillez de la talla medieval. Sabe que aún tiene tiempo y se esconde entre las sombras, tratando de alcanzar un lugar cercano al altar y que aún resulta íntimo al encontrarse semioculto entre dos columnas demasiado próximas que impiden de manera parcial la vista de la imagen. No logra escapar de las miradas de las viejas brujas quienes, sin dejar de murmurar sus rezos, la interrogan y la juzgan; pero ella las ignora como una mártir que desoye las injurias prodigadas desde las gradas mientras se prepara para aceptar el sacrificio.

—No —le dice por lo bajo—. A mí no se me ha perdido nada aquí adentro. Eran sus creencias... y las respeto. Por eso la acompañé año tras año a traerte flores, por eso vine sola el último y por eso atesoro la sonrisa con la que me agradeció el vídeo que le hice. Era su devoción, su fe, su ancla; no la mía. Ojalá pudiese pedirte ayuda, consuelo, apoyo, fuerza. Ojalá pudiese aceptar a ciegas vuestras respuestas. Todo sería mucho más sencillo. Pero no. No puedo hacerlo sin sentirme absolutamente hipócrita. Aún así, debo darte algo, una última ofrenda en su nombre —deja la flor sobre el ancho pasamanos que protege la imagen—. Por si significa algo —dice en alto. Da media vuelta y sin mirar siquiera a las indignadas feligresas, se dirige a la salida.

 

Han quedado a las ocho y cuarto de la tarde. Aunque sabe que ha llegado con tiempo, mira otra vez el reloj: y doce. A estas alturas de invierno ya es de noche. Ella le ha pedido tiempo a solas y él, a regañadientes, ha accedido. Le preocupa que pueda cometer alguna tontería... O que pudiera ocurrir cualquier cosa. ¡Qué sé yo! Al fin y al cabo tiene que estar muy afectada. Tras lo que ha sufrido este año... Y catorce... ¿Dónde está? Tendría que aparecer en cualquier momento... Se gira y, de pronto, el dolor en el pecho parece atravesarle. Siente como se le hiela la sangre en las venas y todo a su alrededor se nubla. Tiene que agarrarse a una farola para mantener el equilibrio. Avanza hacia él caminando sinuosa, cabizbaja, la vista hacia al suelo, con aquella larga chaqueta de punto y esa boina que compraron en el viaje de estudios a Roma, en una tiendita oscura en cuyo probador se dieron el primer beso. Sabe que no es ella, por supuesto. Pero, por un momento, ha vuelto a los años de facultad y la ha visto como entonces, yendo hacia él, distraída, absorta en sus pensamientos, ajena al mundo. ¡Tan hermosa!

¡Por supuesto que sabe que no es ella! Trata de recomponerse, de enmascarar la presencia constante de la amargura. Pero... Cómo superarlo cuando de continuo ve en su hija los mismos gestos, las mismas expresiones, la misma forma de mirar: cuando intuye en ella los detalles que tanto añora y por los que cada noche gime en silencio. Cómo no sentirse culpable si sabe que le necesita, que también está rota por la pena, que también ha perdido la mitad de su mundo. Y, sin embargo, aunque la adora con locura, aunque permanece siempre a su lado, aunque trata de ser la roca fuerte en que pueda asirse, aunque sólo por ella logra reunir el coraje para seguir adelante día tras día, aborrece el modo en que se la recuerda, en que la hace omnipresente. Y se culpa a sí mismo sabiendo que no hay nada que pueda hacer por evitarlo, que ella no es consciente. Se repite, sobre todo, que también la quiere por lo mucho que se parece a su madre, que siempre ha sido así y que sólo ahora, en la ausencia, eso le provoca un sufrimiento insoportable y que debe desterrarlo.

Se abrazan nada más verse y se sonríen. Ambos evitan, cómplices, preguntar por los estragos de sus rostros. Ella camina en silencio, recostada en el hombro de su padre y rodeándole el brazo con los suyos, absorbiendo su entereza, su seguridad, el cálido amor que emana. Él, como siempre, se divide. Y, mientras trata de hacer planes que pueda compartir con su hija durante la ya muy cercana Navidad, mientras trata de recomponer las destrozadas vidas de ambos, en un rincón oscuro, maldito para siempre, su alma solloza en silencio recordando otros paseos, otros planes, otros sueños.

6 comentarios:

  1. Es un regalo precioso, tierno. Me ha gustado mucho la forma de narrar y el sentimiento expuesto. Enhorabuena, Héctor. Un saludo.

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  2. Sentimiento y ternura, Bravo Héctor!

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    1. Muchas gracias... La verdad que fue difícil escribir lgo sereno.

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  3. Conmovedor y lleno de sentimiento, Héctor.

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