viernes, 23 de junio de 2017

El pasado vuelve (Isabel. Grupo C)


Nati se levantó de la cama y entró en el baño refunfuñando porque era tarde. En tiempo récord consiguió llegar al trabajo en su moto de gran cilindrada, pero no a su hora. Apenas había dormido. Una sonrisa pícara se le dibujó.

Trabajaba como directora ejecutiva de la empresa multinacional Comida Sana Fast. Era conocida como “la Cruel”. Continuamente vigilaba el movimiento de todos los empleados, y nada se le escapaba de su control. Salió del ascensor y tropezó con la pobre Sofía.

—Buenos días, señora —dijo, muy nerviosa y mirándose los zapatos.

— ¿Adónde vas? ¿Ya te estás escaqueando? —le acusó, observándola de arriba abajo con desaire.

—No, no…, voy a llevar estos contratos a personal. Borja…, el señor Romero lo está esperando para… —Hablaba mientras veía cómo se alejaba dejándola con la palabra en la boca.

Iba irritada porque no le había dado tiempo a tomarse ni un mísero café. Tras su paso, el silencio se instauraba en la oficina. Solo existía una persona que le plantaba cara: Emma, una joven arrogante, soberbia, que llamaba la atención por su talla y, que acompañada por tan rubia melena, convertía su presencia en un hechizo maravilloso, motivo que la irritaba. Y para su mala suerte se la encontró en su camino.

—Hola, Nati. ¿Llegando tarde? Qué raro. Lo apuntaré en tu agenda de faltas —le dijo sarcásticamente, con una media sonrisa y las manos puesta en su cintura.

—Tú, ¿qué haces parada? Tráeme un café, ¡muévete! —le gritaba sin mirarla, y resoplando. Se estaba cansado de aguantarla, pero le había prometido a su superior que no la echaría.

—A sus órdenes, mi señora —le dijo de forma burlesca, y en compañía de una reverencia. El resto de los empleados miraban sin hacer ni una mueca.

—Darte prisa, estúpida —Estalló.

Entró en su despacho cerrando con un sonoro portazo. Tiró al sillón su bolso y se asomó a la ventana porque necesitaba serenarse. Siempre conseguía sacarle de sus casillas. Tenía que hablar con él de nuevo, ya no aguantaba más. Se sentó en su sillón y cogió el teléfono para hablar con su secretaria.

—Sí, señora —contestó con una voz tímida.

—Consigue una cita con don Pedro lo antes posible —le pidió.

Nati encendió el ordenador para empezar a organizar el trabajo, y fue abrir los correos. Unos golpecitos sonaron. Negó con la cabeza, sabía que tras la puerta estaba su pesadilla. Una sonrisa depravada se asomó en su rostro. No tuvo que ordenar que pasara, lo hizo sin más.

—El café para la jefa, como le gusta: con leche, tres cucharaditas de azúcar y bien calentito —Se lo dejó en la mesa mientras le guiñaba un ojo. Se quedó en silencio esperando alguna orden. Al ver que estaba ensimismada con la pantalla del ordenador, carraspeó.

—¿Sigues aquí? ¡Fuera! —le rugió volviendo a lo que tanto llamó su atención.

—¡A su orden! —Salía riéndose. Era tan fácil picarle…

 

Estaba tan ensimismada que no escuchó cerrarse la puerta. Releyó varias veces el correo que tenía abierto y  que llevaba tanto tiempo esperando. Por fin había sucumbido a sus ruegos. Tenía un nombre y una dirección para empezar a buscar.  El teléfono sonó.

—Dime.

—Don Pedro no puede reunirse hasta dentro de dos semanas —susurró la secretaria, temiendo a su reacción —. Es que… se va de vacaciones con su mujer, señora.

—Bien. Esperaré —Colgó el teléfono.

 Emma era como un grano en el culo, pero podría soportarlo. Tenía otro asunto más importante que quería averiguar. Sacó el móvil de su bolso y marcó el número de su prima.

—Sandra, Sandra…, tengo algo —le gritó, nerviosa.

—No chilles. ¿Qué tienes?

—Un nombre y una dirección. Sor Mercedes me ha mandado un correo —le contó, más tranquila.

—¡Qué buena noticia! Dímelo, que lo voy a comprobar —le ordenó. Anotó y colgó el teléfono tras asegurarle que la llamaría con la mínima noticia. Sandra era más que una prima. Se convirtió en esa madre que no quiso saber nada de ella.

Se encontraba feliz. Recordó el momento en que tomó la peor decisión de su vida. Si pudiera dar el tiempo atrás lo haría, pero era tarde. Solo esperaba que no fuera demasiado para arreglar las cosas.

 

La puerta se abrió de sopetón pillando a Nati sumida en un llanto silencioso.

—¡Anda!, hasta tiene corazoncito —Se mofó Emma al verla. Esta vez Nati no pudo controlarse.

—Tú. Esto se acabó. Recoge tus cosas y sal de aquí, ¡ya! No volverás a trabajar en esta oficina —le gritó mientras se  levantaba y la cogía del brazo para sacarla del despacho.

Todos los presentes quedaron mudos. Ver a la jefa gritar conducía a problemas, pero si era con Emma podía desencadenar una guerra.

—¡Oye! Suéltame. ¿Qué te has creído? —De un tirón se soltó de su agarre y la empujó. Si no llega a ser por la secretaria se habría caído.

Una vez estabilizada posó su mirada en ella, y con pisadas firmes se dirigió hasta ponerse a su altura.

—Pero, ¿tú quién te has creído? So Boba. Eres una inútil, un estorbo, un fracaso y una floja. Estás tardando en irte ¡Fuera! —le gritó con una sonrisa que mostraba unos dientes blancos. Emma no se movió.

—Sabes que esto no quedará así. Te vas a arrepentir cuando don Pedro se entere de cómo me estás tratando —le chilló mientras se dirigía al ascensor. Sus ojos se estaban humedeciendo. Se sentía tan humillada…

—Por él no te preocupes, está informado de la situación, ¡ja! —le avisó. Hizo un movimiento de desaire con su mano.

—¡Esto no quedará así! —gritó mientras se cerraban las puertas, momento en que dejaba escapar el llanto comprimido.

Nadie hablaba, esperaban a que la jefa dijese o hiciese algo. No querían aumentar más su enfado.

—¿Qué hacéis parados? Todos a trabajar —ordenó, y entró a su despacho. Sabía que tenía un problema, pero ya lo solucionaría.

 

La jornada terminó sin nuevos sobresaltos. Recogió sus cosas para irse a casa cuando su móvil empezó a sonar. Lo cogió del bolso y vio que en la pantalla indicaba llamada oculta. Se extrañó, y como siempre hacía, la rechazó. No le dio tiempo a guardarlo cuando escuchó el pitido de la entrada de un mensaje. Lo abrió y leyó, y tuvo que sentarse al sentir cómo todo su cuerpo temblaba. Habían escrito: «Hola, mamá».

Esas palabras retumbaban en su cabeza. Volvió a tomar el control de sí misma cuando escuchó el teléfono sonar. Ni miró la pantalla.

—¿Quién es? —chilló.

—Oye, no me grites. ¿Qué te ocurre? —preguntó Sandra, preocupada.

—Acabo de recibir un mensaje con solo «Hola, mamá» —le contó sin poder bajar el volumen de la voz. Estaba confundida y muerta de miedo. No era así como pensaba que iba a tener su primer contacto.

—Y ¿no has contestado o llamado? Debes averiguar, aunque yo también he descubierto algo, por eso te llamaba —le dijo con tranquilidad.

—Tengo miedo. Y ¿si no quiere saber nada de mí? —preguntó, confusa. Se levantó y fue a mirar por la ventana. Necesitaba controlar la situación. El día estaba siendo algo caótico.

—Algo querrá. Si en verdad quien te ha mandado ese mensaje es tu hija, seguro que tendrá algo que decir. ¿No crees? —Respiró hondo. Sabía que era una situación difícil de afrontar y más cuando viera lo que tenía para enseñarle.

 

Quedaron en silencio. Nati volvió a sentarse algo más serena.

—¿Qué noticia me tienes que dar? Espero que sea buena —Se llevó la mano para frotarse la frente. Le estaba entrando un tremendo dolor de cabeza.

—Es sobre los datos que me has dado esta mañana. He conseguido un nombre y una foto. Conoces a esa persona, y no te va a gustar —le espetó sabiendo el peligro de desvelar la información.

—¿Cómo que no me va a gustar? Dime de una vez lo que has descubierto —le ordenó, gritando; pero no obtuvo respuesta, solo calma.

—¡Oye! Tranquila, que no soy uno de tus lacayos. Cómo estás alterada, te voy a enviar el correo donde encuentra la respuesta. Solo te digo una cosa: no lo leas hasta que no estés tranquila, y con lo que descubras no te adelantes a los acontecimientos. ¿Me lo prometes? —Sabía que lo que iba a destapar no le iba a gustar, y eso le preocupaba.

—Te lo prometo. Perdona mi enfado, es que no ha sido un buen día —le explicó, más serena; después, colgó. —Recordó el día que se fue a vivir con ella después de ser echada de casa por sus padres al enterarse de que estaba embarazada. Tenía dieciséis años. Fueron momento difíciles y tomó la decisión que creyó mejor, pero con el paso del tiempo descubrió que no era así —.Esos segundos sumida en los recuerdos le proporcionó el sosiego que anhelaba para hacer frente a la respuesta de su búsqueda. Se preguntaba cómo sería; sí se parecería a ella, si era feliz, si sabría que existía o si quería conocerla. Mil dudas le acechaban y el pánico apareció. Tal vez no sería buena idea.

Habían pasado más de veinte años. Encendió el ordenador que apagó antes. La espera a que estuviese operativo la excitó. Abrió el correo con ilusión.

 

Hola, Sandra.

Ha sido una sorpresa recibir su correo. En efecto, soy la persona que estás buscando. Es interesante saber que mi madre biológica me busca. Yo sí sé quién es ella, lo descubrí hace años gracias a una persona que conocemos ambas: don Pedro.

Quiero que ella sepa quién soy, pero seguro que no le seré de su agrado. Ya me conoce. Mi nombre es Emma. Le envío una foto para que confirme mi identidad. Espero que la noticia no le cause horror y la vuelva una cobarde.

Emma, un niña abandonada.

 

Nati buscó el archivo adjunto y lo abrió. «No podía ser verdad, ¿Emma, era su hija?». Cogió el ordenador y lo estrelló contra el suelo. Tomó su bolso y salió corriendo. Solo sabía una cosa: tenía que buscarla y explicarle todo.

jueves, 22 de junio de 2017

La mujer del traje de cuero (Susana. Grupo B)


       La mujer del traje de cuero color negro dejó el bolso junto al banco donde se sentó. Su extraño vestuario lo completaban unas largas botas rojas de tacones de 15 cm, sexys pero mortales para sus pies. Miró a su alrededor; el andén se veía solitario en comparación con lo que era en las horas pico. La última formación salía de Plaza de Mayo a las 22:56, así que tendría unos diez minutos de espera. Un hombre de traje oscuro miraba nervioso su celular. Parecía muy contrariado y por momentos hablaba solo. Una pareja de enamorados se besaba con pasión, apoyados en una de las columnas, ajenos a todo lo que los rodeaba. Estaban tan pegados que ni el aire tenia paso entre sus cuerpos.

¿Por qué demonios no se buscaban una habitación de hotel?

*****

       En ese momento odiaba a sus amigas con toda el alma, y al juego que se les había ocurrido llevar a cabo.

       Myrian formaba parte de un grupo de lectura. Los miembros eran de varios lugares del mundo; la mayoría españolas, pero también había mexicanas, venezolanas y peruanas. La pasaban muy bien, siempre dispuestas a disfrutar de un buen libro y de charlas a distancia. A Minny y Vicky (su segunda al mando en la administración) se les ocurrió un desafío. La última en terminar la lectura debía cumplir una prenda. Esta vez le tocó a ella: tenía que vestirse de cuero y enfrentar su miedo a viajar en subte.

        Los otros viajeros la miraron por un momento, pero acostumbrados a personajes extraños en los subtes de Buenos Aires, no le dieron mayor importancia.

        Tomó su celular y, conectándose al WhatsApp, empezó a relatar su viaje de diez estaciones, que era lo único que pudo negociar.

        “Hola, chicas, aquí estoy cumpliendo mi prenda. Son las 22:54. Faltan dos minutos para la salida de la última formación del día. No hay muchos pasajeros”

         Giró la cámara de su móvil y mostro el andén; luego la volvió hacia ella.

         Tomó su bolso, sacó unos lentes con fino marco negro superior y se los ajustó; su amigo Diego, un fanático de la tecnología, se los había prestado. Fue el último de sus caprichos de su viaje a Chile. Le permitía grabar y comentar lo que veía por una hora

         A lo lejos se escuchó el ruido característico del subte al acercarse. Todos miraron hacia la oscuridad. Las luces de los primeros vagones iluminaron el túnel. Se escuchaba el roce del metal contra metal llenando el lugar; lentamente la formación se detuvo. Los pasajeros entraron y las puertas se cerraron. Eran las 22:56.

        Bueno, chicas. Comienza el viaje. 22:57, estación Perú”

          Las puertas se abren; los azulejos blancos y azules y la iluminación le dan a la estación un aire de otros tiempos. Una pareja entra al vagón, los dos rondan los cincuenta años; cuando pasan junto a los enamorados, que ajenos a todo siguen besándose, los miran con desaprobación.

        Las puertas se cierran.

      22:58. Estación Piedras, un aroma raro se percibe en el aire”

        Las puertas vuelven a abriese; nadie baja ni sube. El hombre del traje se mueve inquieto, un escalofrió le recorre  el cuerpo. Sus dedos teclean sobre el celular casi en forma violenta.

       “22: 59. Estación Lima. Se siente un olor a madera vieja, cada vez es más fuerte, Las luces del túnel parpadean; esto me está dando miedo”.

         “23: 01 Estación S. Peña”,

           Las puertas se abren, nuevamente nadie baja, tampoco suben; los pocos pasajeros en el andén se dirigen a los otros coches.

        23:02 Estación Congreso. ¡Chicas, algo raro pasa! El olor a madera es cada vez más fuerte, espero que todo quede grabado. Las luces se apagan cuando dejamos la estación; volvió la luz, pero el vagón no es el mismo, ¡ha cambiado!, ahora los asientos al igual que las paredes son de madera marrón oscura como lo eran los coches antiguos; la iluminación cambió. Todo se ve más tétrico”

           Myrian no daba crédito a lo que estaba pasando a su alrededor, narraba lo que sucedía con voz entrecortada, no tenia seguridad de que los anteojos grabaran lo que pasaba. Los demás pasajeros seguían en lo suyo, como si no notaran nada.

       “23:03 la formación va frenando, para en la estación Pasco. CHICAS, ESTO NO PUEDE SER, ESTA ESTACÓN FUE CLAUSURADA HACE AÑOS.”

          No pudo seguir hablando, lo que veía la superaba. La pared que impedía ver la estación, que en la actualidad se usaba como deposito, había desaparecido; ahora se veía como antaño.

        El cartel con el nombre en blanco, con letras negras y marco de madera, se ve reluciente como recién colocado. Los azulejos color natural rodeados de una guarda en azul no muestran las señales del tiempo. En una de las columnas de hierro verde, está apoyado un hombre trajeado, con sombrero, el ala mantenía sus ojos ocultos y un cigarrillo cuelga de sus labios. En uno de los viejos bancos, dos  hombres miran hacia las ventanillas de los coches, visten camisas gastadas, con el color más gris que blancas, los pantalones marrones, sujetos por tiradores; en sus manos sostienen  sus boinas, uno de ellos tiene un cigarro liado detrás de su oreja y el otro, el otro muerde  un escarba dientes. Más alejado, como saliendo de los baños, otro individuo camina sus manos, cubren su cuello, entre los dedos escurre un liquido viscoso, deja tras sus pasos un zigzagueante camino rojo. En la otra punta un pequeño viste de negro y sujeta un farol. En el medio del andén una figura de blanco se destaca sobre los demás, camina a paso lento, el vestido blanco cubre sus pies, lleva sobre su cabeza rodeado de un tocado de flores marchitas como el ramo que llevaba en sus manos un largo velo.

         La formación reanuda su camino

         23:04 Estación Alberti

        Myrian no podía entender lo que estaba viendo, cuando el subte fue entrando a la siguiente estación todo volvió a la normalidad; tenía muchas ganas de dar por finalizado el desafío, pero solo quedaban tres paradas más y lo habría logrado. A pesar del cuero que cubría su cuerpo, ella temblaba. De su bolso sacó un largo abrigo de gabardina y se lo puso, tratando de recuperar un poco de calor.

        23.05 Estación Plaza Miserere, las puertas se abren, la pareja de enamorados bajan de la formación.

        23:06 Estación Loria.

        23:07 Estación Castro Barros. Myrian baja del subte rápidamente, casi empujando a la pareja cincuentona. Sin mirar atrás, sube las escaleras corriendo a punto de caer por los altos tacos de sus botas.

       El único ocupante que queda en el coche mira hacia donde estuvo sentada la mujer vestida de cuero; en el asiento quedó olvidado un libro. Intrigado se acerco, leyó el titulo, (Leyendas Urbanas de Buenos Aires) lo tomó y lo guardó en su maletín.

                                             *****************************

      Martin llega a su departamento, agotado y frustrado. Tras un agotador día de trabajo y de llevar discutiendo horas con su exesposa, solo quería descansar y relajarse. Deja el saco y la corbata en el perchero junto a la entrada, se desabrocha los primeros botones de la camisa, se quita el calzado. En la cocina busca algo que cenar, se sirve una copa de vino y se dirige a la sala. Se acomoda en el sofá, saca el libro que encontró en el subte y lo hojeó. Tenía algunas páginas marcadas. Lo abrió en la primera.

     Según decía, la estación Pasco fue clausurada en el año 1953 por razones funcionales. Los mitos urbanos decían otra cosa. Dos obreros italianos habían muerto trágicamente aplastados por una viga cuando se construía, algunos aseguraban que se los podía ver sentados mirando fijamente pasar la formación. Otros hablaban de haber visto a un pequeño con ropas oscuras llevando un farol; algunos dicen que es el diablo, también que es el cuidador de un cementerio. Cuando se iniciaron las excavaciones se encontraron con algunos cuerpos, algunos de los obreros saquearon valiosos objetos. De repente hubo un derrumbe que dejó a los saqueadores atrapados; se decidió el cambio de trayecto. Muchos aseguran que el pequeño es el guardia de estos tesoros. Un operario de la línea aseguró que al ir a uno de los sanitarios se encontró con un hombre que había sido degollado; nadie le creyó, días después se supo que alguien murió de esa manera en las inmediaciones. También se cuenta la historia de de una novia que se suicidó el mismo día de su boda al ser abandonada en el altar; otra versión dice que al ser obligada por sus padres a casarse sin estar enamorada se quitó la vida.

miércoles, 21 de junio de 2017

Mi amor por ti (Santiago Bernal. Grupo fantasma)


Me preparo para vivir el momento más duro de toda mi vida. Quizá se vea exagerado, ya que solo tengo dieciséis primaveras; pero puedo asegurar que, esta noche de verano, no la olvidaré nunca…

Hoy es la noche de San Juan. A Susana le han regalado dos entradas para asistir al concierto de su ídolo: una para ella y otra para mí. Es su fan número 1; y yo, el pringado número 1 desde el momento en que accedí a acompañarla.

Todavía recuerdo con qué entusiasmo me lo dijo.

«¡Carlos, Carlos…! ¡Me han tocado dos entradas para ver a Román Cuervo! ¡No me lo puedo creer! ¿No es genial? Voy a estar en primera fila, ¡casi a su lado! Sabes que me encantan todas sus canciones. Es tan romántico… »

Y recuerdo su tierna carita mientras me lo contaba, no puedo borrar la imagen. Sus manos entrelazadas, como dando gracias al cielo por un regalo tan especial; sus ojos brillantes, como dos perlas, y una sonrisa de oreja a oreja.

Era incapaz de estarse quieta; la euforia no se lo permitía.

«Me acompañarás, ¿verdad? Di que sí, venga. Porfi. ¿Sí?».

La miré. Volví a ver sus ojos brillando en una nube feliz, su hermosa sonrisa y su entusiasmo. Hay miradas que matan, y más si se trata de contemplar a la chica que… bueno, sí, me gusta bastante. No pude resistirme. Tonto de mí.

«De acuerdo, te acompañaré»

            «¡¡Gracias!!»

            Hace seis días de esto, y desde entonces no he podido borrar de mi mente su amplia felicidad; pero tampoco su beso. Me dio uno en la mejilla, muy fuerte y sonoro. Me abrazó y me besó con fuerza y ganas. Creo que debí ponerme rojo, y no arranqué a decir nada. Imposible.

            Ahora observo desde el cristal del autobús, llegando al lugar del concierto, cómo varias parejas, agarradas de la mano, abrazadas y riendo, caminan en dirección al estadio. Román toca en el campo de fútbol, y las entradas se han agotado como si fuese un encuentro entre el Madrid y el Barça. Entreno en él dos veces a la semana. Soy portero, pero Susana nunca ha venido a verme. No le gusta el fútbol; pero claro, tiene que venir el moñas este para que pise lo que considero mi segunda casa. En fin…

            -¡Ya hemos llegado! –grita-. ¡Qué nervios!

            Bajamos del autobús. La gente –sobre todo las niñas- gritan, totalmente eufóricas.

            Escucho comentarios, como…

            «¡Tía, tía! ¿Te das cuenta de que vamos a ver a Román?/ ¡Está buenísimo! No me lo puedo creer. ¡Román Cuervo delante de mis ojos!/ ¿Crees que podré darle un beso?».

            -¿Tú también vienes a ver a Román? –le pregunta una chica a Susana, sin dejar de dar saltitos, muy nerviosa.

            -Sí, claro que sí. –Por supuesto que sí. He estado a punto de decir que no, que venía a ver al Dúo Dinámico, pero me he contenido.

            -Estás muy serio, Carlos –me dice, y lleva razón-. ¿No te alegras?

            -Mucho –miento, y además fatal. Mi cara me delata.

            -Ya, claro –responde ella, con ironía-. Alégrate. Créeme que será una noche magnífica.

            Para ti, pienso.

            Entramos al estadio. Jamás en mi vida he subido al palco para ver a mi equipo, y las veces que he soñado con hacerlo, esta no era precisamente mi idea.

            -Vamos, Carlos.

            Me sube, casi arrastras.

 

*****

Román canta.

            -Es la alegría de vivir, oh, o-ooó, oh; es la alegría de vivir. Y que con tus labios sienta la fuerza en la que  me envuelven tus besos.

            -¿Por qué me envuelven? –pregunta, dejando el micrófono en alto para que todas –que son chicas las que responden- griten:

            -¡¡PORQUE TE QUIERO PARA MÍ!!

            -¡Gracias, Valladolid! –saluda; y todas gritan, silban y saltan, emocionadas.  Miro para abajo, aunque voy viendo de reojo la cara feliz de Susana. Me alegro por ella, pero me muero de rabia al ver cómo mira a ese hombre.

            -No estás a gusto, Carlos –me dice.

            -¿Te soy sincero? –respondo, algo quemado por la situación-. La verdad es que no. ¿Para qué me has traído?

            Ella se detiene. Se hace un silencio entre nosotros, a excepción del estribillo como telón de fondo.

            «Y que con tus labios sienta la fuerza en la que  me envuelven tus besos. Porque te quiero para mí»

            -Bueno, chicas y chicos –dice Román al terminar la canción-. Hoy es un día muy especial para una de mis mayores fans. La tengo aquí conmigo, justo ahí, en el palco. –Señala a Susana. Ella se ruboriza-. Y me gustaría poder hablarle delante de todos. Un aplauso para ella, por favor.

            Mi amor imposible baja mientras todo el mundo le aplaude. Le da dos besos a Román, y siento que el corazón me explota contra el pecho. Me muero de rabia. Aprieto los puños, agacho la cabeza y pienso por unos segundos. Cuando la escucho hablar con tanta alegría, me levanto para salir de allí. ¡Abandono!

            -Bueno, Susana –dice el cantante-. Me tienes aquí. ¿Qué te gustaría que cantase para ti?

            -Me gustaría que cantases “Mi amor por ti”.

            Encima, me digo, casi fuera del palco. No lo soporto más.

            -Pero no solo para mí, sino también para mi chico Carlos. Ha venido conmigo.

            Sé que el corazón no me ha explotado porque ahora me late con fuerza.

            ¿So…soy su chico?

            Me giro y la veo sonriéndome desde el escenario. Me hace gestos para que vaya. Por un instante no soy capaz de reaccionar, pero en décimas de segundo, brinco, esquivo los asientos y bajo todo lo deprisa que puedo. Corro hasta ella, y al llegar, la abrazo con fuerza. Damos vueltas en el aire. Todo el mundo nos aplaude, hasta que la tensión se masca cuando nos miramos con fijeza y en completo silencio.

            -No… no entiendo nada –digo, con voz nerviosa, como todo mi cuerpo.

            -Te dije que sería una noche magnífica –Me sonríe. Se muerde los labios antes de mirar los míos, y los va acercando. Cuando casi nos besamos, me susurra-: Era una sorpresa. Te quiero a ti.

            El corazón vuelve a latirme con fuerza. No puedo creérmelo. ¡Estoy feliz! ¡Me quiere!

            -Pe…ro…

            -Calla, tonti –me interrumpe, y después me besa. La canción comienza a sonar.

            Mi amor por ti. Mi amor por ti es ese sentimiento que me paraliza los sentidos, que me hace sonreír. Es mi amor por ti.

            La gente canta. Susana y yo nos besamos. Ella tenía razón cuando dijo que la noche sería magnífica, y yo también, cuando al principio dije que no la olvidaría nunca.

domingo, 18 de junio de 2017

El cuento de la condesa (remake) (Laura. Grupo A)


Los muros de piedra del castillo filtraban el aire, haciendo que Isabel se estremeciera al sentir el gélido aliento del invierno. Hacía dos años que, en ese mismo fatídico día, su marido Ferenc había muerto de una terrible enfermedad causada por una de tantas batallas. Pese a sus largos periodos de ausencia, siempre se había sentido reconfortada por su simple existencia. Ahora, después de haber repudiado y echado a su insoportable suegra, y castigado a todas las antiguas sirvientas que se confabularon en su día con tan odiada mujer, no le quedaba nada por hacer.

Solo mantenerse bella, purificada y joven.

Se acercó al espejo y observó con detenimiento la imagen que este le devolvía: la de una mujer cuyo rostro surcaban finas arrugas; la de una madre cuyo cuerpo se mostraba flácido tras cuatro partos dolorosos. Pero ella conocía los secretos de la eterna juventud, el poder que la sangre otorgaba al espíritu dotando de lozanía a un cuerpo ajado por los años.

Se dirigió a las mazmorras con paso firme. Allí, un fiel cancerbero esperaba su llegada. Isabel lo miró altiva, maravillándose ante tanta sumisión, jactándose para sus adentros del poder que poseía; pensando que los hombres no eran sino bestias, dotadas de mayor dominio físico, pero fáciles de doblegar por los pecados de la carne.

Se adentró con la cabeza alta, admirando a cada una de las chicas que allí se exponían para ella: desnudas y atadas con unos grilletes que pendían de la pared, con miradas suplicantes y voces roncas de tanto gritar. En el centro de la estancia ardía una hoguera que preservaba el calor, manteniendo así a sus elixires a salvo para sus curas. Un escalofrío recorrió su cuerpo, que se tensaba ante lo que más tarde acontecería.

Desde que su fiel amiga y consejera Darvulia había desaparecido en el bosque, Isabel carecía de guía para mantener sus prácticas dentro de los límites de la prudencia. Además, las sirvientas empezaban a escasear y no le quedaba otro remedio que utilizar sus influencias para acoger pupilas entre las hijas de aristócratas, con la excusa de instruirles modales y convertirlas en damas. Había salido ganando con el cambio: su sangre era mucho más pura, su piel más pálida y sus modales más refinados. No entendía por qué Darvulia la había disuadido de usarlas para sus rituales, pues era evidente que su esencia era de mejor calidad y, por lo tanto, más efectiva.

Isabel fijó sus ojos en una chica rubia, de tez albina y cabellos dorados. Era una beldad, la mejor de todas, más bella incluso que ella misma. Carraspeó, incómoda, y no necesitó más para hacerse entender. El criado acudió, raudo, con las llaves para liberar a la prisionera.

-Prepara la bañera.

Isabel se dirigió a su habitación y, mientras aquel chico preparaba su elixir, ella soltó su largo cabello negro y lo cepilló, sin dejar de mirar su reflejo. Sus ojos brillaban de excitación, y sus labios, carnosos, se elevaban en un arco ascendente por las comisuras, impacientes, expectantes. Dejó el cepillo sobre la cómoda y se desabotonó el vestido.  Meses atrás, una chica le ayudaba en esos menesteres; Ahora, se había quedado sin asistentas personales, tan solo las imprescindibles, y siempre mujeres más gordas, más viejas, más feas, mujeres que no tuvieran nada que aportar a su belleza; las otras, ya habían contribuido a la causa.

Con la cabeza erguida y una mueca soberbia, se dirigió a la sala de la purificación donde la bañera, aún vacía y solitaria, esperaba a su ocupante. Un hombre mayor, medio jorobado y con la cara deforme, sujetaba a la elegida por las muñecas. La chica, cuyos ojos estaban anegados en lágrimas, suplicaba por su vida. Pero Isabel ni la miró; se introdujo en la tina con el pulso palpitante y deseosa de iniciar la ceremonia. Con un gesto de su mano, indicó al hombre que se acercara con la muchacha.

-Ya no sufrirás más, me darás tu sangre y entrarás en el Reino de los Cielos. – Isabel mantenía los ojos fijos en la muchacha, atenta al menor ademán de pánico.

El hombre, después de recibir la confirmación de su dueña con un asentimiento de la mandíbula, inclinó la cabeza de la chica sobre la bañera, sosteniéndola por su cabello. Isabel cogió el cuchillo que le tendía y, antes de usarlo, miró a su víctima complacida; como era habitual vio miedo, indefensión y docilidad. Suspiró y limpió con la lengua las gotas saladas que resbalaban por las mejillas de la muchacha. Esta cerró los ojos, consciente de que se aproximaba su fin, de que nada ni nadie podía ya cambiar su destino. Isabel, absorta en la imagen desolada de la joven, acercó la boca a sus labios, poco a poco, y mordió el inferior hasta arrancar un trozo de carne. La chiquilla lanzó un alarido de dolor, y la condesa masticó sin dejar de observar la agonía de su víctima. Después, deslizó el cuchillo por su cuello, con precisión, permitiendo que manara la sangre que la rejuvenecería. Se recostó en la bañera, relajada, disfrutando la visión de la esencia de esa chica mezclándose con su figura. Con las manos cogió el líquido rojo para frotarlo contra su cuerpo. Se acarició, despacio, cubriendo cada poro de su piel. Era la mejor sensación del mundo, ni siquiera su marido había sido capaz de proporcionarle tanto gozo. Poco a poco, sus dedos fueron deslizándose hasta llegar a la zona de poder, como la había dominado en múltiples ocasiones su amiga hechicera, allí donde la mujer era capaz de crear vida. El simple roce le provocó gemidos de placer, retorciéndose en medio de una bacanal de sangre.

De pronto, oyó unos murmullos detrás de la puerta.

-¿Qué ocurre?

El jorobado, que sostenía una copa de oro en la que había recogido las últimas gotas de la esencia de la chica, miró hacia la puerta que, justo en ese momento, se abría para dar paso a un muchacho rollizo y de dientes torcidos.  

-Señora, dicen que los soldados del conde Thurzo han entrado y descubierto la Dama de Hierro.

Isabel se levantó, mostrándose desnuda sin ningún pudor. La sangre resbalaba por su piel dándole el aspecto de figura de barro recién esculpida. Uno de sus vasallos empezó a lamer su cuerpo, pues sabía que a su ama no le gustaba que la secaran con toallas: eso, según ella, restaba el efecto del néctar de la vida. Isabel lo empujó, visiblemente afectada por la noticia. La Dama de Hierro había sido artífice de muchas de sus orgías de sangre, el fiel sarcófago que drenaba a sus víctimas. Otro de sus leales sirvientes le acercó su vestido, el mismo que hacía unos minutos yacía tirado en su habitación, pero ella lo rechazó.

-Debe huir mi señora.

-¿Huir? –preguntó Isabel con mirada rabiosa –Soy la señora de este castillo, no tengo nada que esconder, ni cuentas que rendir.

Isabel exigió, estirando su brazo, que le entregaran la copa que culminaría con su tratamiento. La bebió con deleite, saboreando el regusto metálico y de vida que le proporcionaba.

En ese momento, Thurzo -más viejo y gordo que la última vez que gozó con él en su lecho- irrumpió en la habitación, lanzándole una mirada de desprecio que Isabel correspondió con una carcajada sardónica.

-Hola, primo; Celebremos tu visita como en los viejos tiempos.

-Es verdad lo que dicen, eres una bruja. –Thurzo paseó su mirada entre el cuerpo inerte de la joven y la figura manchada de sangre de Isabel, y fue incapaz de reprimir una mueca de asco.

-Soy la condesa Isabel Báthory de Ecsed. –Isabel, altiva, salió de la bañera y se acercó a dos palmos de su primo, desafiante.

-Ni siquiera eso te salvará.

 

 

La ley impedía que los nobles fueran procesados, pero Isabel no pudo evitar un castigo: el confinamiento en sus aposentos hasta el fin de sus días, condenada a sufrir la vejez perpetua. Los albañiles se esmeraron al cumplir las órdenes, y sellaron las ventanas y puertas a la perfección. Tan solo una rendija en la puerta era su vía de comunicación; la oscuridad reinaba en su vida desde entonces.

Tras cuatro años, ya no le apetecía seguir en ese mundo de sombras. No podía verlas, pero sentía las arrugas en su piel, la flacidez de su cuerpo. Había perdido lo que más le importaba: su belleza.

Recostada en su cama -después de rechazar por tercer día su ración de comida- Isabel evocó sus días de gloria. En especial, recordó aquel en el que descubrió el poder que la sangre le proporcionaba. Leila, la sirvienta más joven del castillo, le cepillaba el cabello sin ningún cuidado. Casi podía sentir el daño que esta le había proporcionado estirando su pelo con torpeza. Su decisión, acertada y severa, de darle un escarmiento, y enseñarle de una vez por todas cómo debía tratar a su ama, fue lo que hizo de ella la mujer más temida y bella.

Cerró los ojos, casi transportada a aquella tarde, cuando le arrancó, airada, el cepillo de plata de entre las manos, y la golpeó con el mango en la cara. La suerte -o la desgracia- quiso que el afilado asidero se clavara en una de sus mejillas provocando que la sangre saliera a borbotones hasta caer en su propio rostro. Esa visión, y el regusto de la sangre en sus labios, la trastornó: no podía olvidar los gritos de la pobre desdichada, la excitación de saberse superior, poderosa.

Más tarde, mientras paseaba absorta en sus pensamientos, uno de los mozos de cuadra la piropeó, diciendo que la encontraba más guapa que nunca. Isabel se paró en seco, decidiendo darse un baño completo con la sangre de aquella patosa doncella, que le sería más útil en muerte que en vida.

Isabel suspiró, anhelando el tacto de los fluidos de la joven en su piel. Ahora estaba seca, marchita, necesitada del néctar de la vida para resucitar a aquella mujer hermosa que fue. Se acostó boca arriba, con los brazos en cruz sobre el pecho, y dejándose sumir lentamente en el sueño eterno.

 

 

Cuenta la leyenda, que Isabel murió el 21 de agosto de 1614 y que, cuando pretendieron enterrarla en la iglesia de Cachtice, los habitantes locales se opusieron, tildando de aberración que la “Señora Infame” reposase en el pueblo. No se sabe qué pasó con el cuerpo, hay quien dice que la regaron con sangre y revivió, que huye de la luz del Sol y necesita cuerpos que drenar. Hay quien dice que ella fue el primer vampiro.

viernes, 16 de junio de 2017

Tradiciones (Héctor. Grupo C)


La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación. Lo dejó en el suelo con mucho cuidado, sobre una alfombrilla de hierbas trenzadas que había desenrollado y cubierto con una piel sin curtir. A pesar del revuelo que su mera presencia creaba en la terminal, lo hizo con absoluta parsimonia. No era para menos. De unos veinticinco; ni el tono cobrizo de la piel; ni la serena belleza de sus duras facciones, ni la larguísima, negra y espesa cabellera llamaban la atención tanto como la túnica de ante que vestía. Teñida en un intenso rojo sangre y adornada con unos parches de abigarrados esquemas geométricos, anulaba por completo su figura. Pero, ante todo, resultaba incongruente en el moderno entorno. Muchos transeúntes la miraban con extrañeza. Los más no pasaban de esbozar una sonrisa; los menos, no se percataban de su presencia ni siquiera al agacharse para depositar en la esterilla unas indecorosas monedas.

Se arrodilló, ante la inquisitiva mirada de unos pocos, y comenzó a peinarse. Raya en medio para equilibrar sus pensamientos y una larga y complicada trenza, que ató con una tira de cuero de la que pendía una solitaria pluma blanca, para enlazar cerebro y corazón, sabiduría y sentimiento. Una vez satisfecha con el estado de su cabello, dispuso los útiles que necesitaba. Montó un trípode y un brasero, que prendió con un encendedor para pipas. Mientras las ascuas tomaban fuerza, la joven extrajo varios tarros de barro que destapó y colocó a su derecha. En uno, más decorado, vertió un poco de agua de una botella de plástico. Se sentó sobre sus talones y comenzó a balancearse y entonar una monótona salmodia, que no interrumpió ni aun cuando espolvoreaba sobre los carbones encendidos, en un orden determinado, el polvo de los diferentes tarros. Lo mantuvo sin apartar la mirada del bulto ante ella, que había desatado de su espalda,

El reloj cambió de hora: las doce en punto. Detuvo el mantra. Su ausencia reverberó por el vestíbulo como un redoble. Todo el mundo tuvo la pulsión de pararse, de centrar su atención en aquella mujer. Abrió las mantas del hatillo ante sí y, con un crescendo que lo inundó todo, retomó el cántico. Al que se sumó el llanto del bebé que elevaba con ambas manos hacia un rostro desconocido. Las lágrimas corrían serenas.

—Esta quiere ser Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné. Ya no debe esperar. No conocerá a su padre, cuyos huesos yacen lejos, en las llanuras entre ríos, donde nadie elevará su túmulo. Su madre os la presenta en suelo sagrado. Aceptadla aquí, donde duermen los huesos de la tribu navajo, para que sea digna de vivir una vida.

Y con los brazos en alto, ofreciendo a su hija, esperó la respuesta de los Adeezhi, los ancestros.

*****

La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación. Lo dejó para poder sujetarse el abultado vientre con una mano al tiempo que, con la otra, intentaba de protegerlo de los malintencionados golpes. Un sargento, con el brazalete de la policía militar, la arrastraba sin ningún miramiento fuera del edificio.

—¡Largo de aquí, puta india! ¡Hoy no es día para que emponzoñes el aire con tu asqueroso olor a coyote muerto!

Un último empujón la hizo rodar por el polvoriento suelo, ante la aprobadora mirada de los matrimonios maduros y las risas nerviosas de las muchas jóvenes que esperaban la llegada del ferrocarril. Sentada en la calle de tierra, apretó puños y mandíbula, escupió la rabia y, como sus abuelos durante la “gran marcha” hacia la denigrante reserva, se incorporó desafiante. Soltó la larga cabellera de la trenza que la ataba, aun a sabiendas de que ninguno de los blancos entendería el mensaje, la convicción que reflejaba ese gesto, y, tras mirar su sombra en el camino, se dirigió con paso firme una vez más hacia la entrada. El diablo la esperaba. Apenas había puesto un pie en la escalera de acceso cuando comenzó a golpearla con la porra, hasta que terminó por doblarse ante la inquina de su atacante. De nuevo en el arroyo. La escena se repitió varias veces. Ella, digna a pesar de insultos y castigo, insistía en acceder a la terminal. Él, embriagado de poder y autoridad, la rechazaba inclemente.

Un agudo silbido atrajo la atención y la Big Boy detuvo su carrera entre humos, y chirridos. Los muchachos volvían del Pacífico, de una guerra a la que ya sólo le faltaba firmar la anunciada rendición imperial. Padres y madres abrazaban a sus hijos mientras las novias esperaban la ansiada intimidad. Petates apilados y gorras por el aire acompañaron la cadencia de una locomotora que proseguía su viaje.

—¡Sanitario! ¡Sanitario!

El grito paralizó a los recién llegados y los devolvió al horror que tanto deseaban dejar atrás. Varios reaccionaron y corrieron hacia el centro de la calle donde un teniente, con la cruz roja en su casco, se inclinaba hacia el soldado que, brazo en alto, acunaba una sanguinolenta figura. Poco a poco el círculo aumentó. Ella, agonizante, le dijo algo al doctor, que trataba de contener la hemorragia. Allí mismo, en mitad de la calzada, como tantas veces en la jungla y, al mismo tiempo, como nunca, salvó una vida.

La que habla al Viento, esa eres tú —le dijo recordando sus conversaciones con los locutores de códigos—. Perteneces a un pueblo valiente y orgulloso.

Apoyó el bebé en el pecho de una madre que, con una última sonrisa, musitó su agradecimiento con el último aliento que fue capaz de reunir.

*****

El desembarco fue un caos. Los desniveles de arena, abruptos y con casi cuatro metros de altura, provocaron un tapón a causa de los sherman, el material y los hombres agolpados en la playa. Progresaban mucho más lento de lo esperado. ¡Gracias a Dios, los japoneses les habían regalado el terreno hasta ese momento! Se desató el infierno. Nutrido fuego de mortero caía desde todas partes y piezas de artillería de mayor calibre menudeaban sus obuses. Las ametralladoras tartamudeaban su mensaje de muerte.

—¿Dónde coño está el Jerónimo? —gritó el capitán Andersson—. ¡Quiero su puto culo rojo aquí ahora!

El soldado, con un pesado equipo a la espalda, se levantó a instancias de su sargento y salió corriendo hacia el lugar que se le indicaba. Un trozo de metralla le arrancó el casco. Aún así, logró alcanzar el puesto de mando, no sin un sucio y profundo corte en la sien.

—¡A la orden, mi capitán! Se presenta el...

—Vale, vale, jefe. Déjate de historias —le interrumpió con desprecio—. Necesito comunicación con esos barcos de ahí detrás. Solicite fuego en coordenadas...

El oficial le miraba con nada disimulada condescendencia. Se afanó en recordar cada una de las palabras que debía transmitir, mientras abría con los dientes un apósito que colocó sobre su herida. Conectó la radio y buscó la frecuencia. Temblaba. En los ojos de sus mandos leyó sin dificultad la falta de confianza. No era por eso; sudaba porque necesitaba hacerlo perfecto. Tomó el micro y comenzó a hablar. Su jerigonza levantó más de una ceja y más de una sonrisa burlona, hasta los fogonazos de los proyectiles navales surtieron efecto. Si en batallas anteriores los japos habían intoxicado sus comunicaciones, provocando incluso que bombardeasen sus propias posiciones, parecía que estos indígenas iban a provocarles un auténtico quebradero de cabeza.

Lograron avanzar hacia el interior. Allí la resistencia nipona fue heroica. Y suicida. Túneles excavados en la blanda roca volcánica, fortificaciones reforzadas con cemento, trampas constantes que dilataban cualquier intento de hacerse con la isla. No iban a perder, eso era seguro; pero ¿a qué coste? El teniente Blanchard le dio una tableta. Era el único que se había acercado a ellos, que se preocupó de conocerles, que no se había reído de una idea que ahora, tras más de ochenta horas de comunicaciones exactas e indescifrables para el enemigo, se reveló como excepcional. Perro Loco le hablo de la reserva, de la humillante “gran marcha”, del racismo. También de su relación de las raíces de su cultura. Y de la hermosa mujer que le esperaba a su regreso.

—No volveré. Dile que la amo. Dele esto, si puede. Para el bolso. Ella sabe.

*****

Robert no cabía en sí de gozo. El programa de becas de la Universidad de Denver le había seleccionado para realizar sus estudios de postgrado. Aunque al principio le costó adaptarse y se decepcionó con el plan de estudios, todo terminó por arreglarse. De hecho, si había tomado ese tren era por haber convencido a su tutor de que pasar un año en la reserva era imprescindible para su tesis de doctorado. Así que ahí estaba él, camino de Window Rock. Esperaba poder vivir, aunque fuese una breve temporada, en un hogan, las tiendas tradicionales.

La llegada estaba prevista hacia mediodía, por lo que aún disponía de un buen rato. Sacó el portátil y comenzó a releer varios tratados sobre ritos y costumbres nativas. A lo del idioma ya había renunciado. Nunca sería capaz de aprender esa dichosa lengua. Enfrascado en sus estudios, le sorprendió el anuncio por megafonía de la inminente llegada a la estación de Flagstaff. Tres minutos de parada. Se preparó para descender. Sólo llevaba una maleta de ruedas, además de la mochila con el ordenador.

De pie en el andén se sintió muy extraño. Nunca había sido bueno para orientarse, pero aquello era otra cosa. Notaba la cabeza pesada y una flojera en los miembros nada tranquilizadora. Anduvo por el andén, como flotando, como si la realidad a su alrededor se tornase blanda y avanzase en una masa de gelatina. Tuvo que detenerse a respirar, apoyado en un cartel publicitario del museo, ante el que reconoció el pino ponderosa que dio origen y nombre a la ciudad. Apenas recuperado, retomó su andadura. No quería perder el autobús. Sería de pésimo gusto retrasarse ante las autoridades que le esperaban en la capital de los navajo.

Llegó al vestíbulo con la vista nublada y un murmullo constante en los oídos. Sólo el olfato parecía funcionar, aunque enfatizado. Reconoció el aroma a tierra, a almizcle, a óxido metálico, a peyote. Una mancha roja allí, en el suelo, centró su atención. De pronto estaba en cuclillas ante una mujer india, ¡qué le ofrecía a su niña! Sin saber cómo o porqué, derramó el líquido de un decorado tarro sobre el ardiente brasero, que siseó apagándose. Mojó las yemas de sus dedos índice y corazón en el barrillo de las brasas y pintó sendas rayas en las mejillas del bebé.

—Esta es Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné. Tiene una vida por vivir.

—Esta es Doozhaahii, Caballo salvaje, de los t´áá diné —repitió ella. —Gracias, Ashkii Dighin, niño sagrado.

Ella envolvió a la niña en unas mantas y la sujetó a su espalda. Recogió el brasero y los tarros en el bolso que había a su derecha y se levantó. Tomó al chico de la mano y corrieron al autobús. Él, aún atónito, portaba con toda naturalidad un viejo bolso.

*****

La joven bajó del tren en Flagstaff muy cansada. La semana había sido intensa. Empezó con la ceremonia de graduación —encima le correspondía pronunciar la valedictorian—, y la posterior juerga que, aunque era de las comedidas, había derivado en la ineludible resaca. Aún estaba decidiendo si paracetamol o ibuprofeno para desayunar, aunque ya eran las doce, cuando sonó el ruido más estridente que jamás había oído en su vida. Miró somnolienta la pantalla para confirmar lo que el tono específico debería haberle hecho saber: mamá. La conversación fue extraña. Tanto como para que no dudase en renunciar a su semana de vacaciones en L.A. y coger el primer vuelo a Denver, sin preocuparse de maletas o enlaces. Sentía la urgencia de ir a casa, una íntima certeza de que era necesaria allí.

Alguien la esperaba en el andén. Malo. Apenas un saludo formal y carrera en coche hasta el Northern Arizona. Nada más verla, supo que llega tarde. El abrazo con su madre fue intenso. Ambas se miraron, ambas lo sintieron. Están rotas. Pero llorarán cuando sea el momento de las lágrimas; ahora no. Abandonaron el centro tras arreglar los, por más que imprescindibles, nada empáticos trámites. Siguieron días duros.

¡Por fin Robert descansaba en su tumba! Caminaban despacio, tomadas del brazo, vestidas con las túnicas tradicionales.

—¿Cómo estás, mamá? ¡Se ha ido tan rápido!

—Era un Hataali. Los Adeezhi tenían celos de su arte. Sus sueños eran despierto y su pensamiento y su voz poderosos. Como su medicina, su azáy.

—¡Y eso que era blanco!

—El consejo hubo de reconocerlo. Éste bilagána era más t´áá diné que muchos sangre pura de la reserva. Tu padrastro...

—¡Mi padre! —la interrumpió.

—Tu padre —concedió—, mi marido —reprochó—, creaba cuadros salud.

—Ahora podemos dejarle partir. —La abrazó con cariño—. Es tiempo de llorar.

—Aún no. Tu abuela nos está esperando.

Las tres mujeres extendieron sus alfombras en la calle, frente a las escaleras de acceso, y La que habla al Viento comenzó a narrar una historia, que continuó su hija. Cuando terminaron, la abuela le entregó un bolso y la madre un cálamo. Ya sola, Doozhaahii lo abrió e introdujo el tótem de su padre. Accedió al vestíbulo. Pocos sabían que aquel era un lugar sagrado navajo. Sentada sobre sus talones, inició un cántico. Ella esperará hasta que se revele el nuevo chamán, el nuevo guía de la tribu, su marido.

La mujer del traje de cuero dejó el bolso en la estación. Lo dejó en el suelo...

jueves, 15 de junio de 2017

Una mujer misteriosa (Luis. Grupo B)


La mujer del traje del traje de cuero dejó el bolso en la estación, sin levantar sospechas. Ella tenía claro cuál era su misión: matar   al que un día la violó. Todavía recuerda el momento aquel en el que Adrián la pilló por sorpresa, la metió en el portal e hizo con ella lo que quiso. Nunca pudo olvidar ese olor a alcohol barato, el cómo la babeaba y cómo la llamaba puta.

            -¡Al fin cometeré mi venganza!- decía la muchacha en voz baja.

            ¿Que cómo se acordaba de él? Digamos que cometió un gran fallo: le dejó un papel con su número y dirección. Sí, se podría decir que el zagal tenía pocas luces y, pese que se aprovechó de ella, tuvo este pequeño descuido.

            Según pasaban los minutos, ella se iba arrepintiendo de lo que podía ocurrir si Adrián encontraba el bolso y lo abría. Sentía algo por él: odio y aprecio por partes iguales.

-¿Y si estoy haciendo mal? ¡Uff! No sé. Creo que debo volver. ¡No! El me jodió la vida. Debe pagar. Pero… si él me dejó su número y dirección… y ¿si está arrepentido?

Cambió de opinión y fue a por el bolso, pese a que, en un principio, quería verle muerto. En cuanto entró y vio el bolso, respiró aliviada. Se encontraba en el banco donde le había dejado diez minutos antes de su cambio de parecer.

-¡Pero bueno, Isabel! Benditos los ojos que te ven.

-Lo mismo digo, Adrián ¿Qué tal te va todo?

- No me puedo quejar. Después de hacerte lo que te hice, alguien me debió ver y vino una patrulla. Pasé tres años en la cárcel y otros tres de servicio a la comunidad. Hace bien poco me pusieron en libertad condicional.

-¡Vaya! No sabía nada. ¡Joder!

-¿Qué pasa, Isa? ¿A qué vienen esas lágrimas? Ven anda, cuéntamelo todo

-¡Dios, soy una persona horrible!

-¿Pero qué ocurre? No entiendo nada

-Hoy te había citado aquí con la idea de que cogieras este bolso lo abrieras y te explotara en la cara el artefacto que hay dentro para acabar con tu vida. ¡Doy asco! Me habían dicho que eras una persona interesada, por cómo actuaste creí que me ibas a hacer mal por eso les llamé. Por eso preparé esta venganza para que, cuando te volviera a ver pagaras por lo que me hiciste porque no te importaba mis sentimientos y solo querías hacerme mal. Y si te lo estás preguntando este es el traje que utilizaba cada vez que quería hacerme la dura, o hacerle mal a alguien.

-Tranquila, cielo. Pero antes de actuar, pregunta, habla.

-No te merezco. Llama a la policía y denúnciame, es lo que me he ganado.

-No. De hecho nos vamos a ir tú y yo y lo vamos a retomar desde donde lo dejamos. Y preferiría que te dejaras un rato este “vestido”. Un ratito más, me gusta.

No podía creer lo que estaban escuchando sus oídos. La estaba perdonando. No se lo pensó dos veces. Nada más salir de la estación se deshizo del bolso maldito. Y se fueron a casa.

La mujer del traje de cuero recibió una maravillosa lección y, por fin, la vida la sonríe, fue feliz y aprendió  a hacer oídos sordos a las habladurías. Se casó con el hombre de su vida y las malas lenguas fueron cortadas sin piedad.