jueves, 28 de diciembre de 2017

Mini relatos honoríficos 13: Tsunami (Carmen de Loma)




El último Mini relato del 2017…

            ¿Por qué nos ponemos tristes al hablar de lo último? No es el título del relato de hoy (no), es una pregunta que me hago y que ya me respondo yo, no pasa nada.

            Es el último Mini relato del año, pero habrá muchos más durante todo el 2018; de principio a fin. Aún quedan amigos por aparecer (en la lista están, luego que quieran participar es diferente…).

            En otra lista, en esa de los buenos propósitos para el siguiente año, tengo escrito esto: “Dejar de dar clases para empezar a tomarlas y vivir de mi profesor”. Mis cinco años de experiencia como profe de escritura -los que considero una pérdida de tiempo por mi parte- me han demostrado que no importa lo que se pueda aprender mientras te lo hagan los demás. Al igual que si crías cuervos te arrancan los ojos, si te da por enseñar de forma desinteresada el precio lo pones tú, pero en vez de con dinero, hundiéndote en el olvido. Desde el sofá de mi casa, delante de la pantalla del ordenador, observo el paso de mis alumnos y exalumnos, veo sus ventas y su éxito, y entonces me acuerdo de mi madre, y que esos dos ojos que lo ven, me los dio ella. Voy a su lado y se lo digo: gracias, mamá. Soy una persona gracias a ti; y no te preocupes, que el ordenador que me compraste con el sueldo de fregar tres portales al día durante un año servirá para que ayude a más gente, y después, tú y yo, los veamos seguir creciendo delante de la pantalla.

            Mi madre está muy orgullosa de ellos, no de mí. Podría decirse que me considera un… ¿Fracasado? Quizá. Lo mejor que he hecho hasta ahora ha sido darle un título correcto a mi vida.  

            Daré un último curso de febrero a mayo, y después usaré el blog los viernes para subir los Mini relatos honoríficos. Seguiré escribiendo y lo guardaré en un cajón. Ni siquiera tengo escritorio. Escribo en la cocina, con el portátil media hora enchufado y otra media aprovechando su deteriorado nivel de batería. Ahora mismo lo estoy haciendo así; pero es mi vida, es lo que hay, lo que me ha tocado y lo que tengo que aceptar, y sobre todo dar gracias por estar así de bien cuando hay gente sufriendo. Si no tengo Wi-fi no lo robo; si no sé algo intento aprenderlo, por mí mismo, y en caso de tener a alguien que me lo enseñe, se lo agradezco. No hace falta decir gracias cuando te ofrecen algo sin pedir nada a cambio. El agradecimiento se nota en el corazón, esa parte en la que gano en tamaño, según me dijo mi madre hace muchos años.

            Cambio de tercio, como creo que dicen en las corridas de toros. Solo lo creo porque no las aguanto, pero eso está explicado en otra parte, aquí toca hablar del Mini relato, que ya me he explayado bastante.

            Carmen de Loma –a quien conozco de hace unos mesecitos, y gracias a que fue una de las primeras y las últimas en leerse El diario de un fracasado- nos ofrece una pesadilla para el ser humano. Es un relato angustioso y muy bien explicado y sentido. Me encantan las historias de agobio, y aquí tenéis una digna de ser leída.

            Carmen es un amor de persona. No tengo el gusto de conocerla en vivo y en directo, pero a través de la red –de donde son la mayoría de amigos de esta sección- me sirve. Hemos charlado largo y tendido sobre mi novela y sobre nuestras cosas, y espero que este 2018 sigamos haciéndolo. Además va a formar parte de este último Cibertaller, y sé que tiene ganas de que llegue febrero.

            Os dejo con sus historia, y no olvidéis pasaros por su blog para continuar leyendo relatos tan atrapantes como este.


            Miles de gracias, Carmen; miles de gracias a todos. Que el 2018 sea para vosotros un año cargado de salud, dinero, amor y éxito literario. Que los que escriben lo sigan haciendo y les llegue su merecido reconocimiento, que los que ya lo tengan continúen y los nuevos se lancen a la aventura. Los que no escribís pero leéis, que tengáis un año mágico, rodeados de letras, cariño y amor en vuestro entorno.

            Un abrazo fuerte a todos. Mil gracias y feliz 2018.



El muro de agua llegó sin apenas darnos cuenta. Jamás imaginé que el líquido elemento tendría esa fiereza. Como si de un camión quitanieves se tratara, arrastró todo a su paso. Árboles. Casas. Postes de luz... Todo a mi alrededor estaba siendo derribado. Destrozado.

 

Lo primero que pensé fue que debía apretar todos los músculos de mi cuerpo para frenar el golpe que me esperaba. Cerré los ojos con fuerza. Me encomendé a un dios al que desde niña no había vuelto a mentar y cogí todo el aire que mis pulmones me dejaron absorber.

 

El impacto fue mayor de lo que imaginé. El fuerte golpe me obligó a soltar el aire. Mi cuerpo empezó a retorcerse sin control, arrastrado sin remedio por aquella masa de agua, con cascotes y trozos de madera que guardaba para mí como regalo de bienvenida. Intenté abrir los ojos pero el agua turbia apenas me dejó ver. Un fuerte pinchazo en mi pierna me hizo gritar. Tapé mi boca con las manos desesperada por guardar el poco aire que me quedaba. Otro impacto. Mi cuerpo golpeó con fuerza una pared. El agua, que me aplastaba contra el muro, me fue arrastrando hacia arriba hasta sobrepasarlo. Dejé escapar un grito de dolor al sentir cómo parte de mi piel se desgarraba y quedaba pegada en él.

 

Conseguí sacar la cabeza deseosa de tomar una bocanada de aire. El ruido ensordecedor de los gritos desesperados, de la furia del mar, de los árboles tronchándose, se clavó en mis oídos. El agua volvió a hundirme. El ruido desapareció. Logré abrir un ojo. Parecía que los objetos a mi alrededor bailaran al son de la corriente. Deseaba dejarme llevar por aquella danza. Dejarme llevar por el agotamiento... Pero la imagen de mi hijo se presentó ante mí haciéndome regresar de nuevo. No podía rendirme. No podía esperar a la muerte así, sin más.

 

Un palo metálico se acercó veloz hacia mí. Intenté esquivarlo. Me sujeté a un tronco y tiré de mi cuerpo, casi sin fuerzas, para evitar quedar empalada en aquellas malditas aguas. Pasó sin rozarme. Le seguí con la mirada y el rojo nubló mi vista por un instante. Al disiparse la turbidez grana mi corazón dio un vuelco. Un hombre recibió el lanceo que estaba destinado a mí. Arcadas acompañaron entonces mi viaje. Miré a mi alrededor y vi más personas como él, arrastradas sin control, siendo ensartadas por objetos de mil formas distintas. Horror. Terror. Desesperación. Cada uno de aquellos rostros cargaban su dolor y lo grababan a fuego en mi memoria.

 

Noté que la fuerza del agua disminuía. Un rayo de esperanza que me dio las fuerzas para aguantar un poco más la arremetida. Sujeta a aquel árbol muerto, mi mente hacía verdaderos esfuerzos por no pensar en nada. Por simplemente trasmitirle a mis músculos que no cesaran de apretar.

 

Cuando por fin llegó la calma, apenas me quedaban fuerzas para mantener la cabeza fuera del agua. Mi espalda me ardía como si estuviera en carne viva. La herida de mi pierna continuaba sangrando, debilitándome aún más.

 

Lo que no imaginé era que la corriente regresaría.

 

Esta vez, los cadáveres y los restos de aquel lugar paradisíaco llegaron a mí sin avisar.

 

No me quedaban fuerzas. No podría soportar otra embestida más...

 

Entonces pasó. La puerta de un vehículo salió despedida contra mí.

 

Y zas. Oscuridad.

 

Ya no recuerdo nada más. Desde aquel día vago de arriba a abajo por esta playa sacada de una postal. Miro el mar y su inmensidad y me doy cuenta de lo insignificantes que éramos.

 

Me giro hacia tierra firme. La vegetación vuelve a cubrir la zona del desastre. Miles de cuerpos aún siguen allí sin poder ser rescatados, hundidos entre el lodo y el barro que ahora alimentan la selva. Y, entre ellos, el de una mujer que intentó sujetarse a un tronco. Que aguantó la arremetida. Pero que, por un destino macabro, no volvería a respirar, dejándola atada para la eternidad en esta tierra perdida...



miércoles, 27 de diciembre de 2017

Especial Navidad 2017: El incienso del amor (Dolors López/ Grupo A)


Un año más nos desembalan de esta cosa tan rara que llaman plásticos y que en formas de burbujas impiden que nos quebramos. Por la edad que tengo, y por el ajetreo que me confieren en estas fechas, mis huesos se resienten. Son más de dos mil años cumpliendo con esta función de cumplir sueños. Eso que las dudas me asaltan todos esos días, que fuera de mi refugio observo la realidad. Ya no reconozco nada de mi tiempo, cuando tributamos nuestras ofrendas al Biennacido en Belén. Partí de mi patria, Persia, con el consenso de todos los sabios del reino. Mi madurez mostraba el equilibrio en las respuestas y la justicia necesaria para decidir. Siempre me montan a lomos de un camello, en las representaciones navideñas; pero en realidad, partí en un bello caballo árabe de crines negros, trenzados con suma belleza. Su porte era majestuoso, como el mensaje que guardaba en mi pecho, para el recién nacido. En mis alforjas guardaba el más preciado de mis bienes, incienso, entre otras dádivas como miel y requesón, típicas de mi tierra.

Alguien se acerca a recogerme; a lo largo de mi historia han ido transformando mi apariencia, aunque debo señalar que, esto, que es mi corazón nada ni nadie lo puede alterar. Calculo que debo ser una figura de cuarenta centímetros, de arcilla coloreada con vivos colores: un añil intenso para mi capa aterciopelada, con nacaradas perlas dispersas por toda ella; gris para la seda de mis bombachos y el azul del firmamento para este sayo de mullida lana. Mi barba sigue intacta, aunque yo partí camino de Belén sin ella; dudo si me creció en el trayecto o quizás, sea creación de algún artesano en los primeros años de nuestra leyenda. Sólo me queda un vago recuerdo de todo ello; la memoria no siempre acierta con lo vivido; distorsiona a su conveniencia la realidad, y la tiñe de difuminados colores con el paso de los años. El caso que ahora me puebla una barba castaña con reflejos bermellones. Igual que mi pelo, el panizo de ellos es un puro convencionalismo de las navidades de centros comerciales.

No me puedo quejar, el mimo con que mi dueña me trata me empaña los ojos. No siempre ha sido así, Antes de encontrarme con Melchor y Baltasar camino del portal; tuve que enfrentarme a mercenarios romanos que intentaron robarme mis ofrendas. Mas, la astucia no es cuestión de fuerza, sino de inteligencia. Mi sabiduría me salvó de la rudeza de sus actos y la marcha pude reanudar. A lo largo de los siglos he pasado por miles de hogares. Desde el más modesto, al más ostentoso; de palacios a chozas en los arrabales. Mas, siempre mi magia se ha mostrado equitativa con todos ellos, según sus necesidades. El más de los ricos que necesita afecto y comprensión, y el pobre que precisa un abrigo para el duro invierno; entre mis alforjas siempre está el regalo necesario.

Este hogar parece acogedor, la suavidad de las manos de María, la señora de la casa, contrasta con sus ojos apesadumbrados. Distingo una tela invisible de tristeza en ellos; sus arrugas no son tanto por la edad como por el enjuto de su ceño. A pesar de su madurez avanzada, cuida sus gestos entre la elegancia y la meticulosidad. Me deja en el lugar señalado en el belén artesanal, todas sus figuras ocupamos nuestra posición. Por unos días, todos nos volveremos a reunir más allá de las cajas en las que pasamos el resto del año. Ya distingo los pastores junto a sus rebaños que pastan entre el río y el pesebre. Las lavanderas ya lavan sus ropas entre chismes y villancicos. Los niños juegan alrededor del burro, y el buey yace en la tranquilidad acogedora de la paja que le sirve de lecho. Melchor y Baltasar me adelantan atravesando el puente que divide la orilla norte donde se han edificado los palacetes más suntuosos del pueblo y la orilla sur, las casas más modestas donde las sirvientas ocupan su lugar junto a sus familias. Incluso, las ocas y los patos se pasean entre el río y los matorrales que esconden conejos y ardillas. Y los perros que corretean persiguiendo los gatos confundidos con la parda noche. La estrella ya reluce con la intensidad del sol, y todos nos reunimos venerando al Nuevo Mesías. La magia de estas fechas se presenta en cada rincón del salón. Las guirnaldas adornan la chimenea junto a ese nuevo símbolo importado de otras tierras, y que se hace llamar Santa Claus, aunque sé de todo lo que guarda en ese saco que cuelga a las espaldas. Lo mismo que nosotros las Majestades de Oriente buscamos unir a los hombres en el amor y el respeto.

A pesar de que reina el sabor de la Navidad, con gusto a canela y almendra; azúcar y chocolate; percibo un olor desconocido o al menos que no identifico, es un aroma que más bien repele, humedad, prisionera rancia de armarios carcomidos por el tiempo sin airear. Es pesado el ambiente que impregna toda la estancia, a pesar de las velas aromatizadas y el incienso que se quema sobre la vitrina. Consulto a Melchor si es cosa de mi nariz aguileña, o tal vez él también lo advierte. Con la sabiduría que le dan la longevidad de los años y la suspicacia de la que hace gala, responde que la pesadez que se respira es la tensión reflejada en los rostros de los miembros adultos de la casa. Debo indicar que desde hace diez años el pueblo donde se ubica el pesebre y todos los que lo habitamos, formamos parte de la familia García. Echando la vista atrás recuerdo como aquella joven pareja se acercó a la parada del Rastro donde un viejo anticuario nos había expuesto. Me sorprendió el aura de ella, era cálido y cercano, mullido como la lana de las ovejas; la luz que irradiaba era paz y calma. Por el contrario, el joven que la acompañaba, era seguridad en sus palabras y confianza en sus gestos. No dejaban de mostrar su amor y cariño en besos y arrumacos. Nos compraron aquella mañana de diciembre, ocuparíamos un lugar de honor en su nuevo hogar. Serían sus primeras Navidades juntos y la primera de la nuestra en ese joven hogar.

Los años nos volvieron solidarios con la nueva familia, nuestra generosidad era infinita con los más pequeños que nacieron, dos en concreto, sus travesuras y su quita y pon de un lugar a otro nos llevaban locos. Mas, nosotros fuimos generosos con ellos y es que, sus sonrisas y felicidad nos alimentaban y lo siguen haciendo. Aunque tengo el pálpito de que estas Navidades serán diferentes. María, la madre, se le ve triste, aparenta normalidad en estas fechas, carreras de última hora, de aquí para ella, ultimando la cena de Nochebuena, envolviendo regalos en papel de celofán de colores, y colocando guirnaldas y bolas por toda la casa. A pesar de ello, sus ojeras la delatan y su sonrisa forzada dice de su contención. Denota preocupación y sus silencios se evidencian cuando su marido, Pedro, aparece. Él siempre va con prisas, prisa para comer; prisa para dormir; prisa para ver el partido del fin de semana… Y es que el reloj marca cada una de sus secuencias durante el día. Una calvicie incipiente en alguien tan joven es síntoma del estrés que sufre. Ahora que lo pienso, estrés es un vocablo que ha añadido a mi vocabulario, tan antiguo como los dos mil años que nos distancian. Pero somos Reyes Magos adaptados a sus tiempos y las circunstancias que debemos aceptar como nuestras.

Escucho gritos, una discusión, justo antes de la gran cena. De años anteriores, María prepara un gran banquete para sus invitados. Aperitivos elaborados, marisco variado y pavo relleno; todo ello regado con buenos vinos y cava catalán; horas de elaboración con todo el esmero y el cariño que ella le pone. Sus invitados, hermanos y sobrinos; padres y suegros, y su tía Eulalia, la soltera. Pongo atención, María recrimina a Pedro su falta de interés y su poca colaboración en casa. Pedro, con tono elevado le reprocha qué si no fuera por él, ella no tendría lo que tiene. Enzarzados entre tantas palabras censuras se me encoge el alma. Suerte que los más pequeños, David y Míriam están con sus abuelos. Oigo la palabra separación y la tristeza nos encoge a todo el pueblo de Belén. Ellos han sido nuestra familia durante los últimos diez años, y no podemos dejar que la rutina y el trabajo acabe con todo ello.

Quizás tengamos que adelantar nuestras ofrendas a esta noche, quizás debamos mostrarle los mayores obsequios que pueden poseer, adornados de mucha realidad y la suerte que merecen. Melchor y Baltasar están de acuerdo conmigo, la familia necesita su regalo de Reyes, esta Nochebuena.

Eulalia, la tía soltera, siempre viene a ayudar a María con la cena. La belleza de su madurez transmite calma en su hablar pausado y discreto, mas siempre acertado. Su serenidad, refulge en sus ojos que delatan más de lo que observan. Se anticipa a todos y ya nos está observando.

—María, que bonito te ha quedado el belén este año, —dice.

—Gracias, tía, eso que este año no tenía muchas ganas de ponerlo.

—¿Y eso?

María se calla, no quiere hablar de ello. Mientras, Eulalia me mira, le guiño un ojo. Me vuelve a observar y le indico que acerque su oído a mi boca. Ella nada sorprendida de que una figura de navidad le hable, asiente a lo que le explico.

La tensión entre el matrimonio se corta con el filo de una navaja, los invitados se sientan alrededor de la mesa; los más grandes con la alegría de unas copas de mas y los más pequeños con la felicidad de esperar sus juguetes. María y Pedro ni se miran en el transcurso de la cena; algunos detectan que esta Nochebuena no es como las anteriores: algo pasa. Las risas parecen forzadas; los comentarios se congelan en el aire; los brindis se suceden con el ansía de agotarlos. Eulalia con la suspicacia adquirida por la vida y la sensibilidad de quien le duelen los suyos, recuerda lo que hemos hablado en nuestra breve conversación. Espera el momento adecuado para decir lo que siente.

Es la hora de la entrega de regalos, los más pequeños ya disfrutan de sus coches, las muñecas que se maquillan y algún que otro libro. Los mayores esperan su momento; ellos prefieren eso que llaman el “amigo invisible”, cada uno recibe un regalo de un amigo o familiar anónimo. María y Pedro muestran el cansancio en sus gestos y cierta pesadumbre en sus caras, les toca el turno de recoger sus regalos del canasto mágico.

María rasga el papel de regalo con corazones de fondo; de su interior, extrae un frasco de perfume vacío, incluso el vaporizador de bola antiguo se atasca al apretar. La extrañeza se dibuja en la cara de María, y también la incomprensión; a pesar de ello no dice nada. Eulalia, observa la reacción de su sobrina, esperando el momento adecuado para actuar. Pedro abre su regalo, rompe el papel con desespero; para él la noche se está alargando sobremanera. Muestra lo que se oculta tras el envoltorio, un reloj sin agujas. La desdicha se refleja en sus pupilas anegadas en unas lágrimas secas. María y Pedro se miran sin entender que está pasando. Desde mi lugar en el belén puedo observarlos, saco el incienso de mi cofre de oro; humea con la fuerza del amor que deseo que vuelva. Eulalia se erige en intérprete de mis ofrendas, las que le entregué a ella para sus familiares. Se dirige a María, le coge sus manos y con cariño le traduce lo que deseo que escuche.

—María, este frasco es para que recojas todos los aromas de la felicidad. Esos momentos que se inspiran junto al que amas. Los instantes en la que la paciencia debe ser una prueba de amor.

De igual manera, le habla a Pedro, taciturno y serio.

—Pedro, este reloj marca el tiempo que te queda para vivir la vida. Si pones límites a todo aquello que quieres más, se quemarán entre el fracaso y la frustración.

María y Pedro asienten, se miran y con un beso en los labios sellan la reconciliación, mientras el incienso del amor se quema eternamente.


martes, 26 de diciembre de 2017

Especial Navidad 2017: Y nació en una celda (Ana Larraz/ Grupo C)






—¡Quiero que me devolváis al niño Jesús! —gritó Pepe Martinez, el funcionario de prisiones encargado de la seguridad de aquel módulo.

Los presos no estaban acostumbrados a verle levantar la voz. Era un buen tipo según decían ellos. Pero aquella Noche Buena, le había tocado hacer guardia y pasarla alejado de su familia, y no estaba muy contento. El pobre hombre no había podido contenerse, al ver que la cuna del Belén de tela que Mirian, su mujer, le había fabricado con tanta ilusión pensando en lo mucho que le gustaría a los presos, estaba vacía.

—Cálmese, jefe; que no se ha hecho con intención… Es que usted es un poco godo aún, y no sabe cómo son las cosas nuestras —le contesto el Negro; un joven traficante de color, que a pesar de que el director de la cárcel le había dado permiso para salir como a casi todos los habitantes de ese modulo, había decidido quedarse: nadie le esperaba fuera—. Aquí, no se pone al niño en la cuna hasta las doce de la noche, ¿no sabe que es esa la hora en la que nació? Lo he dejado ahí, detrás del pesebre.

Pepe se tranquilizó e inmediatamente se arrepintió de su grito anterior. Tenía razón el Negro, no conocía esa tradición. Había supuesto que era él quien se había llevado la figurita. Era fácil de imaginar; solo había en el comedor tres detenidos y los otros dos, ni siquiera habían mirado el regalo que les había llevado esa misma mañana, en cuanto recibió el paquete de su esposa. Sonrió al joven e inmediatamente se encontró con la mirada de el Mago, escrutándole.

Así le llamaban al hombre grueso, de barba blanca y bastante mayor que estaba sentado a la derecha del drogadicto. Él nunca sonreía. Debía rondar los setenta años y confiaba en que le soltaran pronto debido a su edad, pero Pepe sabía que eso no iba a suceder. Estaba allí, porque un día se levantó de mal humor, convencido de que sus dos socios le estaban engañando, y decidió matarlos. Se fue a su oficina y les esperó allí y cuando los tuvo sentados enfrente, sacó su arma y le descerrajo dos tiros a uno de ellos, al que estaba más cerca. El otro pudo huir pero el Mago le alcanzó —antes de dedicarse a los negocios había sido trilero  y había tenido que correr delante de la policía muchas veces, así que estaba en una forma excelente—, le tumbó en el suelo y mientras le sujetaba con un pie, le metió un balazo en la cabeza. Ni se inmuto cuando le detuvieron, no dijo nada y seguía así, callado desde que ingresó en el centro y de eso hacía ya tres años.

El funcionario desvió la mirada, intimidado por el preso que parecía estar llamándole la atención por haberles gritado. Volvió a encender el aparato de música que se había traído de casa, para que los hombres siguieran oyendo los villancicos. Era una petición que le había hecho el Sabio, el otro detenido. Sus gemelos formaban parte del coro que había grabado el cd navideño y le había rogado que lo pusiera. Pepe no se pudo negar. El preso era un hombre tan atento y educado que casi siempre se salía con la suya. El resto de sus compañeros le respetaban. Era muy culto, antes de entrar en prisión era un veterinario muy conocido, siempre dispuesto a ayudar a todo el que se lo pidiera. Cuando el funcionario, en un momento de confidencias, le preguntó por qué estaba allí, se quedó de piedra cuando el preso le explicó que un día, ofuscado, había rociado a su mujer con ácido sulfúrico, porque dudaba de que sus dos hijos fueran verdaderamente suyos. Esa noche no le habían dejado salir de la cárcel, porque el director tenía miedo de que volviera a repetir el acto en los niños, ya que eso era lo que se proponía hacer cuando fue detenido.

El Sabio le hizo una inclinación de cabeza, cómo queriéndole agradecer que la música volviera a sonar y el funcionario se relajó viendo que las cosas habían vuelto a la normalidad y que sus presos seguían dando buena cuenta de la cena especial que el Centro Penitenciario había preparado para ellos.

Pero, de repente, justo en el momento en el que iban a dar las once, algo pasó. Las lámparas del techo tintinearon unos segundos y la luz de todo el modulo se fue.

Las alarmas saltaron y en lugar de las voces de los niños cantando, un ruido ensordecedor empezó a sonar haciendo que los cuatro hombres que se encontraban en el módulo, se llevaran las manos a los oídos. Las puertas del corredor se cerraron automáticamente dejando a los presos y a su guardián aislados del resto del centro. Desde donde estaban, solo podían acceder a las celdas.

 Pepe no dejaba de gritar, ordenando que todos se quedaran dónde estaban. No sabía lo que estaba ocurriendo; ni siquiera las luces de emergencia habían saltado. De pronto, la luz regresó y las canciones de los niños volvieron a sonar.

—¿Qué ha pasado, jefe? —preguntó el Negro, que al igual que sus compañeros no se había movido de su sitio.

—¿Por qué ha saltado la alarma? ¿No habrá algún fuego? —indagó el Sabio— ¿Cree que estamos en peligro?

—Mira los monitores —ordenó el Mago, rompiendo su silencio de tres años y provocando una pequeña conmoción en Martinez al escucharlo.

El funcionario no sabía por dónde tirar, pero decidió hacer caso al preso. Las cámaras estaban en un cuarto que había en el fondo de comedor. Antes de ir, comprobó que las puertas del pasillo estaban cerradas, tal y como ocurría después de una alarma. Vio que era así y entonces, sin miedo a dejar solos a los detenidos, no podían ir a ningún lado, se encaminó hacia la habitación. Pero antes de que llegara a su destino, un quejido femenino que provenía de la esquina en donde estaba colocado el Belén, le hizo detener su marcha.

—¡Ay! ¡Ay! —oyó claramente.

—¡Jefe! ¡Jefe! ¡Mire! —chilló el Negro — que se había levantado y señalaba hacia una jovencita, ataviada con un vestido largo y por lo prominente de su barriga, en evidente estado de gestación.

—¡No puede ser! ¿Dónde está mi niño? —decía la joven mientras muy alborotada, tocaba todas las figuras del Belén — Esto no está bien, ¿Qué ha pasado?

Los cuatro hombres, asombrados y sin decir ni una sola palabra, se habían ido acercando como atraídos por un imán, a la mujer que seguía hablando para sí misma, cada vez más alterada.

—¡Ay! ¡Qué daño! —gritó, mientras se llevaba las manos al vientre— ¿Qué es esto? ¿Por qué me duele tanto? ¡Ay! —volví a chillar, mientras un rictus de dolor se apoderaba de toda su cara— ¿Qué me pasa?

—¡Qué estas a punto de parir! —le contestó el Sabio, sin poder evitar responder a la joven que, por primera vez, reparó en que estaba acompañada— Ven, siéntate aquí, estarás más cómoda y te dolerá menos.

—¿Yo? ¿A punto de parir? Eso es imposible. ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

—Aquí las preguntas las hago yo —intervino Pepe—. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

—María —es lo único que pudo decir la chica antes de que una contracción le impidiera seguir hablando.

—¿Cómo has llegado aquí? ¿Es tu novia, Negro?

—¡Yo no la conozco de nada! —contestó rapidamente el aludido mientras miraba a la chica que intentaba contener las lágrimas que asomaban a sus ojos, pero que no por ello dejaba de hablar y lamentarse.

—¡Es un error! ¡No entiendo que ha salido mal! ¡Nunca había pasado esto! —se decía muy bajito para sí misma — Todo iba bien. Como siempre empecé a notar mis piernas separándose una de otra y vi a mis brazos tomando forma, alejándose del cuerpo. Sentí lo pesada que era mi cabeza y como el cuello se volvía independiente y luchaba por mantenerla erguida. Me percaté de que mis ropas dejaban de ser parte de mi cuerpo y servían para cubrirlo. Empecé a oler y a darme cuenta de cómo la sangre corría por dentro de mí; ya no era un relleno de algodón lo que formaba mi cuerpo. Todos mis órganos se hicieron presentes y millones de sensaciones me inundaron.  ¡Vamos!, lo mismo que noto cuando cada año cuando el Espíritu de la Navidad se mete en mí, pero nunca había despertado con esta barriga! ¡No estaba cuando yo era de tela!

Los cuatro hombres la escuchaban sin entender nada de lo que decía. Ninguno se explicaba como había llegado la joven allí, pero esa cuestión, había pasado a un segundo plano. Era mucho más interesante lo que la chica estaba diciendo. Nada de lo que salía por su boca tenía sentido y a pesar de la cara tan dulce y bonita que tenía, a los hombres, la joven les estaba dando un  poco de miedo: parecía estar loca de remate.

—¡Duele! —volvió a chillar— ¿Qué me pasa? ¿Por qué me hace tanto daño la tripa!

—Ya te lo he dicho, niña. ¿Es que no ves que estas de parto? —le respondió el Sabio, que viendo la cara de incredulidad de la joven, se vio en la necesidad de seguir dándole explicaciones— ¿No sabes que estas embarazada? Son las contracciones, no debe faltar mucho para que tu hijo venga la mundo

—¡Eso no puede ser! ¡Díganme dónde estamos, por favor! ¿Qué es este sitio tan raro? —pregunto la chiquilla mientras miraba a su alrededor. Hasta ese momento, ocupada como había estado en destrozar el Belén del funcionario y contestar al interrogatorio de los hombres que la acompañaban, no había tenido tiempo de fijarse en lo que le rodeaba

—¿Qué ha de ser? —le respondió Pepe—. Estas en el Centro Penitenciario Salto del Negro, en Canarias.

—¿En Canarias? ¿Has dicho en Canarias? ¿Dónde siempre es una hora menos? ¡Ay! ¡Me acabo de hacer pis! ¡Estoy toda mojada!

—Esta chica está muy mal —comentó el Mago al ver el charco que había debajo de la silla—. Tienes que hacer algo, funcionario. Tú eres el que manda aquí. Acaba de romper aguas. Va a parir de un momento a otro y claramente ha perdido el sentido. No sabe ni donde está.

—Sí, sí; tienes razón. Vamos a llevarte a una cama —le dijo Pepe a la chica, al tiempo que le indicaba a el Sabio y al Negro, que la cogieran en brazos—. No te podemos trasladar a la enfermería. Estamos encerrados. La alarma está programada para que no se pueda abrir la puerta hasta dentro de una hora. Sigo sin comprender cómo has entrado, pero me parece que en este momento no estás para darme muchas explicaciones…

La joven lo miró con cariño e incluso intentó sonreírle, mientras se dejaba llevar por los presos que rapidamente la instalaron en la celda de el Mago, pero una fuerte contracción hizo que toda su cara se contrajera y ella apretara los dientes para evitar dar un grito. Cuando el dolor pasó, la chiquilla, haciendo un esfuerzo volvió a preguntar:

—¿De verdad estamos en Canarias?

El guardia se lo confirmó con la mirada y en ese momento, una idea fue tomando forma en la mente de la embarazada.

—Eso es lo que ha pasado. El Espirito de la Navidad vino a mí antes de tiempo. Aquí, no había llegado aún el momento. Faltaban sesenta minutos —decía en voz alta mientras las lágrimas corrían por sus ojos— Por eso estoy embarazada y la cuna está vacía.  ¿Qué va a pasar ahora? ¿Dónde está mi niño?

            El Sabio se acercó a Pepe y le susurró algo al oído. El funcionario se lo quedo mirando durante unos momentos. Estaba meditando su respuesta.

 En ese momento, la parturienta volvió a gritar de dolor y Martinez, asustado al ver la cara de dolor de la joven, asintió con la cabeza para autorizar al preso.

            —Mira, niña. Voy a ayudarte. Soy médico y entiendo un poco de partos. ¿Me dejas que te suba la falda y vea cómo va el tema? —le preguntó el susodicho, haciendo gala de la esmerada educación que tenía y tapando con ella la gran mentira que le estaba diciendo.

            La chica movió la cabeza para dar su consentimiento y el veterinario procedió a examinarla mientras los demás seguían sus movimientos con mucha atención. Todos menos el Negro, al que le daba pánico la sangre y se había quedado dando vueltas por el comedor.

            Al cabo de unos minutos, el preso se volvió hacia Pepe y el Mago y, con gesto preocupado, les dijo muy bajito para que la futura madre no le oyera:

            —Esto no va bien. El niño viene de nalgas. O se da la vuelta o se quedará atascado dentro de su madre y morirán los dos. He visto muchas vacas que han perdido la vida porque el ternero no ha conseguido colocarse en su sitio y esto tiene pinta de ser igual.

            —¿Y no puedes hacer nada?  —le preguntó el funcionario.

            —No.

—¿Cómo qué no? Algo harías cuando le pasara eso a los animales. No dejarías que se muriera sin más… —insistió.

            —Tienes que meter la mano dentro del útero e intentar que se vaya moviendo —le explicó el Mago

            Eso es lo que hacía con los animales, pero esto no es una yegua; es una mujer. No me atrevo.

            —¡Vamos, cobarde! Mataste a tu mujer, ¡intenta salvar la vida de esta! —le insultó el Mago al ver que el Sabio se quitaba de en medio

            —¿Tú me llamas cobarde? Tú, que descargaste tu escopeta en el cuerpo de un hombre tendido!

            —Sí, yo mismo. Al menos los míos eran hombres, no mujeres indefensas.

            Ya iba a saltar el Sabio sobre el Mago, y ya estaba Pepe sacando su porra para separarlos, cuando la joven volvió a dar un gigantesco grito.

            —¡Socorro! ¡Por favor! ¡Ayudadme!

            Los hombres se quedaron quietos y como si un rayo les hubiera tocado, olvidaron todas sus querellas y empezaron a actuar.

 El Sabio se lavó las manos en el pequeño lavamanos de la celda y después, se arrodillo a los pies de la joven e introdujo su mano dentro del útero de la parturienta para intentar mover al no nacido. Mientras, el Mago sujetaba la mano derecha de la chiquilla, intentando reconfortarla y Pepe, salía de la celda en busca de cualquier cosa de tela que les pudiera servir para recibir al bebé. Algo le hacía estar seguro de que los presos no se pelearían, ni le harían ningún daño a la joven. No le preocupó en absoluto dejarlos solos con ella.

            —¿Qué está pasando? —le pregunto el Negro cuando le vio cargado con las sabanas que había ido recogiendo de las celdas.

            —Parece que vamos a tener un parto aquí dentro —suspiró— Pero luego, cuando todo pase, hablaremos tú y yo. No sé cómo lo has hecho, pero estoy seguro de que tienes algo que ver con que esa chica.

            —Le lo juro que no —aseguró el drogadicto, pero el funcionario ya se había metido de nuevo en la celda donde se estaba produciendo el nacimiento y no le oyó.

            El traficante, se quedó en medio del comedor sin saber qué hacer. Entonces, se fijó en el reloj de la pared. Ya casi eran las doce. Se acordó de algo y se dirigió al lugar en donde estaba el Belén. La chica lo había desmontado, no había ninguna pieza en su sitio. El preso se puso a ordenarlo y justo, debajo del cartón forrado con tela que hacía de portal, encontró al niño Jesús. Miró el reloj y cuando la manecilla larga alcanzo las doce, con infinito cuidado, puso al bebe en la cuna.

            En ese instante, el llanto de un niño resonó en todo el pabellón. El Negro, a pesar de su miedo a la sangre, corrió hacia la celda y aún tuvo tiempo de ver, antes de que la luz se fuera de nuevo y la alarma comenzara a sonar, a un precioso niño en brazos de la joven, al que esta llamaba Jesús.

 

            Unos minutos más tarde, la electricidad volvió y con ella, seis guardianes, armados hasta los dientes, aparecieron tras la puerta que se había vuelto a cerrar  dejando incomunicado el módulo.

            Cuando los funcionarios la abrieron, vieron a Martinez sentado en una de las mesas del comedor y junto a él, a sus tres detenidos.

            —¿Qué ha pasado aquí, José? ¿Por qué no has respondido a nuestras llamadas? —pregunto el que parecía estar al mando —. Llevamos más de una hora intentando hablar con vosotros.

            Pepe se mantenía en silencio, no sabía que decir.

            —¡Señor!, ¡señor! —gritó uno de los guardias que había ido a revisar si había algo raro en las celdas—. Aquí hay sangre. Mucha sangre.

 

            Martinez y los tres presos se miraron compungidos y casi sin querer, echaron una mirada de soslayo al nacimiento de tela que volvía a estar en perfecto orden en la esquina del comedor. La Virgen parecía lanzarles una mirada de agradecimiento. Los hombres se encogieron de hombros cuando su superior les preguntó por el dueño de la sangre.

Sabían que iban a tener que dar muchas explicaciones y que nadie los iba a creer, pero ellos estaban satisfechos.

Habían ayudado a que Jesús, el hijo de Maria, viniera al mundo; aunque hubiera sido en una humilde celda.

lunes, 25 de diciembre de 2017

Especial Navidad 2017: Navidad de telarañas (Carmen Estrada/ Grupo B)


Su mente era una gran telaraña infernal, acentuada por esa alegría, que en tiempos de Navidad, todo el mundo parecía expeler: ¿de dónde demonios sacarían esas sonrisas, de verdad su vida era tan maravillosa como para verse envueltos en esa felicidad luminosa?

Para él, estas fechas, su falso esplendor, y esa plenitud que suponía ficticia, solo eran motivo de fastidio y de malhumor. Sus problemas se hacían aún más grandes, y echaba la culpa de todos ellos a aquellas personas cercanas que le acompañaban en su día a día. Eran sus presas atrapadas en el hilo de seda pegajoso en que se convertía cualquier relación con él.

Su madre y familia más próxima no comprendían su situación de empobrecimiento, ni su empeño por trabajar para una empresa que no le pagaba, que se encontraba prácticamente en la ruina por la mala gestión de su propietario, circunstancia que iba minando su confianza y su autoestima, segundo a segundo. Levantarse cada mañana para desempeñar un empleo sin tener la seguridad de cobrar por él, le desesperaba. A lo mejor un mes percibía en su cuenta un ingreso por algo menos de la mitad de su sueldo; otro, había suerte, y estaba la cantidad completa. Sin embargo, al siguiente, no había nada, y él tenía que hacer frente a los mismos gastos cada treinta días. Y más desde que se había separado… su ex, que le estaba sacando todo lo que no tenía y más.

Si no hubiera aparecido ella… Lo tenía todo muy bien arreglado. No era feliz con su pareja, aún así, acababan de tener un hijo y había asumido que esa iba a ser su vida. Encontró a una pobre incauta que hacía por él todo lo que quisiera, con ella compartía sus fantasías más ocultas, entre ellas a tantas otras mujeres de usar y tirar a las que engatusaba a través de internet. Ya la había avisado desde el principio que él tenía una familia, y no la iba a dejar porque no deseaba quedarse solo;  además él no quería enamorarse de una mujer con hijos, que ese era el caso de ella. A pesar de todo eso, Elena se enamoró de él con el paso de los años, después de perderse a sí misma en una tormentosa y apasionada relación. Así que lo tenía todo controlado. Aunque su situación económica no era buena, su mujer tenía fortuna personal, su amante le ayudaba con lo que solicitara, y tenía un hijo, no era un gran futuro pero al menos había una cierta estabilidad.

Y de pronto, como una más de sus víctimas, apareció la mujer de su vida, respondiendo a uno de sus mensajes trampa para sexo ocasional. Ella. La había conocido por casualidad en un curso y aunque no cruzaron palabra entonces, él pensó que con esa mujer pasaría su vida entera.

Y todo dio un vuelco. La trama de mentiras en la que su mundo se sostenía cayó por su propio peso. Sus temores se hicieron realidad. Durante casi dos años, mantuvo pareja, novia, amante y entretenimientos hasta que se quitó la máscara y todo se precipitó. Tuvo que hacer frente a lo que le pedía su ex, cantidades que no veía cómo iba a conseguir, se llevaría al niño con ella, apenas podría verle. Su amante se dio cuenta de que solo había sido un juguete más entre sus manos y, llevada por la desilusión y el desencanto, se fue alejando de él.

Y ella… No podía controlarla, quería salir con sus amigas, ir y venir con su familia, no deseaba hijos por el momento, no le gustaba su casa. A nadie le gustaba aquella casa que compró con toda la ilusión y que todavía estaba pagando. Cierto que se situaba lejos del centro y calentarla en invierno era una auténtica inversión, más ahora, que estaba vacía, su ex se había llevado casi todos los muebles, pero era uno de sus sueños.

David  Jiménez Ruíz, el gran arácnido, se había visto enredado en su propia trampa.

Estaba harto. Eso era lo que representaba la Navidad para él. Soledad, impotencia, rabia… y ahora querían que fuera a comprar una de las figuras que se había roto del belén. ¿Qué le importaban a él, el belén y sus figuras?

Tan funestos y ruidosos eran los pensamientos que le acompañaban en su camino hacia el mercado navideño, que competían con los villancicos que amenizaban las calles de la ciudad y ennegrecían, aún más, el peso de sus preocupaciones. Por fortuna, la sonrisa de su pequeño tenía el poder de sacarle de ese ensimismamiento que dibujaba aquel rictus amargo en sus labios.

Este año habían acomodado nuevas casetas en la Plaza Mayor de la ciudad, al modo de los tradicionales mercados europeos, habría figuras hechas a mano para los belenes en lugar de esas otras, realizadas en serie, tan horribles. A pesar del frío y la niebla, la gente se había echado a la calle con los niños para verlas y disfrutar de las distintas atracciones navideñas, de la iluminación, en fin de todo eso que nos rodea en estas fiestas.

Las chirriantes reflexiones de nuestro protagonista llamaron la atención del espíritu de la Navidad  Presente, siendo uno de los elegidos para recordar que siempre, pero más en estas fechas, debemos ser conscientes de aquellas cosas que tenemos, y sin las cuales aún, seríamos más infelices. Rodeó su persona, le siguió, por una oreja se adentró en su cerebro y se quedó contemplando, minúsculo, como se movían los engranajes de su mente. Era un paisaje desolador y sombrío, lleno de ideas tristes y ofensivas hacia los demás. En su búsqueda, solo encontró en un rincón el eco de algunas sonrisas, viejos recuerdos que parecían haber sido olvidados y rechazados. Las buenas sensaciones aparecían vapuleadas, pisoteadas y perdidas, oprimidas por todo ese rencor e inseguridad que le cegaban los ojos y el corazón. Salió por la otra oreja y decidió que aquella Navidad abriría la mente de aquel incrédulo a la fantasía y la ilusión.

Se detuvo en uno de los puestos en los que un artesano mostraba sus figuras, todas eran diferentes, estaban realizadas a mano, entre todas ellas se decidió por una pequeña pastorcita de 12 centímetros, un poco rechonchita, según las maneras y el capricho del artista, cubierta con una esquemática túnica de gruesa lana blanca y un pequeño corderito negro a sus pies, y metiéndose dentro de su alma de barro, la figurita  cobró vida. Sus minúsculos ojillos parpadearon abriéndose a la realidad, siempre le costaba adaptarse a esos cuerpecillos inanimados, encorsetados en su materia, y a la imagen que desde ellos ofrecía la realidad, pues en verdad, era muy limitada. Y se encontró con la cabeza del niño apoyada en el mostrador del puesto, con su mirada alegre, pero fija, en la pastorcita en que se había convertido; una amplia sonrisa surcaba su rostro inocente y pudo ver el pensamiento libre y sincero que circulaba por su mente: “Me gustas” dijo para sí en silencio. Y la pastorcilla se volvió hacía él y le guiñó, divertida, un ojo. Sorprendido y nervioso, se volvió hacia su padre.

—¡Quiero esa! ¡Puede hablar! ¡Lo sé!

El hombre, siempre tan serio y reconcentrado en sus oscuros pensamientos, rompió a reír. Y la pastorcilla supo que no estaba perdido. Asombrado por la decisión tan firme de su pequeño, y la razón tan variopinta que aportaba a su deseo, se dispuso a darle gusto, no sin antes preguntarle al respecto.

¡¿Que puede hablar?! ¿Cómo sabes eso, Manuel? Además a mí me gusta más esa otra que está detrás apostilló un poco dubitativo.

No, papá, esa no. No puede hablar, y tiene cara triste, y la que me gusta a mí puede guiñar los ojos… ¡La he visto! Papá, compra ésa, por fi. Seguro que le gusta a la abuela más que la otra, ¿a que sí?

Cómo iba a poder resistirse a semejante vocecita y a su lógica, tan llena de imaginación y elocuencia.

Está bien, nos llevaremos ésa, Manuel. Tienes razón, creo que le gustará más a la abuela que las otras y, a fin de cuentas, va a estar en su belén.

Gracias, papá respondió Manuel, casi saltando de alegría.

Y la diminuta pastorcilla comenzó su viaje envuelta en plástico de burbujas y hojas de periódico, metida en una pequeña bolsa de papel que un niño feliz transportaba hasta casa de su abuela, de la mano de su atribulado padre.

Todavía con la ropa de abrigo puesta, y dos espléndidos coloretes en las mejillas provocados por el frío del invierno, Manuel entró corriendo en la cocina en busca de su abuela.

Abuela, abuela, mira lo que hemos encontrado para ti.

Mi pequeño, enséñame qué es lo que traes.

Y a la luz salió la nueva figura del belén, en seguida fue colocada en su lugar, desde donde podía observar a toda la familia, el cariño que todos ellos desprendían, el celo con el que se cuidaban, todos y cada uno de sus integrantes y, en especial, puesta la atención en David y su pésimo humor en estos complicados días por los que atravesaba. La noche de Navidad no era un día para polémicas entre hermanos, se juntaban muchos, grandes y pequeños, y debían ser capaces de limar diferencias y disfrutar aunque hubiera personas a las que se echara de menos.

Había que hacer muchos preparativos, todos se movían de un lado a otro, los niños gritaban y corrían, y él, envuelto en su tela de araña, se vio acosado por los recuerdos de su padre y abuelo, mientras asomado a la terraza se alejaba de todo el jaleo. Una lágrima se perdió sobre su mejilla en lo que contestaba los whatsapp de su novia, que pasaba esa noche con su familia. No conocía una Navidad que hubiese estado acompañado, cuando estaba con su ex pareja pasaban las vacaciones separados. Toda su vida era una sin razón. Tratando de alejar los malos pensamientos y evitar así, entrar de nuevo en el bucle de desesperación que su propia soledad interior le provocaba, abrió la puerta para entrar en el salón, y de camino a la cocina, se detuvo en el belén, observando el conjunto con la nueva pastorcita y, de repente, algo extraño sucedió: se vio envuelto en una neblina que detuvo los movimientos de los demás, el silencio se apoderó del instante y notó como alguien llamaba su atención. No podía ser. Era la pastorcita. Sentada al borde de la mesa en la que descansaba el belén, había aparecido una joven pastora que de modo extraño y sobrenatural le contemplaba.

Manuel tiene razón, puedo hablar. He venido aquí para ayudarte a reconocer la bondad que te rodea y que ya no sabes ver. Conoces tu pasado, no sabes nada acerca del futuro, y no debes preocuparte por él, en tu mano está aceptar tu presente y cambiarlo para que sea mejor. Disfruta lo que tienes. Vive el momento. Ven, siéntate aquí conmigo, te voy a enseñar todo eso que tu obstinada ofuscación no te deja valorar; aún no es demasiado tarde para cambiar, de lo contrario, todos tus temores se harán realidad.

David no daba crédito a sus ojos, a sus oídos… ¿Quién se creía que era para venir a decirle nada?

Respondiendo a tu pregunta, te diré que soy el espíritu de la Navidad Presente.

Su cabeza andaba a mil por hora, ¿qué era aquello? ¿el espíritu de la Navidad? ¿el presente? ¿qué diantres estaba pasando? Todos parecían congelados… y esa neblina alrededor.

Mira, ven, acompáñame. Haremos una visita a las personas de tu vida.

La televisión se encendió y en ella aparecieron las imágenes de un salón, una mujer preparaba la mesa para Navidad, creyó reconocer a Elena, su amiga.

Sí, es ella, Elena. Una mujer de buen corazón que ha cometido el error de enamorarse de ti, y ni siquiera, has tenido el valor de decirla adiós; solo la trasmites envidia y rencor cuando la dices que vive muy bien, y ella, no tiene trabajo, pero sí hijos que mantener y nunca pierde la sonrisa, a pesar de tus palabras y tus continuos desprecios; y aunque no tenga mucho, su familia está detrás y la ayuda, y lo valora, como valora lo que, tiempo atrás, hiciste por ella.

Ese sobre lleva mi nombre y mi dirección.

Ella ha guardado para ti un décimo de lotería como regalo porque quiere hacerte partícipe de su ilusión, siempre te desea lo mejor. La gusta arreglarse de manera especial para este día, mira, ya están todos a la mesa, son pocos este año, porque alguno también se ha ido, y otro no quiere estar, pero eso no impide que sienta el momento.

Solo eran tres personas pero hablaban, reían, compartían la dicha de estar juntos. La pantalla se volvió gris entonces, y comenzó a difuminarse en otro salón que también conocía, el de su ex pareja.

—¿Esto es necesario?

Claro. Algún momento feliz habrás tenido con ella cuando la elegiste como madre de tu hijo. Un niño al que adoras. Ahora le está echando de menos porque está contigo; no la importa, eres su padre, y eso no la impide disfrutar de su momento familiar. Has truncado su sueño de formar una familia y tú solo ves su egoísmo al reclamar un dinero que es para tu hijo.

Se sentía despreciable. De nuevo, el telón gris y, aunque no había nada, no podía dejar de mirar. Y ahora le tocaba a ella, lo presentía, cómo la echaba de menos. ¿Por qué tenía que irse allí?

No seas egoísta. Las personas no os pertenecen, no se puede amar encarcelando un alma. Ella también quiere estar contigo y con todos los que quiere. Aunque hay cosas que no comprende, te ayuda y te sigue, quiere formar parte de tus sueños pero ahora con ese sentimiento de añoranza en el corazón, y aún con cierto temor de hacerte sentir incómodo, habla, ríe, abraza y comparte con los suyos esta noche tradicional. Aparta tus celos, tu desconfianza permanente hacia las personas y sé feliz.

Con un nudo en la garganta notaba como la pegajosa tela de araña en la que se habían convertido sus pensamientos le apretaba y le dolía, parecía que en su corazón solo cabía el rencor. Y entonces en la pantalla apareció el salón en el que estaba sentado, la casa de su madre, apenas unos minutos antes, la algarabía de los niños, las bromas de su madre y de su tía, sus hermanos, y el pequeño Manuel.

Tu madre… Muchas cosas este año, una Navidad más sin tu padre, sin tu abuelo… y tú, ¡qué no daría por ti! conocedora de todos tus problemas, y al tanto también del resto de sus hijos, que aunque les vaya mejor también son hijos, y los nietos… y tú, que con 48 años te has estancado. Pues mírala, hoy deja a un lado todas esas cosas que la preocupan, y vive, y goza de vosotros, y ríe y os quiere y es feliz porque estáis con ella, unos mejor que otros, pero con ella. Lo demás, todo, puede solucionarse, construye tu futuro mejorando tu presente, ¡vívelo! Valora lo que tienes.

Papá, papá, la mesa ya está preparada.

Hijo, te has quedado dormido, vamos todos ya a la mesa.

Tíooooooo, que estabas roncando.

Tardó unos minutos en reaccionar, la televisión descansaba apagada; miró a su alrededor, y luego al belén, se levantó y se acercó hasta él, allí estaba la pastorcilla, a su tamaño original. Debía haber sido un sueño.

—¡Papi, vamos! ¡¡Ehhhh!! Te ha guiñado un ojo, ¿has visto? Te lo dije, papá, esa pastorcilla es especial.

Sí, lo había visto, y también había notado ese chasquido interior que había hecho caer todo el entramado de sus pensamientos, la telaraña se había roto y sentía libre su corazón, ahora las cosas irían mejor, lo notaba. Cogió a su hijo en brazos y dándole un beso se sentó a la mesa y se dejó llevar por el bullicio y la alegría.

Y todo adquirió sentido en esos días, disfrutó de la presencia de los suyos, empezó a agradecer a todos sus detalles con él; notó como las cosas empezaban a cambiar, a la vez que él, modificaba su visión de los acontecimientos. Contactó con Elena, momento que ella aprovechó para darle un sobre con un billete de lotería. La pidió perdón por su actitud y la dio las gracias por apoyarle; con un abrazo se dijeron adiós. El día de la lotería del Niño ese número resultó premiado, no eran grandes cantidades pero pudo pagar a su ex pareja lo que la debía y ponerse al día, mejorando la relación entre ellos. Se planteó dejar ese trabajo por el que no le pagaban y en el que se sentía infravalorado, e invirtió en sus sueños, en la mujer a la que amaba y en su hijo.

Después de Reyes mientras ayudaba a su madre a guardar el belén, cogió entre sus manos la figura de la pastorcilla y sonrió para sí mismo, en el fondo solo hay que tener voluntad y confianza para cambiar y dejarse ayudar. Nunca olvidaría esa Navidad de telarañas.