domingo, 3 de diciembre de 2017

Mensaje en una botella (Joana R. Álvarez / Grupo C)



La desesperación nos lleva a hacer cosas muy raras, pero seguro que eso ya lo sabéis. Normalmente son cosas drásticas y más bien negativas, pero a veces son sólo cosas raras. Ese es mi caso.

Llevaba un tiempo deprimida, y aunque seguía las indicaciones de mi psicólogo al pie de la letra, escribía el diario, tomaba la medicación y todo eso, no parecía mejorar (o al menos no como quería), puesto que mis médicos decían verme mucho mejor siempre en todos los aspectos. Claro que ese es su trabajo y ellos también quieren animarme.

Bueno, era incapaz de ver las mejorías que todos decían y me frustraba. Mucho,  tanto que estaba al borde del precipicio de nuevo y pensando en saltar. Un día vi en una serie para niños lo de los globos con tu dirección; es decir, atas un papelito con tu nombre, tu edad y tu dirección a un globo hinchado con helio y luego lo sueltas para que viaje con el viento. Con suerte tu dirección le llega a alguien de otro país o continente y te envía una carta, así ganas un amigo por correspondencia. Y eso me dio una idea.

Por supuesto soy mayor para lo del globo, y no era precisamente un amigo por correspondencia lo que buscaba o necesitaba, así que pensé que si necesitaba algo diferente haría algo diferente; por lo tanto, mezclé algunas cosas: el globo, lo de dejar libros en sitios públicos para que otros los encuentren y los lean, y una especie de mensaje de socorro, aunque debo decir que esa idea me la dio una canción de Sting and The Police. Bendita música cuando llega en el momento adecuado.

Unos días después, tras decidir qué, cómo y dónde hacerlo, me armé de valor, escribí una especie de carta de desahogo o petición de ayuda en un bonito papel verde, la metí en una botella y la dejé en el patio de la clínica al que podía salir a tomar el aire o fumar. Con suerte alguien la vería y le llamaría la atención; sin suerte, la tirarían a la basura sin fijarse en lo que había dentro.

En la carta, además de desahogarme, puse algunas normas, como nada de información personal, contacto directo ni espiar para ver quién soy. Y eso, por supuesto, siempre que quisiera seguir sabiendo de mí. Y si quería responderme, debía dejar la botella vacía cada jueves en el lugar donde la encontró.

Así fue como le conocí. Sí, rompí las normas, y lo hice yo sola. No me arrepiento, a pesar de todo. La culpa fue mía. Yo solita me lo busqué.

Mi mensaje en una botella llamó la atención de uno de los doctores del turno de noche. Me contó que la vio el viernes de madrugada cuando salió a fumar, y casi la usa de cenicero; pero al ver el papel en el interior se extrañó, lo sacó y lo leyó. Me dijo que quedó fascinado casi antes de comenzar a leer sólo por el hecho de haber elegido una forma tan romántica y tan clásica de buscar ayuda adicional. Hoy en día la mayoría de la gente opta por foros, blogs, redes sociales… En resumen: internet da para muchas cosas.

Dijo también que leyó varias veces la carta durante la semana para poder ir redactando la respuesta y tenerla lista a tiempo.

Noté su entusiasmo ya en su primera carta, aunque lo atribuí a un gran interés profesional por ayudarme, como es lógico, ya que es médico. Aunque ese dato no lo mencionó hasta el final de su nota. Fue muy listo en ese sentido. No quería asustarme ni que pensara mal de entrada. Se nota que es bueno en lo suyo, ¿verdad?

Decía que, por mi letra, mi elección en el método y lo que contaba en la carta, debía ser una chica joven, retraída, que había pasado por muchas cosas en la vida, que obviamente estaba en tratamiento y que, a pesar de todo, no me cerraba al mundo ni a los demás, ya que de ser así no me habría arriesgado a hacer algo como eso. Luego me contó cosas similares de sí mismo para que no me sintiera en inferioridad de alguna forma, y finalmente me dijo que no era un interno más del centro, sino uno de los que trabajaban allí en el turno de noche.

¿Verdad que es un bonito comienzo? A mí me lo parece.

Cuando vi la botella con un papel en su interior la semana siguiente, casi salto y grito de emoción, pero logré contenerme para no revelar mi identidad. Me parecía posible que le hubiera pedido a alguien que se fijara en quién recogía la botella, y no quería que eso pasara, así que con la misma discreción y cuidado que la dejé, la recogí con su respuesta.

Al igual que él, leí y releí la carta varias veces a lo largo de toda la semana, y cada día iba escribiendo una parte de la respuesta, siempre acorde a sus párrafos y a los temas que él trataba. Por supuesto, también tenía mucho cuidado de no contar nada que pudiera darle pistas de mi identidad. Para que quede más claro: era como Meg Ryan y Tom Hanks en “Tienes un e-mail”, amigos que se cuentan sus cosas pero sin detalles personales, salvo que en este caso contaba mis sentimientos destructivos y él me daba consejos para superarlo, aunque consciente de que era muy probable que esas mismas recomendaciones ya me las hubiera dado alguna otra persona de las que me trataba, lo cual a veces era cierto.

Las semanas fueron pasando. Nosotros nos fuimos conociendo cada vez un poco más, y terminamos compartiendo información sobre nuestros gustos respecto a cosas como la literatura o el cine; hasta nos hacíamos recomendaciones en alguna que otra ocasión. Poco a poco fuimos forjando algo que cada semana se hacía más fuerte, un lazo que con cada carta se apretaba con más firmeza. Creo que nos enamoramos, aunque no de la manera tradicional, sino más bien como Christine Daaè y Erik se amaban. Sí, hablo de “El fantasma de la ópera”, por si no quedaba claro.

Pasaron los meses y, al final, fui yo la que no pude resistirme a verle, a ver si se parecía en algo al hombre que me había imaginado o si era algo diferente por entero. Quizá me obsesioné sin darme cuenta, o puede que sólo necesitara verle para asegurarme de que era real, no un sueño ni mi imaginación, o a saber si algo peor.

Esa semana cambié la cita con mi doctor a última hora para poder estar allí a primera hora de la tarde. Aunque no fumo, utilicé esa excusa y conseguí un cigarrillo para poder acceder al patio y verle… Pienso que el término correcto es “descubrirle”. Sí, para poder descubrirle. Así que, una vez en el patio, pedí que me encendieran el cigarrillo y, para disimular, me puse a charlar con varios pacientes de un grupo de apoyo. No era nada muy trascendental porque ellos tampoco podían compartir demasiada información durante las sesiones, así que podía permitirme mirar de forma discreta, aunque más o menos constante, hacia la ventana donde él debía dejar la botella con la esperanza de que apareciera pronto. Al cabo de un rato empecé a pensar que no le vería porque era posible que dejase la botella al final de su turno, antes de salir por la mañana; y cuando estaba a punto de marcharme a casa, reprendiéndome por haber tratado de romper la norma, le vi.

Era alto, algo pálido y ojeroso, pero bastante atractivo. Me pareció discernir unos ojos claros, pero no estaba lo bastante cerca como para asegurarme de eso. Llevaba el pelo largo y era del color de la madera de caoba. Recuerdo que no pude evitar pensar si se teñiría o si sería natural. Como ya me había comentado en las cartas, fumaba; le vi hacerlo antes de dejar la botella que sacó con gran discreción del bolsillo de su bata. Y me llamó la atención que llevase la corbata sin anudar y los dos primeros botones de la camisa desabrochados. Le daban un toque un poco sexy, pero sin que pareciera algo buscado; también recuerdo pensar que no era muy profesional. Con suerte, con el tiempo le podría preguntar por ese detalle, aunque reconozco que me gustaba imaginar que me respondería, que era su forma de desafiar a la moda y a la obligada formalidad en el vestir.

El tiempo siguió pasando y, después de un par de meses más, decidí contarle cómo había roto las normas en más de una ocasión sólo para poder verle y fantasear con él. Durante un tiempo nuestras cartas fueron subiendo considerablemente de tono en algunas partes. Era muy excitante. No sólo leerle, sino… Bueno… Imaginarlo y… Otras cosas. Muy excitante. Aún suspiro y me ruborizo sólo de pensarlo.

Y cuando todo parecía apuntar a que era hora de dar el paso, cuando podíamos y deberíamos haber dejado de ser desconocidos para convertirnos en mucho más, llegó la bomba, y os aseguro que fue una de esas que no dejan supervivientes en kilómetros.

Estaba casado. De hecho, la última de sus cartas no era suya, sino de su mujer, que como es lógico me llamaba de todo menos buena persona. Me insultó de todas formas posibles, incluyendo llamarme loca; claro, me tachó de rompe-hogares, roba-esposos, arruina-vidas y no recuerdo cuántas cosas más. Y me dejó más que claro que si seguía escribiéndome con su esposo tomaría cartas legales en el asunto y sería el fin de mi existencia. Bueno, no tanto, más bien el fin de mi libertad.

Eso me destrozó. Me dejó tan mal que a la semana siguiente mi intención era presentarme ante él y decirle que no me parecía justo cómo me había utilizado y que había decidido terminar con la relación, pero no por la amenaza de su mujer, sino por mi amor propio y el respeto por mí misma que me tenía.

Entonces le vi, vi su cara, vi sus ojos más ojerosos que de costumbre y vi cómo se sentaba en una esquina del patio y rompía a llorar pensando que nadie le prestaba demasiada atención como para darse cuenta, y eso después de ver que la botella no estaba en su sitio habitual. Me dio mucha pena, tanta, que al final me acerqué a él, aunque ya sin ánimos de contarle la verdad. Sólo quería consolarle un poco.

No le saludé, no me presenté y ni siquiera sonreí, sólo le ofrecí un pañuelo de papel y me senté a su lado. Nada más. Y eso fue todo lo que necesitó para calmarse. Me dio las gracias de forma algo brusca y respiró hondo un par de veces; luego se disculpó porque no quiso ser tan cortante y, casi sin más, comenzó a contarme por qué estaba así, aunque yo ni siquiera había hablado.

Mi corazón quedó resarcido cuando escuché sus bonitas palabras. Me contó que había conocido a alguien con quien conectaba más íntimamente de lo que lo había hecho con nadie nunca en su vida, que se había estado preparando para dar el siguiente paso y proponerle ser algo más; hasta me dijo que había estado hablando con sus abogados para que su mujer no tardase en recibir los papeles del divorcio y hacer las cosas bien con las dos. Y entonces llegaron las mentiras. Lo siguiente que me contó fue que, cuando le dijo a su mujer lo que le estaba pasando y que quería dejarla porque ella merecía algo mejor y él había encontrado algo que nunca hubiera soñado, ella trató de suicidarse delante de él, que luego en el hospital le había dicho que estaba embarazada y que era incapaz de dejarla en ese estado, puesto que, después de todo, la quería.

En ese momento, todos los sentimientos amables que me habían llevado a sentarme con él y a escucharle, se desvanecieron. Y aunque me habría encantado gritarle, insultarle y desmontar su historia plagada de mentiras, lo único que hice fue levantarme, decirle que buscase un buen terapeuta que le ayudase a solucionar sus problemas matrimoniales y asegurarle que lo más probable era que la otra mujer no fuera tan buena para él como creía, pues ni siquiera la conocía y bien podía ser todo un engaño de cualquiera de los internos. Y me marché.

Regresé a casa y le escribí una carta en la que le contaba lo que había supuesto para mí recibir una carta del puño y letra de su esposa, que lo nuestro debía acabar porque ya no era posible volver atrás y tampoco podíamos ir más allá, y que ya no le escribiría más después de esta carta, aunque él era libre de escribirme tantas como quisiera si quería, pero tampoco le aseguré que las fuera a leer, aunque las recogiera. Por supuesto, esta carta acompañaba a la que había escrito su mujer, puesto que la dejé dentro de la botella cuando la leí.

Y la respuesta que recibí a la semana siguiente fue peor (mucho peor). Más embustes. Me decía que no estaba casado, que no era más que una carta estúpida de una exnovia obsesionada con él, que no debía hacerle caso y, que por favor, no le dejara, pues creía estar enamorado de mí. También me escribió una bonita historia de fantasía en la que esa exnovia se colaba en su casa de vez en cuando y le acosaba. Aún recuerdo la amargura con la que reí.

Dudé. Tenía ventaja y podría entrar en su juego y dejarle creer que me tenía camelada, pero por otro lado estaba dolida y destrozada, y quizás no fuera capaz de ocultarlo en las cartas. Al final decidí entrar en su juego. Después de todo, él se estaba divirtiendo. ¿Por qué no iba a hacerlo yo también? Craso error por mi parte. Terminé quemándome por no saber retirarme a tiempo.

La idea era ponerme en contacto con su mujer, contarle la verdad y, juntas, darle una lección, pero primero quería recopilar algunas pruebas más sobre lo que decía de ella para que me creyera y para que pudiera ver con sus ojos la clase de persona que era su marido.

Como he dicho, esa era la idea, pero en algún momento del camino perdí de vista el objetivo y… simplemente perdí. No sé cómo o cuándo olvidé la verdad sobre quién era él y qué nos había hecho a dos mujeres que lo queríamos, pero pasó. Pasó y fue a más. A mucho más. Demasiado.

Por supuesto, tuve cuidado de no volverle a ver y de que él no me viera a mí. Procuré recordarme semana tras semana que todo era un juego, un simple montaje para obtener más información falsa y luego poder darle un escarmiento. Pero llegó el “te amo” que nunca esperé después de la carta de su mujer. Llegó también el “quiero casarme contigo” que jamás habría soñado, ni siquiera antes de saber la verdad. Al final llegó el “quiero verte, conocerte y al fin besarte y confirmar que no eres el mejor sueño del mundo”. Y creo que fue ahí cuando me perdí.

Durante tres semanas no pude responderle porque siempre estaba allí cuando me acercaba para dejar la botella, así que me iba antes de que me viera. Por fin, la cuarta semana, pude dejar la botella con la respuesta en el patio e irme a casa después de una sesión a media tarde con mi terapeuta. Bueno, en realidad eso ha pasado hoy, hace unas pocas horas, aunque si llego a saber las consecuencias que eso traería, no lo habría hecho. Lo prometo. Porque ahora estoy en un hospital, a punto de morir. No, no fue él, aunque lo pueda parecer. Fue su esposa. Descubrió que seguíamos escribiéndonos y en un arrebato de celos le mató. Sin más, con un abrecartas. Luego fue al patio, donde descubrió que nos dejábamos los mensajes, y cuando me vio dejarlo desde una ventana de la planta superior, bajó, cogió la botella, la rompió y salió en mi busca. Me clavó la botella en la espalda a la altura de los riñones, luego en un costado justo entre las costillas y, por último, en el cuello. Sé que voy a morir porque estoy consciente y escucho a los médicos, aunque ellos no lo saben. Llevo horas aquí y no tienen esperanza. Y yo tampoco. No después de lo que ha pasado, de cómo perdí el norte y de cómo, enteramente por mi culpa, he acabado aquí, muriendo.

Quizá ahora me reúna con él. Quizá ahora podamos estar juntos. Quizá ahora todo salga bien.

5 comentarios:

  1. Sorprendente salida para un argumento que va saltando de trayectoria conocida en trayectoria conocida y descubriéndonos cuán equivocados estábamos, hasta precipitarnos al final. Fresco y ágil. Enhorabuena.

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  2. Gracias, Joana. Es una historia extraña con final triste. Todo puede pasar y nada es imposible. Me ha resultado entretenida y enigmática. Enhorabuena. Un abrazo.

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  3. Un relato diferente que llama la atención por su enfoque, felicidades!

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  4. Una historia con un final de vértigo. Enhorabuena, Joana.

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  5. Es una historia muy distinta, con un ambiente un poco opresivo y triste pero que se lee muy bien gracias al modo de enfocarlo. Felicidades!!

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