jueves, 30 de noviembre de 2017

Mini relatos honoríficos 9: (La tormenta/ Diego G. Andreu)




Tengo el placer de presentar a uno de los mejores escritores de terror que he leído en los últimos tiempos (y no exagero). Vivimos en un mundo donde el reconocimiento solo se lo llevan aquellos que ofrecen historias en tapa dura, pero a mí me encanta ser de los que publica en tapa blanda; de esta forma, sé que sigo en el planeta Tierra, no se me sube nada a la cabeza y, por lo tanto, mis ojos continúan disfrutando y valorando a mis compañeros.

            Zombie podría estar perfectamente en tapa dura, en una editorial o en el escaparate de una librería de bastante éxito. Está en Amazon (luego podréis entrar si deseáis leer la historia) como lo está mi diario de Iván, y eso no significa que estemos por debajo, sino lo que he comentado al principio: seguimos en el planeta Tierra.

            Al igual que me gusta explicar lo que escribo, me gusta que me lo expliquen cuando leo, y Zombie está muy bien explicado. No me importan esas novelas supercultas, de lenguaje superior, bello y bla, bla… La mayoría no las entiendo porque no me explican la historia (le toca hacerlo al diccionario); sin embargo, con Zombi viví la angustia de sus dos personajes principales de principio a fin. Estuve con ellos, vi dónde se encontraban y lo que les iba sucediendo.

            Los chicos del Cibertaller saben que contar historias es fácil, lo difícil es saber contarlas. Como aficionado a la escritura me puedo hacer una idea de lo que le costó a Diego escribir Zombie, pero lo bueno es que parezca muy sencillo a la hora de leerlo. Muchas novelas de terror, ciencia ficción, amor, y demás géneros habidos y por haber, se plagian las unas a las otras aunque a priori no tengan nada que ver. Todas llevan al lector al mismo lugar donde se fue el autor: a los cerros de Úbeda.  Puedo asegurar que con Zombie no ocurre esto; y si confiáis en mí y queréis leer una buena historia de terror, la encontraréis aquí:


Con la historia que Diego ha escrito para los Mini relatos honoríficos, y que además ha tenido el detalle de dedicarme (gracias, compi) me ha ocurrido lo mismo. Tiene ese toque que hace sentir, y sé que soy muy pesado con tanto sentir y sentir, pero es que es lo principal que tiene que tener una novela o relato. Gustarte la lectura sin enterarte de lo que lees es como quien pretende emborracharse a base de cervezas sin alcohol: a la quinta lo dejas por imposible. Que te cierren un libro a las pocas páginas por no enterarse de lo que escribes, es lo más triste que puede ocurrirle a un escritor.

            Esto no os ocurrirá ni con Zombie ni con el relato que leeréis a continuación.

            Gracias, Diego. Un abrazo fuerte.

            Gracias a todos.

            ¡Hasta la semana que viene!




Aquella tormenta de verano fue la más extraña y extraordinaria que Damián Piles hubo visto en sus doce años de vida. La noche del 12 de agosto, fue la noche en la que sus pesadillas se hicieron realidad.

Incapaz de sucumbir al yugo del sueño, se hallaba tumbado en la cama expectante, contemplando a través de su ventana cómo los relámpagos iluminaban el contorno de las nubes en la lejanía, envolviendo las cimas de las montañas que escudaban la granja de sus padres, sin embargo, lo que llamaba su atención eran los destellos púrpura que se enredaban en el cielo, tejiendo una madeja fosforescente, también los truenos ahuecados, como jamás los había escuchado, igual que un disparo dentro del agua.

Damián desconocía que la tormenta traía algo consigo, algo que arrastró el viento y entró por la ventana de su habitación.

El pequeño, sin apartar la vista del espectáculo visual que se estaba desatando en el cielo, se agitó en la cama. Calculó que aquella inusual tormenta llevaba viva unos quince minutos. El calor era insoportable y su cuerpo sudoroso había empapado las sábanas desde hacía ya algún tiempo. Luego, percibió un extraño aroma a trigo mezclado con aceite de la batería de un coche, al mismo tiempo que los tonos encarnados de los relámpagos desaparecían repentinamente y los truenos, ahora más espaciados, cobraban su timbre habitual.

Tras la tregua de la tormenta, la habitación quedó sumida en la más absoluta oscuridad, y cuando Damián se vio envuelto por la nada, renació en su mente el terror que creía haber dominado, pero que de algún modo solo había hecho que ocultarse esperando la oportunidad de mostrarse de nuevo: la creencia de que algo monstruoso había debajo de su cama.

Por un instante, Damián fue consciente de cómo el cuerpo humano reacciona de forma extraordinaria al terror que lo atormenta. Sí, solo fue un instante, tan corto como un parpadeo, porque después su corazón latió tan rápido y el calor que pegaba las sábanas a su piel se convirtió en un sudor frío de una forma tan súbita, que su mente solo pudo concentrarse en qué era lo que moraba por debajo del colchón.

Otra vez. Otra vez comenzaba con la misma historia que lo había atormentado hasta los ocho años. Trató de mantener el ritmo de respiración tal y como le había enseñado el psicólogo. Aquel doctor calvo y de ojos saltones había sido explícito en sus métodos de autocontrol: debía conservar la calma ante todo, oxigenar su mente mediante una respiración rítmica y pausada, como creía que lo estaba haciendo, y lo más importante, repetirse a sí mismo una y otra vez que los monstruos no existen.

Los monstruos no existen, los monstruos no existen…

Sin embargo, si el doctor hubiese sentido cómo el colchón se combaba desde abajo empujado por algo no hubiera dicho lo mismo. Los ojos de Damián se abrieron como platos y el terror clavó sus uñas en cada una de sus vértebras provocándole un escalofrío doloroso. Allí, en la oscuridad, elevado unos centímetros, sintió cómo el corazón se afanaba por salir de su pecho. A continuación, escuchó el sonido sordo y escurridizo de algo arrastrándose por el suelo y el colchón cedió lentamente a su posición original.

Le hubiera gustado gritar hasta rasgarse la garganta, avisar a sus padres, pero en cambio comenzó a hiperventilar. Clavó sus uñas en las sábanas y esperó, porque sabía que si saltaba de la cama y huía, una mano descomunal saldría de debajo de la cama con la rapidez de una liebre y le aferraría por el tobillo.

Se repitió a sí mismo que los monstruos no existían, que son producto de la mente inducida por el terror, pero lo que había sentido en el colchón era real… muy real. Con el paso de los minutos la oscuridad se convirtió en penumbra. Ahora que sus ojos se habían aclimatado, podía percibir sombras retorcidas y contornos deformados, cuando un relámpago no iluminaba por unos segundos la habitación.

No había movimiento alguno, ni sonidos delatores. Solo perduraba aquel deje en el aire que comenzaba a provocarle arcadas. Mientras sus dedos se destensaban ligeramente, pensó que el causante de aquel hedor había sido la extraña tormenta, y como si una luz hubiese iluminado la parte más imaginativa de su cerebro, la asoció a lo que debía de haber debajo de su cama. Claro, había ocurrido justo durante aquellos extraños relámpagos, debía de ser eso.

 La paz y el silencio que ahora reinaban en su habitación le hicieron pensar si todo había sido producto de su imaginación, pero un sonido deslizante debajo de la cama le devolvió a la realidad. Ya no había duda, allí debajo había algo, y por cómo antes había levantado el colchón debía de ser grande… muy grande.

Aquello que lo había atormentado durante años, esa noche, la noche de la extraña tormenta, había cobrado vida. Ahora estaba justo debajo de su cama, y lo había imaginado de mil maneras, viscoso, peludo, sangriento, descarnado, como una araña de doce patas, pero en ese preciso instante en que luchaba por mantener el corazón dentro de su pecho era incapaz de pensar cuál sería su aspecto. Aun así, tampoco quería saberlo, no quería saber de dónde había salido, cómo era posible su existencia, solo quería salir de allí, huir antes de que sus garras le abriesen el estómago, o de que un inmenso tentáculo lo envolviese hasta quebrarle el último hueso.

Damián se encogió haciéndose un ovillo, tratando de ocupar el menor espacio posible sobre la cama. Sus ojos desorbitados iban de un extremo al otro, esperando que en cualquier momento una forma imposible asomase por un lateral del colchón. El sudor empapaba su cabello, y en un principio creyó que una gota se deslizaba por su mejilla, pero no, no era una gota de sudor, era una lágrima, una lágrima brotada del terror más primigenio. Terror a lo desconocido, a ser devorado vivo, al dolor más intenso jamás imaginado. Una cálida brisa entró por la ventana. Su caricia le recordó que todavía existían cosas buenas en este mundo, pero el olor nauseabundo que llevaba consigo lo devolvió al horror que estaba ocurriendo inconcebiblemente en su habitación.

De pronto, un nuevo sonido se produjo debajo de la cama. Sus ojos todavía pudieron abrirse más, y su cuerpo comenzó a temblar como si hubiese sido sumergido debajo de un lago helado. Conocía ese sonido. Era el que producen las uñas al rascar sobre la madera, intolerable, capaz de poner todo el vello de punta, muy parecido al que ocasionaba la tiza de la señorita Isabel cuando escribía sobre la pizarra. Se preguntó qué cosa podría tener unas uñas tan grandes como para arrancarle ese sonido a la tarima.

No disponía de mucho tiempo, si se quedaba allí moriría de la forma más horrible imaginada. Sopesó las opciones que tenía, y se dio cuenta de que solo había una: saltar de la cama y correr lo más rápido posible hacia la puerta. ¿Responderían sus piernas? Si se caía o tropezaba con algo en la oscuridad, lo que quiera que hubiese allí debajo lo alcanzaría tan rápido como el latigazo de una medusa. Debía ser tan rápido como precavido, era la única forma de sobrevivir.

¿Cómo estaba pasando aquello? ¿Cómo?

Hizo un último intento por llamar a su padre, como si así pudiese evitar la descabellada empresa que había urdido.

—Papá…

Su voz sonó tan débil por el llanto que atenazaba su garganta que apenas pudo escucharse a sí mismo, pero eso seguro que lo había oído, seguro. Clavó las uñas en sus rodillas, solo por si acaso estaba soñando. No. Seguía allí, inmerso en las tinieblas de su habitación, con algo agazapado bajo su cama, alimentándose de su miedo.

Se acababa el tiempo.

Era ahora o nunca.

Cerró los ojos con fuerza para limpiar las lágrimas, y cuando los abrió vislumbró la salida. El camino daba la impresión de estar despejado, y su habitación no era demasiado grande, aunque ahora se le antojaba inmensa, interminable.

No… no…

Pero debía huir ya… ¡ya!

 Hizo acopio de valor y saltó de la cama lo más lejos que pudo con la intención de que aquello no alcanzase sus piernas, pero tampoco sabía la longitud de sus brazos, si es que los tenía. Quizá había corrido un riesgo demasiado grande… pero ahora ya era tarde. Corrió todo lo rápido que pudo hacia la puerta, y ni siquiera sintió un golpe de aire causado por una garra en un intento fallido por apresarlo. Su grito, mientras huía de la habitación, se quedó en un débil y vulnerable gemido, y cuando llegó a la puerta no se atrevió a mirar atrás. Se sujetó al marco para controlar el giro de su cuerpo y enfiló el pasillo con el único cometido de abandonar su casa sin morir en el intento.

Un relámpago hizo brillar dos puntos bajo la cama que lo observaron con atención. Por un momento, Coco, el pastor alemán, sintió la tentación de seguir a su amo en la carrera, pero decidió quedarse allí debajo un rato más, al menos hasta que aquel estruendo que sacudía el cielo remitiera. Además, si lo encontraban allí lo llevarían fuera, y por nada del mundo deseaba eso… por nada, ni siquiera por su amo. Debajo de la cama estaba seguro, sí, el miedo que lo había obligado a entrar en la casa furtivamente por la puerta de atrás había desaparecido. Se relamió el hocico y acomodó la cabeza entre sus patas a la espera de que su amo regresara.

A la mañana siguiente la tormenta se había desintegrado, y el cielo era tan azul que contrastaba magníficamente con el verde de la naturaleza.

Eran las diez de la mañana y Pedro Piles subió a la primera planta para despertar a Damián. Mientras sentía el crujir de los escalones bajo el peso de sus pies pensó en la suerte que tuvieron anoche todos los vecinos de la zona. Para ser sincero consigo mismo, nunca pensó que la actuación del cuerpo de bomberos fuera a ser tan efectiva y contundente. El incendio en la gasolinera de la comarcal C-105 había sido tan peligroso como espectacular. Los gases que desprendía habían iluminado el cielo como si de fuegos artificiales se tratara, hasta ahí llegaba la parte más llamativa del incomprensible accidente, pero de no ser por los bomberos y por la colaboración de los vecinos, el desastre podría haber sido irreparable, ya que la comarcal atravesaba la cordillera de Atxun, a muy pocos kilómetros de su parcela, y el fuego podría haberse propagado con rapidez a pesar de contar con la ayuda de la lluvia.

Cuando Pedro llegó a la habitación de Damián se sorprendió al no encontrar a su hijo durmiendo, y más aún cuando vio a Coco tumbado plácidamente debajo de la cama.

—¡Coco! ¿Cómo has entrado? ¡Fuera de aquí!

El animal lanzó un gemido y salió corriendo de la habitación con el rabo entre las patas, imitando el recorrido que horas antes había hecho su amo. Pedro contempló con expresión severa cómo el perro huía sin mostrar resistencia, y solo se detuvo un momento a pensar por dónde había entrado a la casa, porque luego sus pensamientos se centraron en Damián. Él llevaba levantado desde las ocho de la mañana, y en ningún momento lo había visto, ni dentro de la casa, ni fuera.

—¡María! —gritó mientras cruzaba la puerta en dirección a la escalera—. ¿Has visto a Damián? Su cama está vacía.

—¡No! ¿No está en su habitación?

—¡No!

Pedro, de pronto, notó cómo una mano gélida trataba de comprimir su corazón. Era un mal presentimiento, de esos que cuando se atraviesan en tu mente ya no puedes arrancarlo. Sintió un vuelco en el estómago y un calor intenso correr por sus venas. Cuando llegó al final de las escaleras, que desembocaban en un amplio distribuidor, se encontró con María. Su rostro alicaído denotaba preocupación.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está Damián?

—No lo sé, no lo sé…

Pedro corrió hacia la puerta de entrada. El día, después del incendio que habían sufrido anoche, había quedado soleado, espléndido, pero para él fue como adentrarse en el infierno. Corrió por la granja seguido de María, gritando el nombre de su hijo, suplicando por escuchar una respuesta, sin embargo, solo el silencio se manifestó. Mientras rodeaba el granero, se le ocurrieron cientos de motivos por los que su hijo podía haber desaparecido, y cada uno de ellos le produjo un escalofrío en el espinazo insoportable.

—Mi hijo, mi hijo…

Los lamentos de María los escuchó como si proviniesen de detrás de la montaña, muy lejanos, como si jamás hubieran debido ser pronunciados. ¡No! Su hijo estaba bien, debía estar bien.

Coco, que encontró la puerta principal abierta, corrió hacia sus amos y brincó juguetón a su alrededor hasta que intuyó que realmente no estaban jugando, que algo malo había ocurrido.

Pedro trataba de mostrarse fuerte, convencerse a sí mismo de que existía una explicación plausible, pero no pudo evitar que sus ojos se anegaran de lágrimas. No lo encontraban, no estaba por ningún sitio.

Coco, de forma repentina, comenzó a ladrar y arrancó en una veloz carrera hacia los límites de la granja. Enfiló el sendero que quedaba a la derecha, y cuando Pedro lo vio, le vino una sola palabra a la mente: el arroyo. Sintió el batir afanoso de su corazón y quiso desechar la imagen de Damián flotando sin vida en el agua.

—¡El arroyo! —gritó con la voz entrecortada.

Emprendió la persecución del perro lo más rápido que sus piernas le permitieron. María lo siguió en la distancia, no era tan rápido como él. Coco adoraba a Damián, pensó Pedro al tiempo que sobrepasaba la cancela, estaba seguro de que corría hacia él. El temor de encontrar a su hijo ahogado en el arroyo le oprimía el corazón y le arrebataba el aire de los pulmones, pero debía seguir, quizá… quizá todavía estuviese a tiempo.

El aire todavía olía extraño, eran los vestigios del incendio. Ahora eso no importaba, nada en absoluto. Mientras cruzaba el sendero, pensó en Damián, su hijo, su pequeño. Había perdido de vista a Coco, pero sabía dónde lo encontraría.

El arroyo, el jodido arroyo…

Al final del sendero el terreno se abrió entre la vegetación. Desde allí podía escuchar el discurrir del agua por su cauce, un sonido reconfortante en una situación normal, pero que ahora era lo más parecido al lamento de un moribundo.

Y entonces Pedro lo vio.

Estaba tumbado junto a la orilla, inmóvil. Su pecho se contrajo como si su vida tratase de escapar por su garganta. Se detuvo un instante, incapaz de reaccionar, el tiempo suficiente para que María le diera alcance. Coco, que había llegado ya, lo olisqueaba temeroso, pero eso era porque siempre le había dado miedo el arroyo. ¡No significaba nada!

Cuando sintió la mano de María aferrarle el brazo, despertó de su horror y corrió hacia Damián. No se movía. Su hijo no se movía. Cayó de rodillas frente a él y le agitó el hombro. Debía mostrarse fuerte, comprobar el estado de su hijo, comprender qué había sucedido. María llegó y se arrodilló junto a Pedro.

—¡Damián!

El pequeño no se movió.

—¡Damián! —volvió a gritar Pedro zarandeándolo más fuerte.

Damián abrió los ojos lentamente. Soñaba con algo agradable, y por un momento creyó que aún no había despertado.

Coco ladró exultante.

Cuando Damián comprendió que se había quedado dormido junto al arroyo, sonrió a sus padres, y durante ese instante, olvidó el verdadero motivo por el que había llegado allí.

—Dios mío, Damián —dijo María entre sollozos mientras lo abrazaba—. Estás bien, mi niño está bien…

Pedro le devolvió la sonrisa entre lágrimas. No iba a reprenderle por lo que había hecho, no pensaba hacerlo.

Entonces, Damián recordó qué lo había inducido a huir de casa y un extraño frío le provocó un temblor, pero jamás se lo contaría a sus padres. Jamás.


A día de hoy, Damián ha cumplido cuarenta y cinco años. Recuerda aquella noche como si fuera un sueño, o quizá una especie de falso recuerdo, pero en lo más profundo de su corazón, sabe que ocurrió de verdad. Algo había debajo de la cama, algo que agitó su colchón y arañó la tarima, sin embargo, cada mañana se repite a sí mismo que los monstruos no existen.

FIN

 

No suele ser lo habitual, pero en ocasiones, conviene levantar la falda de las mantas y mirar debajo de la cama cuando te vas a dormir, solo por si acaso. Este mini-relato es una adaptación de un episodio narrado en El proceso del mal, y el cual está inspirado en hechos reales, solo que en vez de debajo, ocurrió sobre. Hay veces que, escribiendo las palabras correctas en el orden adecuado, se pueden despertar terrores que quizá se mantengan ocultos en lo más profundo de la mente. Seamos sinceros, mi intención (como escritor del género de terror) ha sido aplicarles un poco de cloroformo, pero no te preocupes, esta historia, solo es una historia más, y en la mayoría de los casos ese estrecho y oscuro hueco bajo tu cama suele estar… vacío.

Dedicado a José Losada.




 

12 comentarios:

  1. Ha sido un auténtico honor que cuentes conmigo, y para mí, un placer escribirlo para ti. Gracias Jose.

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  2. Manejas con precisión las tensiones para obligarnos a sentir y recordar que, por más que las creyésemos olvidadas -¡ilusos!- aquellas pesadillas infantiles igual no eran tan soñadas. Gracias por el relato.

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  3. Me ha parecido un relato alucinante. Me gusta mucho la literatura de terror pero me da miedo. Jejeje. Y lo que acabo de leer me ha dejado pegada a la pantalla de mi portátil desde la primera línea hasta el "fin". Muchas gracias. Un saludo, Diego.

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  4. Gran relato, Diego! Me has tenido en tensión todo el rato. Felicidades!

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    1. Gracias Yazmina, me alegro mucho de que te haya gustado!

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  5. Con lo miedosa que soy... y no podía dejar de leer, me ha gustado mucho. Gracias

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  6. La madre que te trajo, Diego!! Casi me coge un patatús!! Tu quieres que me muera de un infarto, no? Primero casi me da algo con el monstruo asesino, luego me da la risa cuando veo al perrete debajo de la cama. Pero luego, para rematarlo, casi me muero pensando en el pequeñino, ahí ahogado en el arroyo!! Ya te vale... T-T (lloro) XD
    Ahora en serio, me ha encantado!! Aunque eso viene siendo ya algo habitual ^^ Gracias por el ratito de lectura ;) Muy ameno de leer y la historia con los giros que me gustan (aplausos)
    Y gracias José por haberle llevado a escribirlo, claro!! :D
    Besitos a los dos!!

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    1. Jajaja, me alegro de que te haya gustado. Tú siempre me lees con muy buenos ojos. Un abrazo!!

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