lunes, 20 de noviembre de 2017

La despedida (Ana Larraz/ Grupo C)



Andrés chocó contra el árbol.

El impacto hizo que todo el alcohol que llevaba en sangre desapareciera.

Notó cómo el airbag saltaba, impactándole en el pecho y que miles de cristales volaban hacia su cara.

¡No se lo podía creer! ¡Imposible que eso le estuviera sucediendo! ¡Nadie conducía mejor que él!

 

Ese era el camino a su casa, el que hacía cuatro veces al día, y acababa de estrellarse contra un pino que llevaba allí más de cuarenta años.

Estaba en medio del campo, en una carretera comarcal por la que apenas pasaba nadie. No podía echarle la culpa de su colisión a ningún otro conductor porque no lo había. Se salió de la calzada y embistió al único árbol que daba sombra en aquella solitaria vereda.

 

Empujó la puerta, que tras un pequeño forcejeo, se abrió y bajó del coche. Antes de nada, miró hacia delante en busca de ayuda, pero no vio ningún otro vehículo. Hasta los pájaros parecían haberse alejado de ese lugar; ni siquiera se les oía piar.

 

Una vez convencido de que no iba a encontrar auxilio, se sacudió los cristales que llevaba encima y, con su propia camisa, se limpió los pequeños chorros de sangre que salían de los cortes que cubrían su rostro. Comprobó que no tenía ninguna herida seria y que podía mover sus brazos y piernas sin dificultar, y entonces, solo entonces, empezó a llorar desconsoladamente mientras se lamentaba de su mala suerte…

 

No se explicaba cómo se encontraba en esa situación.

Recordó que, cuando salió del bar, tenía un fuerte dolor de cabeza; desde hacía algún tiempo había empezado a notar que los efectos del alcohol tardaban más de la cuenta en desaparecer, y que ese dolor de cabeza recurrente, siempre era después de tomarse un par de cervezas. A pesar de ello, se puso al volante y, al rato, cuando ya estaba en la carretera, de repente vio el árbol en su camino.

Se frotó con fuerza los ojos, para intentar que los puntitos de colores que veía desaparecieran. Hipó más fuerte y, sujetándose la cabeza, intentó recordar cómo había comenzado todo:

 

Se había levantado temprano, como todos los días, y casi sin desayunar —hacía una temporada que no le sentaba muy bien la comida de primera hora—, se fue a trabajar. Hacia las diez de la mañana, sintió la necesidad de tomarse una cerveza. No le importó que fueran horas de trabajo. Lo dejó todo y se fue a su bar de siempre. Pero no fue solo una caña la que consumió, hacía mucho calor aquella mañana y le apeteció otra cerveza bien fría. Al poco rato, llegó uno de sus conocidos y no le quedó más remedio que invitarle y acompañarle. Luego, el amigo quiso corresponder y él, por no quedarse atrás, le invitó nuevamente; siempre le gustaba ser quien pagara la última consumición. Su acompañante no quiso más, pero Andrés sí se bebió la cerveza que la camarera de siempre, sin preguntar, le puso delante.

—Yo sé que tú eres muy capaz de tomarte cuatro cervezas antes de las diez de la mañana —le dijo la chica mientras le rellenaba el vaso.

Y él, se hinchó de orgullo al tiempo que, sonriéndole, se bebía la quinta caña de un golpe.

Le vino a la memoria que, después de aquello, tuvo que ir a orinar y que le costó acertar en el inodoro, pero no le dio importancia. Se despidió y cogió el coche. Se le había hecho un poco tarde y le quedaba mucha tarea por delante antes de que llegara la hora de comer.

No tenía muy claro qué era lo que había pasado después, pero eso era lo de menos: había estrellado el coche de su mujer y no tenía una explicación coherente que darle, ni a nadie a quien culpar.

Pensó en decirle una mentira: que un tremendo jabalí se había cruzado en su camino y que al intentar esquivarlo había acabado en la cuneta. Quizás le creyera, aunque después de tantas medias verdades que últimamente le contaba para justificar sus ausencias, no era fácil que Isabel se tragara la trola, o que al menos, hiciera como si le creyera.

 

Miró el coche que no paraba de sacar humo. Lo había destrozado. No entendía cómo había salido sin ningún rasguño.

El morro estaba aplastado, no quedaba ningún cristal en su sitio y el airbag ocupaba el lugar donde hasta hacía unos minutos había estaba sentado él.

Al ver su vehículo, empezó a ser consciente de la gran suerte que había tenido. No tenía ningún rasguño y el accidente podía haber sido mortal. Notó el olor a gasolina quemada y, con un poco de miedo, temía que el coche pudiera estallar. Se alejó unos metros.

 

Se sentó en la cuneta mientras pensaba en su hija de tres años, a la que podía haber dejado huérfana y la de su mujer, siempre malhumorada. Imaginó la cara de decepción y tristeza que pondría su esposa, cuando él llegara a casa y le explicara lo del animal invadiendo el camino. Le dolía más intuir la pena que iba a sentir Isabel al reconocer otra nueva mentira que todos los morados que ya le estaban empezando a salir en el pecho.

 

No entendía cómo había llegado a esa situación. Él era un bebedor social. Le gustaba tomarse unas cañas con los amigos cuando salían y, ¿por qué no?, también un par de cubatas. Siempre había sido así, y cuando conoció a su ahora mujer, a ella no pareció disgustarle. Era muy ingenioso en cuanto se tomaba una cerveza…

 

La cabeza le seguía doliendo, pero estaba seguro de que ya no era solo por el alcohol, sino la sensación de asco que le estaba invadiendo. Asco de sí mismo, de ver la persona en la que se había convertido, de lo decepcionante que era su vida y del horrible futuro que le aguardaba. Notaba un martilleo insistente en las sienes que no le dejaba concentrarse.  

No era idiota. Hacía tiempo que veía que las cosas no iban bien ni en su trabajo ni en su casa. Era consciente de que su matrimonio estaba a punto de naufragar y que no le echaban de su empleo porque era el hijo del dueño. No había que ser un lince para darse cuenta de que todas las mañanas tenía que hacer un alto en el trabajo para ir en busca de una cerveza fría, y si quería ser justo consigo mismo, nunca era solo una. Y por la tarde, le sucedía exactamente lo mismo. Se veía obligado a partir la jornada por tomarse «su rubia», como le decía la camarera que también parecía conocerle, cuando se la ponía delante. En ese momento, no le hicieron ninguna gracia las palabras que le había dirigido la chica un rato antes. Se vio así mismo como lo debía ver la joven y el resto del mundo: un borracho; y no le gustó.

Por fin se acababa de dar cuenta de que, tal y como le decía Isabel una y otra vez, tenía un tremendo problema.

Notó que, a pesar del calor que hacía, estaba temblando. No conseguía tranquilizarse. Sus manos se movían sin que pudiera evitarlo, el corazón le latía aceleradamente y su respiración iba desacompasada.

Con gran esfuerzo, intentó imaginar la cara de su hija sonriéndole, mientras hacía fuerza para desacelerar su corazón, detener el movimiento de sus manos y respirar con normalidad.

El truco logró su efecto y, poco a poco, el ataque de pánico desapareció.

Andrés, más sereno, se quedó sentado allí, hasta que, en un momento dado, se limpió las lágrimas y en sus ojos apareció una pequeña luz: había tomado una decisión.

 

A pesar de tener todo el cuerpo dolorido, se levantó, y aunque sabía que su automóvil no se podía mover y que nadie lo iba a robar en aquel lugar, metió la llave en la cerradura de la puerta. Sentía que eso formaba parte de su pasado y lo quería dejar bien cerrado. Después, se puso a caminar hacia su casa.

 

Cuando dos horas más tarde llegó, se encontró a Isabel hecha un manojo de nervios, asustada por la ausencia injustificada de su marido. La niña estaba sentada junto a ella sin entender por qué lloraba su madre.

Andrés las abrazó y comenzó a contarles lo que había pasado.

No mintió.

Fue sincero y a pesar del rechazo que notó por parte de su esposa cuando dijo que había sido el alcohol el culpable de todo, siguió hablando y pidiendo ayuda.

Le rogó a su mujer que, por el amor que le había tenido, por esa hija a la que él quería ver crecer orgullosa de su padre, no le abandonara. Quería que le acompañara en el largo y difícil camino que tenía por delante para volver a ser la persona de la que ella se enamoró.

 

Isabel no lo dudó.

 

Esa misma tarde, juntos escribieron una nota en la que Andrés se comprometía a no volver a probar una gota de alcohol. Vaciaron la única botella de vino que quedaba en la casa y metieron dentro el papelito. Después, le pusieron un corcho y, los tres juntos, fueron al muelle para desde allí tirarla al mar.

En ese mensaje iban sus deseos más queridos. Era una petición de auxilio al mundo, pidiendo fuerza para poder vencer su adicción.

 

Una vez hecho eso, llevaron a su hija a casa de sus abuelos y, la pareja, más unida que nunca, se marchó a su primera reunión de alcohólicos anónimos.

8 comentarios:

  1. Muy intenso. Una descripción interior continua que lleva reflexión y a la reflexión. Enhorabuena.

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  2. Gracias, Ana. Has tratado un tema delicado para las personas que lo sufren, tanto directa como indirectamente, con mucho tacto. Sabes que me gusta tu forma de narrar, profundizando en los aspectos más internos de los personajes. Enhorabuena. Besos.

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  3. Un relato que trasmite mucho, Ana. Desde esa reflexión interior que deja al desnudo el problema del personaje, hasta esa reacción positiva de pedir ayuda y comprensión para cambiar. Felicidades

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  4. Gracias, me gusta q las cosas acaben bien ja ja

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  5. Tema peliagudo tratado con respeto. Un relato precioso, muchas felicidades!
    Después dices q no eres romántica, eh!

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  6. Relato emotivo escrito desde dentro y con mucho tacto. Enhorabuena, Ana.

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