lunes, 27 de noviembre de 2017

El retorno (Merche Maldonado/ Grupo A)


Primera parte.



Mi abuelo siempre decía: cuando un barco naufraga hay que abandonarlo y mantenerse a flote.  Él falleció el invierno pasado a los 82 años.  En esa misma estación nos dejó mi padre.

Fue muy duro para la familia, sobre todo para mi madre. Ella se cerró en su mundo interior y entristeció. También abandonó la única afición que le agradaba y dejó de pintar.
Para acabar de rematar, mi novia decidió que estaba mejor sola. Tan siquiera me cedió un tiempo para reponerme de mis perdidas. Apuntó a la yugular e hincó el diente.
A nado, simbólico, nos dirigimos, mi madre y yo, hacia la orilla de Santa Catalina.  Según mi abuelo era el pueblo de pescadores más entrañable en el que había vivido.  Según mi madre un pueblucho donde Dios perdió la zapatilla. 

La miré de reojo. Ella conducía su coche, inmersa en sus recuerdos —supongo— y yo echando de menos a Irene.
—Ya llegamos, Marc. Mientras yo me ducho podrías ponerte ropa de deporte y correr un rato por la playa. Te sentará bien.
—Me has leído el pensamiento, mamá.
Apareció delante de nuestro vehículo un camino cerrado por una verja que se abrió a la orden del mando a distancia. A la vez que se despapaba la visión de una casa blanca con el tejado de pizarra, a mi acompañante se le inundaron los ojos. Imagino la emoción que supondrá para ella volver después de treinta años. Giró la cabeza hacia el otro lado de donde estaba yo para que no la viera. Después de emitir un suspiro dijo:
—Ya estamos en casa.
Miré hacia una placa metálica, situada en la parte izquierda del muro de piedra que envolvía toda la propiedad: Villa Marina. Era el nombre de mi madre.
Aparcamos a un lado del camino y salimos del coche estirando nuestros huesos. Me adelanté y cogí el equipaje. Al entrar en la vivienda me sorprendí al observar que todos los muebles estaban tapados con telas de diferentes colores. A la señal de mi madre, alzando la cabeza hacia la escalera, decidí ponerme ropa cómoda y salir a correr por la playa. Ella quería estar sola y lo respetaba.

El día era fresco. La primavera fortalecía el verde de los pinos. Un perfume intenso y húmedo me inundó. Respiré hondo y bajé la escalera de madera que conectaba la casa con una cala pequeña aunque hermosa. Al tocar la arena, hice unos estiramientos rápidos y arranqué a correr.

Pasaron diez minutos y me notaba cansado. El aliento entrecortado me obligaba a jadear y emitir unos sonidos de hombre viejo y resfriado. Paré y me sujeté la cintura con ambas manos e incliné el cuerpo hacia atrás. Necesitaba abrir mis pulmones.  Al volver a mi posición inicial me percaté de que un objeto sacudía mis pies. Las olas empujaban a una botella de cristal transparente tapada con un corcho.  Volvía y retrocedía rodando en su interior algo que me intrigó. Me agaché con una mueca de dolor y recogí el envase. Al mirarla con detenimiento me cercioré de que dentro contenía un papel. Por supuesto miré hacia todas las direcciones y no había nadie. Solo un barco pesquero trajinaba cerca y de modo inconsciente alcé la mano para reclamar su atención. Pensé que no podía provenir de ahí. Quizá lo lanzaron desde algún yate o barco de pasajeros. Por un momento, me imaginé siendo un pescador y teniendo un barco propio. Con un suspiro volví a la realidad y destapé la botella. Al extraer su contenido un mensaje escrito con un rotulador negro apareció ante mis ojos. Perplejo lo leí sin demora:

«Ahora que has vuelto, te prometo, amada mía, que nunca te volveré a dejar marchar. Hazme una señal, blandiendo un pañuelo rojo al viento y mi velero embestirá las olas hasta que podamos encontrarnos de nuevo.  Te amo. Fermín».

Que cursi, pensé. Guardé el mensaje en el mismo envase y lo tapé con el corcho. Di por finalizada la carrera y me encaminé a paso calmado hacia la casa.

—¡Mamá, mira lo que he encontrado en la playa: un mensaje dentro de una botella!

Ella se quedó inmóvil, observándome con los ojos muy abiertos. En un arrebato me lo quitó de las manos y nerviosa sacó el papel. Lo leyó con ansia mientras y deduje que ella era la destinataria. ¿Quién era ese Fermín y por qué le mandaba un mensaje a mi madre?

Segunda parte.



Es un castigo que Dios me ha mandado por el daño que ocasioné. Fermín, nunca me perdonará que me marchara sin despedirme de él. Estábamos enamorados pero mi padre tenía razón. Era imposible nuestro amor. Unos adolescentes sin cabeza que pretendían vivir en un barco y alimentarse de la pesca que obtuvieran. Recuerdo la conversación que tuve con él:

«Hija, eres muy joven, todavía no eres mayor de edad. Nunca saldría bien una relación con un pescador local y blanco.  No quiero decir con eso que tengas que agradarnos, a tu madre y a mí, y buscarte un chico de nuestra comunidad, pero al menos que sea un hombre con futuro. Entiéndelo,  termina el verano y nosotros nos vamos a la ciudad. Pronto comienzas las clases y debes aplicarte y aprobar con buena nota la carrera de arquitectura». 

Entendí que tenía razón y no acudí a la cita.

Desde el primer día que llegamos a Santa Catalina para pasar el verano, daba largas caminatas por la playa. Observaba los colores y matices de todo mí alrededor y luego los plasmaba en mis pinturas. Me relaja pintar. Ese mismo día me fijé en una figura que pasaba por el horizonte. Un barco de color blanco captó mi atención y no pude dejar de mirarlo hasta verlo desaparecer. AL levantarme, me dio la sensación de que desde allí me saludaban y secundé el gesto, divertida.

Desde entonces, en cuanto amanecía, salía corriendo de casa y bajaba los escalones de madera de dos en dos hacia la playa. Me sentaba en la arena a esperar que pasara el barco y en cuanto lo veía aparecer me levantaba de un salto y lo saludaba. Pasaron los días y ese gesto se convirtió en una costumbre.  Sin saber cómo, la estela blanca se acercaba cada vez más a la costa, hasta que un día escuchamos nuestras voces.  Entonces él arrojó algo al mar, midiendo con cautela las corrientes y se marchó. Intrigada esperé hasta tener el objeto cerca y recogí mi pieza. Era una botella transparente tapada con un corcho. La agité y note que en su interior había un papel blanco. Después de sacarlo y desenroscarlo con prisa lo leí:

«Me llamo Fermín. Me encantaría conocerla y poder hablar con usted. La invito mañana a dar un paseo en mi barco. Si está de acuerdo, cuando me vea a lo lejos, alce con las manos un pañuelo rojo y sabré que acepta la invitación. Espero impaciente su respuesta».

Por supuesto que fui y en mi mano derecha ondeaba la señal del pañuelo encarnado. Esa mañana lo pasé genial. Decidí que cada día iría con él y volvería antes de que mi padre se enterara de mi ausencia. Sin embargo, un día alguien me esperaba en la arena con los brazos cruzados y una mueca de enfado en su boca. Me despedí de Fermín y con cautela fui a su encuentro. La charla con mi padre ya la sabéis.

Desde ese día no volví a la playa. Me quedaba en mi habitación pintando el contraste de colores que se confundían con el mar. Entristecida, miraba como a medida que pasaban los días, el barco blanco dejaba de acercarse a la playa hasta convertirse en un punto blanco en el horizonte. Era lo mejor, lo sabía, pero algo en mi interior se esfumó con sus velas.

Cuando acabó el verano nos marchamos del pueblo sin haberme podido despedir de Fermín.  Acabé la carrera de bellas artes —mi padre no consiguió contagiarme la pasión por su misma profesión— y me enamoré de un chico que fue del agrado de mis padres. Tuve a Marc, un precioso bebé de tres quilos setecientos gramos y fui muy feliz. Hasta que la desgracia azotó a la familia. Mi padre murió, al poco tiempo le siguió mi esposo y para colmo a Irene se le ocurrió dejar la relación con Marc. Mi hijo se entristeció tanto que pensé en las palabras que siempre decía mi padre: cuando un barco naufraga hay que abandonarlo y mantenerse a flote. 

Ahora me veo envuelta en el recuerdo de mi juventud. Sosteniendo un simple papel me sorprendo rememorando a un joven de ojos azules como el mar y torso blanco y curtido por el sol.

Tercera parte.



La noche cerrada me alertaba de su vuelta, estoy seguro. Un pellizco en el estómago me hizo mirar esa mañana hacia la cala donde conocí a Marina. Desde lejos pude ver cómo un coche se adentraba en el camino y aparcaba justo delante de Villa Marina. Puede que fuera mi ilusión pero juré verla a ella. Sin pensarlo cogí un envase vacío y un corcho de una bolsa. Rasgué un pedazo de papel de una libreta y con el rotulador negro escribí un mensaje y lo introduje dentro. Después de observar la corriente del mar lo lancé al agua.

Tengo la esperanza de que Marina aparezca y tener la oportunidad de hablar con ella. Debo decirle que no volví porque fui un cobarde. Muchas veces pensé en llegar por tierra, bien trajeado, y presentarme en su casa. Pretendía hablar con sus padres y ofrecerles mis respetos. Sin embargo, no tuve valor. Ella era hija de una familia adinerada y  yo solo un pescador. Sé que nuestra diferencia de piel no hubiera sido un impedimento porque los dos hablamos largo y tendido del tema. Ahora, todo ha cambiado. Soy un hombre valeroso y capaz de enfrentarse a la más temible de las tormentas, la vida me ha ido bien y poseo en la zona una importante flota pesquera.

Pese al paso del tiempo, nunca me he podido desprender del barco que cobijó nuestro amor. En ocasiones, inconscientemente, me acerco a la cala y en mi mente la veo observándome.  Sin embargo, hoy me he llevado una sorpresa: un desconocido recogía mi mensaje.  He maldecido a los cuatro vientos y para colmo ese personaje me ha saludado.  Debo irme, lo sé, pero sigo anclado en el mismo sitio como si estuviera navegando en un mar congelado.

Algo me altera. Es una sensación extraña. Me giro hacia la playa y la veo a ella, blandiendo un pañuelo rojo en su mano. Parece irreal, una alucinación, pero el corazón se me adelanta y levanto el ancla. Cada vez estoy más inquieto y me tiembla todo el cuerpo. Enciendo el motor y giro el timón con un empuje fuerte de mi mano. La veo. Han pasado treinta años, pero sigue siendo la mujer más hermosa que he visto. Su cabello negro está sujeto en un moño alto que no puede controlar que se desprendan algunos mechones y dancen a su antojo. Lleva un vestido de color blanco que destaca su piel negra y se pega a su esbelta silueta. Faltan unos metros para llegar a la orilla, cuando veo que se introduce en el agua y avanza hacia mí sin dejar de blandir el pañuelo encima de su cabeza. Una gran sonrisa destaca sus dientes perfectos esperando que sus labios se unan a los míos. Paro el motor y echo el ancla sin pensar. Me lanzo al agua con desespero. Nos encontraos a la mitad del camino y nos besamos. Te quiero, Marina. Nunca te separes de mí, le digo.

7 comentarios:

  1. Que romántico y bello Merche. me encantan los cuentos que hablan sobre amores adolescentes. Precioso!!!

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Ana. Me alegro mucho de que te guste. Besos Mil.

    ResponderEliminar
  3. Me ha encantado, Merche! Qué romántico! Felicidades!

    ResponderEliminar
  4. Bonito el juego de tiempos, bonita la exposición de sentimientos, grácil el modo en que implicas al lector para que complete, redondee la historia. Gracias.

    ResponderEliminar
  5. Muy bonito, Merche. Me ha gustado mucho el juego de tiempos. Enhorabuena!

    ResponderEliminar
  6. ¡Qué romántico! Me encantan estas historias de reencuentros tras el paso del tiempo; muy bonito. Felicidades, Merche

    ResponderEliminar