jueves, 16 de noviembre de 2017

Mini relatos honoríficos 7: (El altar de la colina/ José Francisco Sastre García






Me temo que sí, señoras y señores. Al invitado de hoy también lo conozco en persona (y bastante). Fue el primer autor que consiguió hacerme leer una saga de cuatro entregas, y me es imposible olvidar a Calet-Ornay, a Dartia (sobre todo a esta. Llevo dos años soñando todas las noches con ella) y sus aventuras por el mundo Atlante… ¿Os cuento el final? Vale, seré bueno.

            Es el escritor al que más he leído (y no bromeo): los cuatro libros de la saga de Calet, el posterior de Semillas de Cthulhu, los tres o cuatro relatos de las antologías en las que aparecemos juntos y sus historias para el taller de escritura. Estuvo conmigo cuando empecé a dar clases en Ranciadolid (buena ciudad para valorar escritores, y donde abunda el compañerismo). De ahí pasé al Cibertaller.

            Me atrevería a decir que fui el primero en terminar de leer la saga de Calet, pero no estoy muy seguro. Lo que sí sé, es que José Francisco y yo aún tenemos una partida de ajedrez a medias, que la dejamos a la mitad por centrarnos en la escritura y pasar hambre…

            Es la persona que más sabe de Lovecraft (doy fe de ello), y le ha homenajeado varias veces en distintos relatos. Semillas de Cthulhu  —que además es el libro que podréis adquirir si decidís pinchar el link y darle una oportunidad— es un gran homenaje a dicho autor. Me lo leí volando, y tengo que releerlo porque la verdad es que me gustó bastante.

            “El altar en la colina” (altar que me voy a quedar sin pisar como todas las semanas siga mentando chicas como que no quiere la cosa) se basa en Galicia, y si la semana pasada os moristeis de gusto, esta lo haréis de miedo. Tiene esa parte escalofriante que tanto domina el autor. Son más de veinte años entre lecturas y escritura diaria (y se nota. Ya me lo diréis).

            Reconocería un relato escrito por él entre miles. Todos tienen ese sello “Sastre García” de estilo cuidado, culto y de calidad.

            Si el relato de hoy os gusta, pasad a mayores con Semillas de Cthulhu (no os defraudará).


            ¡Hasta la semana que viene!





EL ALTAR EN LA COLINA

 

José Francisco Sastre García

 

I

Acaba de llegar al pueblo. Se halla enclavado en la Galicia profunda, la más profunda que pueda imaginarse, una aldea perdida en medio de la nada, rodeada de colinas y bosques que la convierten en un lugar casi por completo invisible para cualquier viajero; tan sólo un camino de tierra, sin asfaltar, llega hasta ella entrando por el Sur… ¿Cómo se llama el lugar? Ah, sí, Valmeiga…

Los habitantes parecen agradables, hospitalarios, aunque de vez en cuando Raúl cree percibir en ellos una expresión de sospecha, de recelo, como si lo vigilaran, por si acaso se le ocurriera meter las narices donde no lo llaman.

Busca alejarse del mundanal ruido, encontrar un poco de tranquilidad y sosiego, y parece que lo ha encontrado por fin en este lugar abandonado de todos: compró la casa, molinera, con bodega y desván, por un precio irrisorio, un edificio antiguo situado en las afueras, si es que se puede definir así la posición de una vivienda en una población que apenas puede ser descrita como tal, ya que consta de escasamente una veintena de construcciones dispersas sin orden ni concierto, sin calles, con amplios espacios abiertos…

Por lo que respecta a las gentes, no hay duda de que son los típicos gallegos, con su hablar cerrado y a veces casi ininteligible; y, sin embargo, hay algo en ellos, algo que el recién llegado percibe pero no acaba de descubrir, una cualidad que podría denominar marina a la vez que etérea… Tal vez sea por el olor a salitre que parece flotar de forma permanente a pesar de estar tan alejada del mar. En algunos de aquellos personajes los ojos aparecen como saltones, demasiado bulbosos para su gusto, y un tanto encorvados, como si no pudieran con el peso de sus cuerpos…

Es su primer día, lo dedica a poner orden en su nuevo hogar: deshacer las maletas, colocar las cosas, hacer una limpieza inicial que tendrá que repetir más a menudo hasta que esté a su gusto, habitable…

Decide tomarse un descanso. Es media mañana, va a dedicarla a explorar los alrededores hasta la hora de la comida. Es un día de otoño, finales de octubre en concreto, un poco antes de Todos los Santos, y se va notando el frío que se cuela en el cuerpo hasta los huesos, hasta el tuétano, imposible de paliar ni con abrigos… Hay que estar muy acostumbrado a este clima para soportarlo en condiciones.

Puede ver la actividad de los agricultores, que se afanan en sus huertos y tierras, mientras los ganaderos llevan los animales a pastar, al ordeño… A pesar de todo, el ambiente parece sereno, pacífico, sin prisas ni agobios.

Sale del terreno cultivado y se encuentra en medio de arboledas vírgenes, salvajes: robledos, alisedas, abedules… Los sotobosques de acebo y otras especies son tupidos, tanto que en ocasiones le obligan a desviarse para poder continuar con sus vagabundeos.

Cuando quiere darse cuenta, se encuentra subiendo una cuesta suave hasta lo alto de una de las colinas, al sudoeste de Valmeiga. Es un lugar agreste, semipelado, en el que se alzan, anacrónicos, como dientes partidos de una gran bestia, unos restos que semejan columnas de alguna antiquísima civilización; como de costumbre, el pasado más remoto se asoma en los lugares más alejados del mundo “civilizado”… Distingue marcas semiborradas en las construcciones, señales que no identifica a pesar de tener unos conocimientos de historia antigua bastante razonables, deben pertenecer a alguna cultura ignota.

Tomándose su tiempo, pues quiere disfrutar de un escenario tan sorprendente y fascinante, se dedica a bordear el pueblo, subiendo y bajando colinas, esquivando forestas, tropezándose una y otra vez con más ruinas prehistóricas, pues ahora sabe con certeza, a juzgar por los extraños grabados que puede percibir por todas partes, que ningún pueblo de los conocidos por la Historia construyó esos restos de lo que debieron ser centros rituales. Y, a medida que avanza, alcanza por fin la cima de una colina alargada, donde en la distancia cree percibir más señales de cultura antigua, pero… Se acerca a ellas con una aprensión que comienza a aferrar su corazón en una garra gélida, entumecedora, que hace que sus pasos se vayan enlentenciendo.

Poco a poco, su ánimo se va enfriando, cayendo bajo una sombra de inquietud, una sensación de incomodidad que va aumentando para convertirse en una incertidumbre malsana que lo va frenando hasta detenerse por completo ante el sombrío escenario…

Lo que está viendo no es lo típico hasta ahora: sí, son ruinas de tiempos pasados, que conforman un círculo de unos diez metros de diámetro, en cuyo centro se yergue un altar de un metro de altura, labrado en una pieza única de piedra, granito casi seguro, con manchas oscuras, secas, que le hacen sospechar que ha sido utilizado no hace demasiado tiempo… ¿para qué? ¿Qué se ha estado haciendo en ese lugar que respira semejante aura de malevolencia, tan palpable que casi lo abofetea? ¿Qué clase de rituales se esconden en este lugar abandonado de la mano de Dios? Junto al altar, dentro del círculo, puede observar una mancha también redonda, oscura, de tierra chamuscada, de hoguera casi con total seguridad…

Su mirada se vuelve hacia la izquierda, hacia la aldea, lo que le hace sufrir un estremecimiento involuntario de temor: uno de los paisanos lo está observando con fijeza, vigilándolo con gesto desconfiado. De repente, su interés por continuar con la exploración se esfuma, se diluye como una voluta de humo, abrumado en un momento por un instinto desconocido que le grita a pleno pulmón que debería marcharse de Valmeiga cuanto antes. Desciende de la colina en dirección al campesino, que sigue contemplándolo con esa expresión extraña, inmóvil, imposible de interpretar, para a continuación, de forma inesperada, darse la vuelta y desaparecer entre las casas.

Raúl se queda parado por un momento. ¿A qué viene esa actitud? En un principio está dispuesto a alcanzarlo de una carrera y pedirle una explicación, pero, ¿para qué? No parece probable que el sujeto esté dispuesto a contarle nada de nada…

Regresa a su casa meditabundo, atravesando el pueblo por el medio, observando lo que parece una iglesia medio ruinosa, un ayuntamiento a duras penas conservado, las casas en estado decrépito… No sabe muy bien qué pensar, ahora ya no es todo tan bonito como cuando decidió huir de la ciudad para buscar el solaz y la serenidad. Parece bastante claro que esa aldea invisible oculta un secreto que sus habitantes no quieren que trascienda al resto del mundo.

Su instinto lo impulsa al cotilleo, pero como suele decirse, “la curiosidad mató al gato”. ¿Merece la pena intentar desvelar ese secreto y arriesgarse a las iras de estas gentes?

Cuando tiene ya a la vista la vivienda que ha convertido en su hogar, lo alcanza un respingo de sorpresa: esperando ante la puerta, en una inmovilidad que lo hace parecer más una estatua que un ser vivo, se encuentra un personaje que le resulta sorprendente. De una estatura desusada, largo como un junco y de una apariencia igual de flexible, sus rasgos tienen un tono bronceado que indica su permanencia durante largos períodos de tiempo al sol; cincelados como en granito, tienen una cualidad extraña, diríase arenosa, que confiere al hombre una textura insólita, y sobre todo, una falta de expresividad que impide que se pueda apreciar cuáles son sus sentimientos o emociones…

—Imagino que es usted el señor Raúl Sariegos.

Su voz, átona, carece de la más mínima inflexión: es como escuchar el raspar de una piedra contra otra, un sonido que puede resultar incluso amedrentador.

—Sí, soy yo –admite el aludido, contemplando con recelo a su interlocutor—. Y usted es…

—El alcalde de Valmeiga, Marinho Feito.

Le tiende una mano delicada, de dedos desusadamente largos, que recoge casi con asco: el tacto es áspero, como si estuviera sujetando una piedra o arena.

—Vengo a darle la bienvenida a nuestro pueblo en nombre de todos sus habitantes –anuncia sin preámbulo de ningún tipo—. Esperamos que se sienta a gusto entre nosotros, y que disfrute de su estancia.

—Vengo en busca de tranquilidad y serenidad –explica Raúl, soltando la presa del hombre.

—Entonces, éste es el lugar adecuado –El gesto del edil se tuerce en un amago de sonrisa que no tranquiliza en lo más mínimo al recién llegado—. Valmeiga es un remanso de paz y sosiego.

—Valmeiga… ¿Valle de meigas?

El señor Feito lo observa con suspicacia.

—Sí, es un nombre muy antiguo –admite tras unos momentos—. Como bien sabe, estas tierras tienen tradiciones muy arraigadas –Su mano se extiende en un amplio arco, señalando todo el derredor de la aldea—. En estas colinas hay restos muy antiguos, en los que se celebraban rituales tan antiguos que se ha perdido su memoria.

¿Por qué tiene la sensación de que sabe que ha estado fisgando por los alrededores? A pesar de que la entonación no contiene amenaza alguna, parece haber algo implícito en sus palabras, algo malevolente, que le hace sufrir un escalofrío.

—Si tiene frío, no lo entretengo –prosigue el alcalde—. Le dejo que entre en casa para arreglar todo lo que deba…

Con un desasosiego cada vez mayor, Raúl ve alejarse a su interlocutor: sus movimientos son suaves, casi etéreos, como si flotara sobre el suelo en lugar de caminar como todo el mundo.

Entra en su vivienda y comienza a desembalar la comida que ha llevado ya preparada: de momento mejor no empezar a cocinar como tal, ya habrá tiempo por la noche o a partir del día siguiente.

En el salón echa una ojeada: amplio, cómodo, de un estilo tan rústico que casi parece surgido de un escenario del siglo XV o anterior; la chimenea se muestra acogedora, por lo que se acerca a ella. No hay ningún leño alrededor con qué encenderla, así que investiga un poco por la casa y sus alrededores hasta que en el sótano, en un rincón, encuentra una pila de astillas de las que toma una pequeña brazada con la que sube de nuevo a la planta principal.

El frío parece estar asentado con fiereza en ese lugar, algo lógico por otra parte, ya que en principio ha estado abandonado durante una buena temporada. Tras unos intentos infructuosos, consigue por fin que en el interior de la chimenea arda un buen fuego que comienza a caldear la sala.

Se sienta a comer tranquilamente, y cuando acaba lo recoge todo y se dispone a continuar aseando su hogar, cosa que le lleva lo que le queda del día. Una cena rápida y a la cama: un lecho antiguo, alto, con cabecero de hierro retorcido en formas extrañas, enroscadas, como tentáculos o sogas… Las ropas del catre están frías como recién sacadas de un congelador, por lo que decide aguantar un poco más hasta que la casa entre un poco más en calor.

Antes de darse cuenta, oye un rumor lejano, como de voces, que hacen que se acerque a una ventana y se asome a ella: ve a algunos vecinos dirigirse hacia el Este entre las casas, como si acudieran a alguna cita en el Ayuntamiento o la iglesia. ¿Debería seguirlos e integrarse con ellos en sus costumbres? No, casi mejor que no, este primer día lo va a dejar estar, no ha de imponer su presencia más de lo necesario hasta que lo acepten por completo.

Pasan las horas, y el murmullo se desvanece igual que comenzó. Sobre la casa, sobre el pueblo, comienza a extenderse un ambiente de quietud, una paz que más parece la de los muertos que otra cosa, ya que Raúl cree advertir que el silencio que se cierne es antinatural, no se escucha ni el más nimio ruido de animales.

Al final acaba acostándose: al principio siente un frío brutal, avasallador, que lo envuelve como una mortaja, pero poco a poco comienza a notar algo más de abrigo gracias a la manta y las sábanas fuertes del catre.

Cuando consigue conciliar el sueño, éste se revela inquieto, perturbador, como una premonición: puede ver a los lugareños dirigirse, con su alcalde a la cabeza, hacia la iglesia, y de allí, portando velas, hacia la colina en la que ha visto el altar manchado.

En su mente, las gentes se sitúan en círculo alrededor del ara, y comienzan a entonar un cántico que carece por completo de palabras inteligibles, algo tan remoto que escapa a toda concepción humana, lleno de consonantes impronunciables en las que se repite una y otra vez una misma palabra: algo que suena como Shaghat’um… No tarda en alzarse, junto a la mesa pétrea, una gran hoguera cuyas llamas se elevan hacia el cielo nocturno.

De alguna manera, Raúl se ve atraído hacia la ceremonia, y se ve a sí mismo caminando en silencio, con una lentitud casi exasperante, hacia la colina; algunos de los celebrantes se giran hacia él y le indican con gestos que se acerque, que es bienvenido, y que sólo tiene que sellar el pacto para poder formar parte de la comunidad… ¿Pacto? ¿Qué pacto?

El alcalde lo acerca al altar, contemplándolo con sus ojos negros, vacíos, en los que parece perderse como si cayera en sendos agujeros negros más allá del cosmos.

—No somos muchos, como puede comprobar –le explica con paciencia—. Sin embargo, sí somos escogidos. Algunos ya nacieron aquí, otros llegaron desde tierras lejanas, y aunque parezcamos distintos, todos tenemos un punto en común: nuestra afinidad con Aquél que mora en los abismos interestelares, hijo de los Señores de los Elementos, heredero de la Tierra. Suyo es el poder para venir a nuestra llamada, para extender el caos más allá de todo lo conocido.

»Si has llegado aquí, es porque tú posees ese punto en común, porque tú eres también un elegido de Shaghat’um; por ello, habrás de llevar el sello que te marca como Su servidor.

—Pero, ¿qué es ese Shaghat’um, o como quiera que se llame? ¿Y cuál es el sello?

—Pronunciar su Nombre es conocerlo –La advertencia del señor Feito consigue su efecto: un estremecimiento de pavor en el cuerpo de Raúl—. Es el Frío del Cosmos, el Vacío que todo lo consume, el Hambre voraz que clama ante la creación por su sustento…

»En los eones pretéritos, antes de que el hombre llegara a mostrarse poco más que como un pobre simio, se produjo la más cruenta de las guerras que haya podido conocerse jamás en todos los rincones del Universo: los Primigenios habían llegado a este mundo y habían tomado posesión de él, convirtiéndolo en un feudo de caos y muerte que brillaba por sí solo.

»Eran diferentes razas, desunidas entre sí, hijas del abominable Ubbo Sathla, servidoras del Dios Babeante, Azathoth, que crearon especies subhumanas para sus propios fines: Cthulhu, en el mar, con sus terribles Profundos; Hastur el Inefable, Señor de las Profundidades Cósmicas, con sus legiones voladoras, y muchos otros Señores de los Elementos…

»Todos ellos competían entre sí por el dominio absoluto, hasta que unos advenedizos, que se decían más antiguos y venerables que los Primigenios, unos que se denominaban a sí mismos Arquetípicos en un alarde de arrogancia, decidieron que debían liberar al mundo del terror que representaban nuestros Señores.

»Y así, tuvo lugar la Gran Guerra, una lucha de poderes que tuvo como resultado final el aherrojamiento de los principales Antiguos. Sólo escaparon unos pocos, entre los que se contaron Yog—Sothoth, el Todo—El—Uno—Y—El—Uno—En—Todo, Amo indiscutido del espacio y el tiempo, y Nyarlatothep, el Caos Reptante, que se refugió en la temida Kadath, en la recóndita y maldita Meseta de Leng…

»Ahora, se acerca el momento: cuando llegue la noche de Todos los Santos, Shaghat’um, uno de los Hijos del Fuego Estelar, se verá libre de su prisión en los abismos oscuros de Ey’len’xai, y podrá volver a presentar su sello en una humanidad que no es otra cosa que materia de esclavos para su inmenso poder…

El alcalde apoya la mano en su hombro, que lo escucha atónito, sin poder mover un músculo, tratando de exprimir su cerebro para encontrar alguna escapatoria a aquella situación de locos en la que ha caído…

Y se despierta de manera repentina, con un respingo, el rostro perlado de un sudor frío, el miedo dominándolo a causa de la pesadilla que lo ha dominado de una manera tan vívida… No puede volver a dormir, cada vez que cierra los ojos oye las acariciantes palabras del edil de Valmeiga: sin duda alguna, su extraño aspecto lo ha influenciado de muy mala manera…

 

II

 La mañana lo encuentra ojeroso, agotado, a causa de la mala experiencia nocturna: no consigue olvidar la pesadilla, la voz del alcalde retumba en su interior como el repicar de una campana, como un oscuro toque de funeral… Comprendiendo que no tiene nada mejor que hacer, aparta las ropas y se dispone a sentarse en la cama, para vestirse, asearse y comenzar la jornada. Y es entonces cuando contempla las zapatillas que había dejado a los pies del lecho…

¡Están húmedas, parecen haberse manchado con tierra, pero eso es imposible! No ha salido de la casa con ellas puestas…

Sólo se le ocurre una explicación, pero es completamente alocada: es imposible, no puede haberse levantado en sueños y haber salido a pasear por el pueblo, jamás ha padecido episodios de sonambulismo.

Tras desayunar, arregla un poco la vivienda y sale al exterior, a contemplar la aldea, que parece dormida; la luz del amanecer aún no ha surgido de detrás de las colinas que lo rodean y las tinieblas, aunque no demasiado cerradas, se ciernen sobre el lugar como un manto protector…

Con el rabillo del ojo percibe movimiento a su derecha; girándose en esa dirección, nota un escalofrío al contemplar al alcalde dirigiéndose hacia él con paso calmo y esa expresión imposible de entender en su pétreo rostro…

—Buenos días, señor Sariegos –le saluda con una extraña amabilidad—. ¿Ha dormido usted bien?

—Buenos días, alcalde –Raúl no acaba de entender muy bien la actitud de aquel sujeto, por lo que se mantiene a la defensiva—. Sí, he dormido bien…

—No lo parece –Diríase que el edil se está burlando de él, mirándolo con una ansiedad fuera de lo común—. Tiene unas ojeras enormes, y un aspecto de cansancio que parecen indicar lo contrario. ¿No habrá estado paseando esta noche?

Su mirada se desvía hacia la colina sobre la que se yergue el círculo de piedras que rodea el altar. Ese sencillo gesto, en apariencia una tontería, hace que todas las alarmas de Raúl se disparen.

—¿Por qué piensa que esta noche he andado por el pueblo? –demanda, en tono serio, casi molesto.

—No lo sé, dígamelo usted –responde a su vez el edil.

Las imágenes del sueño siguen danzando en la mente del hombre, detalles sin sentido que no encajan, que no percibe en su totalidad…

—Todos los Santos es en un par de días –sugiere el señor Feito—. Imagino que querrá participar en las celebraciones, nos reuniremos en la iglesia y rezaremos por nuestros muertos.

—No soy una persona religiosa –advierte Raúl—. Procuro respetar las creencias de los demás siempre y cuando merezcan respeto, pero no suelo entrar en iglesias, mezquitas o sinagogas, a no ser para contemplar el arte.

—Pues entonces puede que tenga algún pequeño problema –El tono del alcalde parece endurecerse—: aquí todos somos muy creyentes, y algún vecino puede tomar a mal su actitud.

—Igual que respeto a los demás, pido respeto para mí –insiste Sariegos.

—Es una posición loable, racional –acepta Marinho—. Por ello, le ofrezco un punto intermedio: acuda no como creyente, tan sólo como invitado, para mostrar su respeto hacia nuestras creencias.

Raúl medita un breve tiempo sobre las palabras de su interlocutor: detecta algo en ellas que no acaba de entender, algo que le incita a huir, huir lo más lejos posible…

—No, gracias –declina con toda la amabilidad de que es capaz—. Creo que ese día lo pasaré en casa, tranquilo, para no molestar a nadie.

La mirada del alcalde se endurece: durante unos breves momentos parece que va a increpar al recién llegado, pero acaba por contenerse.

—Como desee –El tono de su voz es severo, seco.

Raúl comprende de inmediato que se ha molestado, pero le da igual.

—Si no le importa, voy a hacer un poco de compra –comenta, como quien no quiere la cosa—. ¿Dónde queda la tienda de alimentación?

—Dé la vuelta a la casa de Antía –explica, señalando la construcción que se alza enfrente de la de Sariegos—, y ahí mismo encontrará la tienda. No tiene pérdida.

—Muchas gracias, señor Feito –la despedida del hombre es tan fría como la actitud del otro.

Marcha en la dirección que le ha indicado el edil, con la mente embarullada, envuelta en ideas peregrinas acerca de lo que se oculta en ese pueblo perdido de la mano de Dios. ¿Qué hay detrás de esa actitud? Se cruza con alguno de los vecinos, que lo saludan con una fría cortesía rayana en la indiferencia.

No tarda en ver la tienda: un edificio poco más grande que las casas que lo rodean, con un aspecto tan decrépito y antiguo como el del resto de la aldea, que parece que se vaya a caer a pedazos, que se vaya a disolver en la nada con sólo soplarlo, envuelto en un aire de malsana antigüedad que comienza a darle tal repelús que se replantea si merece la pena continuar viviendo allí… Una vez frente a la puerta, consigue reforzar su voluntad y decide que sí, que intentará que lo acepten como uno más.

Le atiende una mujer de aspecto fuerte, encorvada, con un rostro extraño, repelente, oscuro, como si estuviera cuajado de escamas; resulta nauseabundo, sobre todo por el hecho de que sus ojos son tan saltones que le dan una idea de una anormal rana, monstruosa; la boca es enorme y sin labios, un gran tajo en medio del rostro que diríase hecho a cuchillo; una gran bufanda envuelve su garganta para protegerla del frío que azota la región.

—¿Qué desea?

Incluso su voz recuerda al croar de una rana…

Luchando para evitar que las náuseas y las ganas de echar a correr para alejarse de semejante criatura lo invadan, comienza a hacer su pedido, que liquida lo más rápidamente posible para volver a casa y perder de vista una aparición como ésa…

 

III

Los días pasan, y con ellos una tranquilidad que Raúl está muy lejos de sentir: ha llegado el día de Todos los Santos, y aunque ningún vecino lo ha molestado, tiene la maldita sensación de haber sido vigilado con el celo de un halcón; se siente un prisionero, un cautivo de fuerzas oscuras.

No ha podido descansar: se nota con una extraña carga, con un agobio al que no puede dar forma ni nombre, a causa de los sueños que lo han asaltado cada vez que ha cerrado los ojos, sueños en los que ha visto los signos del altar, con su extraña malevolencia, brillando con un malsano fulgor verdoso; se ha enfrentado a los rostros de la nauseabunda mujer sapo, del señor Feito, con su aspecto terroso, a los de otros habitantes del pueblo que le han resultado igual de repelentes… Las llamas de la hoguera se han alzado de nuevo, haciendo que las sombras bailen malignas en la piedra, mostrando sobre ellas, un humo que vibra como si estuviera vivo, que se arracima sin extenderse en ninguna dirección, flotando como una nube de odio que extiende secretos zarcillos en busca de víctimas a las que envolver en su locura, en su caos… Esas pesadillas lo guían en una dirección hacia la que no quiere ir, pero a la que se siente atraído de una manera casi irresistible. Es un impulso salvaje, ciego, que sólo vence cuando se despierta en medio del sudor frío, aterrado a causa de la locura y el horror que percibe en medio de la confusión que lo envuelve.

Las manchas del ara, aunque no quiera admitirlo, son de sangre con una certeza absoluta, sangre de inocentes sacrificados en algún ritual desconocido, en el nombre de una religión que ya era antigua antes de que los hombres conocieran el significado de la palabra Dios; y las palabras del alcalde, los nombres pronunciados, lo han llevado hasta un umbral que no quiere franquear, hasta un punto en el que la locura amenaza con quebrar su estado mental.

Huir. Huir… Es la única palabra que resuena en su cerebro enfebrecido, un término que se rebela fútil cuando comprueba, con desesperación, que las ruinas de la colina tiran de él y lo encadenan con maromas invisibles imposibles de romper. Nada ni nadie puede hacer nada, no hay escapatoria, se resiste todo lo que puede sin esperanza alguna…

No quiere salir de casa: el alcalde ha acudido a intentar convencerlo de nuevo para asistir a la iglesia, pero Raúl se ha negado y, ante la insistencia del edil, cada vez más enojosa, ha acabado por ponerse borde y pedirle que se marchara con un tono muy seco y desabrido.

La mirada que el señor Feito le ha dedicado ha sido demoledora: sus ojos negros lo han taladrado con una ferocidad tal que han hecho que se estremeciera y un escalofrío recorriera todo su cuerpo, el terror anidando en su interior como una serpiente dispuesta a soltar su veneno letal.

Marinho se ha ido sin decir una palabra más, dejando a Sariegos nadando en un mar de dudas e incertidumbres, con la sensación terrible de que tiene que salir de allí cuanto antes, de que ha habido un cambio radical en el ambiente y de que se encuentra en un peligro mayor del que pudiera imaginar, así que recoge sus cosas y sale a meterlas en el coche, dispuesto a abandonar Valmeiga.

Mientras está colocándolo todo en el maletero, percibe un movimiento, pero es demasiado tarde: cuando se gira para ver quién está allí, descubre a varios campesinos que lo sujetan y se lo llevan prácticamente en volandas a pesar de sus gritos e insultos. Por más que se retuerce, por más que intenta liberarse, le resulta imposible. Sus captores no dicen una palabra, se limitan a cargar con él y llevarlo hacia el Este, hacia la iglesia.

Para su sorpresa, dejan el edificio sagrado tras ellos y prosiguen su camino, imperturbables, bordeando el cementerio, para llegar a la colina sobre la que se eleva el círculo ruinoso.

Allí lo espera la población en pleno: algo menos de un centenar de personas, de todo tipo y condición, que lo contemplan con miradas en las que naufraga la curiosidad y sobrevive algo que podría interpretarse como hambre, un hambre atroz, salvaje… ¿Caníbales? No, no es posible, no puede creérselo.

—Le dije que debería haber participado por propia voluntad –comenta el señor Feito, abriéndose paso entre los suyos—. Ahora, tendrá que aceptar el Sello tanto si lo desea como si no, y participar de la Comunión con nuestro Señor Shaghat’um.

Raúl se debate con una furia inusitada y logra soltar el brazo izquierdo, que gira en un movimiento inesperado, en un gancho horizontal para alcanzar de un puñetazo el rostro de otro de sus captores, que retrocede gruñendo mientras se sujeta la cara.

Aprovecha la confusión, y se sacude al resto, echando a correr colina abajo, en dirección al pueblo, buscando su coche, mientras tras él oye los pasos rápidos de una turba, y algo que le pone los pelos de punta: una letanía desconocida, una cantinela que le incita a girar la cabeza y contemplar al misterioso cantante, que parece usar una lengua perdida en la inmensidad del pasado… Pero se domina y sigue con su huida, ha de llegar al coche si quiere dejar atrás ese mundo de locos desquiciados.

Deja de oír carreras tras él. Extraño. ¿No lo persiguen? No se para, no quiere que puedan volver a atraparlo, y sin embargo… La voz resuena en su mente como si estuviera a su lado, inquisitiva, acariciadora, tanteando sus nervios como una tela de araña que intenta envolverlo…

Se aventura a volver la cabeza, y lo que presencia le basta para quebrar la cordura que ha mantenido hasta ese momento: sobre la colina, junto al altar, todos los miembros de la comunidad parecen hipnotizados, agitándose rítmicamente en un vaivén lento, extraño; y entre ellos, el que entona la canción, el señor Feito, junto al altar, junto a la hoguera que alza sus llamas hasta una altura de unos dos metros, observándolo con una expresión que, ahora sí, es fácil de identificar: el conocimiento de que está atrapado sin remisión.

Pero no es eso lo que le ha envuelto en la insania más absoluta, no: es la sombra, apenas visible en la luz de la mañana, que se alza sobre las llamas, algo amorfo, de aspecto movedizo, que diríase humo oscuro, pero… vivo. Y además inteligente, puede percibir la malevolencia que destila, enfocada sobre su persona, la pavorosa existencia de algo que jamás debería haber existido, de algo que escapa a su entendimiento y que ansía extraer de él hasta la última brizna de alma que pueda contener… Un alarido se escapa de su garganta, un alarido de terror absoluto, y se derrumba, recogido en el suelo en posición fetal, esperando inerme a que lo recojan y lo entreguen a esa cosa llegada de lo más profundo de los abismos estelares…



5 comentarios:

  1. Ni siquiera me atrevo a comentar. Es escalofriante e intrigante desde principio a fin. Son las historias que más me gustan leer. Te doy la enhorabuena y estaré atenta a tus obras. Un saludo.

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  2. Impactante y escalofriante, sin saber que decir...

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  3. Ni el ambiente, ni el tema, ni la mitología resultarán desconocidos para quienes hayan visitado las estanterías de la Universidad de Miscatonik. La pista es evidente; mas pronto reconoces los débitos, sin ambages. Pero el modo en que le construyes el miedo, en que le arrastras por la opresiva atmósfera, en que vas empujando al espectador hasta el potagonismo de lo inconcebible; ese ritmo atávico, primitivo, que chilla en el instinto, es propio, marca de escritor concienzudo, de creatividad propia. Y yo, personalmente, lo he agradecido, lo he disfrutado. Gracias y enhorabuena.

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  4. Atrapada en la historia, disfrutando de ella y de esa atmósfera envolvente y terrorífica desde las primeras letras...

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  5. Bufff... Buenas noches a todos.
    La verdad es que últimamente ando bastante desangelado con las redes, así que me disculpo por no haberme asomado antes a la llamada de sirena que José Losada me ha lanzado al publicar este relato.
    Te agradezco, Losada, este gesto, haberme ofrecido la posibilidad de aparecer en tu blog, pensar que puedo ser uno de esos grandes escritores que mencionas, aunque en el fondo no sea del todo verdad: puede que sea bueno, pero desde luego no soy TAN bueno, jejeje...
    En cuanto al relato... Muchas gracias a todos por vuestros comentarios: Lovecraft es uno de mis autores de cabeceras, mis primeros relatos se basaron en él y en Robert E. Howard, así que podéis imaginar lo que siento por estos maestros.
    En este caso, lo más paradójico de todo es que este relato fue presentado a la selección que hizo Pulpture en para publicar una antología de nuevos Mitos de Cthulhu, con el resultado de que quedó fuera. Bueno, lógicamente no se puede tener todo, pero sí es cierto que hasta el momento los que habéis leído mis relatos lovecraftianos habéis percibido el ambiente como tal,algo que me resulta halagador. En cualquier caso, os reitero mi agradecimiento a todos por darme esa oportunidad...

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