lunes, 13 de noviembre de 2017

El mensaje de una apnea (Dolors López/ Grupo A)



¿Es un sueño o es realidad? No lo sé, una neblina se interpone entre la realidad de esta mañana y la noche pasada. Es una bruma espesa, más bien asfixiante, una congoja que sobrecoge mi corazón. Tan sólo, imágenes sueltas se aparecen, mientras fijo la mirada en el techo aséptico y blanco de esta habitación de hospital, a pesar de escuchar el goteo incesante del suero invadiendo mi vena y el respirador en un sube baja de oxígeno atacando mis pulmones. Intento pensar cuál es la razón de estar en esta situación, rodeada de artilugios diseñados para mantenerme unida a la vida; aunque aprieto mis sienes con mis ojos, pues compruebo que no puedo moverme; mis manos no reaccionan a la orden que les dictó de elevarse a mi cabeza. De igual manera que mis piernas aisladas de cualquier movimiento que no sea estar paralizadas. Frunzo el entrecejo y, ese simple gesto me alivia de saber que algo en mí tiene vida; es la manera que encuentro para accionar el interruptor de mi memoria. Necesito saber que hago aquí, en la penumbra de una habitación de hospital.

Un latigazo recorre la frente directa a mi cerebro, una carga electromagnética que azuza el hipocampo para que se apresure en recordar qué hago aquí. Por fin, la primera imagen: sumergida en un agua turbia de fango y algas arremolinadas en mi cara, impidiendo mi respiración. De repente, cuando la angustia de morir en una apnea se apodera de mí, un tirón en mi pelo me arrastra a la superficie. El pitido del monitor de constantes se agudiza en mis oídos dando la alarma de que algo no va bien. La puerta se abre y una silueta de blanco se acerca, deduzco que es la enfermera de turno, a la vez que un sudor frío desciende por mi columna y, mi pulso se para un segundo. En parte me alivia sentir el frío transpirado, síntoma de la angustia que he sentido al revivir la imagen de morir ahogada en un agua que no sé si es dulce o salada; eso es indicativo de que vivo y puedo sentir. La enfermera con un rictus de hastío comprueba mis constantes, se apercibe de mi exudación y, llama con su teléfono móvil al médico de guardia.

En la superficie, el agua convulsiona por un gran huracán, me azota con la fuerza de querer partirme en pedazos; la mano que me ha sacado del fondo del mar —ahora sé que el agua es salada—, se ha desplazado de mi melena a mi cuello, se mantiene firme ante los envites del fuerte oleaje y el torrencial de agua que se desprende del cielo. Agua, agua por todos lados; por arriba y por abajo; derecha e izquierda; al norte y al sur. Y yo no puedo ver, no puedo respirar y en esa conmoción me revuelvo con desesperación por huir de ese lugar. El dueño de la mano que me asiste me grita —estate quieta o moriremos los dos—. No reconozco su voz, quizás sea por la conmoción de morir ahogada o, quizás porque realmente es un desconocido.

El médico de turno se acerca con un flequillo que, indica cierta locura del genio que vive para y por sus inventos. Con un tono grave, pero tierno me indica que abra los ojos, —los cerré cuando interpelé a mi memoria—, yo sin más razón de saber qué hago aquí los abro, no sin cierta dificultad, pues las legañas de la fiebre enganchan mis párpados. El loco del flequillo me hace seguir su dedo sin pausas para ajustar mis pupilas. Hechas las comprobaciones en mis muñecas y mis tobillos, sentencia que el peligro ha pasado.

—Debemos esperar a que se normalice su circulación, que la fiebre desaparezca, pero su coma irreversible sin saber el porqué ha remitido.

Ahora ya sé más, de mí y de lo que pasa. Mientras escucho este milagro desviado de otro destino busco entre mis recuerdos. Mi razón requiere explicaciones, necesita respuestas de qué me ha pasado.

El agua sigue arremolinada y, con sus arrebatos nos precipita al desconocido y a mí, de nuevo al fondo del mar. Él, sé que es él por la enormidad de su mano y lo fuerte de su brazo, combate contra la bravura del mar por salvar nuestras vidas, mientras burbujas de agua y no de aire se cuelan por mi boca, ahogando más y más en la sal de su sabor, los gritos de miedo y terror de morir. Él con el temple por bandera, acalla mi voz, en un boca a boca de aire para que continúe luchando por vivir.

Encojo más mi cerebro, mientras los facultativos se acercan a mi cama para comprobar mi nuevo estado de existir; necesito saber quién es mi salvador y qué hacía allí, en el fondo del mar, entre el fango.

Los recuerdos empiezan a aparecer sin más conexión que la confusión del primero con el del medio, el último con el presente. Así distingo mi vestido, el que llevo puesto en la inmersión. Una túnica de corte griego —siempre me ha gustado la mitología clásica—, una Nereida vestida con transparencias y gasas, ligeras y suaves. Adivino una playa de arenas blancas, solitaria, en un atardecer de nubes bajas y oscuras amenazantes de la tormenta que está por venir. La atalaya que se erige inmune a las embestidas del mar empequeñece el sol que se despide por el oeste en la degradación de sus dorados por el negro de la noche. En la soledad de la arena, reposo encantada por los tonos grises que el azul del mar adquiere por la penumbra del ocaso. —Me agito en la cama, recordando—, mis cabellos juegan con la brisa que hace acto de presencia aumentando su intensidad en proporción a los enredos que adquiere mi cabeza. Anuncian una tragedia, no sé bien si mi muerte precipitada al mundo submarino o quizás, la tempestad que se acerca inexorablemente. En la imagen de este recuerdo la zozobra me embarga de la misma manera que, en el naufragio de mi persona en el fondo del mar. Esta inquietud que me acelera el pulso, que embala mi corazón al límite del paro; evidencia lo que no quiero recordar: el hundimiento en el agua.

El desconocido con la bravura de un guerrero consigue llevarme a la orilla; la arena ya no es tan blanca y efímera como recuerdo, ésta es más pedregosa y ceniza, centenares de objetos la habitan: colillas de cigarros, zapatos, vasos, preservativos, botellas… Cosas que describen un apocalipsis: ramas de árboles, trozos del fuselaje de un avión, cascotes de naufragio. Desmanes de la imperiosa tormenta. Y nosotros allí, vivos ante tanto despropósito. Imágenes que se agolpan intentando guardar su turno para ser analizadas. La primera, yo escribiendo una nota, —no consigo saber qué escribo—, la enrollo en forma de cigarrillo y, en una botella de cristal translúcido insinuando que desea ser desenrollado, meto ese papel. La segunda imagen, son mis pies contagiados por el frío del agua que los baña y, la espuma de las olas blanqueando aún más mis piernas. Acerco más mi vista a la inmensidad del mar caminando sin pausa y liviana al interior de sus aguas. En la mano derecha estrecho con fuerza, en un abrazo amigo, la botella que asiente paciente el calor que desprendo. Es el fuego engendrado por el miedo de saber lo que va a ocurrir y el temor a su resolución. El mar me conquista arrastrándome de poquito a poquito a su interior. La botella se despide de mi mano queriendo cumplir su función, —no estoy segura cual—, se aleja ondeando en la superficie, ya negra por la noche. En esa visión cierro los ojos de nuevo en un estado catatónico, simulando que duermo, mas sólo las palabras se adueñan de mí.

Es el escrito enrollado en la botella surcando mares en búsqueda de destinatario. Un mensaje lanzado en la paradoja de una muerte anunciada, la mía.

La parada cardíaca se precipita encogiendo mi corazón, un dolor agudo me atraviesa, rompiéndome en dos, en el intervalo del crujido de la aorta y la mitral, el mensaje se pronuncia.

Sálvame de mi misma.

Ya no sé si es sueño o realidad, ni siquiera si he muerto o sigo con vida, sólo sé que un mensaje en una botella me salvó de mi misma y, la amnesia de no saber por qué me codena de nuevo a morir.

6 comentarios:

  1. Sentido y bien enlazado. El juego onírico, la sensibilidad de las imágenes, las sugestivas referencias, el doble mundo en que no sólo se pierde la protagonista, sino también el lector, al que enredas con delicadeza. A mí, al menos, me ha enganchado.

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  2. Muy original, además de sensible. Creo que es más difícil salvarse de uno mismo que de lo externo. Nadie puede saber tus miedos más que tú. Muchas gracias, Dolors. Me ha gustado mucho. Besos.

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  3. Muy bonito, Dolors. Me has tenido atado hasta la última letra. Gracias!

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  4. Me ha encantado, Dolors! Siempre creas magia

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  5. Precioso Dolors, he visualizado contigo toda la desesperación acumulada

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  6. Me ha gustado mucho, Dolors, duro pero lleno se sensibilidad hasta el final

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