miércoles, 30 de noviembre de 2016

"Francesco (la leyenda)" Leticia Meroño (Mi pluma LMC)

         
A un anciano se le cayó la dentadura y nadie intervino para ayudarle, pues todos estaban pendientes de la alarma que no paraba de sonar.  Con las manos temblorosas consiguió cogerla del suelo y, quitándole el polvo adherido, restregándola contra el jersey, se la volvió a colocar.

El anciano permanecía oculto en la iglesia, junto con ocho más de los habitantes del pueblo, todos de edad cercana a la suya; faltaba Francesco, el décimo habitante de aquel pueblo, y el único que no superaba la treintena. Todos estaban asustados, cada vez que la alarma sonaba debían refugiarse en la iglesia y no salir hasta que dejara de sonar, si no, Francesco les avisara.

No sabían el tiempo que había transcurrido, en aquella situación un minuto podía parecerles como si hubieran pasado veinte.

La instancia comenzó a oscurecerse, estaba anocheciendo y no disponían de electricidad. El crujido de la puerta principal les previno de que alguien entraba. Los nueve ancianos se agazaparon tras el altar, y entonces escucharon su voz: “tranquilos, soy yo, Francesco”.

Todos se levantaron y lo vieron avanzar, con paso firme; su melena negra y su tez morena, cubiertas de sangre; y sus ojos de color turquesa, con la escasa claridad que surgía de los ventanales, resaltaba su mirada felina.

Se dirigieron hacia él y lo abrazaron. Francesco era su protector, con él se sentían a salvo. Muchos años habían sobrevivido, habían visto morir a sus familias, algunos de enfermedad, otros de vejez, pero la gran mayoría a manos de aquellos despiadados seres. Su edad ya no les permitía luchar, y aquel joven, del cual desconocían su procedencia, se había instalado años atrás en el pueblo y los había ayudado tan solo pidiendo una cosa a cambio: que lo dejaran habitar allí sin realizar preguntas. Y así hicieron. Poco les importaba de dónde venía o quién era, con ellos había sido un vecino más, y para algunos, incluso como un hijo.

La alarma dejó de sonar y todos volvieron a sus hogares, acompañados uno a uno por el joven Francesco.

Francesco llegó a su casa, alejada del resto de vecinos. Le gustaba disfrutar de su soledad. Mojó un trapo para no desperdiciar mucha agua y eliminó la sangre reseca de su rostro. Para lavarse el pelo echó en un pequeño cuenco el líquido tan escaso, y empapando sus dedos, fue desprendiendo la que cubría sus cabellos.

La tarde había sido dura, demasiada lucha cuerpo a cuerpo, y se sentía exhausto. Enseguida fue presa del sueño.

El sonido de la alarma despertó a los diez habitantes del pueblo antes del amanecer. Los ancianos, con la velocidad de la que fueron capaces, acudieron a la iglesia; y Francesco, aún agotado, corrió por la ladera para proteger a su gente y a su hogar.

Cuando llegó abajo, el olor de todos los cadáveres -que aún no había tenido tiempo de esconder- le sacudió de golpe, y se despertó, pues avanzaba adormilado sin apenas pensar en lo que estaba haciendo.

Los hombres que se acercaban miraban horrorizados el espectáculo que el suelo les mostraba: cuerpos separados de sus miembros a golpe de espada, cabezas que habían rodado quedando todas apiladas allí donde la pendiente las llevaba. Aquellos hombres que venían a por aquello que consideraban suyo, frenaron su caminar de golpe, y observaron, desde una distancia prudencial, al joven que caminaba hacia ellos.

En sus mentes se crearon historias aterradoras mientras esperaban que algo sobrenatural se abalanzase sobre ellos. La leyenda contaba que algunos pueblos eran protegidos por un monstruo capaz de romper en dos a un hombre con sus propias manos. Los que acudían sin escrúpulos a robar a los pueblos todo lo que podían, los mismos que habían acrecentado aquella leyenda, generando terror en los pocos habitantes que poblaban la tierra y utilizando esa historia, haciéndoles creer que los protegían de los monstruos que la naturaleza había creado, avisando con una alarma cuando salían de sus cuevas, y como cobardes robaban a los ingenuos ciudadanos, ahora se encontraban frente a frente con aquel que nada temía, con el joven que había descubierto hacía tiempo las mentiras de aquel poder impuesto.

Todos estaban paralizados, observando los ojos cambiantes del asesino más despiadado. Y no era más que su miedo, y los rayos del amanecer que hacían tornar sus ojos de color, pues Francesco tan solo era un hombre normal, asesino, sí, pero nada sobrenatural. Un hombre con agallas y con una gran espada afilada, capaz de cortar de un solo movimiento cualquier miembro que se cruzara en su camino. Y ese día, con los cadáveres desmembrados adornando el lugar, y con el olvido de un cansado Francesco, pues las batallas nunca sucedían en tan pocas horas; ese día, la leyenda se hizo realidad, pues Francesco olvidó recoger su espada, dirigiéndose desarmado hacia varios hombres.

El cabecilla del grupo dio un paso atrás, y el joven empezó a correr hacia él blandiendo su espada; pero ellos solo veían la realidad: un hombre que les atacaba con sus propias manos. Todos huyeron corriendo, y la leyenda tomó rostro, pues los presentes aseguraron ver cómo un monstruo había separado con sus propias manos, brazos y piernas del tronco de su jefe.

Francesco frenó en seco cuando, ante sus pies, el hombre se desmayó.

martes, 29 de noviembre de 2016

"Una noche de recuerdo" Rotze Mardini

       
Lester observó las estrellas en el cielo, recordando aquella época de su vida, cuando la felicidad tenía un nombre, un rostro. El tiempo volaba, sin dudas. Ahí estaba en el cementerio, con una rosa en la mano, como todas las noches…

Sus ojos verdes grisáceos se oscurecieron como si fuera un agujero negro en el universo. Se estremeció al llegar a la tumba de su amada, se agachó  y colocó la delicada flor sobre el mausoleo; se alteró al contacto de su piel con el frío mármol que recubría el lugar de descanso de Amalia.

Lester susurró su nombre y sus pensamientos viajaron en el tiempo: sus ojos negros, su sonrisa encantadora, sus rizos de ensueño que caían como cascada sobre sus hombros, su porte de reina y su belleza etérea. Cuando la tenía en sus brazos y la poseía bajo la luna, jurándole amor eterno… Llevó las manos a las sienes, lamentando su desgracia, ahora la vida le estaba cobrando con creces su más grande pecado.

El hombre se puso de pie y caminó de un lado a otro, como una fiera encerrada en su jaula. Quería morir ahí mismo, deseaba arrancarse el corazón y morir como merecía: como un asesino.

—Hermano, nunca dejarás de lamentar la muerte de la bella Amalia.

Lester se enfureció al escuchar la voz de Samuel, su hermano gemelo. Giró sobre sus tobillos y clavó sus ojos en los de él. 

El parecido entre ambos hombres era asombroso, no había forma de diferenciarlos: cabello largo y negro, piel canela, ojos verdes  e, increíblemente, tenían  casi el mismo tono de voz.

Lester se le fue encima a una velocidad vertiginosa, arrinconándolo contra un árbol, posando sus manos en el cuello; Samuel  sonrió y se desmaterializó en el acto, haciendo que su hermano se golpeara contra el árbol.

—Hermanito, es hora de que madures. Debería darte vergüenza a tus 214 años ¿No te parece? —dijo Samuel, apareciendo a sus espaldas.

—No tienes que recordarme mi edad. ¿No te han dicho que es de mala educación? —dijo el vampiro, recomponiéndose del golpe.

—Bueno, es casi la hora de la cena.  ¿Qué tenemos en el menú? Quizás una hermosa humana, jugosa y apetitosa.

—Muy gracioso.

—Maldita sea, Lester, ya déjate de estupideces. No puedes seguir con lo mismo, estás débil. Debes alimentarte como es debido.

—No te metas en mi vida, hermano —amenazó Lester.

—Han pasado más de 100 años, estamos en pleno siglo XX. La mataste, ¿no? Supéralo —dijo Samuel, arqueando una ceja.

—Samuel, lárgate. Déjame solo antes de que te mate con mis propias manos.

            El vampiro sonrió sarcásticamente, odiaba ver en lo que se había convertido Lester, un ser solitario, débil, sin ningún propósito en la vida. Samuel asumió el papel de protector, pero ya se estaba cansando de esa situación tan absurda.

––Lester, debemos salir del cementerio. Vine para advertirte que tenemos visita en la ciudad. Liam está en Nueva York.

Lester se quedó paralizado, tratando de procesar aquella información. Liam era nada más y nada menos que un caza vampiros, hermano de Amalia y que llevaba 100 años tras sus pasos para vengar la muerte de su amada hermana.

—¿Cómo lo sabes, Samuel?

—Como verás, hermano, hace rato pasé por tu piso, y cuando quise entrar, me di cuenta de que había alguien merodeando. Me escondí para vigilar, y mi sorpresa fue mayúscula cuando reconocí a Liam.

—Debemos darnos prisa y salir de la ciudad —afirmó Lester.



*****


Al otro lado del cementerio, un hombre de dos metros, cabello largo y vestido con una gabardina negra, vigilaba la discusión de los gemelos. La vida le estaba regalando aquella maravillosa oportunidad de vengarse de esos asesinos, y claro que lo haría, con mucho gusto.

 “Ojo por ojo” se dijo a sí mismo.

 Estudió la situación, se encomendó al alma de su hermana y, de pronto, ante su sorpresa, las luces resplandecieron…

lunes, 28 de noviembre de 2016

"Un paseo por el río" Sandra Estévez

     
La historia se desarrolla en un lugar sorprendente donde el astuto Ulises vive su vida en soledad y armonía con la naturaleza. Con naturalidad, todos los días baja al río, se despoja de la poca ropa que lleva puesta y se deja arrastrar por la corriente del agua. El sol caliente su frente y su vientre, e incluso sus pensamientos. Es el único momento en el que tiene licencia para pensar sobre su pasado tormentoso. No se arrepiente de nada pero sí lamenta no haber actuado de otra manera.

            Esos treinta minutos que pasa en aquellas aguas heladas, son suficientes para encontrar paz interior. Por momentos se pregunta si vale la pena vivir así, en soledad, sumergido en aquel silencio, día tras día, noche tras noche, de enero a diciembre.

            Vive, desde hace algunos años, aislado del mundo. Atrás dejó el amor, los amigos e incluso a la poca familia que le quedaba. Sus progenitores habían fallecido. Ella, vilmente asesinada por el marido ante un arrebato de celos. Después él se quitó la vida con una escopeta de caza, no sin antes disfrutar observando las caras de espanto de su mujer y el amante, en el momento de asesinarlos. Una cruel escena que, aunque era un crío cuando sucedió, sigue imaginándola con rabia, viendo la cara de pánico de su madre y el cinismo en el rostro del progenitor.

            Al quedarse solo, los abuelos paternos lo acogieron en su hogar pero a los pocos años también fallecieron, y Ulises solo contaba con diez primaveras. Asuntos sociales se hizo cargo de él y fue ingresado en un centro de menores sin hogar, donde vivió hasta su mayoría de edad. Allí aprendió a defenderse de los niños más mayores que él, que se creían los reyes del centro, y también de otros más jóvenes que aprendían rápido y pensaban que eran el centro de atención.

            Aunque su infancia fue difícil y traumática, pues compartir la vida con niños que no conoces de nada, no es tarea fácil, salió adelante. Estudió y trabajó, logrando captar la atención de los que dirigían el centro. Éstos, estaban convencidos de que habían hecho un buen trabajo con el muchacho y que llegaría lejos.

            El lugar que había elegido para vivir los últimos años era un paraíso de la naturaleza. En invierno no había absolutamente nadie. Solo se acercaba gente a partir del mes de marzo y hasta finales de noviembre. A veces echaba de menos hablar con personas, el contacto físico, reír, pero eso se le pasaba rápido al recordar la razón por la que estaba allí.

            En la zona había una empresa que tenía un catamarán, y lo contrataba durante esos ocho meses que acudían visitantes a la zona, para navegar por aquellas aguas angostas del cañón, y así ofrecer a los turistas un espectáculo único. Su trabajo consistía en manejar la embarcación de dos castos por la garganta del río Sil en la Ribeira Sacra. Para ello se encerraba en el puente de mando y solo hablaba, de vez en cuando, con la guía turística que lo acompañaba en el recorrido y solo cuando ella tomaba la iniciativa. 

            Todos los días era la misma rutina. Se levantaba a las ocho para sumergirse en las gélidas aguas; después tomaba café, muy cargado, y se dirigía, con las gafas de sol puestas, hacia el embarcadero donde todas las noches atracaba el catamarán. Por las mañanas hacían tres salidas, y otras tantas por la tarde; pero, una mañana del mes de julio fue diferente a todas las anteriores. Entre los cuarenta y ocho pasajeros que la embarcación tenía permitido llevar, se encontraba una joven de treinta y cinco años, rubia y con el pelo muy cortito. Había acudido sola y su rostro mostraba cierta tristeza, aunque en condiciones normales era una chica alegre y optimista. Así lo pensaban sus buenas amigas. Había estudiado sociología y, hasta la fecha, trabajaba en una empresa en New Orleans que colabora con grandes multinacionales. Se consideraba una persona empática y, por su trabajo, conocía a muchísima gente, aunque en los últimos meses el agotamiento laboral le estaba pasando factura. Por eso había decidido hacer ese viaje sola. Necesitaba pensar, reflexionar y tomar decisiones. No quería seguir en esa línea porque le estaba haciendo daño psicológicamente hablando. Muchas preguntas asomaban a su cabeza, entre ellas, si seguir o no en esa empresa. Le pagaban bien y la trataban como una experta, pero sentía que le faltaba algo. No tenía vida fuera del trabajo. Sus amigos, a excepción de algunos que había hecho en la empresa o en el edificio donde vivía, estaban a cientos de kilómetros de ella, su familia igual. Y después estaba el tema del amor. Lo había dejado en un segundo plano y solo se permitía alguna que otra relación esporádica con algún chico guapo de la oficina o amigos de compañeros. Su madre se lo decía muy a menudo por teléfono. “Sienta la cabeza y busca un hombre que te haga feliz y así formar una familia”, pero ella, hasta la fecha, siempre había pensado que esa vida que llevaba era la ideal: la vida eterna.

domingo, 27 de noviembre de 2016

"El robo" A.G.Keller

       
Al escuchar la risa ansiosa de un hombre, mientras caminaba por las calles de Londres ese día, apresuré el paso al sentirme nervioso y lleno de angustia. Pero cuando llegué a casa, pude ver en los ojos de Cooper la ilusión y el amor. A pesar de sentirme a salvo dentro de las cuatro paredes que me acobijaban, los recuerdos me traicionaron, al evocar con claridad lo que me empeñaba sin suerte en olvidar. Desde entonces, me vi en la imperiosa necesidad de cambiar el recorrido para regresar a casa después del trabajo, cruzando la calle con anticipación, para evitar pasar por el lugar exacto… Ese maldito lugar donde estuve a punto de morir.

Ese día me había gastado una fortuna -los ahorros de un año- al adquirir un elegante traje confeccionado a la medida, en color negro, mi favorito; como también en comprar la costosísima sortija de diamantes que usaría para pedir la mano de mi novia Violeta. Necesitaba impresionar a su padre, el Duque de Bradbury, un banquero respetado en la alta sociedad londinense. Su familia pertenecía a un círculo en el que me había empeñado en entrar desde que mi corazón eligió enamorarse de la mujer más hermosa que mis ojos hayan visto jamás.

Violeta poseía una belleza extraordinaria, de facciones finas, cabellos dorados y unos ojos azules tan claros e inocentes que me resultaban irresistibles. Además era una mujer culta y educada, producto de una costosa educación pagada con orgullo por su padre. Y aunque ella luciera frágil y tímida, en el fondo era todo lo contrario: fuerte y una defensora de las causas más débiles, sin importarle lo que los demás pensaran, incluyendo a su padre. No obstante, las malas lenguas aseguraban que, dicho Duque, era un hombre despiadado y racista. Como también se rumoraba, que no soportaba ver a su hija enamorada de un simple hijo de inmigrantes irlandeses. Ese era yo.

Mis padres habían emigrado de Irlanda hacía más de una década. Poseían una tienda de relojes en el centro de la ciudad. Desde niño siempre los ayudé con pequeños quehaceres, y ahora que soy un hombre hecho y derecho (como decía papá) me he dedicado a ampliar el negocio colocando pequeños establecimientos alrededor de la localidad.

Como un acto reflejo, me llevé la mano a la cicatriz, muy cerca de mi ojo izquierdo; y al sentir la protuberancia, resoplé incómodo. La sutura era un recordatorio perenne de mi mala suerte.

Aquella noche, después de abandonar la estación del ferrocarril en la terminal de Paddington, tres sujetos me tomaron por la espalda. A pesar de mi altura, lograron empujarme con fuerza a un callejón oscuro, mientras caminaba distraído de regreso a mi hogar, cargado de paquetes. Después de arrebatarme mis pertenencias, me golpearon sin tregua; y cuando al fin conseguí las fuerzas para defenderme, el más alto de los tres desenfundó una navaja, tan reluciente que me cegó por un instante cuando me la acercó sin remordimientos a cara.

Quién sabe por cuánto tiempo estuve tirado desangrándome hasta que apareció una bondadosa mujer de voz cálida y sonrisa ingenua. Ella al verme herido tuvo la gentileza de ayudarme a poner de pie. Luego me hizo señas, y sin más, rasgó un pedazo de tela de su falda, y ofreciéndomela con amabilidad, intentó limpiar mi rostro empapado de sangre.

—¡Samuel! ¿Qué te han hecho?

Corrió mi padre al verme tambalear en cuanto entré a la tienda, muchas horas más tarde.

—Me han robado —alcancé a contestarle con un hilo de voz, antes de perder el conocimiento.

Ya habían pasado dos meses de ese suceso y yo me seguía reprochando mentalmente:

«Samuel, no te sirve de nada martirizarte por lo ocurrido, de todas maneras ya no tienes el traje elegante, ni la costosísima sortija; y para colmo, tampoco tienes a Violeta».

Al no llegar esa noche a pedir su mano, como lo habíamos planeado, ella dio la relación por terminada, sin siquiera darme la oportunidad de explicarme. Violeta pensó que me había arrepentido y que por eso la había dejado plantada frente a su padre. Pero eso no era cierto, algo me decía que ese hombre tenía que ver en ese asunto. No descansaría hasta descubrir la verdad, recuperar mi paz interior y volver a ser el mismo  Samuel, alegre y soñador con ganas de comerse el mundo… Ese que no descansaría hasta volver a conquistar el corazón de Violeta.

Desde entonces me visto de negro todo el tiempo, y a pesar de que Londres se ha convertido en una ciudad peligrosa, he decidido vivir solo, porque necesito olvidar el pasado…

viernes, 25 de noviembre de 2016

"El autoestopista" Jose Rinlo

     
Jorge percibía el olor a muerte.  Decidió sentarse, el plan le había salido estupendamente. Tal como predijo en cuanto las vio entrar en el bar, tras su palabrería barata, había convencido a las dos chicas para que lo llevasen en su coche; bueno, eso y también gracias a su cuerpo atlético, acompañado de la belleza que su madre le había dado. No le fue difícil convencerlas. A ambas se les caía la baba mirándolo mientras este les hablaba. Unos minutos antes de irse, Jorge salió del local a fumarse un cigarrillo. Avisó a las dos chicas de que esperaría fuera. Encendió el cigarrillo, y mientras fumaba, se sentó en una silla de la terraza del local, esperando a que Sandra y Malena salieran para así poder seguir con su verdadero y único plan, del que pronto, sin saberlo, sus dos amigas también serían participes. Para ellas tenía reservados dos asientos en primera fila.

Cuando las chicas salieron del bar, mientras iban de camino hacía el coche, Jorge

fue estudiando sus rasgos. Era importante saber con certeza cuál de las dos sería más débil a la hora de poner su plan en marcha. Sandra tenía veintiséis años; era delgada, alta y llevaba una gran melena rubia. En cambio, Malena era todo lo contrario, y fue la que más llamó la atención del chico. Tenía veinte años; los ojos de color marrón, y el pelo largo, negro y liso. Era de baja estatura y cuerpo proporcionado, pero con cinco kilos de más.

En el coche, cuando llevaban treinta minutos de camino, en una de las conversaciones Malena le había descubierto a Jorge tres de sus secretos íntimos: que tenía la manía de enroscarse un mechón de la melena en el dedo y que le encantaba bailar y tocar la guitarra; en cambio Sandra era más reservada. Apenas había hablado, solo se dedicaba a conducir y de vez en cuando a asentir a alguna de las frases que su amiga iba soltando. Se le notaba a leguas que era más sosa que la otra.

Jorge ya sabía quién iba a ser la primera en salir a la pista de baile cuando todo lo que tenía pensado se pusiera en marcha. El viaje desde Vigo hasta Madrid les llevaría seis horas, así que sobre las doce de la noche estarían ya en su destino. Sabía que tenía tiempo, pero también sabía que no se podía demorar mucho en poner su plan en marcha, si no, todo podía irse al traste.

A medio camino, Jorge -que iba acomodado en el asiento de atrás-, pudo escuchar los ronquidos de Malena. Se había quedado dormida debido al cansancio y al balanceo del coche. No lo pensó dos veces, era la oportunidad que había estado esperando y no la iba a dejar pasar. Había llegado la hora de empezar la función.

-Sandra, ¿podrías parar dos minutos? La puta cerveza que me tomé antes me está oprimiendo la vejiga, ¡y voy a explotar!

-Claro que sí, no te preocupes. En cuanto vea la zona adecuada, me echo a un lado.

-Muchas gracias, amiga. No sabes cuánto te lo agradezco.

A escasos cuatrocientos metros, Sandra se desvió a la derecha, a un área de descanso. No había ni un alma allí, y estaba todo completamente a oscuras. Detuvo el coche, y al ver que Jorge no bajaba, se giró hacia atrás para ver qué coño estaba haciendo. Fue lo último que hizo. Sintió frío, como si el chico le hubiese pasado un pedazo de hielo por el cuello; pero al mirar hacia abajo, vio cómo salía sangre de la garganta. Jorge estaba exhausto, no era dueño de sí. Se había transformado en el verdadero monstruo que era. Agarró a Malena por los pelos y empezó a darle fuertes tirones para despertarla. Quería que viese morir a su amiga, que viese cómo la muerte se la llevaba para siempre; pero sobre todo, que viera su agonía y cara de espanto. Era verdaderamente sádico y perverso, el mal en persona escondido en un cuerpo de un chico de veintinueve años.

Malena comenzó a chillar al ver todo aquel panorama. No se creía lo que allí estaba pasando; no se lo imaginaría jamás ni en la peor de sus pesadillas.

-¿Qué le has hecho a mi amiga, hijo de puta? ¡¡Suéltame, joder!!.

-Solo quería que lo vieses. Ahora es tu turno, preciosa.

Malena, en medio del forcejeo, consiguió abrir la puerta del coche; pero Jorge enseguida tiró de ella con fuerza para que no pudiese escapar. Tirándole de los pelos, el chico consiguió que ella alzara la cabeza y, con un rápido movimiento, le rebanó la yugular. Fue entonces cuando decidió soltarla.

La chica salió del coche con las manos intentando tapar la herida, pero no había nada que hacer. Notaba cómo por ese corte se le estaba escapando la vida.


Cuando a la mañana siguiente una pareja y sus dos hijos pararon para descansar y estirar un poco las piernas, se encontraron con la escena más terrorífica que habían visto en su vida. El hombre dejó el coche más adelante para que los niños no viesen semejante atrocidad. Al bajar de él, y justo cuando iba a llamar para informar de lo allí sucedido, llegó la policía.

jueves, 24 de noviembre de 2016

"El pueblo" Laura Martín

     
Después de leer la última novela de la biblioteca y de comer una abundante ración de macarrones, Celeste sintió asco de sí misma, de su pasividad, y decidió salir afuera para andar por las oscuras calles. Faltaba poco para amanecer y su madre aún no había llegado. Apretó el paso, convirtiendo el paseo en un footing mañanero. Correr le sentaba bien, liberaba tensiones, se evadía, huía temporalmente de su patética vida. Odiaba a su madre y la sensación de vacío que le dejaba. En ocasiones, imaginaba cómo sería su vida si su padre no hubiese muerto en aquel maldito accidente. Su madre seguiría siendo dulce, feliz, dedicada. Todo lo bueno de ella se lo había llevado aquel camión, junto a su infancia. A menudo, fantaseaba con haber acompañado a su padre a la compra de aquel helado. Pero no, se había quedado, sobreviviendo a una madre hundida, depresiva y borracha, que se nutría a base de vodka barato.

Se apoyó en un árbol, jadeante, agotada física y emocionalmente. Quería desaparecer, pero no como había hecho otras veces, sino cambiar su vida, dejar todo atrás, hasta su alma.

Cuando recobró la respiración rebuscó en su bolso. Su cartera contenía poco dinero, suficiente para coger el primer autobús que apareciera. Sería un viaje de ida, no necesitaba volver.

Caminó despacio hacia la marquesina, consciente de que, en el ínterin de espera, era probable que cambiara de idea. Normalmente, sus actos de rebeldía terminaban cuando tenía hambre, o frío, o necesidad de ver a su madre, aunque fuera en estado de embriaguez. No podía evitar enternecerse cuando la veía pálida, llorosa, suplicante. Pero, últimamente, las cosas estaban cambiando. En dos ocasiones le habían despertado gemidos, palabras de amantes que, sin disimulo, copulaban en el sofá. Sospechaba que la razón de esas visitas era el dinero. La indemnización que les habían dado por la muerte de su padre se había disuelto entre licores y vinos. Celeste no lo soportaba más, la lástima se estaba tornando en odio, y no podía vivir con eso.

El autobús llegó antes de lo esperado. Solo dos pasajeros ocupaban los asientos delanteros, así que la chica pudo escoger la fila del fondo, la más alejada, la más solitaria. El traqueteo del autobús contribuyó a que se sumiera en un profundo sueño.

-Eh, chica, esta es la última parada. Si quieres continuar, tienes que abonarme otro billete –vociferó el conductor. Ella despertó sobresaltada.

Celeste miró por la ventanilla. No sabía dónde estaba, no veía ningún cartel que indicara el nombre del pueblo.

-¿Dónde estoy?

-En la boca del lobo –rio el conductor estridentemente, burlándose de su desasosiego.

La chica se apeó, intentando infundirse seguridad. Nada podía ser peor de lo que le esperaba en casa. El ruido de las puertas cerrándose la sobresaltó, y observó con disgusto cómo se alejaba su transporte hacia lo conocido, lo seguro. Respiró hondo y se aproximó hacia la que parecía la calle principal. No era un pueblo grande, su vista alcanzaba toda la extensión y no pudo contar más de doce casas. El Sol ya calentaba, y le extrañó la sensación de vacío y soledad. Se aproximó a la primera casa y acercó su cara al cristal de la ventana. Esperaba no asustar a sus moradores, no acostumbraba ser fisgona, pero necesitaba descubrir la presencia de vida, la ausencia de ruido no presagiaba nada bueno. La estancia estaba amueblada, incluso había algún juguete esparcido por el suelo, señal de que, en algún momento, había albergado vida, alegría y felicidad.

Caminó un poco más y encontró una tienda de comestibles. El cartel indicaba que estaba abierto pero, al girar la manilla, la puerta no se abrió.

Un escalofrío recorrió su espalda. En ese pueblo no había nadie, y daba la impresión de que sus habitantes lo habían abandonado deprisa y corriendo. Los juguetes en aquella casa, la disposición de las cosas en la tienda, repleta y limpia… Algo o alguien había provocado su huida. ¿Y si la razón seguía por allí, acechando, en busca del momento oportuno para atacarla? Se arrepintió de haber escapado de casa. También lamentó todas las novelas de terror leídas en el pasado, ya que proyectaban en su mente imágenes aterradoras, y deseó que el próximo autobús no se demorara demasiado.

No se sentía segura allí, por lo que se dirigió al bosque que rodeaba el lugar, esperando encontrar protección entre los árboles.

Recién comenzado el otoño, los árboles se hallaban despojados de sus hojas, desnudos, ofreciendo una estampa desoladora. Los crujidos de las hojas bajo sus pies delataban su posición, pero Celeste respiró tranquila al comprender que, si algo o alguien se aproximaba, también lo oiría. A no ser, claro, que se tratara de un vampiro volador, o una bruja etérea… Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos. Sabía de sobra que los monstruos no existían, ni tampoco los superhéroes. Todo lo que sucediera, dependía por completo de ella, bueno o malo, cada uno labraba su destino. Así que, si alguien o algo la devoraba en ese bosque, sería su culpa, por pretender cambiar las cosas.

De pronto, un lamento llegó a sus oídos. Parecía el llanto de un bebé o, tal vez, el maullido de un gato hambriento. Se dirigió hacia el perturbador sonido recordando el dicho “la curiosidad mató al gato”, pero sin poder evitar investigar de qué se trataba. Agazapado contra un árbol se hallaba un niño de unos cinco años, con la ropa ajada, sucio, y con el pelo largo y enmarañado.

-¿Te encuentras bien? –Celeste se agachó hasta quedar a la altura del pequeño.

El niño levantó la cabeza y la miró a los ojos. Definitivamente, era un niño, a pesar de la longitud de su pelo. Los ojos, rojos e hinchados, la observaban con curiosidad, como si nunca hubiera visto a nadie semejante. Un moratón se extendía en la mejilla izquierda hasta casi llegar al ojo.

-¿Qué te ha pasado? –La chica señaló el golpe, sintiendo una profunda pena por aquel niño maltratado. Él se cubrió el morado con la mano y se arrebujó contra el árbol, asustado.

-Tranquilo –siguió ella. Alzó las manos en señal de paz –, no voy a hacerte nada. ¿Dónde vives?

Una llamada en medio de la solitud del bosque hizo que a Celeste se le erizaran los pelos de la nuca. Alguien buscaba a ese niño indefenso, y debía ayudarlo. Se lo llevaría, y se harían compañía mutuamente.

Se acercó al niño y le cogió una mano, tirando suavemente. Este se soltó, furioso, dando paso a una actitud hostil que hizo que Celeste retrocediera un paso.

-Vamos, te llevaré conmigo, nunca más te pegarán.

El pequeño que, aunque no hablaba, parecía entender su idioma, decidió confiar en ella y se levantó. Celeste le tendió la mano, con prudencia, y él se la ofreció con timidez. Corrieron juntos, alejándose de aquella voz incesante que clamaba por el niño.

La chica, después de unos minutos de vertiginosa carrera, hizo un alto en el camino para descansar. El niño no parecía tan afectado.

-¿Cómo te llamas?

-Muriel –su voz era firme, segura, no se correspondía con la de su edad.

-Qué nombre tan bonito. Yo soy Celeste.

El niño sonrió, mostrando una dentadura puntiaguda que a ella le recordó a la de la película de Tiburón. Supuso que se debía a su alimentación, tal vez le hicieran roer huesos para sobrevivir. No parecía que lo mimaran con purés precisamente.

Celeste emprendió el camino, más despacio; ya no se oía la voz, así que tampoco había necesidad de apresurarse. Mantener un ritmo constante y orientarse era lo más importante en ese momento. La chica pensó que sería buena idea rodear el pueblo por el bosque en busca de la parada de autobús.

El niño la seguía unos pasos por detrás. Celeste intentó esperarle en varias ocasiones para que se pusiera a su altura, pero el chiquillo parecía tímido y prefería ir al acecho. La chica siguió la ruta autoimpuesta, incómoda ante la actitud de Muriel, pero resignada. De repente, el niño cambió de idea y le cogió la mano con delicadeza, admirando sus dedos, calibrando su tamaño, casi venerando su presencia. A Celeste no le gustó, no sabía el motivo, pero la forma de mirar su mano era extraña. Sonrió al pequeño, que la miró con malicia, con los ojos entrecerrados y la boca dibujando una sonrisa a medias. Entonces, sin mediar palabra, él le mordió la mano. Celeste la apartó, alarmada. Le hizo sangre y ella se la llevó, instintivamente, a la boca. Muriel le tiró del brazo, con ojos hambrientos, pidiéndole la mano. Celeste se apartó, temerosa, maldiciéndose por haber sido tan confiada.

-Bravo, Muriel, un tierno espécimen –Celeste se giró, descubriendo la presencia de un hombre de aspecto aterrador. Su larga y canosa pelambrera le cubría los hombros. Una barba espesa y llena de restos de a saber qué, le daba aspecto de náufrago. Los ojos, enloquecidos, bailaban de ella a Muriel, golosos, vanagloriándose de su suerte.

La chica empezó a correr, dejando atrás las risas del niño y del hombre, que parecían querer dejarle ventaja.

En su cabeza surgió la resolución del misterio. Un hombre caníbal y su prole se habían comido, literalmente, a sus vecinos. Celeste se preguntó si habría más como ellos. Sus piernas volaban sobre las hojas. Poco a poco se acercaba a la parada. Creyó ver al autobús, acercándose. Agitó las manos. Por una vez, se alegró de su melena rojiza, que destacaría sobre el fondo marrón oscuro del bosque.

Una mujer calva y semi desnuda le flanqueó el camino. Celeste la esquivó con maestría, aunque la mujer consiguió agarrar un mechón de su pelo. La chica gritó de dolor, pero siguió corriendo hacia la única oportunidad de sobrevivir, sintiendo parte de la melena deprenderse de su cabeza. Lamentó su egoísmo. Tenía lo que se merecía. El karma le devolvía todo lo que había causado. Había matado a su padre al encapricharse de un helado, había abocado a su madre a la prostitución para poder mantenerla y, por último, había querido cambiar su suerte abandonando a una mujer borracha y hundida.

Poco a poco, fue resignándose a su destino. El autobús estaba girando, cogiendo la ruta de regreso. Celeste gritó, y le pareció ver al conductor mirarla desde el espejo retrovisor, con una sonrisa maliciosa.

Y así, derrotada, fue como la mujer saltó sobre ella, arrojándola al suelo, apunto de coger el autobús.

Presentación "Frankenstain"


Que nadie se asuste, que este no es un blog de terror, aunque lo parezca después de haber colgado historias sobre Halloween.

Lo que vais a poder leer desde hoy, son los relatos que dieron inicio al "Cibertaller" (los de Halloween llegaron después).

Las personas que escribimos tenemos que buscar nuestro propio estilo, y eso, se consigue uniendo unas pocas piezas de cada escritor. De unión va la cosa, de ahí lo de llamarse “Frankestain”.

Descubrí este ejercicio en verano de 2014, durante la primera clase de mi primer taller de escritura como alumno. Mi profesora cogió unas cuantas papeletas y nos repartió tres a cada uno; después, nos dijo que escribiéramos el nombre de un personaje, la época en la que queríamos que se desarrollase la historia y, por último, una frase final. Revolvió las papeletas como si fueran bolas de un sorteo, y nosotros las fuimos sacando de una en una. El ejercicio consiste en unir las ideas de todos para crear una historia. A los chicos y chicas del cibertaller les mandé algo parecido. Los relatos que leáis desde hoy, son el resultado del experimento. 

Nadie –excepto yo- ha visto aún los resultados. Las diez personas que han escrito los relatos van a ver sus propias ideas, pero escritas por sus compañeros/as, y será divertidísimo. 

Os invito a conocer el resultado junto a sus autores y autoras.

Deseo que os guste. Gracias.

 

José Losada

miércoles, 23 de noviembre de 2016

"Slenderman" Carrie Polaris

       
Entre los árboles de sombras siniestras, aquella oscura noche, Slenderman decidió emprender camino hacia otro lugar. Sus ocho tentáculos se desplazaban por el suelo transportándolo de sitio. Había sido una noche productiva, silenciar las risas de esos catorce niños fue casi una obra maestra. Absorber, estrujar y matar, para luego borrar toda evidencia de sangre coagulada y restos de piel o carne, acto sencillo de ejecutar.

A veces se convertía en una tarea aburrida, el que sus víctimas no se movieran y permanecieran en un estado hipnótico sin emitir un solo reclamo ni resistencia, se volvía monótono. Slenderman precisaba de algo más, algo que lo alejará de la monotonía de ganar siempre. Su traje estaba impoluto, oscuro y sin ningún pliegue ni arruga en la tela; lucía siempre sólido y elegante. Su rostro en un hermético blanco, sin expresión ni miembros, era su sello más preciado.

Caminaba entre la oscuridad de la noche, casi como si su largo y delgado cuerpo levitara sin rumbo, pensando, asumiendo, conquistando. Como siempre, sin necesidad de luchar.

Se detuvo un momento bajo la luna escarlata, una visión le inundó el cuerpo; y una sensación desconocida le acuchilló cada tentáculo en su espalda. El Slenderman tan temido por todos, estaba flaqueando en una sensación. No sabía quién era, no sabía cómo hacer sufrir y batallar a sus víctimas.

Albergaba un temor: el hecho de no poder infligir desesperación. Pero, ¿qué era la desesperación? ¿Cómo poder entregarla sin conocerla?, ¿cómo ser un maldito monstruo sin conocer el dolor? Aquel era su máximo temor: no poder sentir ese desesperado y sangriento sufrimiento anhelado, nunca. 

Siguió avanzando en medio de la noche. En lontananza el aullido de un hombre lobo llenó el firmamento; en hermético silencio avanzó hasta el cementerio, ya sin pensar, odiándose a sí mismo. En busca de los demás. 

lunes, 21 de noviembre de 2016

"El Conde" Leticia Meroño (Mi pluma LMC)

           
 
31 de octubre. ¡Era el día!

Se enfundó su capa negra y, una vez oculto el sol, salió a la calle a causar terror.

Las avenidas estaban repletas de gente deambulando de aquí para allá. La mayoría de ellos llevaba algún disfraz emulando a personajes de los clásicos del terror, y otros se disfrazaban de aquel que estuviera de moda. Era una fiesta bastante divertida a pesar de lo que realmente encerraba; y para él, se convertía en el único momento en que podía mostrarse tal y como era, sin ser observado de arriba abajo, y lo más importante: sin causar temor.

Al igual que él, las demás criaturas también campaban a sus anchas, pasando desapercibidas entre aquellos ingenuos seres. El año anterior, mientras paseaba por la calle principal, se había encontrado con Hannibal Lecter (gran amigo con el que acostumbraba a conversar  en las noches de luna llena) que iba acompañado de una joven vampiresa (disfraz muy repetido en estas fechas) a la cual iba a invitar a cenar.

Sonrió al pensar en el plato que le esperaba aquella noche. Con lo que más disfrutaba era con los zombis que se levantaban de sus tumbas; los últimos años había sido un éxito televisivo y falsos y verdaderos caminaban medio arrastrados por la ciudad.

Continuó su paseo, centrándose en lo que le rodeaba. La sed empezaba a hacerse patente y debía elegir a una víctima, pues a las doce de la noche -uno de noviembre- debía reunirse en el cementerio con su amada.

Muchas veces se había sentido atraído por las jóvenes vampiresas, pero terminó perdiendo la atracción cuando vio que año tras año, cuando llegaba el momento de desvelar su verdadera naturaleza, las muchachas se morían de miedo. Se sentía incluso ofendido. ¿Usaban aquel disfraz y no tenían respeto ni admiración hacia él? Era algo que ni comprendía ni le gustaba. Por ese motivo hacía tiempo que no se alimentaba de gente portadora de aquel disfraz, fuera hombre o mujer, pues con hombres le había sucedido lo mismo.

Se cruzó con una bruja cuya vestimenta le atrajo de inmediato. Llevaba un sombrero puntiagudo que le daba un aire bastante elegante; se giró y la siguió. Se mantuvo a una distancia prudencial hasta que llegaron a una zona menos transitada, y fue entonces cuando acortó distancias. La muchacha miró ligeramente hacia atrás y aceleró el paso, él aumento el ritmo remarcando con fuerza cada pisada; pudo sentir el corazón de su víctima acelerándose. En un abrir y cerrar de ojos estaba situado frente a ella. La joven se detuvo en seco y se quedó paralizada. Intentó gritar cuando vio la realidad de los colmillos que se aproximaban a ella; sin embargo, su garganta no emitió sonido alguno. Rasgó su piel con delicadeza y aspiro el elixir que brotaba de la herida. Las pulsaciones de la muchacha disminuyeron, y bebió hasta hacerla perder la conciencia.

Con energías renovadas se encaminó hacia el cementerio, allí podría verse con su amada Mina. Siempre había rehusado a convertirla, a pesar de la insistencia de la mujer a la que amaba; pero no podía arriesgarse, a lo largo de los años había visto cómo muchos ya no eran los mismos al despertar de la muerte, el ansia por la sangre los cegaba y se convertían en asesinos que no mostraban piedad. Se negaba a ver así a Mina. Prefería que la muerte se la llevase antes que ver que se convertía en un ser que no era.

Cada año se reunía con ella en el cementerio; era el único día en que los fallecidos volvían al mundo de los vivos, pero no podían salir del camposanto.

Antes de llegar, una escena terrorífica se plasmó ante sus ojos: un grupo de payasos ensangrentados corrían despavoridos, y detrás de ellos, otro, al cual nunca había visto. Los seguía con una motosierra en la mano. El olor a sangre le hizo marearse, y se sentó un rato para recomponerse; a sus pies había un brazo, y unos metros más allá varias manos. Corrió para alejarse de aquel lugar. Aceptaba la muerte, él mismo había sido causante de muchas de ellas, pero las carnicerías era algo que no aprobaba.

Debido a la carrera, había llegado antes de tiempo al cementerio. Eran las once de la noche, todavía faltaba una hora para el esperado encuentro. En la puerta había dos puestos de flores. Decidió comprar tulipanes y rosas amarillas y avanzó hacia la sepultura de su amada. Limpió con un trapo la lápida y retiró las flores ya secas para sustituirlas por las que acababa de comprar.

Permaneció sentado con la ilusión de lo que vendría a continuación. Un ruido le hizo levantarse, algo se movía debajo de las flores que acababa de colocar. Las levantó y vio una serpiente mirándolo amenazante. Dio un paso atrás, asustado; tropezó, cayendo con brusquedad, quedando inconsciente al golpearse la cabeza con una piedra que sobresalía en el suelo.

Despertó al sentir una mano cálida sobre su cara. Abrió los ojos y, aunque veía borroso, reconoció el bello rostro de Mina, con su sonrisa dulce y su mirada inocente. Intentó hablar, pero antes de que el sonido saliese de su boca, tenía en ella los labios de su amada, a quien besaba. La abrazó, y no pudo evitar llorar. Volvía a estar junto a ella y, como cada vez, la magia los envolvía; a los ojos de Mina también llegaron las lágrimas. Se miraron con fijeza; sonreían. Las palabras no eran necesarias, cada poro de su piel expresaba lo que ambos sentían.

Pasaron la noche abrazados. Las horas se hacían demasiado cortas, y el Conde Drácula, presa de la maldición de no poder ver la luz del sol, solo podía disfrutar de su amada durante la noche. Los primeros rayos comenzaron a aparecer. Mina se abrazó a él y lloró desconsoladamente. Ese era el peor momento: la despedida. Y ella debería pasar sola el resto de horas en aquel cementerio, abatida por la mayor de las tristezas, como cada año sucedía.

La cogió en brazos y se resguardó del astro en la sombra que se formaba tras la lápida. Le retiró el pelo de la cara, adherido por el agua que cubría sus mejillas; y es que aquella era la magia de ese día, el de todos los santos. Cada fantasma era totalmente corpóreo.

Su piel comenzó a oscurecerse; no obstante, estar resguardado hacía el dolor más soportable. El miedo inundó su ser al no saber qué vendría; sin embargo, estaba decidido. Tal vez el cielo no fuera su lugar, pero tampoco lo era aquel mundo sin su amada.

Abrazado a Mina, su cuerpo se fue transformando en cenizas, hasta desaparecer por completo bajo la luz del sol y bajo la triste mirada de la muchacha, cuyo rostro de ilusión mudó a la desesperación. Con las manos removió las cenizas y las mezcló con la tierra.

Descansa en paz”, dijo. “Lo haré junto a ti”, le susurró él al oído mientras la envolvía con sus brazos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

"El regreso de Eric" A.G.Keller

         
Era 31 de octubre de 2016. Eric se encontraba en su apartamento, dejándose acompañar por el ruido de los coches, que junto con los gritos de los niños, buscando dulces esa noche de Halloween, le daba un aire especial a sus días llenos de monotonía. Se sentó en la terraza para tomarse un vaso de whisky mientras se fumaba un cigarrillo; levantó sus ojos negros al cielo para admirar las estrellas, pero al toparse con la luna, se maravilló porque quizás por ser la noche de brujas, poseía un brillo diferente…
El sonido del móvil le sobresaltó. De inmediato lo sacó de uno de los bolsillos para darle un rápido vistazo a la pantalla, antes de tomar la llamada:
—¿Qué tal, José?
—Por fin se te oye la voz, Eric. Ya nos estábamos comenzando a preocupar.
—Ando un poco alejado, pero todo bien.
—¿Mucho trabajo?
—Lo de siempre. Pero, cuéntame: ¿a qué se debe el honor? —explicó, desganado.
—Llamaba para recordarte que la reunión de esta noche será en el cementerio.
—¿El cementerio? —apartó su mirada para posarla en el vaso lleno de licor.
—Sí, Eric. ¿Qué mejor lugar que la casa de los muertos? Además, no te hagas el loco, que ya es una costumbre el reunirnos todos los años para celebrar Halloween.
—Pues sí que lo había olvidado. ¿Quiénes irán? —inquirió con curiosidad, para luego tomarse de un solo trago el resto de la bebida.
—Los de siempre: Hannibal, Charlotte, los gemelos vampiros y yo. ¿Qué me dices? ¿Contamos contigo?
—No sé qué decirte, José. Ando con el ánimo por el piso.
—¡Haz un esfuerzo, hombre! Solo tenemos la oportunidad de disfrazarnos una vez al año. Será  como en los viejos tiempos. Además, Charlotte anda preguntando por ti.
«Preguntando por ti». Repitió en su cabeza, sintiendo enseguida cómo el vello de la nuca se levantaba, al mismo tiempo que un desasosiego terrible se hizo con él de repente, tomándolo por sorpresa.
—Intentaré ir, José. Pero no te prometo nada.
Dio el tema por zanjado al no darle seguridad a su amigo. De todas maneras, no tenía caso explicarse, ya que José jamás entendería lo abatido y sin fuerzas que Eric se sentía. Sin embargo, antes de despedirse, le pidió los datos de cómo llegar al lugar.
Se fue a servir otra copa, para luego volver a la terraza. Necesitaba relajarse y espantar esa extraña sensación que sintió al sólo escuchar el nombre de Charlotte. Eric y sus amigos la habían conocido en un bar (seis meses atrás). Era su primer día de trabajo como barista, y cuando él le ordenó un café expreso, se dio cuenta que era una mujer hermosa y sencilla.
Eric comenzó a frecuentar el lugar con absurdas excusas. Deseaba verla y poder dar paseos con ella por el boulevard, frente al mar que quedaba a tan sólo unas cuadras. Varios meses pasaron y sin mucho esfuerzo se fue sintiendo cómodo a su lado, hasta que una noche se dio cuenta que ella poseía algo inexplicable, algo que le provocaba miedo; algo que se estaba metiendo bajo su piel, y dentro de sus pensamientos.
Lleno de pánico, se alejó. No volvió a pasar por la cafetería, ni siguió rondándola.  Estaba convencido de que si continuaban viéndose, Charlotte llegaría a ese lugar especial del que no se sentía seguro de querer compartir, porque su corazón, aunque ya se había recuperado de la muerte de Shelly, era un lugar sensible, delicado y muy susceptible.
Una hora más tarde, después de una larga reflexión, Eric encendió otro cigarrillo y verificó su reloj de pulsera, que marcaba las 9:35p.m. Decidió ir al cementerio, necesitaba resolver ese asunto, debía enfrentarse de una vez por todas a ese pavor que le tenía a enamorarse. Desde que se prohibió verla, casi no comía, con esfuerzo trabajaba y apenas dormía… Su vida se había convertido en un infierno.
Desafiar ese miedo era en lo que se debía enfocar, no le quedaba otra salida que volver a verla. Aplastó la colilla y retocó su maquillaje en el espejo del baño, antes de marcharse al lugar de encuentro. Pensando con una sonrisa en los labios: ¿De qué se habrá disfrazado?
—¡Eric! ¡Por acá!
Lo llamó José, desde lejos, y en compañía de Hannibal, los gemelos vampiros y la adorable Charlotte, que al verlo, corrió a saludarlo, vestida de Morticia.

sábado, 19 de noviembre de 2016

"Inicio del curso" Mary Ann Geeby

             

Eran las siete de la mañana cuando sonó el despertador. Charlotte tenía demasiado sueño, pero no deseaba llegar tarde el primer día de universidad, de modo que se desperezó y se levantó despacio. Fue al servicio para constatar una vez más que no tenía sentido. No tenía necesidades fisiológicas, no necesitaba asearse, ni peinarse, ni lavarse la cara o la boca. Y, para colmo, tampoco se veía en el espejo.

Le estaba costando mucho adaptarse a esta nueva vida. Odiaba cuando oía: “Los fantasmas no existen”. Siempre le daban ganas de asustar a quien lo hubiera dicho. O al menos, jugarle una mala pasada. Pero ella era buena; no podía hacer estas cosas. Siempre se comportaría con bondad ante los demás, estuvieran vivos o muertos.

Al principio le había dado miedo: sí, un fantasma con miedo. Miedo a esa vida, a ser un fantasma. ¿Cómo podría adaptarse a esta nueva situación? Lo bueno es que había llegado aquí sin una sola herida. Si hubiera tenido que sangrar, Charlotte creía que habría muerto varias veces a la vez. Y con todos sus temores, aterrizó en un lugar extraño, pero enseguida vio a los demás, y eso le hizo comenzar a tener confianza.

Sin embargo, lo más impresionante de todo es que ¡LA VEÍAN! Siempre refiriéndonos a los demás fantasmas, claro, ya que sólo los espectros podían detectarse entre ellos. Pero es que no había habido ser humano más transparente que Charlotte en el mundo de los vivos. Podían pasar horas sin que nadie notara siquiera que ella estaba allí. No era interesante, no tenía una conversación amena, ni gustaba a nadie. Por el contrario, en el mundo de los muertos, aquel hombre se había fijado en ella el primer día.

Se acercó a ella y le dijo:

—Hola, soy Jose Luis. ¿Cómo te llamas?

—Charlotte —respondió ella temerosa, como siempre.

—¿Acabas de llegar? ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó él con una sonrisa.

—Me atraganté con un osito de gominola.

Jose se rio al escuchar ese comentario. Charlotte bajó la cabeza de nuevo. Ni para morir había sido original: ahogarse con un osito de gominola era la mayor estupidez que se le podía ocurrir, pero es que había sido cierto.

—¡No me lo puedo creer! Es la muerte más original que he oído desde que estoy aquí. ¿Sabes dónde ir? ¿Te ayudo?

Charlotte volvió a alucinar al ver que su historia interesaba a alguien. Enseguida respondió:

—No tengo ni idea de dónde ir, ni qué hacer, la verdad.

—Tranquila, yo te ayudo. Mira, ve a aquel edificio y pregunta por la Señorita Van Darven. Ella es la directora del colegio mayor. Te ayudará a buscar alojamiento mientras estás aquí. Imagino que tendrás que ir a clases; seguirás estudiando, ¿no?

—Si no puedo librarme… —respondió ella sin mucha ilusión.

—Soy profesor de lengua en la Facultad de los Muertos. Seguro que seré tu profe. Nos veremos pronto, Charlotte.

En cuanto entró en el rectorado, la envolvió el buen rollo de dicho lugar. Era curioso, de repente le apetecía enrolarse en esta vida tan extraña.

—Hola, chica nueva. ¿Quién eres?

—Hola, chica guapa. Pasa de mi hermano.

A izquierda y derecha de Charlotte habían aparecido dos increíbles jóvenes, guapísimos, con unas preciosas sonrisas perfectas, sendos pares de ojos azules y verdes como para perderse en ellos, y cabello rubio y castaño claro, respectivamente. Nuestra protagonista creyó estar en un partido de tenis, pues no dejaba de mirar a un lado y al otro para comprobar que, aunque eran sorprendentemente parecidos, se trataba de dos jóvenes diferentes.

—Yo… Eh… La verdad es que… Bueno, me llamo Charlotte y he muerto hace unas horas.

—Hola, Charlotte. Soy Luca. Soy vampiro y morí hace quince años. Estamos aquí para hacer la matrícula, porque el curso comienza mañana. No te asustes porque seamos vampiros. Sólo mordemos a los vivos. ¡Jajajajajaja! ¿Podemos ayudarte? —le explicó el gemelo rubio.

Ciao, bella. Io sonno Piero. Puedes venire conmigo y te ayudaré en tutto lo que necesites. De todos modos, te garantizo que me encantaría morderte la yugular, preciosa —Esta vez habló el otro hermano.

—Hay un problema en todo esto… Yo… Eh… Tengo fobia a la sangre. De modo que mejor, lo dejamos aquí, ¿vale? Ha sido un placer conoceros, chicos —respondió Charlotte, literalmente temblando de pavor.

—No, no, no, no, no y mil veces no. Aquí no se deja nada —replicó Piero, sujetando a la joven fantasma de un brazo. Era curioso que aquel agarre sí surtiera efecto.

—Mira, preciosidad. Como te hemos dicho, no mordemos a los muertos. Y, cuando vayamos a alimentarnos, tendremos cuidadito de que no andes por ahí cerca. ¿De acuerdo? —aclaró Luca.

—De acuerdo. Podremos intentarlo —les respondió ella.

A Charlotte le habían caído genial los hermanos vampiros, de modo que se dejó asesorar y ayudar por ellos. Al cabo de un rato, ya había terminado todos los trámites.

—¿Y qué se supone que se hace ahora, chicos? —preguntó ilusionada.

—Bueno —respondió Piero—, tú no comes y nosotros no chupamos la sangre de muertos, de modo que, si quieres, podemos ir a dar una vuelta por el campus, escuchar música, ver alguna película y pasear… Eso sí: tú y yo solos. Busquemos el modo de dar esquinazo a mi hermano, ¿quieres?

Charlotte estalló en carcajadas. Piero era un conquistador y la tenía obnubilada. Además, era tan perfecto… Pero lo que más le llamaba la atención de él era que la consideraba linda. Ella que había pasado absolutamente desapercibida entre los vivos, que nadie había reparado en que estaba muerta hasta unos minutos más tarde, ella que no era casi nadie en vida… ahora resultaba atractiva a un par de bombonazos que no le quitaban ojo.

Pasaron la tarde más hermosa de su vida, aunque técnicamente ésa ya no era su vida, sino su muerte. Charlotte comenzó a pensar que estar muerta era lo mejor que le había sucedido. Por la noche, los hermanos la acompañaron a su residencia y ambos la despidieron con un beso en la mejilla. Si bien, el beso de Piero se acercó sospechosamente a la comisura de sus labios.

Y al fin hoy comenzaban las clases. Tenía que estar a las ocho en punto en el edificio interfacultativo. Pero al bajar a la calle, sus maravillosos acompañantes estaban esperándola. El camino hasta la facultad fue agradable. Ellos siguieron poniéndola al tanto de todo lo que había ocurrido en aquellos días. Al llegar al “inter” Luca se acercó a dos chicas que estaban esperando en las escaleras de entrada. Las saludó con dos besos y se acercó a su hermano y a Charlotte.

—Chicas, os presento a Charlotte. Llegó ayer mismo, de modo que necesita ayuda —Y dirigiéndose a la chica, le dijo—. Ellas son Emma y Silvia. Son brujas. Llevan tres y cinco años entre los muertos.

—Hola, linda —le saludó Emma.

—Encantada, preciosa —secundó Silvia —. Tenemos clase de lengua a primera hora. Verás cuando entremos, al bombón del profesor. Además, te ayuda mucho a la hora de escribir textos. Todas las dudas que tengas, se las puedes preguntar.

—¡Y tanto! —rio Emma a carcajadas, mientras se dirigían a la clase—. Silvia le pregunta hasta cuando no tiene dudas. Lo que sea por hablar con él.

—Lo conocí ayer mismo, al llegar. Me pareció muy majo— aclaró Charlotte, sentándose con sus amigos, en la primera fila.

—Callaros ya, cotorras. La clase va a comenzar —les reprendió Piero, dejando entrever el pellizco de los celos.

—Buenos días, clase —saludó el profesor—. Como la mayoría sabe ya, tendremos eclipse de sol dentro de una hora. Por esa razón, daremos la clase en el cementerio. Recoged vuestras cosas y dirijámonos allá.