miércoles, 30 de noviembre de 2016

"Francesco (la leyenda)" Leticia Meroño (Mi pluma LMC)

         
A un anciano se le cayó la dentadura y nadie intervino para ayudarle, pues todos estaban pendientes de la alarma que no paraba de sonar.  Con las manos temblorosas consiguió cogerla del suelo y, quitándole el polvo adherido, restregándola contra el jersey, se la volvió a colocar.

El anciano permanecía oculto en la iglesia, junto con ocho más de los habitantes del pueblo, todos de edad cercana a la suya; faltaba Francesco, el décimo habitante de aquel pueblo, y el único que no superaba la treintena. Todos estaban asustados, cada vez que la alarma sonaba debían refugiarse en la iglesia y no salir hasta que dejara de sonar, si no, Francesco les avisara.

No sabían el tiempo que había transcurrido, en aquella situación un minuto podía parecerles como si hubieran pasado veinte.

La instancia comenzó a oscurecerse, estaba anocheciendo y no disponían de electricidad. El crujido de la puerta principal les previno de que alguien entraba. Los nueve ancianos se agazaparon tras el altar, y entonces escucharon su voz: “tranquilos, soy yo, Francesco”.

Todos se levantaron y lo vieron avanzar, con paso firme; su melena negra y su tez morena, cubiertas de sangre; y sus ojos de color turquesa, con la escasa claridad que surgía de los ventanales, resaltaba su mirada felina.

Se dirigieron hacia él y lo abrazaron. Francesco era su protector, con él se sentían a salvo. Muchos años habían sobrevivido, habían visto morir a sus familias, algunos de enfermedad, otros de vejez, pero la gran mayoría a manos de aquellos despiadados seres. Su edad ya no les permitía luchar, y aquel joven, del cual desconocían su procedencia, se había instalado años atrás en el pueblo y los había ayudado tan solo pidiendo una cosa a cambio: que lo dejaran habitar allí sin realizar preguntas. Y así hicieron. Poco les importaba de dónde venía o quién era, con ellos había sido un vecino más, y para algunos, incluso como un hijo.

La alarma dejó de sonar y todos volvieron a sus hogares, acompañados uno a uno por el joven Francesco.

Francesco llegó a su casa, alejada del resto de vecinos. Le gustaba disfrutar de su soledad. Mojó un trapo para no desperdiciar mucha agua y eliminó la sangre reseca de su rostro. Para lavarse el pelo echó en un pequeño cuenco el líquido tan escaso, y empapando sus dedos, fue desprendiendo la que cubría sus cabellos.

La tarde había sido dura, demasiada lucha cuerpo a cuerpo, y se sentía exhausto. Enseguida fue presa del sueño.

El sonido de la alarma despertó a los diez habitantes del pueblo antes del amanecer. Los ancianos, con la velocidad de la que fueron capaces, acudieron a la iglesia; y Francesco, aún agotado, corrió por la ladera para proteger a su gente y a su hogar.

Cuando llegó abajo, el olor de todos los cadáveres -que aún no había tenido tiempo de esconder- le sacudió de golpe, y se despertó, pues avanzaba adormilado sin apenas pensar en lo que estaba haciendo.

Los hombres que se acercaban miraban horrorizados el espectáculo que el suelo les mostraba: cuerpos separados de sus miembros a golpe de espada, cabezas que habían rodado quedando todas apiladas allí donde la pendiente las llevaba. Aquellos hombres que venían a por aquello que consideraban suyo, frenaron su caminar de golpe, y observaron, desde una distancia prudencial, al joven que caminaba hacia ellos.

En sus mentes se crearon historias aterradoras mientras esperaban que algo sobrenatural se abalanzase sobre ellos. La leyenda contaba que algunos pueblos eran protegidos por un monstruo capaz de romper en dos a un hombre con sus propias manos. Los que acudían sin escrúpulos a robar a los pueblos todo lo que podían, los mismos que habían acrecentado aquella leyenda, generando terror en los pocos habitantes que poblaban la tierra y utilizando esa historia, haciéndoles creer que los protegían de los monstruos que la naturaleza había creado, avisando con una alarma cuando salían de sus cuevas, y como cobardes robaban a los ingenuos ciudadanos, ahora se encontraban frente a frente con aquel que nada temía, con el joven que había descubierto hacía tiempo las mentiras de aquel poder impuesto.

Todos estaban paralizados, observando los ojos cambiantes del asesino más despiadado. Y no era más que su miedo, y los rayos del amanecer que hacían tornar sus ojos de color, pues Francesco tan solo era un hombre normal, asesino, sí, pero nada sobrenatural. Un hombre con agallas y con una gran espada afilada, capaz de cortar de un solo movimiento cualquier miembro que se cruzara en su camino. Y ese día, con los cadáveres desmembrados adornando el lugar, y con el olvido de un cansado Francesco, pues las batallas nunca sucedían en tan pocas horas; ese día, la leyenda se hizo realidad, pues Francesco olvidó recoger su espada, dirigiéndose desarmado hacia varios hombres.

El cabecilla del grupo dio un paso atrás, y el joven empezó a correr hacia él blandiendo su espada; pero ellos solo veían la realidad: un hombre que les atacaba con sus propias manos. Todos huyeron corriendo, y la leyenda tomó rostro, pues los presentes aseguraron ver cómo un monstruo había separado con sus propias manos, brazos y piernas del tronco de su jefe.

Francesco frenó en seco cuando, ante sus pies, el hombre se desmayó.

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