martes, 31 de enero de 2017

"El Doctor y el Manco" Jose Rinlo

                 

Desde que se conocieron en la cárcel, se volvieron muy amigos, inseparables. Mario, más conocido como el "manco", había cumplido condena por narcotráfico; y el que se convirtió desde ese momento en su brazo derecho, Jose Mª ", el doctor", por secuestro.

Debido a que le faltaba el brazo izquierdo -de ahí su apodo- contrató al doctor para que le cubriese las espaldas en todo momento. Sin embargo ahora que los dos eran libres de nuevo, el manco integró a su fiel amigo en sus turbios negocios. Le parecía asombroso los planes que aquel tipo era capaz de organizar: operaciones que les hacían ganar una fortuna con cada desembarco de droga. Ahora sabía por qué le llamaban "el doctor"; porque aquel tipo hilaba muy fino, como si de un verdadero cirujano se tratara. Planeaba una operación, haciendo que toda su mercancía llegara siempre a su destino, sin sufrir perdida alguna.

Estaba claro que el manco era el capo de la mafia, el jefazo; pero realmente quien movía todo desde la sombra, era aquel tipo flaco y de nariz aguileña apodado, "el doctor". Valía su peso en oro, y Mario lo sabía, por eso lo cuidaba como a un hermano caprichoso, dándole todo tipo de regalos. Desde viajes en helicóptero, hasta regalarle un coche; (por cierto, un Ferrari). Luego se corrían unas juergas de aúpa: alcohol, cocaína y prostitutas a doquier; vivían cada noche que podían como si fuese la última. Con la misma facilidad con la que ganaban el dinero, también lo derrochaban en lujos y excesos. Pero como pasa con todo, todo tiene su fin.

Lo que menos sospechaban ellos era que tenían las horas contadas; y todo porque hacía unos días habían hecho una redada en el bar que frecuentaban, y el doctor, el ángel de la guarda del manco, -como ya le llamaban algunos- se enteró por mediación de su jefe, claro está, de quién había dado el soplo para que la madera les estuviese oliendo el culo. Como buen protector que era, a la noche siguiente dos cuerpos aparecieron flotando en el río Lerez.

Cuando la policía los vio, supieron que eran los que les habían soplado los movimientos del manco, y aunque no tuvieran pruebas suficientes, sabían de sobra que Jose Mª, el doctor, era el brazo ejecutor de ambos asesinatos.

El comisario Sancho, de la comisaría de Villagarcía de Arosa, organizó un operativo para proceder a la detención de los dos: del jefe y de su asesino a sueldo particular, tratándose de semejantes elementos; pero haría todo lo que estuviese en sus manos para que al menos no pudiesen darse a la fuga, como ya habían hecho en otras ocasiones.

Una de las patrullas que vigilaba el puerto, envió aviso por radio de que habían localizado a los hombres que buscaban, subiéndose en una lancha. En cuanto vieron que el muelle comenzaba a llenarse de coches policiales, arrancaron los cuatro motores de 500cv que destacaban en la popa y salieron del muelle a toda pastilla. Sin embargo enseguida una potente embarcación de la guardia civil se puso a su par. Al verlos el manco, algo le dijo a su fiel escudero, porque éste se fue rápidamente al interior de la lancha; cuando salió llevaba un paquete en las manos, lo abrió y tiró al fondo del mar su contenido, que no era otra cosa que una pistola y un cuchillo. Las armas con las que había matado a aquellos dos chivatos, por encargo de su jefe.

Un agente de la guardia civil comenzó a disparar a los grandes motores; al quinto tiro, la lancha que perseguían quedó a la deriva. En 0,0 los estaban abordando. Su plan de huida había fracasado, por los pelos, pero fracasaron.

El registro de sus viviendas fue un éxito: kilos de cocaína y hachís, armas y un sin fin de vehículos de lujo y joyas. No los tenían por asesinato de momento, pero sí por narcotráfico y blanqueo de capitales; una incautación sustanciosa que los volvería a llevar a "Trullodor", y por mucho tiempo. Volverían a pasar muchos años para que disfrutasen de su libertad. Sabían que Mario conseguiría un móvil en el trullo y desde allí seguiría haciendo operaciones millonarias. No obstante, también sabían que lo peor que les podría pasar a dos tipos así era privarlos de su libertad. Harían dinero, bastante menos, pero no se lo podrían gastar a su gusto, y eso para la policía ya era un éxito: un par de parásitos menos a los que vigilar por las calles. Aunque esta vez sería algo más que eso.

Un clan rival tenía contactos en esa cárcel, y encima a un primo de uno de ellos. Se lo habían cargado el manco y el doctor. No llevaban ni dos semanas de internamiento cuando un día, a la hora de la comida, y tras una pelea intencionada, se acercaron dos tipos a ellos por la espalda y, en un despiste de Jose Mª, les clavaron los mangos de las cucharas en el cuello.

El único fallo que había tenido en su empeño de cuidar de Mario, y de él mismo, les costó la vida a ambos. Nada pudieron hacer por ellos (ni tampoco quisieron).

lunes, 30 de enero de 2017

"El castillo de Acacius" Joaquim Colomer

                 

La niebla que inundaba los pirineos catalanes se despojaba ante la salida del sol. Unas luces de un coche que pasaba por una solitaria carretea de esa zona, se revelaban ante la poca neblina que aún no se había disipado. Dentro de él se hallaban Javier y Laura, que estaban pasando unos agradables días de vacaciones.

—Creo que ya falta poco para llegar —apuntó Javier.

—Ya llevamos más de media hora de viaje, cariño —dijo ella observando un mapa—. Espero que valgan la pena esas ruinas medievales.

—Seguro que sí. Las fotos que vimos por internet eran espectaculares.

—¡Mira! Creo que es por aquí. —Laura señaló una estrecha carretera de tierra que se divisaba a mano derecha. Estaba cerrada con una valla.

Javier paró el coche y observó unos segundos un cartel oxidado que había a un lado de ese camino.

—Ruinas del castillo de Acacius a dos kilómetros —leyó en voz alta —. Efectivamente, señorita, es por aquí. —Le guiñó un ojo.

—Vaya —Sacudió la cabeza mientras resoplaba—, pues creo que tendremos que volver porque está cerrado.   

—Eso tiene solución. —Javier bajó del coche y apartó la valla.

—¡Espera! A ver si nos vamos a meter en un lío…

—No creo que pase nada. —Subió al coche —. Además, deben haber cerrado el acceso por el mal estado del camino y, nosotros, vamos con una todo terreno. Así que no hay problema.

Se adentraron en ese lugar. El paisaje era hermoso, montañoso y verde, y ya no había ningún rastro de niebla. El sol imperaba en la montaña.

—Mira, Javier: hay un hombre que nos está haciendo señales con la mano.

—Sí, ya lo veo. Debe ser un lugareño de la zona. —Se encogió de hombros.

Paró el coche al lado de ese desconocido y bajó la ventanilla. Era un hombre que frisaba los setenta años de edad, con el cabello blanco y se apoyaba con un bastón mientras pipaba un puro consumido que sujetaba con sus dientes desgastado y amarillentos.  

—Buenos días, muchachos —saludó el lugareño—. ¿Dónde os dirigís?

—Vamos a visitar el castillo de Acacius. Es por aquí, ¿verdad? —Inquirió Javier.

—¿Habéis encontrado el camino abierto?

—No…—titubeó— Hemos apartado la valla nosotros, es que venimos de muy lejos y teníamos muchas ganas de ver esas ruinas. Somos unos fanáticos de todo lo relacionado con lo medieval.

—No deberíais haber entrado —Su rostro destilaba seriedad.

—¿Es propiedad privada?

—No. Esa valla la puse yo para evitar que nadie llegara hasta el castillo. —Hizo una calada del puro y lo tiró—. No sé si sabéis que en esas ruinas han acontecido sucesos un tanto inquietantes.

—¿Inquietantes? —repitió Javier.

—Verás: tiempo atrás, algunos turistas que habían ido a visitar el castillo, desparecieron sin dejar rastro. Otros, regresaron enloquecidos o en estado de shock.

—¿Y qué decían los que lograron regresar?

—Que habían visto a los que regentaban el castillo en la época medieval. Supongo que se refieran a sus fantasmas.

—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó con escepticismo.

—Aunque esas ruinas son públicas y pueden recibir visitas, es un lugar maldito. Por vuestro bien os pido que regreséis.

Javier sonrió y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Ya veo que no podré disuadiros.

—Así es. Hasta la vista —dijo al fin, antes de subir la ventanilla y arrancar el coche.

—Javier, esas cosas que ha dicho ese hombre me han dado un poco de miedo. ¿No crees que deberíamos regresar?

—No, ya sabes cómo son los ancianos de los pueblos de montaña; siempre intentan evitar visitas de los turistas para que no ensucien la naturaleza. Seguro que se lo ha inventado todo.

—¡Ya veo el castillo! —Lo señaló con entusiasmo.

Se trataba de un castillo con dos imponentes torres, aunque estaban medio derrumbadas. Solo quedaba el esqueleto de la construcción ya que, en el interior, no había paredes y estaba lleno de vegetación.

Aparcaron justo en frente y bajaron del coche.

—¿Entramos? —propuso Javier.

Laura asintió.

—Por internet leí que el tal Acacius murió por los alrededores del año 998 —comentó mientras pasaban por la entrada.

—¿Esto es todo? —preguntó ella mirando a su alrededor.

—Pues sí, este es ese lugar tan aterrador que decía ese anciano; ya te dije que nos estaba mintiendo —Se volvió hacia una pared— ¡Mira! ¡Allí hay una inscripción! Vamos a ver qué dice...—Se acercaron—. Está lleno de polvo y no se ve bien —dijo mientras lo frotaba con la mano.

En ese momento, justo en frente de esa inscripción, unos chispeos empezaron a brotar de la nada, formando un agresivo remolino multicolor.

—¡Qué coño es esto! —gritó Javier intentando retroceder. El remolino lo estaba absorbiendo.

—¡Javier! ¡Ayúdame! —vociferó, con el miedo plasmado en su rostro. Ella se aferró al brazo de Javier, pero al final, cedieron ante ese agresivo torbellino y los engulló.

Tumbados en el suelo y aturdidos, abrieron los ojos.

—¿Dónde estamos? —dijo Javier, poniéndose en pie y observando a su alrededor, extrañado.

Laura hizo lo mismo. Precia que estaban dentro de un castillo.

—¡Quietos! —se escuchó detrás de ellos.

Se volvieron y un hombre joven y fornido, con ojos azules como dos topacios y cabello moreno, acercó la punta de su espada al gaznate de Javier. Iba vestido con antigua indumentaria medieval.

—¿Cómo habéis entrado? Este extraño ropaje que lleváis, ¿a cuál linaje pertenece? —preguntó irguiendo la cabeza con agresividad, mientras se oían unos sollozos de Laura.

—¿Cómo? —tartamudeó el aludido— Esto es una broma, ¿no?

De repente, apareció otro hombre.

—¡Vasallo! Llévalos a las mazmorras hasta que averigüemos cuál es su linaje —Ordenó.

—Lo que usted diga, señor Acacius.

—Acacius —Repitió Javier al tiempo que empezó a ligar cabos.

—Espera, ¿nos conocemos? —Acercó su rostro al de él; su aliento desprendía un hedor muy desagradable.

—No, no nos conocemos. —Se apartó—. Creo que hemos llegado aquí por accidente, nosotros venimos del futuro.

—¡Señor! ¡Están atacando el castillo! —apreció otro hombre.

—Vosotros dos, no os mováis de aquí. Ahora vuelvo —dijo Acacius, amenazador con el dedo.

Se fueron y dejaron a solas a Javier y Laura.

—Mira, cariño, allí está la inscripción que has frotado antes de que viajarnos en el tiempo —dijo ella.

—Ahora es la nuestra, ¡vamos! —exclamó mientras se acercaban allí.

Javier frotó de nuevo esa inscripción y volvió a aparecer, como si de magia se tratase, ese remolino chispeante.

Fueron engullidos y, de la misma forma que habían ido allí, regresaron.

—¡Vámonos de aquí! —vociferó Laura, mientras salían de las ruinas apresuradamente.

—Espera. Mira, aquí hay otra inscripción —dijo él.

—¡Déjate de inscripciones y marchémonos ya de aquí! —Subieron al coche y se fueron.

La última inscripción que vio Javier, decía:

Acacius murió el año 998. Después de acoger a dos extraños forasteros, su castillo fue invadido y resultó herido de muerte.

Al cabo de un día murió desangrado y sus últimas palabras fueron: “Se ganó la guerra, se perdió la vida” .

sábado, 28 de enero de 2017

"La Divina Pastora" Dolors López



                 

Es la hora habitual de comer, pasadas las 13:30, cuando Eva María entra por la puerta del comedor social “La Divina Pastora”. Siempre va acompañada y cogida de la mano de David, su hermano mediano; bien fuerte, tan fuerte que sus manos amoratadas forman el eslabón de una esclava de plata. Y es que Eva María, de trece años, pizpireta, con sus dos coletas que recoge su larga melena morena y con dos coleteros rojos -su color preferido-, protege a sus hermanos como una loba a sus cachorros; David el mediano, ocho años, de baja estatura para su edad, rubio como un Adonis y de ojos vivarachos y curiosos. Carmen, la más pequeña, apenas sabe decir su nombre; dos años de edad. Un rayo de luz desprende su sonrisa tatuada en su rostro. Oxígeno para su madre, que siempre la lleva colgada de su cuello. Pues la cosa no está para comprar la sillita de paseo, así que María, la madre de los pequeños, la pasea, como una medalla a la heroicidad.

Cada día, desde hace quince meses, acuden a La Divina Pastora, el único lugar que les trata decentemente y con dignidad. Un plato de comida y poder sentir el calor de la calefacción, en este invierno que tan crudamente azota los cuerpos, devuelve una pizca de ilusión a sus rostros. Eva María, siempre dispuesta a ayudar a su madre con los más pequeños, observa cada uno de los rostros, que, como ellos, buscan un pequeño lugar donde refugiar sus desdichas y encontrar una mano amiga.

-Hoy es jueves, piensa Eva María- Para comer, seguro que hay arroz a la cubana, filete empanado y una mandarina, ¡buen manjar!,

»Me pondré las botas, así tendré energía para chutar con el balón y colarle un gol a Jorge, el creído. Le tengo ganas para demostrarle que con un pase de tacón me haré dueña de su portería.

»¡Vaya! Veo caras nuevas en las mesas. Parece Pol aquél del fondo; muy raro que se encuentre aquí. En clase, siempre presume de los juegos de la Ps4, ¡menudos nombrecitos! ¡Ni los recuerdo! Cuando acabe de comer me acercaré y le preguntaré. Mi madre hoy está más triste que otros días, seguro que es por la carta que le ha traído el cartero. He escuchado cómo le decía que era con “acuse de recibo”. ¿Qué será eso? Después se ha encerrado en su habitación, y lloraba, porque oía sus sollozos; igual que hace un mes, cuando nos cortaron la luz.

--David, anda, come, --le dice Eva María a su hermano, --Después sabes que solo tenemos un vaso de leche para ir a dormir, y la noche es muy larga.

--No quiero arroz blanco, tengo ganas de pollo al horno como el que nos hacía mamá, --le dice David a su hermana, mientras, cabizbajo, las lágrimas le resbalan por su cara llena de churretones.

--Escucha, David, --le dice Eva Mª, asiéndole por los hombros, --: somos pobres desde que papá se marchó y mamá perdió su trabajo. Debemos estar contentos porque los vecinos del barrio nos ayudan a que no nos falte algo que llevar a la boca. ¿Quién piensas que te ha comprado las bambas que llevas?, María la panadera. Y aquí el padre Ángel nos acoge para comer, así que ya te puedes comer el arroz o te doy una colleja. Tú mismo.

A regañadientes, David hace caso a su hermana, mientras las lágrimas se agolpan en sus ojos; y no es por el arroz, ¡para nada! Reflexiona sobre todo aquello que Eva Mª le ha explicado. Somos pobres, piensa.

Eva Mª fija su mirada en Pol, y se pregunta ¿qué hará allí, si siempre lleva sudaderas DC y zapatillas Nike? Sin pensarlo, se pone de pie y se acerca a la mesa donde Pol come junto a su abuela.

--Hola, Pol, --le espeta Eva María. —¿Tú por aquí?

--Hola, Eva. Sí acompaño a mi abuela. Está enferma y mis padres están trabajando.

--¡Ah, me extrañaba!, tú que siempre presumes de tus cosas de marca.

--Bueno, sí. Ya te digo que es por mi abuela. Me necesita.

Juana, la abuela de Pol, lo mira con cierto desdén, con un tono de voz alto, bastante afónico y, con una mirada de lástima, le dice: --deberías saber, Pol, que si venimos aquí es porque no tenemos nada que comer. Sabes muy bien que tus padres no están trabajando, se encuentran en la cárcel de Quatre Camins.

--Yaya, pero, ¿qué dices? –Pol sale corriendo, tirando por el camino vasos y platos.

Eva Mª no sabe qué hacer, pero una idea le gira en la cabeza: Pol, necesita un abrazo de amigos, de niños. Tras él, sale disparada a la calle. Una vez en ella, agudiza la mirada, husmea a derecha e izquierda, pero no ve a su amigo. Frente a La Divina Pastora, se extienden los jardines de Can Jomira, un bosque mediterráneo en medio de la ciudad.  En un banco, agazapado y con la cara entre las rodillas, descubre a Pol, entre sollozos.

--Pol, amigo, no llores, - le dice.

--Déjame en paz, no quiero hablar con nadie. Vete, --le grita el niño, lloroso y con rabia.

--Escúchame: no es una deshonra asistir al comedor social, ni siquiera recibir la ayuda de los demás.

--Tú no sabes ni una mierda, --chilla el niño, --Mis padres me dejaron con mi abuela porque se encuentran en la cárcel.

--A pesar de ello, Pol, no es una vergüenza. No sé qué han hecho tus padres, pero veo a quien tengo delante: a un niño

Eva Mª, con sus coletas danzando al frío viento de febrero, se acerca despacito a Pol, le toca el brazo derecho y le dice: --¿jugamos a la pelota?, es mejor que la Ps4.

--No tienes balón, Eva.

--No te preocupes, sé dónde podemos jugar.

Pol accede, se pone de pie, sorbe los mocos y, dirigiéndose a Eva Mª, le propone:

--Si gano el partido, me das un beso.

--Si pierdes, --contesta la niña, --me lo das tú.

--Trato hecho.

Juntos caminan hacía el campo de tierra abandonado, donde los restos de botellón se acumulan; jeringuillas de los yonquis del barrio, los condones de las prostitutas que en ropa interior se pasean por la noche. Un mar de escombros, restos de podredumbre y miseria que la crisis que fustiga desde hace años un barrio de trabajadores sin más objetivo que ir viviendo. Un barrio castigado por la indiferencia estatal.

Pero en ese campo de porquería, se reúnen los niños, inocentes ante tanto desvarío, para chutar el balón y darle pasos de alegría a los lunes al sol.

Eva Mº, con sus coleteros rojos, olvida todo por un momento. Se gira a Pol,

--Oye, Pol. Te voy a dar la paliza de tu vida para que cumplas tu promesa.

--Lo dudo, Eva, soy muy bueno y no creo que puedas robarme el balón.

Eva mira al frente. Comprueba que están los demás y coge de la mano a Pol. Corriendo, se dirigen al grupo de chiquillos que en carreras de confusión driblan el balón.

--Te presentaré a los chicos, Pol --Señala Eva mientras grita al grupo --: ¡Ey! ¿Podemos jugar?

Rahid, el jefecillo, se acerca. Sus rasgos árabes se acentúan con su tez morena.

–Hola, Eva, ¿qué queréis?.

--Queremos jugar. Cada uno con un equipo.

--Está bien, pero tú con los otros. No me fío de ti, --replica Rahid.

--Trato hecho. ¿Empezamos?

Los chicos juegan, carreras arriba y abajo. Se roban la pelota, evitan pases, se ríen, caen, se levantan, chutan y marcan gol. Pasan la tarde ajenos a las sirenas de policías, que en estruendo, se acercan al barrio, sumido en la tristeza de sus gentes castigadas por la vida: refugiados sin zapatos, mendigos sin abrigo, parados sin casa, proxenetas maltratadores, traficantes de polvo, parejas desavenidas, niños sin derechos…

Eva Mª, con sus coletas danzando, mete gol mientras un grito de dolor emite.

Se escucha un disparo.  

viernes, 27 de enero de 2017

"Injusta diferencia" Yazmina Herrera



                                 

En ocasiones todos cometemos locuras; sin embargo esos instantes de nuestra vida nos indican que un pequeño gesto puede arruinar más de una vida.

Este era el caso de Olivia. A primera vista podríamos pensar que era una chica normal, nada fuera de lo común, con una vida como cualquier otra adolescente de dieciséis años: morena, ojos negros, complexión delgada, aunque poco desarrollada para su edad…

Su obligación principal era estudiar, sacar buenas notas y, disfrutar de esa época donde las hormonas y los cambios físicos inundan el cuerpo sin darse cuenta, además de descubrir las amigas de verdad, las envidias, los celos y el primer amor… cosas que cualquier adolescente debía vivir.

Como indiqué al principio, Olivia no era como el resto. Desde muy niña fue muy diferente al resto. Tenía un trastorno obsesivo compulsivo, y su cerebro era incapaz de tolerar la ansiedad o el estrés; de ahí, su necesidad de mantener todo bajo control.

Esta conducta la llevó a aislarse de todos. Solamente sus padres que la quieren con locura, la comprendían y respetaban su espacio.

Ante sus compañeros de clase era un “bicho raro” que sacaba buenas notas y hablaba sola por los pasillos. Pero no era así, Olivia, con el tiempo, había conseguido controlar muchas de sus manías, aunque seguía manteniendo la de contar todos los pasos que daba en voz baja. Este gesto hacía que el resto de adolescentes la miraran raro y no se aceraran a ella, de tal modo que deambulaba sola por el instituto, comía sola… En raras ocasiones se relacionaba con el resto, solamente cuando se veía obligada a hacer trabajos en grupo o charlar con otros de su misma edad. En esas situaciones su nivel de ansiedad se disparaba, también sus manías y, se acentuaba su trastorno psicológico, dándole la razón a sus compañeros cuando decían que era un “bicho raro”.

Sus profesores estaban al tanto de todo y sabían que ella era especial, dándole un trato de favor en ocasiones; pero tenía una medicación para reducir al mínimo su estrés. No obstante, había algunos que no compartían la determinación de tratarla de forma diferente.

Ese ere el caso del profesor de educación física: Andrés. Se había incorporado como profesor en el último curso. Era un hombre tosco y machista, y su único objetivo era trabajar para vivir. No tenía vocación ni le gustaban los adolescentes. Muchos de los alumnos le temían.

Durante el primer trimestre, Olivia tuvo varios episodios de ansiedad, teniendo que llamar a sus padres y, en más de una ocasión, correr con ella a urgencias, pues no conseguían calmarla, y todo porque el profesor de educación la obligaba a interactuar con el resto de la clase; jugando un partido de baloncesto, por ejemplo.

Su madre y el otro docente intentaron hablarle de la extraordinaria situación de Olivia, pero no quiso atender a sus explicaciones. Para él, resultaba muy simple: la chica era una paria social por culpa de todo su entorno. Aquella conducta no la ayudaba.

Esa conversación resultó muy acalorada, pues el profesor no pensaba cambiar de opinión. En vista de las circunstancias, los padres de Olivia intentaron cambiarla de instituto, pero ningún director estaba dispuesto a hacer las concesiones con ella; por el contrario, opinaba como Andrés.

La chica debía adaptarse al sistema.

La ansiedad y frustración estaban siendo máximas en la adolescente porque era muy consciente de lo que se acontecía a su alrededor, sobre todo, cuando tenía que acudir a clase de Educación Física. En más de una ocasión, se había escondido en el cuarto de mantenimiento para no tener que ir.

Olivia sufría, y mucho; era incapaz de lidiar con sus emociones.

Hasta que un cuatro de febrero, la joven no aguantó más y se suicidó. Se había tomado toda su medicación junta, pues no quería seguir sufriendo. Su madre la encontró al día siguiente, fría y muy quieta. Un cuerpo inmóvil yacía en la antigua cama de su pequeña, de su niña, de su Olivia.

Ella consiguió su objetivo. No iba a sufrir más, pero para sus padres ya nada sería igual. Habían perdido a su ser más querido: a su hija.

Todos achacaron el suicidio al profesor, por no tratarla de forma diferente. Otros, al instituto y a los padres, por no obligarla a adaptarse al sistema. Todos opinaban, pero nada podía consolar a esos padres. Nadie faltó al entierro de Olivia, incluso Andrés estuvo presente.

Cuando la madre de Olivia lo vio, no pudo evitar acercarse a él. Lo culpaba de todo. Él era el responsable de que su hija no pudiera soportarlo más y se suicidara; él era el mismísimo ángel de la muerte.

Así que se dirigió a él, aunque su marido le pidió que no lo hiciera. Con las lágrimas en los ojos, le reclamó:

-La has matado. ¿Por qué? Ella no le hacía daño a nadie, ni le gustaba ser diferente. Ella… ¾Se le quebró la voz. Andrés jamás pensó que pudiera ocurrir algo así¾.  Mi niña… mi pequeña…

-Yo… ¾cuando intentó hablar, la madre de Olivia no le dejó; le miró con odio, y  no pudo hablar.

-Todos la querían. ¡Tú no! ¿Por qué?

jueves, 26 de enero de 2017

"Corona de barro" Yolanda Martínez

           

La noche estaba siendo tranquila a pesar de la lluvia que caía. Era molesto pasar la vigilia mojado de pies a cabeza y con frío, pensaba Evangelos, pero los entrenaban para soportar las adversidades del clima, duros guerreros que batallaban por el rey de Macedonia, y esa agua era una insignificante molestia en comparación con una nevada. El río crecía a pasos agigantados bajo sus pies, pero no había nada que temer: desembocaba en el inmenso mar.

Su compañero de guardia estaba al otro lado de la puerta, tiritando. Era muy joven, apenas habría cumplido los veinte, pero se mantenía firme y dispuesto a aguantar.

Evangelos miró al frente al oír un ruido por encima de la lluvia.

—¿Has oído eso, Dray? —le preguntó al joven.

Su compañero desvió la mirada hacia él y negó con la cabeza. El labio inferior le temblaba.

Pero Evangelos siguió escuchando, cerró los ojos e intentó apartar el sonido incesante del aguacero. El ruido se hizo cada vez más intenso, algo se acercaba. Las pisadas rebotaban contra el suelo, veloces.

—¡Un caballo! —dijo en el instante en que el animal trotaba sobre las tablas del puente de madera.

—¿Quién va? —se adelantó Dray desenvainando la espada.

Evangelos no se quedó atrás y avanzó unos pasos justo cuando el cuadrúpedo era detenido por su jinete, que saltó al entablado.

—Tengo que ver al rey de inmediato —exigió una voz de mujer que agarraba un bulto envuelto sobre el brazo.

Dray levantó la espada con manos temblorosas, se notaba que no estaba acostumbrado al peso del arma.

Evangelos fue a preguntar quién era ella cuando la mujer, en un veloz y atrevido movimiento, apartó la espada con la mano y se la llevó a la espalda.

El guardia más experimentado advirtió lo que ocurriría segundos antes de poder evitarlo.

La mujer cayó al suelo. Su rostro mostraba la sorpresa del momento, y Dray abría los ojos y apretaba los dientes como si fuera incapaz de concebir que hubiera herido a una persona. Evangelos le pidió que se retirase hacia atrás.

—¡Pensé que iba a sacar un cuchillo! —tartamudeó Dray al ver que la mujer simplemente cerraba el puño libre con fuerza. Aún sujetaba aquel bulto que no parecía querer soltar.

Evangelos fue a agacharse cuando un anillo vino rodando hasta sus pies. Lo recogió y lo examinó.

—¿La estrella argéada?

Dray se acercó casi con timidez. Incluso él sabía qué significaba ese símbolo.

—No puede ser —dijo al observar el sol con los dieciséis rayos que lo caracterizaban—. ¿Quién se atreve a forjar una imitación del anillo del rey?

Evangelos le dio la vuelta, buscando la firma del orfebre.

—Es auténtico —corroboró su compañero—. Lleva la marca de Aleko Phileas.

El joven guardia se tambaleó y devolvió la mirada a la mujer como si supiera que lo iban a crucificar por lo que había hecho.

El más veterano se sintió responsable y se acercó a la moribunda que perdía sangre sin poder evitarlo; apenas daba muestras de seguir con vida. Evangelos fue a arrebatarle el bulto que sujetaba y la mujer se removió, intentado protegerlo, cuando se oyó un llanto. Algo se movió bajo el envoltorio de tela, el hombre se impuso a las protestas de la desconocida y le arrebató al bebé que empezaba a berrear.

La mente de Evangelos trabajaba a marchas forzadas.

«Que aparezca una mujer en plena noche, con un bebé en brazos y que exija ver al rey portando su anillo, no es una buena señal».

La puerta de entrada al castillo se abrió con estrepito. En el umbral, recortado por las antorchas que iluminaban el patio interior, había un hombre con túnica: el anciano filósofo invitado por el rey. Era imposible no reconocerlo, pensó Evangelos, que se puso en pie.

—Señor —se inclinó en una reverencia.

El anciano se adelantó unos pasos y solo con echar un vistazo entendió la situación. Lo había visualizado en las estrellas esa misma noche, era por eso que se hallaba despierto a esas horas tan intempestivas, pero hasta que no había oído el llanto en la entrada del castillo, no había creído demasiado en aquel mensaje oculto que pocos podían leer. Después de todo, no era la primera vez que se equivocaba, pero con más satisfacción que temor, cogió al niño en brazos.

—¿Sabéis quién era ella? —preguntó.

El guardia negó.

—Solo dijo que quería ver al rey, pero hubo un momento en que pensamos que sacaría un cuchillo y…

—Entiendo —dijo Aristóteles, mirando con pena el cuerpo sin vida de la madre del bebé que no dejaba de llorar a pleno pulmón.

—La mujer llevaba esto. —Evangelos le dio el anillo.

Aristóteles ya no tuvo ninguna duda sobre sus observaciones astrales; la ruleta del destino había empezado a girar.

—Llevad a la mujer a mis aposentos con la mayor discreción —les pidió a los guardias—. Yo me encargaré del niño.

Evangelos y Dray asintieron.

El anciano entró en el patio del castillo, dio un rodeo, evitando la entrada principal y, entró por la puerta que accedía a la cocina; a esas horas estaría vacía. Recorrió los pasillos en la absoluta oscuridad, alzando los pies donde recordaba que había deformaciones en la piedra, y llegó al dormitorio. Se acercó a la lumbre, dejó al bebé sobre la alfombra y lo despojó de la manta empapada que le envolvía. El niño dejó de llorar al instante, abrió los ojos y miró al anciano con fascinación. Aristóteles pudo confirmar todavía con más vehemencia que los astros no habían engañado a sus cansados sentidos: la nariz, los ojos, el mentón… era el elegido. Pero eso significaba problemas.

—Tendrás que ocultarte hasta que llegue el momento —le susurró. El niño rio como si supiera de qué hablaba—. Pero ahora tendrás que perdonarme.

Aristóteles miró el anillo de oro forjado por el mejor orfebre de todos los tiempos. Acercó el emblema al fuego y, cuando creyó que estaba lo suficientemente caliente, levantó el brazo izquierdo del niño e imprimió allí el único símbolo que delataría su procedencia.

El crío berreó como si le hubieran clavado mil cuchillos encendidos.

El anciano corrió a por el ungüento que calmaba el dolor de las quemaduras y se lo aplicó, le vendó el pecho y los cubrió con otra manta. Antes de que los guardias aparecieran con el cuerpo de la mujer, el niño había dejado de llorar.

Cuando Aristóteles volvió a quedarse a solas, reconoció el estado de la madre, pero apenas reaccionaba. Había perdido muchísima sangre y no le quedaba mucho para pisar el reino de los cielos. Rezó una plegaria por ella. Pero no había tiempo que perder.

Cogió un cesto de mimbre grande, donde depositó al bebé, se cubrió la cabeza con la capucha de la túnica y salió de la habitación. Recorrió los pasillos en silencio hasta llegar a la cocina donde preparó un fardo con comida, se dirigió hacia las caballerizas, ensilló a su caballo y salió al galope cuando los guardias le abrieron la puerta. Por suerte para ambos, la lluvia había cesado, y aunque el anciano ya no presumía de fortaleza para cabalgar durante horas, pero tenía que alejar a ese crío de la corte. Más tarde le contaría al rey lo sucedido.

Solo había una persona de fiar a quien le confiaría la vida del pequeño, alguien que había cuidado de otras personas hasta que sufrió aquella desgracia.

Aristóteles arreó al caballo, alentado por llegar cuanto antes a la cabaña que conocía a la perfección. Era uno de los pocos que sabía dónde se ocultaba aquella mujer que había hecho tanto por los demás cuando los demás no habían hecho nada por ella. El egoísmo del hombre era una aberración, en su humilde opinión.

Los primeros rayos del sol ya despuntaban cuando visualizó el camino. Había cruzado el bosque, recorrido un par de pueblos y se había adentrado en la montaña que los aldeanos temían. Era inevitable que las leyendas recorrieran las regiones, y se decía que estaba embrujada. «Meras supersticiones».

Poco después, detuvo al caballo delante de una gruta. Ató las riendas del animal a una roca grande y descendió por el empedrado resbaladizo, agarrándose con la mano libre a la pared rocosa. Anduvo varios pasos más hasta apreciar el verde que surgía de entre las rocas; casi había llegado. Pisó el suelo de tierra y admiró la mitad de la casa construida dentro de la montaña: un páramo oculto a la vista de todos.

—Teresa, ¿estás aquí? —gritó. A la mujer no le gustaban los extraños, pero él no lo era, aunque hacía meses que no la visitaba.

La sombra inquieta del interior se volvió hacia la puerta. Reconocía aquella voz, pero nunca antes le había notado aquel tono de urgencia. Aquel anciano era el único que se había preocupado por llevarle comida y medicinas de vez en cuando, aunque ella sabía cuidarse sola. Se acercó a la ventana y le observó a través de la cortina. Del brazo le colgaba un fardo y un cesto que parecía contener algo vivo en el interior. No dejaba de moverse.

—Por favor, Teresa, necesito que salgas.

La mujer se quedó tensa. Había angustia en la mirada de Aristóteles, pero también cansancio y pesar. Meditó si debía salir o por el contrario dejar que se fuera pensando que ella no estaba dentro, pero un gorgorito que salió de la cesta la atrajo hacia la puerta y abrió.

Aristóteles, que no pretendía asustarla, dejó el fardo y el cesto en el suelo, y le explicó con brevedad lo que sucedía.

—Quédate con el niño, Teresa. Cuídalo, aliméntalo para que se haga fuerte hasta que llegue el día en que el mundo conocerá su existencia. Os alimentaré a los dos, traeré medicinas y ropa. Solo tendrás que ocuparte de él.

Teresa dejó el refugio y se acercó al niño, ocultando el rostro bajo la capucha. Llevaba años sin dejarse ver, desde que la habían echado de la aldea, apartándola de la sociedad por su desagradable aspecto. Se acuclilló frente al cesto. El niño no dejaba de mover las manos, ignorante de lo que ocurría a su alrededor. Sonreía sin pensar en el destino que le aguardaba si sobrevivía. Sin pensar, cargó con él y el fardo y se dirigió hacia la casa.

—Muchas gracias, Teresa. El cielo te recompensará por esto.

Pero la mujer ya había cerrado la puerta y no escuchaba. Dejó al bebé frente al fuego y apartó la manta que lo abrigaba. Se asombró al ver el vendaje que le cubría el pecho y lo despojó de él. La marca recién hecha brillaba roja, no estaba hinchada ni infectada. Aunque llevaba años sin socializar, sabía lo que significaba.

«El hijo del rey Alejandro Magno».

Aun se quedó más estupefacta por aquel descubrimiento.

«Nunca pensé que me seleccionaran».

miércoles, 25 de enero de 2017

"Supervivencia" Jose Rinlo


Domingo 7 de julio del 2.020

Había estado toda la semana pegado a internet, las noticias eran desalentadoras. En menos de cinco días el mundo que conocía hasta ahora, se había volatilizado, todo era caos y desconcierto. Y desde el viernes por la noche la red y todos los canales de televisión habían caído; ninguno daba señal, solo se podía leer en la pantalla del televisor: ¡NO SIGNAL!

Solo sabía algo de lo que pasaba gracias a una radio local que seguía emitiendo. Aconsejaban a los supervivientes mantenerse encerrados en sus casas, hasta que fuesen rescatados por algún cuerpo de seguridad; hasta que eso pasase, que no abandonase nadie su vivienda, y que la mantuviesen cerrada a cal y canto, reforzando puertas y ventanas.

Bajó hasta la cocina y preparó la última taza de café con la que contaba; estaba agotando todas las existencias, apenas le quedaba nada para llevarse a la boca y desde hacía ya unos días estaba sin tabaco ni alcohol. Se había bebido hasta la última gota, y eso que apenas solía beber antes de que todo aquello sucediese.

Sin embargo lo tenía decidido: para ese día tenía preparado hacer una inspección por el pueblo, pillaría lo que pudiese y volvería a casa. Sabía que el riesgo era enorme, pero no le quedaba otra; además estaba hasta las pelotas de estar allí encerrado como un perro.

Terminó el café y se puso manos a la obra. Tenía que empezar a poner su plan en marcha.

Aunque hacía un calor espantoso, Blas se puso por encima toda la ropa que pudo: cuatro jerséis, tres pantalones y varios pares de calcetines como protección, lo último que quería era convertirse en uno de esos zombis que empezaban a dominar el mundo, o que ya lo dominaban. Con su 1,80 de estatura, su cuerpo atlético de espaldas anchas, su melena, su barba y toda esa ropa encima, parecía un Oso. Cogió la pistola que usaba en su trabajo como guardia de seguridad, su cuchillo de caza y salió al patio de la casa para abrir el portal de entrada y salir al exterior. Al no ver a nadie guardo su pistola y se desenfundó su enorme cuchillo; si se encontraba algún muerto viviente era mejor clavar el cuchillo en su cráneo para no hacer ruido y llamar la atención de otros que pudiesen estar por la zona. Si se encontraba a varios, ya tendría tiempo de cambiar de arma.

Anduvo calle abajo sin toparse con nadie, pero ni zombis ni no zombis; todo el pueblo estaba desierto. Se detuvo a intentar pensar en un lugar en el que pudiese conseguir de todo en la misma tienda, para no exponerse mucho a ser visto; ¡Y bingo! la luz se hizo, iría a un 24 horas que hacía poco había abierto en las afueras del pueblo. Ahí tendría comida, bebida de todo tipo, tabaco y un montón de mierdas que solían vender en ese tipo de locales. Sin soltar su cuchillo, fue andando de un lado a otro del pueblo; todas las viviendas y locales de negocios estaban cerrados o completamente destrozados y desvalijados. Un sudor frío comenzó a recorrer todo su cuerpo, pensando en lo que encontraría (si todavía quedaba algo). Fue escondiéndose durante todo el camino. Al llegar al 24 horas pudo comprobar, aliviado, que al menos allí no habían robado nada: estaba cerrado como un bunker. Solo le quedaba una forma de entrar, aunque eso significase hacer el ruido que no quería.

Quitó su pistola, apuntó a la cerradura de la reja metálica y de un disparo la hizo volar por los aíres; la levantó rompió el cristal de la puerta y se introdujo en su interior, volviendo a bajar la enorme reja tras de sí. Muy sigiloso anduvo buscando una linterna, que encontró en una de las estanterías situadas al fondo del local. Luego se hizo con un par de mochilas y comenzó a llenarlas con todo tipo de alimentos y bebidas; incluso metió unas cuantas revistas y libros. Al finalizar su tarea, pues mucho más no podía cargar, se sentó en el mostrador a beberse una cola y a fumarse un cigarrillo, que le sabían a gloria. Por un momento pensó en quedarse allí, no tenía necesidad de cargar con todo aquello hasta su casa. Sin embargo, se acordó de que había encerrado en la despensa (para que no le pasase nada), a su fiel amiga, a su perrita "Manchitas". Y ni de coña la abandonaría, y menos de esa manera; además era la única especie con vida que tenía a su lado.

Cogió las mochilas y salió de allí lo más rápido que pudo; iba demasiado cargado. A medio camino no podía respirar. Entre los nervios y el peso, comenzó a faltarle el aíre, como si alguien le estuviese pisando el pecho. Descansó unos minutos y volvió a reanudar su marcha; eso sí, mucho más despacio.

Al llegar a su casa vio el portal abierto; por un momento pensó que se había olvidado de cerrarlo cuando fue, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. Dejó las mochilas en el suelo y desenfundó su arma; con mucho cuidado cruzó al interior. Y allí estaban, eran tres dando vueltas y aporreando la puerta de la casa. En cuanto lo vieron se fueron directos a por él. Al primero le pegó un tiro en la cabeza, cayendo fulminado al instante; el segundo corrió la misma suerte. En cuanto le quiso disparar al último, éste se abalanzó sobre él. Mientras le mordía el brazo derecho, cogió el arma con la otra mano y le voló los sesos. Gracias a los jerseys, los dientes de aquella cosa no habían llegado a su brazo. Reconoció los alrededores, por si aún quedaba alguno merodeando cerca. No había ninguno más.

Echó mano a las mochilas y entró en la casa, volviendo a cerrar todo a cal y canto. La próxima vez se llevaría a Manchitas, así no se morirían allí solos por falta de comida. Tenía que buscar a más supervivientes.

Llenó la nevera y se fue a por su perrita. Cuando llegó a donde la había dejado y vio la puerta abierta, se exaltó y se volvió loco buscándola por todos lados; sin embargo no aparecía por ningún sitio. De repente la sintió gruñir bajo la cama, y se agachó todo confiado para cogerla; era impensable que hubiese salido ella de la casa. Echó la mano para cogerla, y sintió cómo sus colmillos se hundían cerca de su pulgar.

Rápidamente reculó hacía atrás, pero Manchitas salió hecha una fiera, atacándolo y mordiéndolo por todas partes; estaba infectada por ese puto virus. Acabó pegándole dos tiros. Él se sentó apoyándose contra la pared, aunque ya notaba los primeros sudores. Estaba infectado. Le echó valor y sin pensarlo dos veces, se puso el cañón de la pistola en la boca y… apretó el gatillo.

martes, 24 de enero de 2017

"Una vida en guerra" Luis A. Delgado

           

Berlín, 1942.

La segunda guerra mundial estaba en plena ebullición, aunque ya no duraría mucho. El silencioso pasear de la gente denotaba tensión, miedo. La ciudad, tras el paso de las bombas, tenía un aspecto lúgubre. Las últimas ráfagas de metralleta habían dejado un rastro de muerte y dolor. Pero, como todo en la vida, siempre había alguien sin temor a la muerte, y menos si es alguien que puede llevar información valiosa. Ese era el caso de Alvi: un chaval de catorce años y cara angelical; ojos verdes, bastante enclenque, débil y gandul. Nadie podía desconfiar de él ya que, a simple vista, parecía un chico sin gota de maldad. Lo que nadie sospechaba era que guardaba una manía: espiar conversaciones ajenas. Por eso se ganó la confianza del ejército aliado.

“Último mes de guerra. Hitler ya se está oliendo la tostada. Todos sus altos cargos le guardan un secreto: su ejército no ha puesto en marcha el último avance. Cree que son ideas absurdas suyas y sigue con el plan acordado. Himler y compañía saben que si se entera el führer se puede preparar una gorda. Me reuniré con ustedes en breve en la plaza del reichstag. Estaré en el rincón de siempre. Atentamente, Alvi”.

Y así lo hizo. Después de que los aliados recibieran esta misiva, llegó el chico al lugar indicado:

-Hola, muchacho. ¿Sabes algo más?

-¿Tiene mi dinero?

-Si, pero ya sabes el trato: primero nos entregas la información y nosotros luego te pagamos. Así que cuéntanos más, o si no, no cobras.

-De acuerdo: Hitler se ha reunido con sus altos cargos esta mañana. Ha dado órdenes de seguir con el plan fijado. Ellos, al no poder guardar la alta traición hacia el führer, deciden cantar. Se pueden imaginar la que ha montado el III Reich.

-¿Quieres decir que podemos ganar la guerra?

-Hombre, al menos, fácil lo tienen, mi teniente.

-Gracias, muchacho. Al fin tu manía de espiar sirve para algo. Toma tu dinero. Verás que hay as de lo que esperabas. Disfrútalo… si puedes

El muchacho enclenque regresaba a casa. Pero sucedió algo con lo que no contaba. Los aliados descubrieron que él trabajó para los nazis en el periodo “de paz” antes de que la II Guerra Mundial arrancara Entonces, ¿por qué se “unió” a los aliados? Por arrepentimiento, pero le sirvió de poco. Cuando quiso huir, recibió un tiro por la espalda, delante de sus padres.

-¡Mi hijo! ¡Habéis disparado a mi hijo! ¡¿Por qué?! No te mueras, mi niño, te lo ruego…

-No se preocupe, madre. Coja el dinero y váyanse. Yo estoy en paz, recibí lo que merezco.

-¡No! ¡No te mueras!

-Adiós, madre, dele un abrazo a padre; dígale que le quiero. Si hice esto fue por llevar algo de dinero a casa. No me guarden rencor.

Nada pudieron hacer por Alvi. Murió en mitad de la plaza. Se acabaron sus andanzas. Al día siguiente le enterraron y en su lapida pusieron un escueto epitafio:

“DEJA DE CONTAR”