miércoles, 18 de enero de 2017

"La unión" Leticia Meroño









Era la oscuridad la que bañaba su interior, sin una razón aparente, pues siempre fue así. Nació triste, como si algo faltase dentro de ella. Los años transcurrían entre lágrimas y sonrisas; algunos días estaban colmados de felicidad y otros lo eran de apatía. Y quien ganaba en su corazón era la soledad.

            A su alrededor solo veía seres ajenos a ella. Eran extraños a pesar de que algunos permanecían bastante cerca en el día a día. Miraba sus ojos y no encontraba algo cierto, en ninguno de ellos. Sabía que los ojos mostraban el alma de cada persona, que en ellos podía saberse mucho de quien tenías enfrente, y buscaba incansablemente una señal que fuera diferente, una mirada que le hablase, una mirada que desprendiese luz. Sin embargo, sin saber el porqué, solo veía vacío dentro de la gente.

            Las personas se juntaban unas con otras. Es cierto que muchas veces las cosas no salían bien, pero otras tantas podía ver la felicidad en los rostros de los individuos. No obstante, no era su mirada, ni su rostro, y lo que podía ver eran apariencias, ¿cómo saber si eran ciertas?

            La mayor parte del tiempo caminaba cabizbaja. Su mente era ocupada por pensamientos sin descanso, ni siquiera sabía por dónde andaba. Calles y calles eran dejadas atrás, con frecuencia era su instinto el que la guiaba llegando al lugar que debía y en otros momentos se perdía por la ciudad.

            Quería vivir, dejar atrás todo lo que anidaba en su cabeza: sentimientos impregnados de desgana y resignación. Y cada día, caminaba y caminaba con la esperanza de que su oscuridad quedase perdida tras sus pasos.


            En una de las largas caminatas a través de la ciudad que realizaba, algo la sacó del ensimismamiento que siempre la acompañaba. Una luz cegó sus ojos durante solo un segundo, pero fue suficiente para que mirase a su alrededor. La gente seguía a lo suyo, excepto un hombre que la observaba parado en mitad de la carretera. Un coche pitó para alertarlo y ella aprovechó para salir corriendo.

            Al llegar a casa se metió en la cama, tenía una sensación singular en el cuerpo. El momento había sido bastante extraño y había creado dentro de ella dos emociones muy dispares. Por un lado la visión de la luz le produjo un efecto de tranquilidad y el simple hecho de recordarla se lo seguía produciendo. Era como si de su corazón desapareciese todo amargor y de su mente todo pensamiento. Sin embargo, estaba la otra percepción, la que había taladrado su cuerpo al ver a un hombre observarla con tanta fijeza. Había sentido miedo.

           

            Por la mañana, al salir de casa, halló al final de la escalera una rosa colocada sobre un pequeño montón de piedras. Miró a su alrededor intentando averiguar quién la había puesto ahí. Sintió frío. Saltó por encima y aceleró el paso para entrar en calor. Cuando hubo recorrido dos avenidas comenzó a notar el calor en sus mejillas, y todas las ropas que la resguardaban del duro invierno comenzaron a sobrarle. Disminuyó la velocidad para dejar que el frío volviese a ella.

            Las pisadas fueron sucediéndose, una tras otra, y la llevaron instintivamente hasta el lugar en el que el día anterior había visto la luz. De nuevo percibió la tranquilidad y desapareció el desasosiego que siempre colmaba su interior; sin embargo, la luz no se dejó ver y su calma se evaporó junto a la ilusión que durante un ínfimo instante la había acompañado. Se encaminó hacia el hogar que la protegía, el aire se tornó gélido y el dolor sacudió sus manos y su rostro. Corrió. Sin detenerse. Corrió.

            Esta vez no miró al suelo y al subir la escalera pisó la rosa que allí le esperaba. El pie se le torció al tocar las piedras que cubrían su tallo, y la recorrió una punzada de dolor, pero en el corazón. Esa noche el vacío más inmenso invadió todo su ser.

            Al despertar no se encontró tan abatida, el sueño le había sentado bien. Abrió la ventana y se asomó para comprobar el estado de su rosa. Permanecía igual que la había dejado, algo aplastada. Para su sorpresa, la montaña de piedras había sido reconstruida y una nueva rosa acompañaba a la anterior. Sonrió al verla y bajó para mirarla de cerca. Se sentó en el escalón y disfrutó de su rojo color, de las gotas de rocío, en definitiva… de su belleza. Permaneció un largo rato observándola, horas. Fue al ocaso que se percató del tiempo transcurrido y entró al resguardo del calor de la casa, a pesar de que frío no había sentido.

            Una noche más, su descansar fue plácido. A la salida del sol se asomó a la ventana y comprobó que una nueva rosa coronaba el montoncito de piedras. Aquel día las horas avanzaron con la muchacha observando su pequeño jardín de rosas.

            Tres días más se sucedieron y tres nuevas rosas aparecieron; y cada rosa mataba un poco de la oscuridad que la muchacha portaba.

            Esa noche permaneció postrada en la ventana de su habitación con la esperanza de ver crecer  la siguiente rosa. Su cuerpo se estremeció y el pánico la hizo temblar cuando vio que era aquel hombre que tanto miedo le había producido quien dejaba las rosas en su puerta. Cerró la ventana y corrió las cortinas, se percató del frío que hacía en la habitación por haber tenido la ventana abierta. Tiritó y se metió bajo las mantas buscando el calor que días atrás había sentido, pero no llegó.

            En el nuevo día se levantó con la intención de tirar a la basura las rosas de aquel extraño. Cuando llegó hasta ellas, un destello surgió, y la quietud serenó su alma. Eran tan bellas y le producían tanta paz que fue incapaz de deshacerse de ellas. La placidez, el sosiego. El miedo, la inquietud.

            Alargó su mano y por primera vez se atrevió a coger una de las rosas. Respiró su perfume, acarició sus pétalos y, con mucho cuidado, la dejó en la misma posición. De todas las rosas surgió un potente rayo de luz; sin embargo, podía seguir mirando con tranquilidad, pues no dañaba sus ojos. La luz se difuminó hasta desaparecer y el sol se ocultó dando paso a la noche. La luna llena continuó iluminando al jardín y a la muchacha que, absorta en la belleza, lo observaba. El hombre apareció, y ella, con valentía, lo miró a los ojos. El brillo de aquella mirada le produjo un escalofrío; esta vez no fue el terror, aunque el frío de nuevo entró en su cuerpo. Y sin poder dejar de mirarlo, un solo pensamiento ocupaba su mente: necesitaba abrazarlo. El hombre sonreía y la muchacha pudo percibir la alegría que él sentía. Despacio fue acercándose a ella. El calor regresaba.

            El hombre se agachó, asió una de las rosas y se la tendió a la muchacha. Al cogerla sus dedos se rozaron, y un halo de luz procedente de la rosa, rodeó sus manos y finalmente ambos cuerpos. No dejaron de mirarse, y cada vez se acercaron más, hasta que la muchacha quedó cubierta por sus brazos. Y hasta su oído llegó un susurro de sus labios. “Por fin te he encontrado. Tranquila, mi niña, que nuestras rosas no tienen espinas”.

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