El joven comprueba con impaciencia el lector de
la parada mientras, con el faldón de su gabardina, protege un maletín abierto
de la lluvia que cae a raudales. Según la pantalla, su autobús no debería
tardar más de diez minutos. No para quieto bajo la marquesina, a pesar del
aguacero. A cualquiera que le viese le asombraría su habilidad para mantener
encendido el pitillo que cuelga de la comisura de sus finos labios y que ha prendido
con la brasa de su predecesor. Llevaba apenas cinco minutos esperando cuando
una lucecita verde enfila la calle. Su brazo se dispara y, a pesar del grito,
la colilla permanece en su sitio. Conforme el taxi se detiene, Ernesto aspira
varias caladas ansiosas antes de lanzarla al arroyuelo que ya corre junto al
bordillo tras abrir la puerta del vehículo.
- Al campus universitario, buenos días. Si pudiese
apresurarse, se lo agradecería.
- Buenos días. Se hará lo que se pueda, descuide.
Con este agua no le prometo nada. Cuando llueve todo el mundo saca el coche y
se montan unos zapatiestos de cuidado. ¡Vamos a ello!
El taxista mira varias
veces por el retrovisor en un vano intento de pillar a su cliente distraído e
iniciar una conversación; pero Ernesto está enfrascado en desordenar el mar de
papeles húmedos que asoman por la embocadura de su cartera, intentando
localizar el paquete de Winston que mantiene como reserva de emergencia, pues
el del bolsillo de su camisa apenas contiene un par de cigarrillos. Dosis suficiente
para su recorrido a pie desde el acceso del campus hasta la puerta del Centro
de Investigación Biomédica, donde le esperan en apenas treinta minutos; aunque
no para calmar la ansiedad que la falta de nicotina, o más bien de acceso a
ella, irremediablemente le provocaría.
Ansioso, mira por la ventanilla
para intentar calcular cuánto le queda. Esperanzado porque la densidad del
atasco sólo ralentiza la marcha, realiza mentalmente la "checklist"
de lo que necesitará para la presentación: memoria flash, cd rom de respaldo,
puntero laser, fichas, listado de datos y dos copias del artículo que desea
presentar como ponencia en el Congreso Anual de la Sociedad Española de
Ingeniería Biomédica, convocado para el mes próximo. Todo en orden. Cierra el
maletín y comienza a comprobar el correo electrónico en su Blackberry. Metódicamente,
elimina el spam tras etiquetarlo, responde algunos y mueve otros a sus correspondientes
carpetas.
-¿Dónde le dejo? -La
pregunta le devuelve a la realidad.
-Ahí mismo. No hace
falta que entre. Junto a la caseta del vigilante estará bien, gracias. ¿Qué le
debo?
-Son nueve con
cuarenta.
-Aquí tiene. Déjelo, ya
está bien así. -Renuncia al cambio-. Que tenga un buen día.
-Igualmente, muchas
gracias.
-¡Ernesto, por Dios, te
vas a empapar! Deja que te ayude. -El guardia de seguridad acude en su socorro,
paraguas en mano-. Ven, anda. ¿Dónde vas?
-Al rectorado, gracias.
Tengo que verme allí con el vice de política de investigación y creo que voy
tarde.
-Te acompaño. Así echamos
un pito -Le ofrece un cigarrillo de un paquete que extrae del interior de la
torera-. ¿Ha entrado Luis Contreras? -pregunta al compañero del control-.
Tranquilo, Ernesto. Aún no ha llegado. Tenemos tiempo- le tranquiliza.
Mientras salvan a buen
paso la distancia que les separa del edifico administrativo, ambos comentan las novedades muy animadamente. La
charla es insustancial, mas revela un grado de relación que extraña incluso a los
funcionarios apiñados en torno al cenicero bajo el porche. Él se queda apurando
un nuevo cigarrillo en tanto su acompañante se adentra en el edificio para
hacer la ronda. El apretón de manos ha provocado, incluso, algún recriminador
cabeceo. A Ernesto le da igual. No se cree superior a pesar de ser ya profesor
titular y, de hecho, ni se le ocurre ocultar una actitud que le ha granjeado el
rechazo de parte de la comunidad universitaria pero que a él le satisface
sobremanera.
Consulta su reloj. Tras
un susurrado e impersonal "buenos días", recorre los pasillos que le
separan del despacho donde le han citado. En la antesala le recibe Julia, la
secretaria del vicerrector.
-¡Ah, Ernesto! Buenos
días. ¿Te apetece un café? El doctor Contreras me ha pedido que le disculpes.
Ha llamado y dice que llegará con un poco de retraso a causa del tráfico.
-No, gracias, Julia.
¡Lo que me faltaba, cafeína! ¿Puedo dejar mis cosas aquí? Salgo a tomar un poco
el aire.
-Ve a fumar, anda.
Aunque deberías dejarlo. ¡Te acabará matando!
-¡Ojalá pudiese! No
creas que no lo he intentado. ¡Son estos malditos nervios!
-No te preocupes, anda.
¡Todo saldrá bien! Tira. Yo te guardo las cosas. En que llegue don Luis yo te
aviso. Me ha pedido que no convoque a la junta hasta que hayáis hablado. Estoy
segura de que todo irá sobre ruedas.
Si Ernesto se fijase en
esas cosas, igual las insinuaciones de Julia no caerían en terreno baldío. Pero
él está a otra cosa. De hecho, el comentario sobre la intención de una
conversación previa ha disparado todas las alarmas. A sus veintiocho años, con
la tesis recién leída y la plaza ganada, nadie duda de su capacidad. De hecho,
nadie duda de ella desde los siete años, cuando fue reconocido por Mensa como
superdotado. Desde entonces su currículo se adaptó a sus necesidades y todo se
aceleró en su vida. Tuvo que luchar, sí. Tuvo que demostrar muchas veces que lo
que decía su expediente era acorde con la realidad. Por fortuna, su familia
estuvo ahí, a su lado. Y, donde ellos no llegaban, estuvo Luis, el profesor de
secundaria que tanto le protegió y le estimuló. Así que tenía que lograrlo. Su
proyecto contaba con un impecable soporte teórico y su utilidad era
incontestable. Aún así... ¡Había visto tantas cosas en aquel críptico mundo!
No, no podía fallar ahora que estaba tan cerca.
Un whatsapp le indica
que su anfitrión ha llegado. Apaga la sempiterna colilla y se dirige de nuevo
al despacho, donde le espera la solícita Julia.
-Acaba de entrar y está
de muy buen humor -le dice mientras, zalamera, le arregla el nudo de la
corbata-. Así está mejor. No te preocupes, todo saldrá bien. ¡Venga, venga! ¡No
le hagas esperar! ¡Suerte!
Mas la reunión no va
bien. No contesta a su superior; aunque sus pensamientos se revelan en su
enrojecido rostro, haciendo destacar el blanco trazo de la cicatriz que parte
su ceja derecha. ¡Malditos cobardes!
¡Acojonados, estrechos de miras! Esas
excusas no convencerían a un colegial. Esconden
su mediocridad tras frases grandilocuentes. ¡Ni siquiera se ha mirado la documentación, el muy lerdo! Políticos
preocupados únicamente por los presupuestos. ¡Eso es lo que son! ¡Renuncio!
¿Cómo se puede ser tan obtuso? ¡A la
mierda con todo! El portazo confirma este último pensamiento. Abandona el
edificio seguido por las miradas inquisitivas de unos pocos y reprobatorias de
la mayoría. Una mano se apoya en su antebrazo. Se gira con brusquedad. Un insulto
trepa por su garganta. La mirada que le dirige le desarma. O quizá son los
entreabiertos labios que insinúan tanto, que sugieren...
-No
he podido evitar escucharle. ¡No es justo! –Protesta Julia con un mohín. Está
realmente enfadada-. Tú trabajo se merece mucho más. Tú te mereces...
No
se reconoce a sí mismo cuando descubre su brazo rodeando la espalda de la
joven, su boca buscando la de ella, sus ojos suplicando un permiso que no
espera. Y menos aún cuando ella le responde con idéntica ansia, cuando se le
entrega sin reservas.
-¡No!
¡No podemos! ¡No puedo...! –Ella le separa empujando con ambas palmas su pecho
mientras llora y sacude la cabeza. Él la mira sorprendido, indefenso, como un
niño al que separaran de su madre-. No es culpa tuya, es que, es que... ¡Ojalá
pudiera! ¡Ojalá pudiera!
Ella
se gira para salir corriendo y, por fin, Ernesto reacciona. La atrapa y la
obliga a volverse. De nuevo sus miradas se pierden la una en la otra y Julia,
encogida, se refugia en su torso y llora desconsolada. Delicadamente la conduce
fuera del campus, intentando protegerla de la lluvia. Pasan la mañana hablando,
contándose secretos envueltos en el juego de una timidez que ya no se atreven a
vencer, a pesar de cuánto lo desean. Cuando se despiden, él la incluye como
contacto con la promesa de llamarse pronto. Al activar la pantalla destaca un
sobrecito con una frase en negrita debajo: “Radcliffe La oferta sigue en pié•555 34 34 34".
Nunca lo había vuelto a abrir; pero ahora su dedo golpea el vidrio y lleva el
terminal a su oreja.
-¿Podemos
vernos esta misma tarde?
-....
-Voy
para allá.
*****
Ernesto
se adentra en la esclusa y se coloca el gorro esterilizado. Ha pasado aquí los
últimos cinco años, repitiendo todos los días idéntico protocolo para acceder a
la sala blanca. Desde el otro lado del cristal, una ilusionada Julia le sonríe
a pesar de la parafernalia que la rodea. Porque hoy es un día muy especial. Minuciosamente,
con la soltura de la práctica cotidiana, se envuelve en los plásticos que
preservarán el laboratorio de cualquier contaminación, en cada uno de los
cuales destaca el brillante y egocéntrico y omnipresente logotipo de la Radcliffe Corporation. Sólo entonces le devuelve la mirada.
Cuando nada más que sus ojos son visibles, oprime el botón que desencadena el
gas desinfectante. La puerta enfrentada se abre.
No
puede evitar una cierta tristeza al ver su santuario invadido. Cuatro manchas
verdes revolotean comprobando el material y otras dos se afanan con tubos,
jeringas y bolsas. Al percatarse de su presencia, uno de ellos se le acerca.
-Bueno.
Hoy es el gran día. ¿Todo preparado, doctor Sempere?
-Por
supuesto, doctor Radcliffe. –Ernesto se gira hacia una
mesa de trabajo y saca de un contenedor un pequeño artefacto, que manipula con
extremo cuidado y coloca en el centro de una placa metálica. Con la mirada
señala la camilla-. ¿Nos da un momento mientras efectúo una última
comprobación?- Se acerca sin esperar la solicitada aprobación y toma la mano de
la paciente.
-¿Estás
convencida de esto, Julia, querida? Aún podemos echarnos atrás. Si tú no crees
que...-Se le quiebra la voz.
-¿Lo
estas tú, Ernesto? –Él asiente con un nudo en la garganta-. Porque yo no voy a
renunciar. No pienso dejar que ese maldito tumor me aleje de ti más de lo
necesario para extirparlo. Sé que hay muchos riesgos, que mi vida está en
juego. Con todo, merece la pena intentarlo.
-Pero
tengo tanto miedo, Julia. Está tan agarrado que el trasplante resultará inevitable.
Y no sabemos si... Aún podríamos esperar...
-Estamos
todo lo seguros que podemos estar, ¿no es cierto, cariño? Y esperar ¿qué, un
donante? No. Noto cómo se me acaba el tiempo. ¿Lo tienes preparado? Quiero
verlo antes de que me lo implantes, quiero ver tu regalo.
Él
se dirige de nuevo al escáner y, tras comprobar que todo está en orden, lo toma
y vuelve junto a la camilla. Julia le mira y le sonríe. Toma las enguantadas palmas
en las que él sostiene el artefacto
-Gracias,
mi amor. Gracias por lo que me has dado, por lo que me das. Pase lo que pase,
recuerda que... que te quiero.
La
besa en la frente, incapaz ya de decir nada. Ella comienza a ceder a la
anestesia. Una beatífica sonrisa ilumina su rostro mientras echa una última
mirada a su nuevo órgano. Así fue como se enfrentó a su corazón.
Buen relato
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la historia y cómo está formada. Enhorabuena. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy bien, Héctor
ResponderEliminarMe encanta, felicidades, Héctor
ResponderEliminarMuy bueno te deja con ganas de saber mas
ResponderEliminarMuchas gracias a todos por las felicitaciones.... Sois muy generosos
ResponderEliminarJolín, Héctor muy bueno. Me ha mantenido kntrigada y en alerta hasta el final. Muy bien descrito. Felicidades.
ResponderEliminarTu manera de escribir es muy buena, consigues atrapar al lector. Enhorabuena!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho Hector
ResponderEliminarYa te dije unos meses atrás que me gusta tu estilo, pero no puedes dejar al lector así!!! Hay que continuarlo...esperaré impaciente.
ResponderEliminarTodo es posible.... ¡Esto son ejercicios, leñe!
ResponderEliminarMuy bien, Héctor. Felicidades!!
ResponderEliminarBuen relato, compañero! Sigue así! :)
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