miércoles, 3 de enero de 2018

Especial Navidad: Sons of Monarchy (Héctor López)



¿Ya es hora? ¡No puede ser! me dije desperezándome. Me froté los ojos con los puños tras estirarme con un sonoro bostezo. Ya sé que la imagen no es muy regia, pero es que ese sambenito —y los nombres, el origen, el número y las ofrendas— nos lo colgaron más tarde, por conveniencias ajenas. Eso nos encumbró a la fama, cierto. Durante varios siglos fuimos los reyes, los auténticos reyes. Hasta que las multinacionales, una multinacional en realidad, ¡maldita sea su estampa!, cogió otra tradición, la adaptó a su manera —y, sobre todo, al color de su logo— y se inventó al gordo de los renos, dejándonos a todos helados. Pero eso es lo que tiene el capitalismo salvaje. ¿Funciona, no? Pues entonces, ya está bien.

Bueno, que me voy del tema. Allí estaba yo, con la peste a animales y a paje mal duchado, como de costumbre, cuando sonó la alarma. Se suponía que era la de “Vete preparando que hay que llevar el oro al portal, que ha nacido el niño Jesús y todo eso”. Ya me imaginaba la sucia mano de algún niño manoseándome en el belén, haciendo avanzar despacito mi dromedario —porque es un dromedario, sí. ¡UNA joroba! ¡El bicho tiene UNA joroba! Si tuviese dos, sería camello; pero tiene una. Repetid conmigo: dos, camello; una, dromedario. ¡Y me importa un bledo lo del paquetito de tabaco! ¿Vale?—. Pues eso. Que ya estaba disponiéndome a realizar mis abluciones cuando noté que la cosa no iba bien. No se escuchaban los ruidos de los dromedarios, las riñas de los chavales ni los quejidos de Baltasar —Gaspar siempre ha sido muy discreto—. Ni siquiera estaban encendidos los ordenadores —sí, nos hemos modernizado y aceptamos cartas por correo electrónico, que hay que ahorrar papel. Por lo de los bosques y todo eso—. Así que abrí un poco los ojos para mirar con disimulo... y como platos cuando vi al Espíritu de la Navidad plantado delante de mí, todo trajeado en negro, con una de esas carteras que parecen dos solapas cogidas por una cremallera apoyada en su antebrazo izquierdo y en el pecho, donde hubiera tenido que estar el corazón, y con esa mirada de inspector de hacienda que tanto acojona.

—Buenos días—. Al menos, educado, pensé—. ¿Es usted la figurita de belén conocida como ahhh... —leyó por encima de la montura negra de pasta un expediente plagado de sellos oficiales que había sacado del portafolio— su Majestad, Rey Mago de Oriente, Melchor?

—El mismo, buenos días. ¿Con quien tenemos el gusto...? —dejé caer utilizando, aunque sin muchas esperanzas, el plural mayestático.

—En virtud de lo dispuesto en el artículo... —A pesar de lo que pudiera desprenderse de mi oficio, soy incapaz de recordar toda la parafernalia legislativa, lo reconozco— debe acompañarme a visitar las Navidades futuras.

—¡Alto ahí! —Recurrí a toda la dignidad posible, y dada mi condición, ya os digo que es mucha—. Tú debes de ser el Fantasma de las Navidades futuras, ¿no? ¿Serías tan amable de hacernos saber qué demonios tenemos nos que ver con el tal Scrooge o, en su defecto, a quién debemos semejante veleidad dickensiana?

—Contra este procedimiento —continuó hablando al mismo tiempo que yo le preguntaba, sin dignarse escucharme y, menos aún, responder— no cabe recurso de acuerdo a lo dispuesto en —más jerga de leguleyos—. Lo que se le comunica de forma efectiva y fehaciente, siendo exigible, y exigiéndose, su inmediato cumplimiento. Caso de negarse u ofrecer resistencia se requerirá —en consonancia con bla, bla, bla— la presencia de los agentes de la autoridad para llevar a efecto el presente auto. Supongo que no será necesario llegar a dicho extremo... —Nos mira inquisidor y, ante nuestro silencio, da por otorgado. Nos alegra que parezca aliviado—. De acuerdo.

—¿Podríamos hacer una llamada? Tenemos el examen cerrado para el permiso de conducción de motocicleta y, si este año tampoco vamos a poder acudir, querríamos anularlo para no perder convocatoria —preguntamos con timidez.

—Dos minutos.

Apenas habíamos colgado cuando una niebla espesa surgió del suelo y todo comenzó a girar. El interior de la caja a nuestro alrededor se deformó, se estiró, se encogió, se desvaneció, perdió y recuperó sus colores a una velocidad endiablada. Cuando superamos las arcadas provocadas por un salto en el tiempo sin el pertinente “Delorean”, máquina o artefacto similar, no pudimos sino reconocer las ventajas de nuestra nueva circunstancia. Allí estábamos el secretario judicial de marras y esta majestad, intangibles, invisibles, inaudibles, insípidos e inodoros —sí, eso también— y con plena libertad de movimiento. Por buscarle defectillos, que los tiene, les recordaremos que, de los cinco sentidos, solo dos funcionan; con lo que la comida, por ejemplo, pierde bastante. Pero son menudencias que puedes compensar con una visita al vestuario de la mansión Play... ¡Esto...bien! Pues eso. Que nos y el fantasmita nos aparecimos en el futuro para que nos pudiésemos tener una idea fehaciente de en qué se iban a convertir, de seguir a este paso, las Navidades.

Antes de que continuemos explicándoles lo que nos enseñó y cómo nos cambió —¡qué pesado es esto de llamarnos en primera del plural a nosotros mismos! Pero, si nos ponemos realmente dignos, debemos hacerlo para todos, que otra postura podría ser tachada de discriminatoria e, incluso, de prevaricación— hemos de reconocer que en el presente, allá por el siglo veintiuno, ya intuíamos por dónde podían ir los tiros. Y que nos, como sabio de oriente y persona culta ya en el pasado, estamos de vuelta de muchas cosas, contamos con una cabeza muy bien amueblada y con un dominio de las artes adivinatorias que resultarían la envidia, de conocerlas siquiera, de telepredicadores, líneas astrológicas de pago, veedores diversos y echadores de cartas, huesos, runas y demás parafernalia. Dicho queda, para su mejor entendimiento de lo que a continuación hemos de relatarles. ¡A ello, Melchor!

Guiado por el estirado funcionario recorrimos varias calles céntricas de una típica ciudad. El momento temporal era obvio: luces adornando las anchas avenidas, abetos con bolas, muñecos de nieve hechos de poliespán, renos de nariz enrojecida y una serie de obesos chorizos con borla blanca —papanoeles escaladores de muros— que se infiltraban por las ventanas sin que nadie se alarmase. Ni siquiera cuando se les podía ver, de forma simultánea y en plena efervescencia de vitalidad, rodeados de lascivas elfas minifalderas, pervertidoras de infantes y adultos, súcubos incitadores del consumismo y otras perversiones de lo más extremo. Ríete de lo de los panes y los peces. ¡Esto sí era multiplicarse!

La estulticia generalizada había obligado a los regidores locales, incluso, a ordenar los sentidos de circulación de los viandantes y a colocar agentes uniformados para organizar las colas de culto al orondo norteño. Algo a lo que intentamos oponernos, simbólicamente claro, dada nuestra condición insustancial, en un alarde de real libertinaje, bajo la admonitoria mirada de nuestro estirado cicerone. Mientras flotábamos no pudimos menos que observar en derredor, que percatarnos de la urgencia de los ciudadanos por hacerse, a cualquier precio, con el más novedoso juguete, dispositivo, invento o modismo; que enseguida desechaban espoleados por el anuncio del modelo, versión o novedad inmediatamente posterior.

—¿Has visto dónde les ha llevado la fiebre por el oro?

¡Será cabrito!, pensamos para nos. Porque no hemos de olvidar que nuestro presente para el niño-Dios era el preciado metal, no como símbolo de su poder terreno, sino de Rey en los Cielos. Pero este tipo estaba mezclando el culo con las témporas. Y si él podía permitirse esos lujos, no íbamos a ser nos quienes rehuyésemos el combate dialéctico. Ni los ardides. Aun los más bajos e innobles.

—Y por eso esta ciudad huele tan bien, ¿no? Por culpa del incienso y de la mirra que ofrendan Gaspar y Baltasar, ¿no? Claro. —dejé explícito el sarcasmo alargando la a.

—Eso es una falacia...

—Donde las dan, las toman —le interrumpo—. ¡Venga ya, hombre! Que eso no se sostiene por ningún lado.

¡Lo hemos callado! ¡Y a la primera! El silencio se tornó incómodo. Y, aunque nos daba la impresión de que su condescendencia para con nos era manifiesta, nos hicimos el sueco y simulamos disfrutar de tan pírrica victoria. Continuamos hasta enfrentarnos a un rascacielos, de seguro icónico dados su forma y emplazamiento. Ascendimos sin reflejarnos en las ventanas —inquietante y vampírico—hasta dar con una planta en la que se celebra la tradicional fiesta de empresa. ¿Recuerdan el Nakatomi plaza? Pues si lo adornan a lo “Nymphomaniac” y lo rematan con toques de “El sentido de la vida” —Prokófiev incluido—, tendrán una panorámica bastante completa del desmadre de aquellos ejecutivos que mezclaban vicios y negocios sin el más mínimo pudor, recato o miramiento. Y, por cierto, tras la fiesta, al desolado escenario solo le faltaba un John McClane y su característico “yipi ka yei...”.

Asqueados, nos dimos distancia de la bacanal aquella y nos perdimos, tras cruzar de nuevo el ordenado desfile, que nos recordó una cadena de producción de maniquíes propia del cine de Fritz Lang; pues las personas se trasladaban impasibles, impertérritas ante la necesidad de quienes hurgaban en la basura imperante en las calles aledañas, de quienes se peleaban por unos despojos recién comprados en la frenética carrera por estar a la última. El salto fue brutal, porque no había término medio: ricos y asalariados con posibles frente a pobres, pobres de solemnidad, pobres de los de matarse por un trozo de comida a medio pudrir. Nunca una calle marcó tanto la diferencia: orden, luz, opulencia y, al otro lado de la línea, caos, oscuridad, escasez. Empachados de realidad, nos disparamos hacia el cielo nocturno para alejarnos de aquello. Lo que observamos nos llenó de pena. Círculos concéntricos alternos: el centro de negocios, el estrecho anillo de los fantasmas, los barrios residenciales y la nada interurbana atravesada por venas de oro. Nos llenó de pena porque fuimos conscientes de que los que estaban encerrados eran los miserables, que veían, delante y detrás de ellos, protegidos por muros invisibles, unos mundos a los que jamás podrían acceder, salvo a hurtadillas. Esto sí era de Dickens, y no el leguleyo animado que me habían enviado, que, por su parte, no tuvo más opción que seguirnos.

—¿Has visto dónde les ha llevado la fiebre por el oro? —nos repitió el muy canalla cuando logró alcanzarnos.

Y esta vez nos callamos. No por aquiescencia, no. Nos callamos porque no nos salía la voz, porque algo nos oprimía la garganta y —os recuerdo nuestro intangible estado— no se trataba del habitual hueso de pollo asesino. Mas, para evitar el predecible e inmerecido henchimiento del puñetero fantasma —fantasma en los tres sentidos: esencial, sustancial y literario—, le lanzamos una mirada de esas que exigen un silencio, de profesor viejo a alumno novel. Una que reconoce de inmediato, una que, como la suya, tanto acojona.

—Cuando te recuperes, seguimos... —Mantenemos la visual descrita para hacerle consciente de lo inadecuado de su atrevimiento, y, también, para ganar unos segundos que nos permitan recuperar la compostura—, Majestad —trató de arreglarlo. Tan solo asentimos.

Continuamos. El paseo por la zona residencial lo hicimos ambos mudos. Aquí, salvo el, tras haber cruzado ese anillo oscuro, insultante derroche que de normal hubiésemos definido como “de celebración”, el ambiente podría calificarse como intemporal, al menos respecto de nuestro presente. Comida en exceso y de calidad, vajillas de cumpleaños, cristalerías y cuberterías de boda, decoraciones excesivas más o menos desafortunadas, niños pedigüeños, adolescentes insatisfechos, jóvenes exhibicionistas y adultos defendiendo su estatus. ¡Y el maldito árbol, con sus malditos paquetitos y sus malditas bolas, y los malditos calcetines para el tal Noel del demonio —ni siquiera Nicolás—en las repisas de chimeneas o estanterías! ¡Todo en orden!

¿Todo? ¡No! Un pequeño detalle, con irreductible tesón, martilleaba nuestra consciencia, a medias anestesiada por la normalidad imperante. ¿Qué es? ¿Qué falta?¿Qué coño falta?¡Venga, venga, venga! Nada. ¡Puto alzhéimer! Seguimos de casa en casa, espectadores aburridos de un monotemático plano secuencia que repite escenario "ad nauseam": similares parejas con niños similares, en similares salones de ambientación similar. Todo muy estándar, muy correcto, muy de manual. ¡Vomitivo!

—¿Dónde están los abuelos? —le espetamos a bocajarro cuando conseguimos derrotar al pérfido alemán.

—Sígueme —nos respondió con una languidez que nos arañó el alma. Tanto, que no tuvimos valor para afearle el tuteo.

Algo le pasaba, algo fuera del prurito profesional que le llevaba a mantener esa imagen hierática de profesional intachable. Nos sorprendió e  intrigó. Su tono y actitud nos indicaban que estábamos ante el verdadero propósito de todo este despliegue bilocativo y, al tiempo, que nuestro oscuro chupatintas sí tenía un corazón. Vale que igual no estaba en dónde debía, que no lo usaba de continuo, que era de esos de quita y pon o que solo le estaba permitido fuera del trabajo. ¡Pero, contra todo pronóstico, sí tenía uno! De todo hay, ¿verdad pequeño?, en tu viña.

El camino hasta la periferia se nos hizo interminable. Demasiado... ¿uniforme? Casas iguales, vallas iguales, calles iguales, paseadores iguales de perros iguales. Todo resultaba anodino, carente de chispa, profundamente... artificioso. Sí, ese era el término preciso. En sus dos acepciones. ¡Y manda carajo que lo dijéramos nos, cabeza de una de las casas reales más antigua y, con toda seguridad, entre las tres más longevas! Nos gustamos a nosotros mismos repitiéndonoslo: artificioso, artificioso, artificioso. La única ventaja que tuvo el tedioso paseo fue que nos permitió reflexionar sobre lo que habíamos observado, que puso en marcha un mecanismo que, a la postre, se demostraría imparable.

Todo se inició con un frenazo. Apenas habíamos llegado a una plazoleta con un agonizante e irrisorio espacio ajardinado y una evidente desidia crónica, que empezó ya en la mesa del arquitecto, cuando el chirrido del neumático contra el asfalto nos hizo dar un respingo. En el mismo instante sucedieron todas estas cosas: un vehículo familiar se detuvo, el copiloto comprobó que nadie les observaba —recordad: "intangibles, invisibles, inaudibles, insípidos e inodoros"—, del asiento trasero bajó una persona adulta —al menos de edad— que arrastraba a un anciano, el copiloto y el adulto recuperaron sus asientos y una nueva dosis de goma quemada inundó nuestra pituitaria en una arrancada digna de campeonato de fórmula uno. Y los tres, alucinados, contemplamos la fuga, propia de una película de atracadores. Aun no habíamos asumido nuestro asombro cuando escuchamos un nuevo frenazo: dos hombres agarran al viejo y lo meten en una furgoneta, una puerta lateral que se cierra y una nueva salida derrochando rueda. Los dos tipos de blanco bien podrían colocarse como instructores en cualquier campamento de servicios secretos de élite. Nuestro pasmo se hacía aún más difícil de aceptar, dado su exponencial crecimiento, sumando la inmovilidad a nuestra retahíla de atributos, cuando, apenas un minuto después, se sucedieron de nuevo ambas escenas. Cambiando de copiloto, seudoadulto, hombres de blanco y víctima inocente, claro está.

Avanzamos sin rumbo por aquel extrarradio, todavía intentando asimilar lo visto, cuando al llegar a otra plazoleta se repitió idéntica situación. Y en la siguiente, y en la otra... Por fin, una vez nuestra mente fue capaz de reaccionar, nos subimos a una de esos vehículos acompañando a una abuela que, ésta sí, —¡olé por ella!— la había emprendido a golpes de bolso contra los secuestradores. El trayecto se prolongó un rato. Dejamos atrás la zona urbana y, tras un tramo de carretera en medio de la nada y atravesar un bosque por vías secundarias, llegamos a un alto muro rematado por alambre de espino y concertinas. Guardias uniformados en la puerta acompañados de perros, torres de vigilancia con focos y un despliegue de medidas tecnológicas que hacían pensar en renovados Auschwitz, Alcatraz, Guantánamo o cualquiera de los recintos en que la humanidad ha venido empeñándose, con notable grado de éxito por cierto, en demostrar la poca humanidad —permítasenos el juego semántico— que posee. De no saber que aquello era un asilo, me hubiese asustado. Mas debía ser un asilo de máxima seguridad, para viejecitos muy peligrosos. A pesar de nuestra incorporeidad, no cabíamos en nosotros mismos. Empeoró al adentrarnos en las instalaciones y descubrir no los típicos salones con mesas de formica y partidas de cartas, dominó o parchís, con la tele de fondo casi sin volumen, no. Lo que vimos fueron hileras enfrentadas de butacas con sus ocupantes atados y unos goteros automáticos que los mantenían sedados y babeantes. Androides repasaban los monitores sin descanso; fila de ida, fila de vuelta. Pasillos y pasillos, pisos y pisos, pabellones y pabellones. De haber tenido sustancia, se nos habría caído el alma a los pies.

—Hemos de regresar. Has visto cuanto debías y nuestro tiempo aquí se agota.

Cuando el reloj dio las doce, como cenicientas en el baile, nos y nuestro guía nos fuimos desvaneciendo, solo que con unas sirenas de alarma ululando como música de fondo.

 

* * * * *

 

Me despierto de nuevo en la caja rotulada como "Figuritas del belén" con la alarma de "Arriba, vamos camastrón, deprisa, que nos tenemos que ir para Belén y se va a liar parda en el baño", y, como si fuese un chaval de veinte años, salto de mi hueco del corcho blanco y corro hasta las duchas. ¡Primero, menos mal! Cuando salgo miro altivo a la fila que se ha acumulado, con esa sonrisilla de "Igual me he pasado un pelín con el agua caliente —odio los termos eléctricos— chicos, ya lo siento" y me dirijo a mi aposento. Allí me dispongo, a falta de servicio disponible —¡Cuánta razón tenías, Manrique!—, a prepararme el equipaje. Estoy con el acondicionador de cabello cuando me salta el otro aviso anual en el móvil: "Hoy es la noche". Miro hacia afuera por el pequeño agujero que he logrado hacer en el muro protector de mi prisión y, en efecto, la estrella brilla en el cielo: momento de salir para que nos coloquen en el diorama navideño. Compruebo el móvil y la imagen que me devuelve el calendario de Google no deja lugar a dudas.

Así que desdeño los terciopelos, el plural mayestático —ahora que no tenemos que marcar las diferencias de clase— y la púrpura, y me calzo los pantalones de cuero, la camisa de leñador a cuadros y el chaleco del club. A la que no renuncio es a la corona, que los republicanos están a la que salta, y me la pongo, tras recogerme la melena en una coleta al estilo samurái, sobre el pañuelo negro con calaveritas blancas que gané el año pasado en la barraca de tiro con escopeta neumática y sobre el que tanto destacan los rubíes y las esmeraldas... ¿Ehhh... bien? ¡Céntrate, Melchor, céntrate! ¡Qué tenemos tajo! Tras el momento Miyagi —con bastante más pelo, eso sí— compruebo que el mensaje ha llegado a la lista completa. ¡Bien! Antes de que las manos infantiles o maternas —por lo común son las mamis— se apropien de mí real figurita, realizo mi magia.

Estoy en un garaje. Me coloco el casco, acciono el mando a distancia y arranco mi Heritage. Regodeándome en el petardeo, uno su rugido al de las burras de mis camaradas moteros. ¡Siempre he querido hacer esto! ¡Cómo me gusta ser motero! Poco a poco nuestro número aumenta. Sí. Es hoy. Recorremos las calles como una jauría, como una manada de lobos rabiosos que nunca han tenido mucho que perder. En cada esquina, en cada cruce se nos suman nuevos grupos, guerreros heterogéneos con solo el chaleco como uniforme. En seguida se incorpora Thomas, al frente de los "Maze runners". Y Peter, con sus Niños perdidos. Al llegar a los bosques somos cientos. ¡Esos malditos pequeñajos!, sonrío para mí. No podía imaginarme, cuando recorrí los orfanatos eligiendo a los primeros "hijos", que lo hiciesen tan bien. Conforme crecían reclutaron más y más muchachos, formaron nuevas filiales, surgieron nuevos clubs, siempre guiados por un objetivo común. Ese que asumen ellos, los que nunca escucharon un cuento antes de dormirse, los que jamás recibieron un beso de buenas noches o un cachete cariñoso, los que de los suyos no conservan, siquiera, el apellido.

 Guardias y perros retroceden asustados cuando nos ven llegar. Alguno, algo más valiente, intenta entorpecer nuestro avance; pero somos muchos y estamos decididos. Los canes, mucho más sensatos, detectan enseguida que la magia nos ayuda. A los humanos, algo más animosos, los detiene la lluvia de bolas de nieve con que les obsequia el de los renos, en solitaria superioridad aérea. No puedo menos que agradecerle su colaboración. Parece que, por más que competencia directa, no es mala gente. La batalla dura poco y nuestra victoria es aplastante. ¡Los abuelos ya son nuestros! Aunque las máquinas no suponen obstáculo alguno, el estado de los pacientes nos hace temer por el éxito final.

Cuando pongo al corriente de mi plan a mis dos colegas, no faltan las críticas. Sé que no va a ser fácil devolver a cada abuelo a su familia, ni que estas los acepten de buen grado. Pero cuando les explico mi as en la manga sonríen satisfechos y se afanan, manos a la obra. Queda poco tiempo para hacer los cambios. ¡Solo tenemos esta! Va a ser una noche de reyes muy especial. O atípica, cuando menos. Al día siguiente, cuando amanezca, cada hogar tendrá a su abuelo en la sala, con su tazón de café con leche y sus bizcochos, con sus batallitas preparadas y con la paciencia necesaria para soportar a los nietos más hiperactivos. Cuentos e historias desgranadas al calor de la lumbre, en torno a la mesa, antes de dormir, esos van a ser todos los regalos. Bueno. Eso y carbón para los que se han portado mal, que las normas han de cumplirse. Ya sabemos que no es lo que se nos ha pedido, que puede que nos inunden a reclamaciones.... ¿Y qué? ¿Nos vais a contar lo que hace falta en Navidad? ¿A nosotros, a los Reyes Magos de Oriente? ¡Vamos, hombre! Además, el Espíritu de las Navidades y, no menos importante, su ejército de burócratas y abogados, está de nuestra parte.

¡Ah! Solo por si os derrota el mencionado alemán. Ahí afuera, reunidos en torno a un roscón del tamaño de una rueda de Harley y unas cajas de licor, siempre vigilantes, permanecen mis muchachos, mis hijos adoptivos, los "Sons of Monarchy". Por si se os ocurriera volver a las andadas, "capisci?" ¿Sí? Entonces, feliz Navidad.

8 comentarios:

  1. Un cuento de Navidad muy bonito, Héctor. Considero que los niños y los ancianos están dotados de una magia especial y debemos cuidarlos. Los niños son el futuro y los ancianos la sabiduría con la cual nos han preparado para la vida. Estemos agradecidos. Buena reflexión. Con suerte, llegaremos a conocer todas las etapas de la vida. Un beso.

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  2. Gracias, Merche. Ya que tenía que hablar de la Navidad, al menos hacerlo de lo que creo que debería ser. Vivimos en una sociedad materialista y egocéntrica. Nos estorban los ancianos, los niños, los vecinos. Y ni siquiera tenemos el coraje de admitirlo. Pero siempre está el espíritu de la Navidad, ¿no?

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  3. Precioso relato Hector, cuando ya creía que lo tenias todo dicho, me has sorprendido con un final genial. Es un tema precioso y muy triste el que has elegido y lo que es peor, muy muy real y actual. Ojala se pudiera hacer de verdad lo que sucede en tu cuento. Precioso, de verdad.

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  4. Gracias, Ana. Espero que, a pesar de la crudeza que subyace en los dos temas que toca, los guiños y el tono te hayan arrancado una sonrisa.

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  5. Genial, Héctor. Un mensaje fantástico dentro de una historia redonda con momentos geniales.
    Tomo nota que 1 es dromedario... Jajaja

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  6. Lo cierto es que me lo pasé pipa escribiéndolo. Hay un montón de referencias (desde Asterix a la literatura "blue jeans") que quise meter para darle un aire más divertido, un punto de retranca que contrapesase los dos temas serios: orfanatos y asilos. Y ¿qué esperabas de los yankees? ¡Camellos lisiados, con una joroba! Gracias por tus palabras.

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